Los perros de Skaith (12 page)

Read Los perros de Skaith Online

Authors: Leigh Brackett

BOOK: Los perros de Skaith
11.27Mb size Format: txt, pdf, ePub

Stark reunió a la jauría.

Detrás de las dunas, los cuernos de guerra, roncos y profundos, retumbaron.

Los Fallarins se alineaban formando una media luna cuyas puntas encerraban a los Corredores. Stark atravesó el frente para alejarse. Les vio desplegar las alas. Les oyó cantar, una extraña y salvaje nana para las tormentas. Bajo el cántico, las alas latían cadenciosamente.

Los perros aullaron.

En el interior de la media luna, el viento se alzó con un rugido y la arena se levantó con él formando un muro cegador. La horda de Corredores se movió, adquirió velocidad: los cuerpos estrechos se lanzaron hacia adelante, las piernas cobraron inusitado movimiento.

La arena les ocultó. Viento y nube se abalanzaron. Stark espoleó la montura; los perros corrían a su lado. Adelantó la primera duna, se hundió en el siguiente valle, tangencialmente tras el muro de voladora arena. Escuchaba ruido, cuernos de guerra, una explosión de gritos y aullidos casi cubiertos por el rugido del viento. Llegó a la cima de la siguiente duna y vio lo que pasaba.

Ildann había reunido a sus fuerzas en un terreno despejado y liso. Los Ochars atacaban desde la cima de la loma que ocupaban, con destacamentos lanzados por cada flanco para aprovechar la superioridad numérica y rodear al inferior enemigo.

La tempestad de arena de los Fallarins, precedida por varios cientos de Corredores, cayó sobre el ala izquierda de los Ochars cuando ésta apenas llevaba recorrida la mitad de la distancia que la separaba del enemigo.

El choque resultó audible. La masa naranja se desintegró en un torbellino de arena y cuerpos que saltaban. Sonidos atroces brotaron de aquel remolino en el que los Corredores desgarraban, devoraban y morían.

Los cuernos de guerra mugieron, los hombres aullaron. La carga se debilitó. La línea naranja luchó por poder reagruparse.

Llevados por el impulso, la derecha y el centro se derramaron por la pendiente. Las flechas llovían por todos lados. Las líneas de Ildann se volvieron, sin precisión pero con salvaje entusiasmo. Púrpuras y Marrones padecieron la ferocidad mayor del asalto mientras los Rojos Krefs espoleaban las monturas para insertarse entre el centro de las tropas Ochar y el ala izquierda, totalmente desmoralizada.

Luchaban bien. Pero Stark se estremeció al ver el muro naranja y compacto que se les enfrentaba.

Galopó hacia la batalla.

La arena ya no volaba. Masas aglutinadas de hombres, bestias y Corredores, pataleaban, inextricablemente mezcladas, entre los muertos y los moribundos. Súbitamente, sobre la retaguardia de los Ochars, se alzó un torbellino, escupiendo arena. Jirones anaranjados cayeron como hojas muertas. Los Fallarins entraban en acción. Las filas Ochars ondularon y los hombres de las Casas Menores aullaron como lobos.

Con los perros gruñendo a la muerte, empleándolos como punta de lanza a su alrededor, Stark se metió en la batalla.

Llevaba la cabeza desnuda, el rostro descubierto, y aquello bastaba para identificarle. Las Capas Rojas le aclamaron, gritando su nombre. Los perros le abrieron un camino de muerte en el muro naranja, hacia el lugar en que el estandarte de Romek flotaba por encima de la matanza, frente al de Ildann.

Numerosos hombres de los dos bandos luchaban a pie. El suelo estaba lleno de animales yertos y capas polvorientas de muertos y heridos. Por encima del fragor de la batalla se escuchaba el giro de los vientos. Bailaban su demoniaco ballet, arrancando la ropa de los hombres, golpeándoles, cegándoles, jugando con ellos como si fueran espigas de trigo, enloqueciendo a sus monturas.

