Read Los perros de Skaith Online
Authors: Leigh Brackett
Sin embargo, cuando Ferdias le ordenó a Gerd que matase a N´Chaka, Gerd dudó peligrosamente. El recuerdo de lo que N´Chaka le hizo a Colmillos desequilibró la balanza. En aquel momento, se enfrentaba a una nueva prueba. Con todas sus fuerzas, Stark pensó en Colmillos, ensangrentado, desgarrado, muerto en la llanura, proyectando en Gerd aquellas imágenes. Y añadió:
«Seguid a los servidores. Pueden dispararnos flechas».
Gerd encogió los belfos y gruñó. La herida de la cadera todavía le dolía.
«Vigilamos».
Stark apretó el costado de la montura y descendió por la pendiente de arena hacia los Señores Protectores, seguido por Ashton. Los perros iban junto a Stark, con la cabeza baja, gruñendo sordamente.
Los Yur se quedaron inmóviles, mirando la jauría con ojos cobrizos y brillantes: ojos de estatua que reflejaban la luz pero que carecían de profundidad. Sus muy hermosos rostros se parecían tanto entre sí que carecían de expresión. Sin embargo, Stark sintió el acre olor del terror. No habían olvidado lo que los Perros del Norte hicieron con sus hermanos.
El Viejo Sol se levantó finalmente. Ferdias derramó el resto del vino. El cántico se apagó. Los siete viejos esperaron junto al fuego moribundo.
Al pie de la duna, los dos terrícolas y los perros se detuvieron ante los Señores Protectores. Con la ágil gracia de un leopardo, Stark echó pie a tierra.
—Nos llevaremos seis de tus bestias, Ferdias. Las mejores y más robustas. Que tus servidores nos las traigan, pero diles que con cuidado.
Puso una mano en la alta cruz de Gerd.
Inclinando levemente la cabeza, Ferdias dio la orden. Los Yur se apresuraron, nerviosos. Prudentemente, Ashton desmontó.
Los Señores Protectores contemplaban a los terrícolas como si se tratase de blasfemos encarnados. Sobre todo a Stark.
Eran siete hombres de acero, creyentes de una fe y una forma de vida; las únicas que conocían. Skaith era su mundo, sus pueblos eran su pueblo. Toda su vida la dedicaban a un único objetivo según la antigua ley: socorrer a los débiles, alimentar a los hambrientos, alojar a los desamparados, actuar siempre para el bien de la mayoría.
Eran buenos; incluso Stark parecía incapaz de dudar de su bondad. Sin embargo, dudaba de sus efectos. Efectos que habían hecho inevitable el baño de sangre de Irnan y ocasionado la muerte de hombres y mujeres igual de buenos que no pedían más que el derecho de elegir un camino propio entre las estrellas.
A pesar de su odio, Stark podía comprender y perdonar a los Señores Protectores. Poco más de una decena de años era un lapso insuficiente para entender las implicaciones gigantescas de todo lo que había pasado. Durante milenios, el reducido cielo de Skaith había sido como una concha cerrada y pequeña. Innumerables generaciones nacieron y murieron en aquella concha sin ver más allá. En aquellos nuevos tiempos, de golpe, el cielo se abrió. Skaith contemplaba la terrible inmensidad de la galaxia, llena de mundos y gentes inimaginables, llena de soles, dedicada a la vida mientras Skaith sólo pensaba en su interminable agonía.
¿A quién podía extrañar la difusión de las nuevas ideas? ¿A quién podía extrañar que aquellos hombres todopoderosos temiesen el porvenir? Si la rebelión irnaniana triunfaba y otras masas trabajadoras, las que suministraban lo necesario al inmenso ejército de Errantes, se unían a ella para emigrar hacia mundos más libres, los protegidos de los Señores Protectores conocerían la completa derrota y todo el orden social de Skaith se derrumbaría.
