Read Los perros de Skaith Online
Authors: Leigh Brackett
—Te vas a hartar —le replicó Stark.
Apoyó una mano en el hombre de Ashton, recordando otras noches pasadas ante otras hogueras, en otros mundos.
Ashton prefería aprender sobre el terreno el modo de administrar pacíficamente mundos salvajes. A su lado, en las fronteras de la civilización galáctica, fue donde Stark, adolescente aún, aprendió a reflexionar y a tratar con toda suerte de razas.
—Pon a trabajar esa inteligencia superior, Ashton, y dime cómo tres hombres, una mujer y una jauría de perros pueden apoderarse de todo un planeta.
—Consultaré con la almohada —contestó Ashton.
Se durmió.
Stark se acercó al fuego. Halk dormía. Jofr, con los ojos cerrados, se acurrucaba bajo las mantas. Gerrith se levantó, miró a Stark y se alejaron llevándose las mantas. Gerd y Grith les siguieron y se tendieron junto a ellos cuando se acostaron.
Tenían muchas cosas que decirse, pero no era el momento de hablar. Se encontraban al fin juntos después de la separación, el cautiverio y el miedo a la muerte. No perderían el tiempo con palabras. Más tarde, felices, durmieron abrazados, sin preguntarse acerca del porvenir. Les bastaba la alegría de compartir la vida.
Al segundo día después de abandonar la Ruta de los Heraldos, el aspecto del desierto empezó a cambiar. Las crestas de las dunas se convirtieron en colinas. Las colinas dieron paso a llanuras erosionadas, surcadas por lechos de antiguos ríos. Stark y sus compañeros recorrían una tierra casi maldita.
Había ciudades. No tantas como en las Tierras Oscuras, antaño ricas y fértiles. Sin embargo aún se veían ciudades, o sus ruinas, junto a cauces de ríos secos. Los Corredores se ocultaban en ellas. Jofr parecía descubrir las ruinas por el instinto, como si las oliera en el viento. Explicó que, como todo joven Ochar, debía conocer mapas ancestrales, lo mismo que las estrellas de referencia, para que nunca se perdiera en el desierto. Stark intentó hacerle dibujar un mapa en la arena. El niño se negó. Salvo para los Ochars, aquellos mapas eran tabú.
Le entregaron una montura a Jofr, la menos rápida. Parecía gustarle el papel de guía. Stark no confiaba en él, pero no tenía miedo. Si el muchacho pensaba en traicionarle, Gerd le advertiría.
Durante la espera, Stark permanecía pensativo. Cabalgaba en silencio durante horas y hablaba largamente por la noche con Ashton y, a veces, con Gerrith y Halk. Después de todo, Skaith era su mundo.
En dos ocasiones esperaron la oscuridad para rodear las ruinas de una aldea, pues los Corredores no cazaban de noche. En otros momentos, vieron bandas de criaturas, pero los perros o las mataron o las hicieron huir. Y, súbitamente, una mañana, cuando apenas llevaban dos horas de ruta y el Viejo Sol apenas se perfilaba en el horizonte, Gerd advirtió:
«N´Chaka. Muchacho piensa muerte».
En el mismo instante, con cualquier excusa, Jofr echó pie a tierra y se apartó.
—Seguid derecho —les pidió—. Ya os cogeré.
Stark miró hacia adelante. No se veía nada más que una plana extensión de arena entre dos crestas bajas. La arena no tenía nada raro, salvo que era muy lisa y ligeramente más clara que el resto del desierto.
—Esperad —dijo Stark.
El grupo se detuvo. Jofr se quedó inmóvil al empezar a levantarse la túnica. Gerd se acercó a él, apoyó la enorme cabeza en el hombro y Jofr ni se movió.
Stark echó pie a tierra, subió a una de las crestas, tomó un guijarro plano y lo lanzó al campo liso.
El guijarro se hundió lentamente y desapareció.
«¿Matar, N´Chaka?» Preguntó Gerd.
«No».
Stark volvió y miró a Gerrith, que le sonrió.
—Te dije que la Madre Skaith nos enterraría si no te llevabas al muchacho.
Con la cabeza baja, Jofr volvió a montar. Rodearon las arenas movedizas. Después de aquello, Stark observó con cuidado todos los puntos en los que la arena era lisa y clara.
Supo que penetraban en el territorio de los Hann cuando alcanzaron lo que quedaba de una aldea. No mucho antes, en ella hubo cultivos y pozos. Las casitas con forma de colmena estaban destruidas y arrasadas por el viento y gran cantidad de restos óseos se extendían por doquier. Osamentas rotas, roídas, tan fragmentadas que era imposible decir qué clase de carne las había cubierto. La arena estaba llena de cascotes blanquecinos.
