Libros de Luca (49 page)

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Authors: Mikkel Birkegaard

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: Libros de Luca
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Iversen fue de los primeros en llegar, y Katherina le contó cómo había conseguido la información acerca del paradero de Jon. Asintió pensativamente mientras observaba el mapa sobre el mostrador. Los nombres de países y ciudades se deslizaban sobre Katherina cuando él los iba leyendo. Trató de seguir la corriente de nombres para poder establecer algún vínculo que tuviera sentido. Se concentró en la lectura de Iversen para poder recorrer el mapa más rápidamente, pero en su entusiasmo lo empujaba con demasiada intensidad. Muy tranquilamente, él puso su mano sobre la de ella pidiéndole que se serenara. Se mostró de acuerdo con un gesto, se disculpó y de inmediato dejó de tratar de influir sobre él.

—¿Qué es lo que quieren? —preguntó Iversen retóricamente, metiendo los dedos por debajo de las gafas para masajearse los párpados—. ¿Por qué Egipto?

—Podría ser una maniobra de distracción —sugirió Henning sin mostrarse demasiado convencido—. Si quisieran mantener en secreto el lugar donde está Jon, no habrían usado su pasaporte verdadero, ¿verdad?

—Tal vez no tuvieron tiempo para otra cosa —dijo Iversen.

Katherina permanecía de pie con los brazos cruzados. Comenzaba a costarle mantener la calma.

—¿Por qué no vamos allí? —preguntó impaciente—. Ya nos llevan un día de ventaja.

—Egipto es un país muy grande —señaló Iversen—. Debemos tener alguna idea de dónde puede estar. Podrían haberse trasladado a otra parte desde allí.

—No con el mismo pasaporte —aseguró Katherina—. Muhammed lo comprobó.

Iversen asintió.

Fueron llegando más Lectores, entre ellos Clara, cuyo sentimiento de culpabilidad le impidió mirar a Katherina, que hizo lo mismo. La joven no podía perdonarle todavía que la hubiera dejado dormir tanto tiempo. Iversen puso a todos al corriente de la situación mientras Katherina se retiraba al fondo, Al cabo de un rato, la conversación se fue haciendo más intensa alrededor del mostrador y una teoría reemplazaba a otra, cada cual más estrafalaria que la anterior. A ella le costaba entender por qué tenían que perder el tiempo en especulaciones. Por supuesto, Iversen tenía razón. Egipto era un país demasiado grande como para ir a buscar a una sola persona, pero ella se sentiría mejor si estuviera allí en lugar de discutir sobre qué debían hacer una vez que llegaran a Egipto.

Katherina se dirigió al escaparate y miró hacia fuera. Se puso la mano en la barbilla. La tarde llegaba a su fin y nubes oscuras se habían instalado sobre la ciudad, amenazando lluvia en cualquier momento. Se había levantado viento y la gente se inclinaba contra el vendaval tratando de sujetar sus abrigos. Una silueta se acercó a la librería y se detuvo ante la cristalera, justo delante de Katherina. Se trataba de un hombre de larga barba y pelo descuidado que se movía para todos lados con el viento. En lugar de observar los libros expuestos, fijó sus ojos azul claro en Katherina. Ella estuvo a punto de soltar un grito de sorpresa cuando reconoció a Tom Norreskov. No se había molestado en cambiarse de ropa desde que se habían reunido con él en su granja en Vordingborg. Esbozó una amplia sonrisa.

Katherina corrió hacia la puerta y la abrió de golpe, haciendo balancear las campanillas. Todos los reunidos en la tienda se dieron la vuelta para mirar con la boca abierta mientras la joven arrastraba al visitante al interior.

Clara dio un paso para acercarse.

—¿Tom? —preguntó, con tono dudoso en su voz.

Norreskov asintió con la cabeza y con una cierta incomodidad miró al grupo.

—Éste es Tom Norreskov —lo presentó Katherina.

