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Authors: Manuel Rivas

Tags: #Cuentos

Lo más extraño (3 page)

BOOK: Lo más extraño
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Todos estos son gitanos, me había dicho el Touro, desconfiado. Gitanos rubios, pero gitanos. Eran de la misma familia, y habían embarcado juntos. Ni puta idea de pesca, remató el cocinero, pero ojo con ellos, son como raposos. Nada de juegos, a la que te descuidas pierdes hasta la camisa. Pero llevo demasiado tiempo con él, con el del pendiente en la oreja, que ahora me despierta con unas palmadas, justo cuando el tiburón está a punto de perforar el casco, a dos dedos de mi cabeza y de mis ojos de espanto. El irlandés me hace una señal con un cubilete de dados en la mano. Al principio dudo, pero hay algo que me empuja. Al fin y al cabo, tiene una mirada amistosa y, si sigo así, embrujado, con este animal rabioso a punto de roerme el magín, me va a estallar la cabeza.

No será que no te haya avisado, me dirá seguramente el Touro. Ya no me queda un duro. El irlandés mueve la mano sana con la habilidad de un tahúr. Se acabó, tío, ni blanca, ya no tengo nada. Fue entonces cuando señaló la vaca. ¿La vaca? ¿Quieres apostarte la vaca? ¿Un billete por la vaca? OK. Sonrió satisfecho: dos tiradas,
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de ases y reyes. Me tiembla la mano: ¡Cielo santo, póquer! Con la vaca en el regazo, fui recuperando todo lo mío y gané todo lo que él quiso arriesgar. No nos dijimos nada. El irlandés volvió a su catre, y yo me quedé sentado, llorando en silencio, con la vaca mirándome de frente.

En toda la noche no apareció el gran pez. Había dejado de roer el casco, a dos dedos de mi cabeza. Ahora ya sabía cómo era el sonido del mar, un ir y venir de mamífero cansado, y me sentía feliz. Subí a cubierta. Faenaban envueltos en la niebla y me puse a trabajar con redoblado ánimo. Podía arrancarle la cabeza a los peces sin vomitar ni poner cara de espanto. Vilariño se acercó y me dio un pescozón.

—Pensé que ibas a volverte loco, chaval, pensé que ibas a volverte loco.

La carretera del caballo cojo

Hacía aquel viaje todos los viernes por la tarde. Era una ruta infernal, pero yo simplemente quería llegar cuanto antes. La carretera, después de trepar desde Muros por la sierra quemada de mar y hombre, atraviesa un largo desierto verde. O eso parece. Sólo recordaba una parada involuntaria. Una manada de caballos hizo caso omiso de mi claxon. Estaban allí, en medio, saboreando el viento en los labios. A veces movían el pescuezo con pícara elegancia y batían los cascos en una especie de desafío. Hice otro intento inútil con la bocina para despejar el camino. Paciencia. También ellos parecían aguardar.

De entre los pinos, precedido de un relincho, salió un hermoso garañón negro. Se plantó en medio de la carretera, y, lentamente, vino cara al auto. Me miró con altiva indiferencia y luego dio una vuelta al coche, como quien hace una inspección. Finalmente volvió al grupo, sacudió la cabeza de arriba abajo y comandó la manada cara al praderío que se extiende por la orilla izquierda, camino de las balconadas del océano. El jefe caminaba con majestad. Estaba cojo. No era a mí a quien buscaban.

Lo de hoy es otra historia.

Delante iba otro coche con matrícula foránea y, a continuación, dando la espalda, una multitud de gente. Caminaban lentamente, como si les pesaran los pies, ocupando todo lo ancho de la carretera, bajo un cielo plomizo. Con el coche a paso de hombre, me di cuenta de hasta qué punto la pista mostraba sus tripas de grava y barro. En la demorada panorámica, los ojos seguían la línea de las cercas electrificadas, atraídos de vez en cuando, en la cuneta, por los restos de artefactos domésticos herrumbrosos o, en el horizonte, por flacos espantajos descoloridos donde se posaban los cuervos y vacas con apariencia de llevar siglos a la espera de aquel momento. Apoyado en la portezuela, un niño seguía con la mirada la silenciosa procesión. Tenía la cabeza rapada, con pequeñas calvas blanquecinas, y vestía una chaqueta azul con remiendos en los codos y un escudo con hilo dorado. Me fijé en él, en su bordado, y me miró con un orgullo levantado en el silencio.

