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Authors: Leigh Brackett

Los perros de Skaith (10 page)

BOOK: Los perros de Skaith
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Los Ochars cerraron filas, saliendo de la multitud y formando un grupo compacto de color naranja. Hablaron entre ellos. Y los ojos de Romek, azules y fríos por encima del velo, buscaron los de Stark. Las Casas Menores se mezclaban y los hombres discutían las palabras de Ildann.

Tras ellos se encontraba la angosta quebrada, llena de sombras. Stark no podía distinguir su interior. El viento soplaba en ella produciendo raros sonidos. Stark se imaginó que hablaba un idioma secreto que narraba lo que ocurría. Y si el viento hablaba, alguien estaría escuchándole...

Romek se adelantó. Habló con Jofr, haciéndole repetir cómo Stark y los perros llegaron al albergue. Al fin, dijo:

—Parece cierto que este hombre venido de otra parte ha cometido un gran crimen. Ya que nos concierne, hemos de ocuparnos de él.

—Para entregarle a los Heraldos y complacer a vuestros amos —le espetó Ildann.

—No es cosa vuestra —rezongó Romek—. Apartaos.

—Te olvidas de los Perros del Norte —le recordó Ildann—. No los conoces, ¿verdad? Prueba, si quieres.

Romek dudó. Nueve terribles pares de ojos le miraron fijamente. De nuevo, Ildann clamó a las Capas rojas, blancas, marrones y verdes:

—¡El Hombre Oscuro ha vencido en la Ciudadela! ¡Ahora vencerá en Yurunna!

—¡Yurunna! —bramó la multitud—. ¿Cómo? ¿Cómo?

—Si unimos nuestras fuerzas, será nuestro jefe. ¡Si los Fallarins lo ungen! ¡Sólo si los Fallarins lo ungen! No es de nuestra raza, y su deuda de sangre es sólo con los Heraldos. Por esa deuda, nos ofrece Yurunna. ¡Yurunna! ¡Alimento, agua, protección contra los Corredores! ¡La vida! ¡Yurunna!

Se escuchó un grito de guerra.

Cuando le pudieron oír, Romek explicó:

—Eso significará la guerra contra los Ochars. Barreríamos el desierto con vuestros cadáveres.

—¡Puede que no! —gritó el jefe de las Capas Marrones—. ¡Si tomamos Yurunna, los Primeros se convertirán en los Últimos!

En las consiguientes risas se oyó el odio, un odio antiguo e implacable. Romek lo escuchó y se enorgulleció. Miró a los perros, luego a Stark, inclinando a continuación la encapuchada cabeza.

—Todo eso ocurrirá sólo si los Fallarins le ungen con sangre. Muy bien. Que vaya a buscar a los Fallarins y les pida el favor de los vientos. Cuando le hayan oído, sabremos a dónde irá... a Yurunna o a la Hoguera de la Primavera.

—Sólo irá a buscar a los Fallarins cuando ellos le llamen —pidió Ildann.

—No. Iré ahora.

—No puedes —le explicó Ildann. En su voz no había valor—. Nadie entra allí sin su permiso.

—Yo lo haré —le confirmó Stark.

Sin bajar de la silla, seguido por los perros, echó a andar. El gruñido de los animales era como un sordo trueno; los Hombres Encapuchados se apartaron para dejarle pasar. Stark no se volvió para ver si Ildann le seguía. Superó sin prisas la plataforma de la Hoguera de la Primavera y las jaulas en las que las víctimas, sin capas ni velos, esperaban. Pudo ver los rostros desesperados, completamente blancos salvo por una cinta más oscura alrededor de los ojos.

Siguió avanzando hacia la garganta, hacia la estrecha puerta del acantilado. E Ildann no le siguió a aquella ventosa oscuridad.

El sendero, cortado a pico, sólo permitía que los jinetes avanzasen de uno en uno. Las suaves y peludas patas de la montura y los perros apenas se oían al chocar con la roca desnuda. Hacía frío, el frío de una tumba donde nunca llega el sol. Y el viento hablaba. Stark pensó que entendía lo que decía.