Los Ochars se replegaron. Atacados por todas partes, empezaron a ceder, y los vientos los hostigaron. Los hombres de las Casas Menores se lanzaron furiosamente sobre la vanguardia en retirada.

El estandarte de Romek seguía ondeando en medio de los hombres de su clan. Eran, al menos, un centenar los que aún no habían resultado heridos. Romek vio a Stark ir en cabeza de las Capas Púrpuras. Alzando el estandarte, gritó una orden. Sus hombres cargaron contra el centro de Ildann.

Romek se dirigió en línea recta hacia Stark.

«Dejadle». Les pidió Stark a los perros. «Ocupaos de vosotros mismos».

Se arrojó contra el Guardián de la Casa de Ochar.

El primer choque rompió las lanzas en los pequeños escudos redondos y desarzonó a ambos contendientes. Sacando las espadas, combatieron a pie, rodeados por todas partes de una fluctuante marea púrpura y naranja, asaltados por el extraño aullido del viento por encima de la barahúnda. Romek era furor helado; desdeñaba la muerte con tal de poder llevarse consigo a Stark.

«¿Matar?» Preguntó Gerd, arañando el suelo. «¿Matar, N´Chaka?»

«No. Éste es mío».

Pero había muchos más. A fuerza de matar, los perros estaban cansados.

Gradualmente, Stark se dio cuenta de que peleaba con Romek en el interior de un círculo tranquilo, en el que sólo se oían los chasquidos de sus armas, el ruido de sus pasos y alientos. Estaban rodeados por Capas Púrpuras.

Romek, revestido de acero y cuero repujado, giraba la espada incansablemente. Por fin, su brazo sintió el peso de la fatiga. Stark se movía como un fantasma. La luz del Viejo Sol se reflejaba en sus pálidos ojos. Se leía en ellos una paciencia tan terrible como la del propio Tiempo.

Las ligeras botas de Romek se hundieron en la pisoteada arena. Dio un paso en falso. Stark saltó y Romek esbozó una finta. Stark giró en el aire como un felino. La hoja de Romek silbó junto a su rostro. El brazo de Stark se abatió. El filo de la espada alcanzó a Romek entre el hombro y el mentón.

Gerd olisqueó la cercenada cabeza y lamió la mano de Stark.

Con la capa desgarrada; sangrando, Ildann blandió la espada.

—¿Dónde están los Ochars? ¿Dónde está el orgullo de Los que Llegaron Primero?

Se alzó un griterío salvaje. Los hombres habrían llevado a Stark en volandas, triunfal. Algo se lo impidió y no fue únicamente la presencia de los perros.

Stark hundió la espada en la arena para limpiarla. La batalla había terminado, a excepción de algunas escaramuzas y la aniquilación de los Corredores que seguían con vida y eran demasiado estúpidos como para huir. Los torbellinos bailaban en las dunas, azotando a los Ochars sobrevivientes en medio de su huida.

Stark se dirigió a Ildann.

—¿Dónde están mis compañeros?

—Allí, detrás de la loma.

Señaló una cresta más allá del claro.

—Les dejamos con las bestias de carga y un retén. No tardarán.

—¿Viste... a alguien desconocido con Romek?

—¿Un Heraldo? No, no vi ninguno.

—Si hay algún extraño entre los muertos, quiero ser informado.

Pero Gelmar no se contaba entre los muertos. Agarrado a su montura, luchaba ferozmente para permanecer entre los vivos, pensando en Yurunna y en los Señores Protectores.

Jofr tampoco había muerto. Algunos Hann le encontraron desvanecido en el lugar al que le habían arrojado los vientos. En lugar de rebanarle el cuello, le llevaron al cuartel general. Se acordaban del rescate.

Stark llegó, con Gerrith, Ashton, Halk, los tres Guardianes de las Casas y el rey Alderyk de los Fallarins.

Miró al muchacho, vencido y agotado, entre los altos hombres que le capturaron.

—Dejad que se siente —ordenó.

Ardía una hoguera. El ambiente era frío.

—Traedle algo para que coma y beba.

Con la cabeza gacha, Jofr no tocó lo que le ofrecieron. Ashton, sentado a su lado, le observaba.