Los del coche de delante se impacientaban. Eran jóvenes, y uno de ellos, el copiloto, llevaba algún tiempo dando muestras de inquietud. Tocaron con estruendo la bocina. Primero intermitentemente, luego con intensidad. La última fila del cortejo acabó volviendo la vista. Se detuvieron. Eran hombres y mujeres avejentados, incluso los que aparentaban menos edad. Todos llevaban paraguas oscuros y cayados labriegos. Nos miraron sombríos, también a mí. Y no hizo falta más.

Atrás quedaron las casas de piedra del discreto lugar de donde posiblemente había arrancado la marcha. Más allá, nada, sólo la larga recta de la carretera y un cielo cada vez más turbulento. Así que, cuando llovió, lo hizo con rabia metódica. En el cortejo se abrieron los paraguas y algunos se cubrieron las cabezas con los chaquetones. En vez de apurar el paso, éste se hizo más lento. Era preciso frenar y luego avanzar a trompicones, en pequeños tramos. La lluvia cubría el parabrisas y yo me entretuve en salvar los charcos como en un juego de vídeo invernal.

Del apiñado gentío se descolgó una sombra. El coche de delante siguió, pero yo decidí parar. Después de acomodarse, se quitó la boina, brillante por el agua, y tosió. Tosió con una tos profunda que parecía no tener fin. Se pasó un pañuelo por la boca, respiró fuerte, me miró de soslayo y encendió un pitillo. Me ofreció otro.

—El humo es bueno para el catarro —dijo convencido. Y luego escupió las primeras hebras de tabaco—: Este cabrón de cura.

Se calló durante un momento, como arrepentido de una inoportuna confidencia. Me miró de nuevo de soslayo.

—En invierno los viejos caemos como pájaros, pero éste era joven y con buena salud; ya ve lo que es la vida.

—¿Por qué? —pregunté.

—¿Qué? —dijo él con desconfianza.

—¿Por qué le ha llamado cabrón al cura?

Se había negado a enterrar al difunto en la parroquia. Todo el pueblo estaba indignado, porque, además, era una buenísima persona. Se había colgado de un manzano. El cura dijo que, según la ley de la Iglesia, no podía darle un entierro cristiano, así que lo llevaban a otra parroquia, cinco kilómetros más allá.

—¿Y si tampoco allí lo entierran?

El viejo chasqueó la lengua. Miraba siempre de soslayo.

—¿Sabe? Cada vez los inviernos son más fríos.

La comitiva se detuvo ante el atrio de la pequeña iglesia de un románico restaurado de mala manera. Una fractura en el rosetón la habían reparado con ladrillo, y junto a la campana señoreaba un altavoz de megafonía.

—Hemos llegado —dijo el viejo.

Se apeó e hizo un gesto fugaz de despedida, envuelto en humo y lluvia. Algo me empujó a aparcar. Un grupo de vecinos, cerca del ataúd, parecía llevar la iniciativa y hablaba entre sí. Pasaron unos largos minutos de espera, el agua resbalaba por el rostro de los feligreses, y cuando ya iba a volver a mi camino, el viejo me señaló.

—Amigo, necesitamos un coche —dijo uno de los dirigentes del cortejo—. Hay que ir a buscar al cura antes de que se largue.

Nos metimos por caminos de fango hasta llegar a un pazo, el de la rectoral, medio en ruinas. Un mastín enorme salió a recibirnos con aire poco amistoso. El viejo le dio un trancazo sin reparos y el perro huyó quejándose. Se abrió la puerta del señorío y estuve a punto de huir con la mirada. Era un ser repugnante, una mujer encorvada que miraba con un único ojo. El viejo preguntó por el cura y ella respondió con una especie de maldición. Sentí otro brinco en los adentros. Quien asomó finalmente era un mozo con rostro angelical, casi de niño con sotana.