—No es justo ni decente —comentó Ferdias lentamente— que un ser de forma humana controle a los Perros del Norte como si fuera uno de ellos, como un animal.
—No los controlará mucho más —replicó un hombrecillo delgado de intensos ojos negros—. Los perros no pueden vivir donde el Viejo Sol es más ardiente.
—Exacto —continuó Ferdias—. Han sido educados para el Alto Norte.
Stark se encogió de hombros. Sólo le inquietaba el presente. Gerd no dejaba de moverse; se sentía a disgusto. Stark dejó que su mano se deslizara por la maciza cabeza.
—¿Por qué no matamos a este hombre aquí mismo? —preguntó el de los ojos negros—. Los perros no nos tocarán.
—¿Cómo estar seguros? —respondió Ferdias—. Nunca hemos matado a un Perro del Norte... y le consideran uno de ellos.
—Además —intervino Stark— los lanzaría contra los Yur. Entonces, vosotros os quedaríais solos, a merced de los Corredores, que son tripas sin mente. Incluso los Señores Protectores no son para ellos más que comida.
Habló otro de los seis, un hombre alto, demacrado, cuyos desordenados cabellos le barrían la cara. Sus ojos brillaban de rabia entre los sueltos mechones. Le espetó a Stark:
—No esperes vivir. No esperes volver a ver ni Irnan ni los navíos de Skeg.
—Es inútil decirle a Stark que no espere hacer lo que quiere —cortó Ferdias—. Ya se le dijo todo eso cuando decidió cumplir la profecía de Irnan.
—¡Una profecía de traidores! —exclamó el hombre de la melena—. Bien, la ha cumplido. Nos arrebató a Ashton y quemó sobre nuestras cabezas el techo sagrado. Pero eso es el fin de la profecía y del Hombre Oscuro. Ya no está predestinado.
—A menos que se produzca otra profecía —propuso Ferdias con una sonrisa glacial—. Pero es poco probable. Gerrith sigue su propio camino. Y, ella misma lo dijo, desde que Mordach destruyó la Túnica y la Corona, Irnan no tiene Mujer Sabia.
—Con Mujer Sabia o no, con profecía o sin ella, llegará el cambio —le replicó Ashton—. Skaith lo impondrá. El cambio puede ser pacífico y controlado por vosotros o atrozmente violento. Si tenéis la sabiduría y la previsión de permitir que Skaith entre en la Unión Galáctica...
—Te hemos oído durante muchos meses, Ashton —le cortó Ferdias—. Pese a la caída de la Ciudadela, nuestra opinión no ha cambiado.
Volvió a mirar a Stark. Los perros, irritados, gruñeron y gimieron.
—Esperas vencernos revelando al mundo que no somos inmortales, sino hombres, Heraldos convertidos en viejos. Puede ser, pero todavía no lo has hecho. Los nómadas Harsenyi hablarán de la caída de la Ciudadela durante sus viajes. Pero les llevará tiempo. Sin duda habrás enviado mensajeros, o intentado enviarlos, para que Irnan lo supiera antes de tiempo. Los mensajeros pueden ser interceptados. Irnan está siendo asediada. Tenemos en nuestro poder todo el Cinturón Fértil. Tenemos Skeg, tu única esperanza de escapar de Skaith. El puerto estelar es vigilado constantemente. No confíes en llegar a él sin ser capturado. Todo Skaith es tu enemigo. Es una madre cruel, pero es nuestra madre. La conocemos. Tú no la conoces. —Se volvió—. Las bestias están listas. Tómalas y vete.
Stark y Ashton montaron.
Ferdias le habló a Gerd, en voz alta, para que Stark pudiera escucharle.
—Ve ahora con N´Chaka. Cuando llegue el momento, volverás con nosotros.
Seguidos por los perros, los terrícolas abandonaron el campamento. Recorrieron un trecho. El campamento desapareció a sus espaldas.