A veces, el viento reía de forma muy poco amistosa.

«Cosas». Dijo Gerd.

«Lo sé».

Muy arriba, vieron galerías, por la línea del cielo. Stark sabía que algo se movía, que algo corría. Sabía, aunque no podía verlos, que en la parte alta de la garganta se encontraban montones de rocas dispuestas a caer sobre su cabeza.

«Vigilad».

«¡N´Chaka! No poder vigilar. Cerebros no hablar. ¡No poder oír!»

Y el viento seguía expresándose.

La garganta terminaba ante una muralla rocosa. Una abertura, única, permitía el paso de un solo hombre. Detrás de la hendidura, descubrió una escalera de caracol que se alzaba abruptamente taladrando la oscuridad.

Seguido por los perros, Stark subió. Inquietos, los animales gruñían. Su respiración resonaba en el reducido espacio. Stark, al fin, divisó el extremo de la escalera. Y también vio una puerta estrecha y alta, abierta. Tras ella, luz.

Sentada en el umbral, una criatura le miraba con unos ojos que brillaban bajo unos párpados achinados.

12

Era calva y córnea. Sus cuatro brazos parecían muy ligeros, fuertes; carentes de articulaciones, cada brazo terminaba en tres dedos tentaculares. Abrió una forma como de pico y dijo:

—Soy Klatlekt. Guardo la puerta. ¿Quién viene al Lugar de los Vientos?

—Stark. Soy un extranjero. Pido audiencia de los Fallarins.

—No has sido convocado.

—Aquí estoy.

La parpadeante mirada, verde y oro, se posó en los perros.

—Llevas contigo a unos seres de cuatro patas cuyos cerebros son negros y ardientes.

«¡N´Chaka! ¡Cosa no tiene miedo! ¡No tocar cerebro!»

—No causarán daño —le replicó Stark—, a menos que se lo hagan a ellos.

—No pueden hacer ningún mal —contestó Klatlekt—. Son inofensivos.

«¡N´Chaka! Extraño...»

Los perros gimieron. Stark subió un nuevo peldaño.

—No te preocupes por los perros. Tus amos quieren verme. Si no, no habríamos llegado a esta puerta.

—Para bien o para mal —le contestó el guardián del umbral—, pueden entrar.

Se levantó, señalando el camino. Stark franqueó la puerta alta y estrecha. A disgusto, los perros le siguieron.

«No podemos tocar, N´Chaka. No podemos tocar».

Llegaron a un inmenso anfiteatro rodeado de acantilados cuyos tonos cromáticos iban del gris al negro. Sus paredes eran muy altas, tanto que el Viejo Sol nunca veía el suelo del circo, recubierto de un musgo que parecía más granuloso que suave.

Todo el contorno del circo estaba cortado en la roca y había sido esculpido con formas que hacían que la mirada se dirigiera hacia el cielo. Stark sintió vértigo. Parecía que todos los vientos del desierto, todas las corrientes de la atmósfera, hubieran sido atraídas a aquel punto y convertidas en surtidores de piedra y en olas que, en la difusa luz, saltaban, brotaban y caían. Pero no era más que una ilusión. Las formas estaban sólidamente ancladas a la roca y el aire se notaba calmado. No veía ni un asomo de seres vivientes. Sólo parecían estar allí Stark, los perros y la cosa llamada Klatlekt.

Pero estaban rodeaban por otros seres. Stark lo sabía. Y los perros también.

«Cosas. Vigilar».

Tras las esculturas de los vientos, los acantilados estaban taladrados por aberturas numerosas y secretas. Gruñendo, sobresaltados, los perros se apretujaban contra Stark. Por primera vez en su vida, sentían miedo; su poder demoniaco carecía de efectos en cerebros no humanos.

Con tres dedos delgados, Klatlekt señaló el centro del circo, hacia una plataforma de bloques de piedra. En su punto más alto había un asiento: un trono, inmenso, esculpido, como un torbellino.