Iversen se adelantó para estrechar la mano de Tom entre las suyas.

—Bienvenido, Tom. Qué alegría verte.

Norreskov se limitó a asentir con la cabeza y continuó mirando a su alrededor, como si fuera la primera vez que ponía un pie en Libri di Luca. Su mirada recorrió los anaqueles hasta el pasadizo superior y luego continuó por todos los volúmenes y las pilas de libros en el piso principal. Una gran sonrisa apareció en su rostro.

—Ha pasado mucho tiempo, Iversen —dijo—. Pero la librería sigue igual, gracias a Dios.

Todos los presentes olvidaron el mapa del norte de África y comenzaron a saludar a Norreskov como si fuera un antiguo compañero de escuela. Sus ojos pasaban de un Lector a otro; había muchos a los que no conocía, pero los observó atentamente a todos, como si estuviera buscando a alguien.

—¿Dónde está el hijo de Campelli? —preguntó por fin, introduciendo una mano en el bolsillo interior—. Tengo una postal de su padre. Nadie dijo una palabra, y la tensión se apoderó del grupo.

—Ha tardado mucho tiempo en llegar —continuó—. Más de un mes, pero es un largo viaje desde Egipto.

Katherina dio un brinco y luego le arrebató a Tom la postal de la mano.

—¿Egipto? —gritó, fijando la mirada en la tarjeta.

La parte delantera mostraba un edificio grande y circular hecho de arenisca. El techo inclinado consistía en secciones de cristal que brillaban como metal bajo la intensa luz del sol. Parecía más un platillo volador que había hecho un aterrizaje de emergencia en la arena del desierto. Con manos temblorosas Katherina le dio la vuelta a la tarjeta.

Nunca en su vida se había sentido tan frustrada por no poder leer cuando miró los símbolos sin sentido en la parte de atrás de esa postal. De mala gana, se la dio a Iversen. Éste cogió la tarjeta y leyó en voz alta.

—«Están aquí. Luca».

Por segunda vez ese día Katherina tuvo una sensación de gran alivio. La tarjeta revelaba la ciudad y tal vez incluso el edificio donde Jon era retenido. El texto impreso indicaba que el edificio de la fotografía era la Bibliotheca Alexandrina, en la ciudad portuaria de Alejandría.

La reacción de Iversen fue llevarse las manos a la cabeza y exclamar:

—¡Por supuesto! —Dejó escapar una risa de alivio—. ¡Cómo no se me ha ocurrido!

Tom Norreskov puso cara de perplejidad. Los observó, sorprendido por el efecto causado por la postal.

—Entonces, ¿dónde está Jon? —preguntó otra vez.

Nadie dijo nada.

—Aquí —dijo finalmente Iversen, sosteniendo la postal delante de Tom—. Tú nos has traído la respuesta.

Mientras Iversen hablaba con un asombrado Tom, poniéndolo al día de los acontecimientos de las últimas semanas, la postal pasó de mano en mano entre los presentes. Cada uno la estudiaba atentamente, como si fuera la pieza de un rompecabezas que ocultaba más secretos.

Cuando Katherina pudo volver a revisar la tarjeta, miró con detenimiento la fotografía, grabando en su mente cada detalle del edificio redondo y su entorno. Delante de la biblioteca se veía un estanque en forma de media luna, un complemento natural a las gigantescas superficies de cristal que componían el techo inclinado del edificio. Los compartimentos ligeros de aspecto metálico bajo el cristal servían para que sólo la luz indirecta entrara en la sala de lectura situada debajo; al mismo tiempo, el aluminio y el vidrio otorgaban a la superficie un aspecto futurista, de modo que todo el disco parecía un circuito electrónico de silicio. Se había cortado una muesca en el lado derecho del círculo, creando un patio rectangular en el que se hundía parcialmente un edificio esférico. En la muesca del edificio principal estaba la entrada.

Allí era adonde tenía que ir.

