No le quitaba el ojo de encima a Dombodán. Me fui dando cuenta de que su principal contacto en este mundo era el abuelo, quien mantenía a distancia al resto de los nietos, yo entre ellos, por no hablar del resto de la familia, a la que parecía odiar sin disimulo. El abuelo Manuel estaba totalmente sordo y tenía un bastón tallado que hacía girar constantemente, razones suficientes las dos para vivir en un universo propio e inaccesible. Sólo Dombodán salvaba sin permiso aquella barrera de malhumor.
El abuelo no oía, o eso aparentaba, pero con Dombodán hablaba por los codos. Sólo se le escuchaba a él, con preguntas y respuestas, mientras Dombodán miraba con atención y asentía, como quien comparte una sabiduría extraña. Un día le habló de la guerra —asunto que encendía el ánimo de los mayores y que estaba prohibido en las tertulias— y le contó que él sabía desde mucho antes que todo aquello iba a suceder, pues en una mañana de invierno vio pelear en un camino a dos pájaros desconocidos, con colores chillones y ojos sanguinarios. Dombodán decía que sí con la cabeza y yo, en mi escondite, me preguntaba cómo podía compartir un mozo, por muy gigante que fuese, semejante visión de viejo loco.
Un momento importante en mis investigaciones era el de la hora de acostarnos. A los más pequeños nos ponían el pijama, nos hacían rezar el Ángel de la Guarda, y luego nos mandaban a dormir si no queríamos llevarnos unas tortas de las que no nos libraría ni el mismísimo Ángel protector. Yo, bajo las sábanas, permanecía al acecho. Una de aquellas noches me deslicé con el sigilo de un indio y esperé el momento decisivo en que Dombodán sería desnudado, convencido de que iba a descubrir un muñeco articulado al que le quitaban las pilas para dormir. Pero entonces sucedió algo muy extraño. El gigante se limitó a descalzarse las botas y se dejó caer en la cama con la ropa puesta. Para mayor misterio, debajo de su cama no había orinal y si esto era así, podía ser porque Dombodán no meaba. Luego llegó la tía Gala y lo fue desnudando lentamente, como quien trata con un muñeco. También ella se quitó la ropa y luego lo acarició, lo acarició dulcemente, de arriba abajo, de una manera que me dio envidia.
Había un día a comienzos de septiembre en el que siempre llovía. Encendían por primera vez la chimenea, y el abuelo, sin decir nada, con su bastón giratorio como el de Charlot, se sentaba en el rincón más próximo a la lumbre, dispuesto a hibernar hasta la primavera. Toda la familia de paso, nosotros, los veraneantes, recogía el equipaje, guardaba los frutos con que nos obsequiaba la tía Gala y el automóvil ponía rumbo hacia la ciudad. Dombodán parecía triste, los circuitos oxidados, el cuerpo todo apoyado en la nariz pegada al cristal de la ventana que mira a la carretera.
Desde el ventanal del Singapore, el hombre del pelo rojo había seguido los estertores de la tormenta. En su convulsión desasosegada, el mar vomitó sobre el arenal una frontera de desperdicios, viscoso engrudo de algas, erizos apátridas, crustáceos desahuciados, y aún más, un ferial de cuerpos extraños, envases con caligramas de calaveras melancólicas, mandíbulas errantes, leños como gárgolas, cuerdas deshilachadas, máquinas con dientes cariados, zapatos desparejados y un esqueleto de reloj. El navegante hizo un gesto de alivio. El vetusto balandro, el del mástil negro, había soportado el embate de las olas airadas al pairo del pequeño muelle de pescadores.
Volvía, triunfante, el sol, y el océano brillaba hasta la línea del horizonte como el lomo de un pez colosal. También asomaba la gente. Un viejo entreabrió furtivamente la puerta, pareció dudar, entró por fin y echó una moneda en la ranura de la máquina tragaperras. Maldijo entre dientes. Le dio un golpe lateral con la palma de la mano y se fue.