—Los Corredores —explicó Jofr encogiéndose de hombros.
—Sí, unos Corredores que también atacarían las aldeas Ochars —dijo Ashton—. ¿Cómo conseguiría tu pueblo mantenerlas en su poder cuando recupere las tierras?
—Somos fuertes. Y los Heraldos nos ayudan.
Más allá de la tercera aldea devastada, en el mediodía de la quinta jornada, Halk, bien despierto, viajaba sentado en la litera. Vieron ante ellos, en la cima de una loma, un grupo de jinetes vestidos de púrpura y llenos de polvo.
Jofr espoleó la montura, aullando agudamente:
—¡Matad a estos hombres! ¡Matadlos! ¡Son demonios que vienen a robar nuestro mundo!
—Esperad —les dijo Stark a sus compañeros.
Avanzó lentamente. Gerd caminaba pegado a su rodilla derecha. Grith salió de la jauría y se situó a su izquierda. Los otros siete perros echaron a andar detrás de Stark. Cabalgaba con la mano derecha levantada. Con la izquierda llevaba la brida separada del cuerpo. Sobre la colina, uno de los hombres arrancó de la montura al muchacho fugitivo.
Stark cubrió la mitad de la distancia que los separaba y contó ocho Capas Púrpuras. Durante un buen rato, el grupo se mantuvo inmóvil, salvo que el hombre que sujetaba a Jofr le abofeteó en una ocasión, duramente. Con las lenguas fuera, los perros se agacharon en la arena. Nadie intentó hacer uso de las armas.
«Nos conocen, N´Chaka. Tienen miedo de nosotros».
«¡Vigilad!»
Sobre la colina, uno de los hombres soltó las bridas y descendió por la pendiente.
Stark esperó a que se pusiera a su altura. Se parecía a Ekmal: delgado, musculoso, cabalgando con la ligera gracia de los hombres del desierto cuya vida está constituida por la necesidad de cubrir largas distancias. Su rostro se ocultaba tras un velo. Sobre la frente, la piedra colgante que le señalaba como jefe era de un color púrpura ligeramente más claro que el de la capa de cuero.
—Que el Viejo Sol te dé luz y calor —ofreció Stark.
—Estás en el país de los Hann. ¿Qué buscas? —El jefe miró a Stark y luego, a los perros; finalmente, de nuevo a Stark—. ¿Son los Perros de la Muerte de los Heraldos?
—Sí.
—¿Te obedecen?
—Sí.
—Tú no eres un Heraldo.
—No.
—¿Quién eres?
Stark se encogió de hombros.
—Un hombre de otro mundo. O, si lo prefieres, un demonio, como pretende el joven Ochar. En todo caso, no soy enemigo de los Hann. ¿Quieres establecer una tregua, según vuestra costumbre, y oír lo que tengo que decir?
—Supongamos que acepto y que a mi pueblo no le gusta lo que oímos.
—En ese caso, me despediré y me marcharé en paz.
De nuevo, el jefe miró a los perros.
—¿Tengo otra elección?
—No.
—Entonces, tregua, y los Hann te oirán. Pero los perros no deben matar.
—No lo harán a menos que nos amenacéis.
—No se os amenazará.
El jefe tendió la mano derecha.
—Soy Ildann, Guardián de la Casa de los Hann.
—Me llamo Stark.
Apretó la muñeca del jefe y sintió que Ildann apretaba la suya como si quisiera averiguar de qué carne estaba hecho.
—De otro mundo —dijo Ildann con desdén—. Nos han llegado muchas historias del sur, más allá de las montañas, de que todo eso son sólo mentiras que se cuentan alrededor de las fogatas de invierno. Pero tú eres de carne, sangre y hueso como nosotros. No eres un demonio. Ni, según nuestras tradiciones, un hombre. Sólo eres carne surgida de alguna alcantarilla del sur.
Los dedos de Stark siguieron apretando la muñeca del jefe.
—Sin embargo, los Perros del Norte me obedecen.
Intercambiaron una mirada. Ildann apartó la vista.
—No lo olvidaré.
—Vayamos a tu aldea.
Los dos grupos se unieron, con cierto disgusto. Marcharon juntos, pero distanciados. Incrédulo, Jofr exclamó:
—¿No les matáis?
—No por ahora —replicó Ildann mirando a los perros.
Gerd le agradeció el gesto con una mirada amenazante y un gruñido de advertencia.