Cuando la adrenalina dejó de actuar, los músculos de Stark se relajaron. Le invadió el sudor, pegándosele a la ropa. Duras líneas enmarcaban el rostro de Ashton que, finalmente, rompió el silencio y, en voz baja, dijo:
—¡Buen Dios! Estaba casi seguro de que nos enfrentarían a los perros.
—No se han atrevido —contestó Stark—. Pero ya se presentará la ocasión.
Los perros trotaban apaciblemente.
—Qué idea tan primitiva hacer de ellos los guardianes de la Ciudadela —expresó Ashton.
—Era lo que querían. Los Señores Protectores tenían hombres armados de sobra para defenderse durante las Grandes Migraciones. Pero los hombres sólo se enfrentarían contra hombres y armas que pudieran ver. Los enormes perros blancos surgiendo de la nieve como espectros de ojos demoníacos dotados de una capacidad sobrenatural para matar, representaban algo que la mayoría de los hombres preferiría evitar. Los que se atrevieron a intentarlo, murieron. Con el tiempo, la leyenda se ha ido haciendo más eficaz que la propia realidad.
—Los Señores Protectores habrán matado a mucha gente que no deseaba recibir ayuda.
—Los Señores Protectores siempre han sido realistas. La Ciudadela tenía que permanecer sacrosanta, como un misterio y un poder oculto para los mortales. Se podían sacrificar algunas vidas por el bien de la mayoría.
El rostro de Stark se endureció.
—No estuviste atado a un poste en Irnan, esperando ser desollado en vida por orden del Primer Heraldo, Mordach. No oíste los aullidos de la multitud, ni olido la sangre que se derramó cuando Yarrod fue degollado y desmembrado.
Gerrith sí estuvo allí. Desnuda, pero orgullosa, desafiando a Mordach, gritándole al pueblo de Irnan la profecía con voz fuerte y clara: «Irnan termina con Skaith y deberéis construir una nueva ciudad en un nuevo mundo, entre las estrellas». A su lado, la mujer esperó la muerte. Como Halk, y los tres que murieron en Thyra intentando llegar a la Ciudadela.
Ashton tenía sus propios recuerdos del cautiverio y la proximidad de la muerte. Sólo estaba vivo porque los Señores Protectores no se atrevieron a privarse del conocimiento de aquel enemigo desconocido que les amenazaba: la inmensidad galáctica.
—Sé lo que piensan —dijo—, pero no son realistas en lo relativo al futuro. La superficie útil de Skaith disminuye cada año. Expulsados por el frío, los pueblos fronterizos empiezan ya a emigrar hacia el sur. Los alimentos escasean. Los Señores Protectores lo saben muy bien. Si no actúan a tiempo, se encontrarán con un nuevo caos y asesinatos en masa entre las manos, como ocurrió durante las Grandes Migraciones.
—Su poder nació del caos y las matanzas —le recordó Stark—. Lo volverán a aceptar si con ello mantienen un poder al que no piensan renunciar.
—No les pedimos sólo su poder. Les pedimos que dejen de existir. ¿Dónde va a ir un Señor Protector que ya no cuenta con nada que proteger? No tienen sentido más que en el actual contexto de Skaith. Abolido el contexto, desaparecerán.
—Es la suerte que les deseo —aventuró Stark.
Levantó las riendas. Los mojones de la ruta se sucedían uno tras otro. Gelmar estaba en algún punto por delante de ellos. Con Gerrith.
Los terrícolas avanzaban más deprisa, cambiando de montura de vez en cuando. La carga se repartía entre dos bestias. Los animales no habían descansado, pero eran más fuertes que los que dejaron en el campamento. Stark los azuzaba sin piedad.
Gelmar hacía otro tanto. En tres ocasiones, se tropezaron con bestias muertas. Stark esperaba encontrar el cadáver de Halk tirado en alguna parte a la orilla del camino. Resultó gravemente herido en Thyra y, a aquel paso, no podría acabar el viaje.