El bar Singapore estaba atendido por un hombre gordo, cuarentón, que de vez en cuando desaparecía en la cocina y entonces se le oía gritar. Se oían también voces de mujer. Un niño subía por el interior de la barra, apoyándose en cajas de refrescos. Consiguió ponerse a la altura del extranjero y le dijo que su padre sabía hacer carros en miniatura arrastrados por moscas y también por mariposas, aunque añadió que esto último era más difícil. El chiquillo enseñó los brazos llenos de rasguños y pequeños cardenales. Había ido a buscar nidos y encontró dos, no sabía de qué pájaros, pero los huevos tenían pintas azules y los aplastó allí mismo, junto al embarcadero. Su padre lo mandó bajar del mostrador y, sin darle tiempo a obedecer, le pegó en la cabeza. El chiquillo sólo apretó los labios, bajó, y escupió en el serrín.
—Soy fuerte —dijo mirando al navegante, y volvió a mostrar las heridas de los zarzales.
El gordo le dio otro palmetazo en la cabeza, esta vez con más contundencia. El niño mantuvo los ojos abiertos hacia el visitante. Se fue poniendo colorado. Iba a llorar y trataba de evitarlo. Las lágrimas, desbordantes, lo traicionaron. También el aire, que se le agolpaba en el pecho. Sollozó. El padre se fue al otro extremo de la barra, cogió una escoba y con el mango encendió el televisor. El niño se fue a una mesa del fondo y ocultó el rostro entre los brazos. La madre salió de la cocina y le gritó.
—Diablo, que eres un diablo: ¿se puede saber por qué estás llorando?
En la pantalla aparecieron imágenes de campesinas orientales huyendo entre soldados que a veces saludaban a la cámara. En ocasiones se iba el color y las escenas se veían en blanco y negro. El hombre grueso anduvo hurgando con el extremo de la escoba en los mandos del aparato, pero el color se perdió definitivamente. Se veían inmensas plantaciones de arroz sobrevoladas por helicópteros que proyectaban su sombra sobre los campos. El niño había dejado de llorar y miraba entre la reja de sus brazos al visitante. Tenía un tatuaje que lo fascinaba.
El padre hizo un ademán enérgico al niño para que volviese a su lado. Lo levantó a pulso y lo acercó al televisor. El niño manipuló en las ruedas hasta que enderezó la imagen y volvió el color. El hombre gordo sonrió. Bajó al chiquillo al suelo, le revolvió el pelo y le dio una palmada cariñosa. La madre miraba desde la puerta de la cocina.
—Te he dicho que no le pegues al niño en la cabeza. Dale en el culo si quieres.
El hombre ni la miró. Fuera, sonaba una música. El navegante desvió la mirada hacia el ventanal. Un grupo de muchachos se había sentado en la barca varada. Tenían en la proa un radiocasete de gran tamaño. Todos eran machos menos una chica con una cresta de colores chillones. El dueño del bar Singapore escupió en el serrín.
—Drogadictos. Van y vienen. Se drogan.
Cogió de nuevo la escoba y subió el volumen del televisor. El noticiario daba ahora los resultados del fútbol. Los clientes que jugaban a las cartas atendieron por primera vez. El hombre del bar se animó. Parecía estar contento con los resultados e hizo un gesto de victoria al extranjero.
—También yo jugar fútbol —dijo, vocalizando lentamente y en voz alta—. No era malo, no. Eso decían. Yo creo que era bueno. Era bueno. Sí, era bueno.
Lo repitió varias veces hasta que el navegante de pelo rojo asintió, como quien comparte al fin aquella memoria gloriosa. El tabernero indicó los trofeos de los estantes, entre botellas de licor, con el metal mohoso. Descolgó una fotografía, le limpió el polvo con el revés de la mano, la miró satisfecho y luego se la mostró al extranjero. El retrato era de un mozo de unos veinte años, de aspecto robusto y atlético. Apoyaba el pie derecho en el balón. Vestía pantalón azul, camisola blanquiazul y medias azules con reborde blanco. Tenía el pelo largo y recogido con una cinta. Sonreía.