—Ya sé a qué venís, pero él no ha muerto en gracia de Dios. Levantó la mano contra sí mismo. ¿Hay peor blasfemia?

—Era una buena persona, señor cura —respondió el viejo.

Me di cuenta de que la primera impresión era engañosa. Aquel curita con pinta de niño tenía una mirada fría, de ojos grises como el acero. Parecía pensarlo. Miró a la mujer monstruo, y ésta hizo un gesto de asentimiento.

—Está bien, que el señor Jesucristo me guíe.

De camino, nadie dijo palabra. Cuando llegamos, el ataúd estaba sobre una losa del atrio y los vecinos aguardaban al abrigo de los muros del camposanto. En el interior de la iglesia hacía frío, más frío que afuera. Las oraciones del cura eran seguidas por un coro de carraspeos. De pronto, se hizo el silencio más absoluto. El páter miraba fijamente a los feligreses.

—No ha muerto en paz con Dios. Es más, difícilmente podrá entrar en el Reino de los Cielos, pues quien niega la vida niega a Dios. La vida es un don del Señor, y sólo a él corresponde decidir el momento de nuestra muerte. Tampoco hay mucha esperanza para vosotros. Vivís en el pecado, sois seres perdidos, envenenados por la tentación de la carne. No penséis que merece perdón o compasión. Lo que él hizo ha sido un acto de soberbia y egoísmo ante Dios Nuestro Señor. Rezaré también por vosotros, pero no tengo mucha esperanza de que sirva para algo.

Dicho esto, nos fulminó con la mirada, dio la vuelta y continuó el oficio. Cuando salimos de la iglesia, después de dejar al muerto bajo tierra, los vecinos marcharon por la carretera en grupos dispersos. El viejo se despidió de nuevo a su aire.

—Les ha dicho cosas terribles —comenté casi a gritos.

—Todo el tiempo en la iglesia estuve intentando mover los dedos de los pies —dijo el viejo—. Estaba preocupado, no los notaba.

—¡Eso que dijo el cura! No deberían haberlo permitido —insistí airado—. No sé cómo lo aguantan.

—Usted siga su camino, amigo.

La noche parecía caer del vientre de aquel cielo de plomo. El viejo se echó a andar entre el humo y la lluvia, cojeando.

Uno de esos tipos que viene de lejos

Mirad, mirad. Es un tipo cojonudo. No habla. Es encantador. No dice nada. Se llama Dombodán.

Era una buena adquisición de Marga, y lo presentaba, como siempre, con un toque circense. Todos se fijaron en aquel ejemplar de dos metros que sonreía con timidez. ¿De dónde has sacado esa prenda?, preguntó Rita, la muy zorra. Todos aplaudieron la gracia. Me cayó directamente desde el cielo a la cama, querida, dijo Marga, agarrándose con cariño al brazo del chicarrón. No lo pienso compartir. Y dicho esto, se lo llevó hacia la barra.

¿Os habéis fijado en ese tipo?, preguntó Rita. Huele mal. A estas alturas con chaqueta de pana, añadió Pachi. Está lleno de caspa, observó Virginia. Raúl tenía una duda: ¿No habla o es tonto? Esta nena, se quejó Marijé, ya no sabe qué hacer para sorprendernos; primero se lía con un moro y ahora con un palurdo. ¿Crees que se lo ha llevado a la cama? Además huele mal, insistió Rita.

Marga regresó con ojos de enamorada. El muchacho bebía cerveza con deleite, y una orla de espuma se le quedó en la sotabarba roja. El grupo sonrió. Sí que parecía idiota. Escucha, dijo Raúl, ¿es normal este tipo? No habla, eso es todo. A veces dice cosas. Cosas sueltas. Es fantástico, concluyó Marga, abarcando el mundo con los brazos. Raúl miró a los otros e hizo un gesto de resignación. En fin, habrá que apechugar con él.