—¿Le necesitamos? —le preguntó Stark a Gerrith.

—No.

Stark se volvió a Alderyk.

—¿Podrían llevarle unos Tarfs con los suyos?

—Fácilmente. Pero, ¿por qué quieres salvarle?

—Sólo es un niño.

—Como quieras... Pueden irse ahora mismo.

Los tres jefes comenzaron a hablar del rescate.

—¿Vive tu padre? —le preguntó Stark a Jofr.

—No lo sé. Le perdí cuando llegó el viento.

—¿Oís? —les preguntó a los jefes—. Aun en el caso de que Ekmal hubiera sobrevivido, no tendría con qué pagar rescate alguno. Pensad mejor en el botín de Yurunna. Levanta, pequeño.

Jofr suspiró e hizo ademán de levantarse. En lugar de hacerlo, saltó por encima del fuego, apuntando a la garganta de Stark con el cuchillo de la carne.

Stark le agarró la mano y Ashton los pies. El cuchillo cayó.

—Mira por qué rechazó el pan y la sal —dijo Ashton—. Te dije que era una serpiente de ojos azules.

—En todo caso, es valiente —sonrió Stark.

Sacudió al muchacho y lo puso de pie.

—Vuelve con tu madre.

Jofr se marchó con los Tarfs. Lloraba nuevamente, de decepción. ¡Pasó tan cerca el cuchillo!

Hann, Kref y Marag remataron a los hombres gravemente heridos con honor y el ceremonial adecuado. Enterraron a los muertos. Los Corredores aparecieron, venidos de no se sabe dónde, para encargarse de los Ochars.

El ejército rehízo filas y se puso en marcha hacia el lago amargo.

Las Lágrimas de Lek brillaban sordamente bajo el Viejo Sol como un escudo oxidado lanzado en medio de un páramo. Sus aguas pesadas nunca se helaban, ni en el corazón del invierno. Las salinas centelleaban, apiladas por generaciones de extractores. En las inhóspitas orillas se alzaban las tiendas de los Verdes Thorns y los Blancos Turans. Como siempre, los Amarillos Qards llegaban tarde.

Los hombres festejaban la victoria. Thorns y Turans se mostraban tan salvajemente alegres como los verdaderos vencedores. Cantaron canciones secas y bailaron fieras danzas al son de tambores y flautas. Aquello duró toda la noche y a punto estuvo de declararse una segunda guerra cuando les molestó a los Hann, Marags y Krefs que sus hermanos, que no participaron en la refriega, disfrutaran tanto como ellos.

En el rojizo amanecer, Stark, Ashton, los jefes y Alderyk cabalgaron hacia una fila de colinas desgarradas y treparon hasta un lugar desde el que podían ver Yurunna.

A aquella distancia no era la propia ciudad lo que llamaba la atención, sino el oasis que la rodeaba. Había abundante agua. El sol brillaba sobre los canales de irrigación que cubrían las campiñas. Las cosechas estaban allí más adelantadas que en la aldea de Ildann. Por placas, los colores tachonaban la tierra: amarillo sucio, negro verdoso, ocre polvoriento, blanco leproso. Había vergeles de árboles pobres y retorcidos. A los ojos de Stark, un terreno muy poco productivo. A los ojos de los hombres del desierto, un paraíso.

En el centro del infame jardín, un gigante desafortunado dejó caer una roca gigantesca y terrible. Sobre la cima de la roca, alguien había construido una tenebrosa fortaleza. A aquella distancia bien pocos detalles se discernían, pero la impresión que recibió Stark fue de tinieblas fortificadas por encima de los tristes campos.

—Ya lo ves, Eric —le dijo Ashton—, no es bella pero sí rica y próspera. Y sola. Todo nómada hambriento que haya pasado alguna vez por aquí ha pensado en cómo apoderarse de ella.

—A veces lo hemos intentado —corroboró Ildann—. Oh, sí, muchas veces.