—La Bibliotheca Alexandrina —dijo Iversen detrás de ella—. Probablemente la biblioteca más famosa del mundo en la Antigüedad, ahora reconstruida con el espíritu de la original, con el propósito de reunir conocimientos y hacerlos accesibles a todos. —Suspiró—. Esperemos que no sufra el mismo destino que la biblioteca original. Textos de incalculable valor se perdieron en todas las guerras, saqueos e incendios. Se decía que los planos de construcción de la pirámide de Keops estaban guardados en la biblioteca. Imagínate. Quién sabe cuántas otras obras importantes hemos perdido a causa de la voracidad del fuego y de la estupidez de la gente. Obras que habrían cambiado nuestra concepción de la historia, la cultura y la ciencia.

Guardó silencio, por respeto a los libros desaparecidos.

—Pero ¿por qué han ido a ese lugar? —se preguntó Katherina.

—Sólo podemos hacer conjeturas —respondió Iversen—. Tal vez se trate de algún tipo de ritual. La biblioteca podría ser un punto de encuentro de la Organización Sombra.

—Creo que es por la carga —sugirió Norreskov.

Todos en la librería se volvieron hacia él, lo que hizo que bajara la vista para mirarse las manos.

—Luca tenía una teoría —empezó en voz baja. Todos se acercaron para formar un círculo alrededor de él y escucharlo con atención—. En su opinión, la fuerza del libro utilizada durante la activación no era lo único decisivo. Pensaba que la carga que existía en libros que rodean a los participantes también podía influir en la activación, por su propia presencia. Así pues, una activación acompañada por la colección Campelli, que todos nosotros sabemos que está fuertemente cargada, sería mucho más efectiva que una activación en el campo, en una granja, por ejemplo.

Iversen asintió.

—Eso lo sabe todo el mundo —dijo, aunque no parecía convencido.

—¿De modo que la colección en la Bibliotheca Alexandrina mejoraría la activación? —preguntó Clara.

—Hay un problema con eso —señaló Iversen—. Por lo que sé, la biblioteca todavía está en la fase de adquisición. Y desde la concepción original del proyecto, el desarrollo de los medios electrónicos ha avanzado rápidamente, por lo que muchas obras están ahora en CD-ROM o DVD en lugar de en ediciones impresas. —Abrió los brazos—. Y sabemos que este tipo de soportes no pueden estar cargados como los libros de verdad.

—Exacto —admitió Tom—. Pero ambos sospechábamos que en el área circundante podría producirse una especie de efecto expansivo, una acumulación de energía procedente de los libros cargados y tal vez del simple hecho de usar los poderes.

—Eso nunca ha sido demostrado —intervino Iversen.

—Pero imagina por un momento lo que eso podría significar en la Bibliotheca Alexandrina —insistió Tom—. He estado pensando en eso desde que llegó la postal. Durante más de setecientos años, en ese mismo lugar, se han guardado allí cientos de miles de volúmenes de la más alta calidad. Sólo podemos suponer que había Lectores en la Antigüedad, y dado que Alejandría era el principal centro del conocimiento, debía de haber Lectores allí, Lectores que podían cuidar o fortalecer la colección. —Nadie dijo una palabra. Todos parecían estar pensando en la teoría que Tom había presentado—. Estoy seguro de que allí existe una enorme fuente de energía —continuó—. Y que la nueva biblioteca ha sido diseñada de un modo perfecto para concentrar esa energía, como un faro.

—¿Y la Organización Sombra quiere usar la energía para activar nuevos Lectores? —preguntó Katherina.

Norreskov asintió con la cabeza.

—¿Pero por qué necesitan a Jon? —quiso saber, con expresión de derrota.

Él bajó la vista.

—No puedo responder a esa pregunta.

—Sigo pensando que se trata de una especie de ritual —dijo Iversen—. Pero de todas maneras todo indica que en ese lugar va a haber una reunión. Si es para tomar el té o para realizar activaciones poco importa. Jon va a estar allí, y nosotros tenemos que ir también.