Para joder, Rita subió al deportivo blanco de Marga. Iba sentada detrás y se acercó con aire amable a Dombodán. No te molestes, grandullón, sólo son bromas. Somos una gente encantadora, ¿verdad, Marga? Raúl los adelantó e hizo sonar el claxon dos veces. Su coche levantó una onda de agua. Llovía con rabia aquella noche, y todo adelante, despedida la ciudad, era una cueva. Ya verás, dijo Marga dirigiéndose con dulzura a Dombodán, Raúl llegará antes y encenderá la chimenea. Va a ser una noche preciosa. Rita estaba ahora extrañamente silenciosa. Deberían vestir de blanco, dijo Marga. ¿Qué?, tardó en preguntar Rita. Que estos campesinos deberían vestir de blanco, dijo Marga. Van siempre de negro, con sus paraguas negros, como cuervos. No los ves hasta que se te echan encima. A veces llevan vacas. Sí, murmuró Rita, es cierto.

Al llegar al chalé ya estaban encendidas las luces del interior y se oía música. Muy cerca, también, el mar. A veces pienso que es como un animal, dijo Marga, y echó a correr hacia el porche. ¿Como qué? El mar, como un animal. En el salón, Raúl descorchaba una botella entre risas. Pasa, pasa. Marga empujaba suavemente a Dombodán. Es el chalé de vacaciones de los padres de Raúl. Se alzó sobre la punta de los pies para hablarle al oído: Tienen mucha pasta; el padre fue militar, pero, además, están forrados. En un rincón, Marijé, acomodada entre cojines, tarareaba la música y movía la cabeza al compás. Rita se fue hacia allí. ¡Qué tipo más raro! ¿Quién? Él, el grandullón de Marga. Ya, no habla. No, no es por eso: tiene escamas. ¿Qué? Sí, no es caspa lo que tiene en la chaqueta. Son escamas de pescado.

Te gusta, ¿eh? Dombodán miraba fijamente el fuego y se sobresaltó cuando Raúl le dio una fuerte palmada en la espalda. Luego sonrió y asintió con la cabeza. Yo tuve un amigo mudo, prosiguió el anfitrión, y era un tipo con una sensibilidad especial. Ahora hablaba para todos: El Virgo era un tipo especial; no sabía hablar, pero imitaba a los animales. Lo hacía de puta madre. Una noche de juerga, en pleno centro de la ciudad, se puso a cantar como un gallo, como un auténtico gallo. Una vez tras otra, cada vez con más potencia. Empezaron a encender las luces y la gente salía al balcón. Como el Virgo no podía responder, se puso a mear a lo alto. Allí mismo. ¡Como un geyser! Una vieja gritó que era el fin del mundo. Y entonces amaneció.

También ahora el mar penetraba por las hendiduras con su olor a orines recientes. El grupo adobaba el champán con humo de hachís. Dombodán no fumó. Hostia, lo que faltaba, nos ha salido estrecho el grandullón, dijo Pachi. Tiene algo mejor, dijo Marga con un guiño cómplice. Metió la mano en la chaqueta de Dombodán, buscando en el bolsillo interior. Sacó una bolsita y la abrió con esmero. Hostia, perico. Todo el grupo la rodeó. Os juro que es lo mejor que he probado, dijo Marga. ¡Unos polvos mágicos! Dombodán miraba fijamente el fuego, como ajeno. Te has apuntado un punto, grandullón. Eh, ¿no serás contrabandista? Esta vez tampoco se sumó a la fiesta. Quiere dormir, cuando se pone así es que quiere dormir, dijo Marga acariciándolo.

Despertó porque algo viscoso le había rozado las manos. Dombodán gritó. Era un grito extraño, demasiado agudo para un cuerpo tan rotundo. Sacudió los brazos y corrió con la torpeza del pánico hacia un rincón. El reptil lo seguía buscando, como fascinado por su terror. Dombodán volvió a chillar. Era un grito hiriente, prolongado. Sus ojos se perdían en la angustia. Fue entonces cuando salieron del escondite carcajeándose. Raúl cogió la culebra y la besó en la boca. Dombodán temblaba, acurrucado y de rodillas. Pobrecito, dijo Marga.

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