—Vaya pinta, ¿eh?
Volvió a colgar la foto procurando que coincidiera con el rectángulo de polvo de la pared. El extranjero se mantuvo impasible y eso pareció fastidiarlo. Señaló de nuevo el retrato del futbolista.
—Era yo. Ser yo. Yo fui campeón. Y míster
. También míster. Dos años de míster.
Yo cansarme. Pero, fíjese, ése era yo. Ser yo.
Se llevó el mondadientes a la boca y esperó inútilmente un comentario, una pregunta.
—Mierda. Ése era yo.
El hombre se fue rezongando a atender a otros clientes. Los recién llegados pidieron una botella de champán y el tabernero también se sirvió. Su aspecto era algo distinto del de los demás paisanos. Vestían cazadoras de cuero y el de la voz cantante llevaba la camisa desabrochada hasta mostrar un gran crucifijo dorado sobre el pecho peludo. Hablaban de mujeres.
—Os digo que aquella lancha necesitaba cinco o seis motores. Yo sólo pude meter dos.
Se rieron a carcajadas.
—Pero, Paco, ¿sólo dos?
—¿Y qué queríais, hostia? Iba cargado de alcohol, y la noche antes sin dormir. Pero os digo que aguantaba cinco motores. A vosotros se os va a oxidar. Hacedme caso. Un fin de semana dejamos a las mujeres, que se vayan con los críos por ahí, y aprendéis lo que es follar en cristiano.
La puerta del Singapore se abrió de nuevo. Un tipo de bigote y fuerte complexión se acercó a la barra y llamó al patrón con voz suficientemente alta como para que el grupo de las cazadoras guardara silencio.
—Me envía el Holandés. Vengo por el trabajo de saneamiento de la ría.
El dueño del bar lo miró detenidamente. Salió del mostrador e hizo una seña para que lo siguiera. Corrió una cortina y lo invitó a sentarse en el reservado. Volvió a su sitio en la barra y los del grupo marcharon a reunirse con el recién llegado.
En la pantalla aparecían ahora imágenes de los preparativos de una exposición artística al aire libre, en una plaza enlosada, rodeada de fachadas de aspecto monumental. Las grúas movían grandes esculturas de piedra y metal. Nadie miraba. Sólo un viejo levantó la vista sobre el abanico de cartas cuando las máquinas izaron una pieza de granito semejante a una muela de molino pero con una cabeza de vaca encajada en medio. El viejo llamó la atención al resto de los jugadores.
—Bobadas —sentenció uno. Y reanudaron la partida.
Escoba en ristre, el dueño del Singapore intentaba ahora cambiar de canal. Buscó al chiquillo con la mirada, pero había desaparecido. Lo reclamaron unos clientes y apoyó la escoba en un rincón. En la pantalla hablaba un barbudo de aire fatigado y melancólico. Se refería a la muerte de una cultura. Puso como ejemplo las estrellas fugaces que desaparecen una noche en unos segundos después de dar luz miles de años en la bóveda celeste. De pronto, el vacío. El patrón del Singapore había recuperado su puesto de mando, se acarició la barriga con la mano izquierda y apuntó con la escoba, esta vez atinadamente. En la pantalla apareció una escena de temporal marítimo. Todo era enormemente familiar. Hablaban de la costa, de esta costa. Varias embarcaciones iban a la deriva, aunque, según el portavoz de Protección Civil, todo estaba ya bajo control. Había habido víctimas, entre ellas un navegante solitario. La noticia se ilustró con la imagen de su nave hecha añicos contra los escollos, vencido el mástil negro. Y luego las cámaras mostraron su cuerpo náufrago, sin vida, llevado por la cabalgadura del mar hasta la playa. Se trataba de un joven de pelo rojo, con el tatuaje de una tortuga.