Katherina asintió ansiosamente con un gesto. Nada iba a impedírselo.

—Lo que tenemos que hacer es descubrir exactamente a qué nos enfrentamos y cuánta gente está implicada —continuó Iversen—. Tenemos que suponer que habrá más personas además de Remer y Jon, y podría apostar que algunas personas de la Escuela Demetrius de Copenhague participarán también. —Se volvió hacia Katherina—. ¿Crees que tu amigo, el del ordenador, podría averiguar si algunos alumnos de la Escuela Demetrius están a punto de hacer un viaje a Alejandría?

—Seguro que sí —fue la respuesta de Katherina.

Muhammed le había dado en un trozo de papel su número de teléfono al que podía llamarlo en cualquier momento del día o de la noche. Probablemente no esperaba que ella lo llamara sólo una hora después de haberle dejado, pero parecía muy receptivo cuando oyó su voz.

—La Escuela Demetrius, dices —escuchó que repetía él en el otro lado de la línea. De inmediato Katherina pudo oír las teclas que sonaban de fondo—. Ajá…, el lugar ha sufrido un incendio —exclamó un segundo después.

—Ya lo sabemos —confirmó Katherina—. ¿Puedes averiguar si alguno de los alumnos ha viajado a Egipto recientemente?

—Hummm, siempre y cuando su servidor de internet no se haya convertido en humo también —replicó Muhammed, canturreando en voz baja mientras las teclas seguían haciendo ruido—. No, señor. Aquí está —exclamó—. Vivito y coleando. —Empezó a canturrear otra vez, interrumpiéndose con breves exclamaciones y gruñidos de insatisfacción—. Mira, Katherina, probablemente esto me llevará un tiempo. ¿Puedo llamarte dentro de un rato?

Katherina dijo que sí y colgó.

—¿Y bien? —quiso saber Iversen, con aspecto de preocupación.

—Llamará después —respondió, decepcionada. Ella habría preferido estar sentada junto a Muhammed, o mantenerlo en la línea para poder enterarse de inmediato cuando encontrara la respuesta. Dio una palmada—. ¿Y ahora qué? ¿Cuántos billetes de avión vamos a necesitar?

Iversen le dirigió una mirada de preocupación, pero no puso objeciones. La conocía lo suficiente como para darse cuenta de que nada le iba a impedir marcharse.

—Para mí no —dijo, bajando la vista hacia el suelo—. Soy demasiado viejo, y el calor… Sólo sería un estorbo.

—Está bien, Iversen —aceptó Katherina—. Te necesitamos aquí.

Iversen asintió sin levantar los ojos del suelo.

—Vas a necesitar un transmisor —manifestó Henning, levantando la mano como si estuviera haciendo un juramento—. Yo iré.

Todos los demás intercambiaron miradas.

Tom sacudió la cabeza.

—Ya estoy demasiado lejos de mi granja —dijo con expresión abatida—. Lo siento.

—Tal vez es mejor que sea un grupo pequeño —sugirió Clara.

Todos estuvieron de acuerdo y algunos dieron muestras de alivio evidente. A Katherina no le preocupaba. Mientras ella pudiera ir, no importaba si era uno o eran cien los que la acompañaban. Cuando supiera dónde estaba Jon, ya encontraría alguna manera de liberarlo.

Al cabo de una hora Muhammed todavía no había devuelto la llamada y casi todos habían abandonado la librería. Iversen se había quedado y se ocupaba de ordenar algunos libros y otras cosas sin importancia, pero manteniéndose alejado de Katherina, que pasaba ese tiempo de espera sentada o yendo de un lado a otro delante del escaparate. Sentía que Iversen estaba un tanto incómodo por no poder acompañarla. Evitaba mirarla a los ojos y se movía en silencio entre las estanterías, como si no quisiera molestarla.

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