—La ciudad está bien defendida gracias a los Heraldos —explicó Ashton—. Llegó una caravana mientras estuve en ella. Traía material militar, aceite y algo que ellos llaman kheffi, una fibra resinosa que se inflama cuando se moja y se la prende fuego. Había maderas y cuerda para reparar las catapultas; y armas. Entrenan bien a los Yur y los mantienen en una forma excelente. Habrá como un millar. Yurunna es esencial para la presencia de los Heraldos en el norte. Saben que incluso una alianza tan bien retribuida como es la suya con los Ochars no debe ser tentada por la debilidad.

—La ciudad es muy fuerte —confirmó Alderyk.

—Sí.

—¿Inconquistable?

—Muy difícil de conquistar.

—Para humanos ordinarios, sí.

Chascó las alas y lanzó un largo grito. El viento azotó el desierto; un momento después, Stark vio cómo los árboles del oasis se doblaban bajo su impulso.

Los Amarillos Qards llegaron al mediodía. Al día siguiente, el ejército se puso en marcha y se detuvo frente a Yurunna.

15

Alzada sobre el peñón, la ciudad se adelantaba hacia el cielo como un tronco de árbol azotado por el rayo. Una muralla alta y resistente la rodeaba. Los edificios la remataban acechando con estrechos ojos. Los techos reflejaban duramente la luz rojiza del Viejo Sol. Un único camino, lo suficientemente ancho como para permitir el paso de un carro, zigzagueaba sobre la cara oeste de la peña hasta llegar a la única puerta. Ashton dijo que aquella puerta era de hierro colado, muy sólido. Se hundía profundamente entre dos torreones. En los torreones se encontraban inmensos calderos, con máquinas que vertían fuego griego.

En otro emplazamiento de la muralla, había más máquinas, más calderos. Los Yur, ataviados con brillante cuero, guardaban el muro y, a intervalos regulares, eran atendidos por un Heraldo con dos perros. El muro era liso, perpendicular; medía unos diez metros; pero sobre el acantilado, tenía de veinticinco a treinta metros de caída a pico.

Sin armas modernas, sin siquiera dispositivos primitivos de asedio, los invasores se enfrentaban a una ciudad aparentemente inconquistable.

Sin embargo, aquella misma noche, empezó el ataque contra Yurunna, aunque ninguno de los hombres de las Casas Menores vistiera ropa de guerra.

Los hombres de las Casas Menores tocaron el tambor y cantaron, ocupándose de ello animadamente. Pero hubo otro cántico. Emanaba del campamento de los Fallarins, a cuyo alrededor, los silenciosos Tarfs montaban guardia, cada uno de ellos armado con cuatro espadas.

El canto parecía alegre, malicioso, travieso, cruel. Bajo el canto se percibía un aleteo.

En lo alto de la ciudad se alzó un ligero viento. Saltó por los techos, corrió por las callejas, invadiendo todos los rincones. Trepó los antiguos muros para ondear su debilidad. Sopló en las antorchas, las lámparas, los fanales. Olió la madera.

Aumentó; se convirtió en cien vientos.

Yurunna era antigua, un palimpsesto. Una sucesión de ciudades construidas sobre los restos de otras a medida que nuevos pueblos procedentes del norte la conquistaban para guardarla hasta la llegada de la siguiente oleada de invasores. Algunos edificios eran de piedra sólida. Otros eran construcciones de maderas traídas del sur; se conservaban aún una o dos de las más antiguas murallas, y las estructuras de madera parecían nidos de avispas pegados a las piedras. En el centro de la ciudad y en el perímetro de la puerta, los edificios estaban habitados. En los demás barrios de la pequeña metrópolis, las casas estaban vacías, salvo a lo largo de la muralla, que es donde alojaban el material de guerra. Aquellas construcciones eran sólidas y las mantenían bien vigiladas. Entre las restantes, algunas estaban en vías de destrucción. Otras iban a estarlo...

Other books

A Jar of Hearts by Cartharn, Clarissa
Murder Is Easy by Agatha Christie
Pawn in Frankincense by Dorothy Dunnett
Coming to Colorado by Sara York
Monster by Phal, Francette