Allí estaba, acodado en la barra del Singapore. Con una señal, pidió otra cerveza. Lejos de servirlo, el tabernero continuó mirándolo fijamente. Se llevó una mano a la oreja, hizo girar el palillo con los labios y escupió en el serrín.
—Ése de la televisión era usted.
El extranjero asintió.
—Por lo visto, está usted muerto.
El visitante le dio la razón con un gesto.
—¿Afirmativo?
Asintió de nuevo.
El niño estaba ante el ventanal, dibujando con los dedos en el vaho. El padre lo llamó a gritos para que se acercara y lo subió a la barra, frente al navegante.
—Mira, ahí tienes. Este señor está muerto.
Y le dio con cariño otro golpe en la cabeza.
A la altura de mi litera había un calendario con una vaca, y aquello me sentaba bien. A veces me quedaba dormido con la cara pegada al casco, procurando la caricia de una mano áspera y fría. El mar rumiaba a dos dedos de distancia y sentía un miedo infantil, el demorado afilar de cuchillos en la boca de un tiburón al acecho. La imagen de la vaca me llevaba a un mundo doméstico y protector, al mundo del aliento, el humo y el despertar de la casa. Yo nada tengo que ver con el mar, a no ser que estoy embarcado y soy uno de los tripulantes del pesquero
Lady Mary,
de bandera británica, antes llamado
A Nosa Señora,
con base en Marín.
Hay cinco irlandeses entre nosotros, aparte del capitán, que es inglés. No parecen saber mucho de pesca, pero están aquí por las leyes del Gran Sol. El que sabe es Vilariño, un patrón de Riveira. Uno de los irlandeses, el más joven, lleva dos días conmigo, metido en el camarote, porque se abrió la mano en canal con un cuchillo de destripar pescado. Yo no tengo nada, nada en absoluto, sólo un demonio asustado dentro, pero el patrón Vilariño dijo anda chaval, vete abajo, envuélvete en la manta y no te muevas de la cama pase lo que pase.
Este Vilariño parece un buen tipo, aunque raro. No bebe, no fuma y no suelta tacos ni trata a la gente por apodos. Además, reza. No debe de ser cristiano. La primera noche, después de salir del puerto, me dejó estar en el puente mirando el radar. Siempre me han alucinado los aparatos de luz. Vilariño no hablaba y parecía siempre expectante, como si aguardara algún mensaje familiar entre las interferencias de la radio.
No era eso. A ver si calla ese gallinero, dijo. Y la apagó. Su camarote era un cuartucho en el mismo puente, y allí entró para, según él, hacer unas comprobaciones en la carta. Pero al cabo de un rato oí un murmullo, como una voz lejana que se resistiera a marchar de la radio. Pegué el oído a la puerta. Era Vilariño que rezaba, y lo hacía como quien habla con otra persona. Nunca oí a un hombre rezar así. Se lo comenté a Touro, el cocinero, y me dijo con mucho sigilo que era un tipo extraño.
—Es protestante. Por eso reza.
El irlandés que me acompaña en el camarote, el más joven, ya lo he dicho, lleva un pendiente dorado y el pelo tan largo que lo recoge en una trenza. Yo estoy envuelto en la manta y procuro encogerme hasta que la cabeza me llega a las rodillas, pero él no. Casi no duerme, se estira en la cama y deja caer la frente hacia fuera, con los ojos muy abiertos.
El irlandés escucha música, eso dice, pero yo, hostias, sólo escucho los dentelleos del gran pez, ahí, a dos dedos de mi cabeza. Trato de hacérselo entender, pero él ni se entera del peligro. Me señala la vaca, la del almanaque de Suministros y Víveres, y casi me hace reír. No, coño, no, un pez con la boca así de grande. Pone cara de incrédulo y vuelve con su música.