—Es posible que Halk haya muerto —dijo Ashton—, pero se habrán llevado el cadáver. Pueden exponerlo igual a la vista de todos, conservado en vino y miel.
El viento soplaba caprichosamente, virando malignamente para lanzarles arena a la cara desde cualquier punto al que se volviesen. Al mediodía, una bruma procedente del norte se extendió por el cielo. El Viejo Sol quedó cubierto; el desierto empezó a ondularse.
—Los Corredores llegan a menudo con las tormentas de arena —dijo Ashton—. Tenemos que estar preparados.
Hicieron que las monturas avanzasen más allá de las fuerzas, pasando cada mojón del camino como un triunfo personal. Las bestias gemían. Los perros corrían, con las mandíbulas abiertas y las lenguas colgando de ellas.
La bruma se espesó. La luz de la estrella escarlata se tornó amarilla, para luego, oscurecerse. Cruelmente, el viento azotaba a los hombres. Cielo, sol, desierto, perdieron definición, fundiéndose en un extraño crepúsculo cobrizo.
En aquella penumbra sin distancia ni horizonte, llegaron a la cima de una loma. Stark y Ashton descubrieron ante sí la tropa de Gelmar: una línea de oscuras siluetas, muy cerca las unas de las otras, entre la arena que levantaban los cascos de los animales.
Stark le dijo a Gerd:
«Corre. Envía Miedo a los servidores si combaten. Conténlos hasta que llegue».
Gerd llamó a la jauría. Se lanzaron hacia adelante como nueve sombras pálidas. Ladraron y el viento transportó las nueve terribles voces. Los hombres de Gelmar las oyeron y su marcha se hizo titubeante.
Stark tendió las riendas de las bestias a Ashton y espoleó a su montura para que ésta galopara pesadamente.
Las dunas parecieron llenarse de espuma de arena producida por un viento que provenía del nordeste. Stark no escuchaba a los perros. Durante un momento, perdió de vista al grupo: una bruma espesa cubría el terreno llano a los pies de la cresta. Cuando volvió a ver las oscuras siluetas de los hombres y las bestias sobre el fondo ocre, detectó que permanecían totalmente inmóviles. Sólo se movían los perros, formando un círculo alrededor del grupo.
Stark se acercó, pero el rostro que buscaba no fue el primero que vio. Fue, por el contrario, el de Gelmar. El Primer Heraldo de Skeg estaba montado en su silla pero a cierta distancia de los demás, como si se hubiera apartado para interceptar a los perros. La fatiga del viaje se leía en él y en los tres Heraldos que le acompañaban. Stark les conocía a todos de vista, pero sólo a uno de nombre: Vasth, que protegía con un velo la destrozada cara producto de su combate con Halk en Irnan, el día en que la ciudad se sublevó y mataron a los Heraldos. Vasth, aparentemente, fue el único superviviente. Entre dos trozos de tela, su ojo sano contemplaba a Stark lleno de odio.
Gelmar había cambiado mucho desde su primer encuentro con Stark. Entonces era orgulloso, imponente, enfundado en sus vestiduras rojas, siempre impartiendo su autoridad sobre la multitud de Skeg. Aquella lejana noche, el Primer Heraldo de Skeg recibió una terrible impresión. Stark puso las manos sobre su sagrada persona, demostrándole que podía morir como cualquier otro hombre. Sufrió innumerables derrotas, todas por culpa de Stark. En aquel momento miraba al terrícola desde la silla no como un ser superior de ilimitado poder, sino como un hombre fatigado, exasperado, frustrado y furioso. Veía la posibilidad de una nueva derrota, pero no estaba vencido. Mientras viviera, Gelmar nunca sería vencido.
Gerd se plantó al lado de Stark.
«Seguimos Heraldos enfadados, N´Chaka».
«Enfadados con N´Chaka. No con vosotros».
Gerd gruñó.
«Nunca enfadados con Colmillos».
«Colmillos está muerto. Ferdias os dijo que, de momento, me siguierais».