—Ve allí.

Seguido por los perros, Stark subió los anchos peldaños.

«Cerebros arriba. Poder tocar. ¿Matar?»

«¡No!»

Klatlekt desapareció. De pie, Stark escuchó un silencio que no era completo y se le erizó el cabello de la nuca.

Nació una brisa. Le acarició el pelo, recorrió todo su cuerpo, de arriba abajo, de un lado a otro. Luego, fríamente, le rozó el rostro. Pensó que entraba por sus ojos y le exploraba los meandros del cerebro. Le abandonó y se dirigió a jugar con los perros que, erizados, gimotearon.

«¡N´Chaka!»

«Calma. Calma».

No era fácil mantenerla.

Stark esperó, escuchando sonidos apenas audibles.

Y repentinamente, quinientos pares de alas agitaron el aire. Los Fallarins salieron de las galerías y se plantaron entre los surtidores y fuentes de piedra.

Stark siguió esperando.

Entre dos arcos de piedra que se alzaban sobre la abertura más ancha, avanzó un ser, solo. Llevaba una faldilla corta, de cuero escarlata. Un cinturón de oro le rodeaba la cintura y un dogal real el cuello. Cierto pelaje oscuro le protegía del frío. Su cuerpo era delgado, pequeño, ligero. Las alas que le sobresalían de la espalda eran fuertes, también de piel oscura. Cuando aterrizó en la plataforma, sus movimientos fueron seguros, aunque no hermosos. Stark descubrió por qué les llamaban los Encadenados. La mutación genética que sus ancestros afrontaron para transmitir a sus descendientes una nueva forma de vida en un mundo moribundo, había fallado. Aquellas alas de envergadura insuficiente nunca conocerían las maravillas de la atmósfera.

—Sí —confirmó el Fallarin—. Somos aves de alas cortas, una broma tanto arriba como abajo.

Se situó ante el trono. Su mirada se clavó en la de Stark. Los ojos eran dorados, como los de un halcón, pero llenos de una oscura sabiduría que sobrepasaba incluso la de la real ave. Su rostro estrecho y duro tenía demasiada fuerza como para ser hermoso; la nariz y el mentón se recortaban claramente. Pero, al sonreír, parecía atractivo, aunque exhibiera la misma belleza que una espada.

—Soy Alderyk, rey de este lugar.

Alrededor del circo, emergiendo de galerías bajas, apareció un considerable número de seres de cuatro brazos. Tranquilamente, observaron, sin ejercer amenaza alguna. Pero estaban presentes.

—Los Tarfs —le contó Alderyk—. Nuestros excelentes servidores, creados por las mismas manos que nos crearon a nosotros, aunque de raza no humana. Creados, además, con mayor fortuna, pues funcionan admirablemente.

Bajó la mirada.

—También tú tienes servidores.

Los perros sintieron la fuerza interior de Alderyk y gruñeron, disgustados. Alderyk rió de una forma ligeramente inquietante.

—Os conozco, perros. Como nosotros, fuisteis también transformados, aunque en vuestro caso no hubo elección. Habéis nacido en Skaith, como nosotros, y os comprendo mejor de lo que os comprende vuestro amo.

Los ojos de oro, oscuros y brillantes, se plantaron nuevamente en Stark.

—De pie, ante mí, representas el futuro, un futuro extraño, lleno de distancias que no puedo franquear. Un torbellino negro que no dejará nada intacto a sus espaldas, ni siquiera a los Fallarins.

Abrió las alas por completo y las cerró con un ruido seco. Un golpe de viento llegado de ninguna parte azotó la cara de Stark como una palma abierta.

—No me gustas del todo.

—Poco importa —replicó Stark—. Pareces conocerme.

—Te conocemos, Stark. En este nido de águilas vivimos muy solos, pero los vientos nos traen noticias del mundo entero.

Quizá sea verdad, pensó Stark. Los Harsenyi y los Ochars difundían las noticias que corrían por los caminos de Skaith. Todo el norte supo que Ashton, un hombre de otro mundo, era llevado a la Ciudadela. La profecía de Irnan siguió el mismo curso. En su ansiedad por capturarle, los propios Heraldos hicieron saber a Stark toda la amplitud de las Tierras Oscuras. Habría parecido sorprendente que los Fallarins no conocieran los acontecimientos que empezaban a destrozar las bases de su propio mundo.

—Conocemos la profecía —le dijo Alderyk—. Resultó interesante preguntarse si se cumpliría.

—Si los vientos os traen noticias de lugares tan remotos como Skeg y las ciudades estado, seguramente habrá alguna escuchando a vuestras puertas.

—Oímos cuanto se dice. Y quizá...

Como un pájaro, inclinó la cabeza parda y sonrió.

—... y quizá hemos oído hablar del Hogar de los Hann. Quizá incluso hayamos oído algo acerca de la mujer de cabellos de sol hablando de un bautismo de sangre en un lugar lleno de rocas.

Stark quedó sorprendido, pero no mucho. Los Fallarins tenían poder para comandar los vientos, por magia o, psicoquinesia, el término poco importaba. Era probable que pudieran ver y oír más lejos que la mayor parte de los seres vivientes, aunque, en aquel caso concreto, quizá le estuviera simplemente leyendo el pensamiento.

—Entonces sabrás por qué Ildann me ha traído hasta aquí. Sabes lo que quiero de ti. Dime lo que pides a cambio.

Alderyk dejó de sonreír.

—Todavía no nos hemos decidido —cortó.

Se volvió, hizo un gesto a uno de los Tarf y el ser desapareció tras una puerta. Las mil alas de los Fallarins batieron en sus perchas y un rabioso torbellino corrió por los acantilados. Los perros emitieron un gemido siniestro.

El Tarf volvió. Llevaba algo en uno de los brazos. Subió a la plataforma y se acercó a Alderyk, quien dijo:

—Déjale ver lo que es.

Era un pájaro inmenso y orgulloso, de plumaje de hierro y bronce. Se agitaba, pues sus patas estaban atadas y llevaba la cabeza cubierta. De vez en cuando abría el pico y gritaba roncamente algo que Stark podía comprender.

—Es un Taladrador del Cielo —dijo, recordando el rayo fugitivo de hierro y bronce—. Llama a la guerra. Pertenece a un jefe llamado Ekmal.

—Creo que, abajo, tienes a su hijo.

—Me predijeron que me guiaría hasta aquí. No le ha pasado nada.

—Sin embargo, Ekmal llama a los clanes para la guerra.

Stark sacudió la cabeza.

—Los Heraldos llaman a la guerra por culpa de la Ciudadela. Están dispuestos a capturarme, lo mismo que a mis amigos. El muchacho no corría riesgo alguno, y Ekmal lo sabía.

—Has encendido un caldero de brujas en nuestro lejano norte —dijo Alderyk.

Los Fallarins rumorearon y, de nuevo, sopló el viento con rabia.

—El Taladrador del Cielo llegó para reunirse con Romek, Guardián de la Casa de los Ochars. Lo interceptamos. Las alas de estas criaturas son poderosas, pero no pueden nada contra nuestras corrientes. Queríamos saber más cosas antes de permitir que Romek recibiera el mensaje.

Hizo una señal. El Tarf se retiró al extremo de la plataforma, calmando al magnífico animal. La cruel y dorada mirada de Alderyk aguantó la de Stark.

—Solicitas de nosotros el favor de los vientos en calidad de jefe de guerra de todas las Casas Menores para arrebatar Yurunna a los Heraldos. ¿Por qué te lo íbamos a conceder cuando eso significa la guerra para todos los Ochars? ¿Por qué no entregarte mejor a Romek, que te pondría en manos de los Heraldos, o te arrojaría a la Hoguera de la Primavera para alimentar al Viejo Sol?

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