La aldea se alzaba en un valle ancho. Más allá de las colinas que la rodeaban se percibían unas montañas; no eran tan increíblemente altas como las de la Barrena, pero constituían una cadena de picos curiosamente muy escarpada. Antaño, un río corrió por la vega. Pero estaba ya seco, y así seguiría excepto en primavera, durante las crecidas. Sólo en los rincones más profundos del cauce quedaba algo de agua. Unos animales hacían girar pacientemente grandes y chirriantes ruedas, y las mujeres preparaban la tierra para las cosechas de primavera. Los rebaños pastaban en una hierba rala y marrón que más parecía liquen que hierba. Quizá fuera las dos cosas. Stark se preguntó qué clase de cosechas podrían darse en aquel tipo de terreno.
Las mujeres y las bestias estaban custodiadas por arqueros apostados en torres de vigilancia diseminadas por los sembrados. Stark vio los límites de antiguos campos abandonados a las arenas y los restos de viejas ruedas de drenaje junto a un grupo de pozos secos.
—La tierra se encoge —comentó.
—Se encoge para todos —respondió Ildann mirando a Jofr amargamente—. Incluso para los Ochars. El Viejo Sol se debilita, sean cuales sean nuestras ofrendas. Cada año, el hielo dura mucho más tiempo y cada vez más agua se pierde en los hielos de las montañas y no puede ser aprovechada en nuestros campos. Los pastos son cada vez más raros.
—Y cada año los Corredores acuden en mayor número a rapiñar vuestras ciudades.
—¿Qué tienes que ver con nuestras desgracias, forastero?
La mirada de Ildann se teñía con un feroz orgullo y la palabra empleada como «forastero» implicaba un insulto mortal. Stark no quiso darse por enterado.
—¿No ocurre lo mismo en todas las Casas Menores de Kheb?
Ildann no contestó. Jofr, hiriente, comentó:
—Las Capas Verdes casi han desaparecido, las Marrones y las Amarillas...
El hombre con quien compartía la montura le asestó un violento golpe en la cabeza. Jofr hizo una mueca de dolor.
—Soy un Ochar —amenazó—. Y mi padre es jefe.
—No hay que vanagloriarse ni de lo uno ni de lo otro. Entre los Hann, los niños sólo se arrastran hasta que les dejamos hablar.
Jofr se mordió los labios. Sus ojos se llenaron de odio dirigido contra los Hann y contra Stark. Sobre todo, contra Stark.
La aldea era protegida mediante un muro del que se elevaban irregularmente torres de vigilancia. Las casas, con forma de colmena, no eran más que techos sobre cuevas abiertas en el suelo para protegerse del frío y el viento. Estaban pintadas con alegres colores, dañados por el paso del tiempo y ya descoloridos. Paseos estrechos serpenteaban entre las cúpulas. En el centro de la aldea vieron un espacio abierto, casi circular, en cuyo centro crecía un bosquecillo de árboles retorcidos, polvorientos, de hojas duras.
En el bosquecillo se encontraba la casa de tierra cocida que contenía el Hogar y el fuego sagrado de la tribu de los Hann. Ildann les condujo hasta ella.
De las casas salieron sus ocupantes, abandonando los pozos, y los mercaderes de vino llegaron desde los tenderetes del mercado. Incluso se acercó gente desde los campos que estaban siendo cultivados. El espacio que se extendía ante el bosquecillo del Hogar no tardó en llenarse con las capas púrpuras de los hombres y las faldas de brillantes colores de las mujeres. Todos miraron a Ildann, Stark y los demás cuando desmontaron. La litera de Halk fue suavemente depositada en el suelo. Los Hann observaban a los terribles perros blancos, que tenían los ojos entornados y las bocas medio abiertas. Los capuchones cubrían de sombras los rostros velados de los hombres. Los de las mujeres parecían carecer de expresión. Todos miraron a los recién llegados.
Ildann habló; una mujer alta, de ojos fieros, salió de la Casa del Hogar llevando una bandeja de oro sobre la que se encontraba una ramita calcinada. Ildann la tomó.
—Te entrego el Derecho del Hogar.
Marcó la frente de Stark con el extremo carbonizado de la ramita.
—Si te ocurriera algo malo en este lugar, que el mismo mal recaiga sobre mí.
Volvió a depositar la rama en la bandeja y la vestal se alejó para guardar el Hogar. Ildann se dirigió a la multitud.
—Este hombre llamado Stark viene a hablarnos. Ignoro lo que tiene que decir. Le escucharemos en la segunda hora tras la puesta del Viejo Sol.
La multitud murmuró, se agitó y se disolvió mientras Ildann conducía a sus huéspedes a una casa más espaciosa que las demás y un poco separada de las demás. Estaba dividida en dos zonas: una para el jefe, la otra para los invitados. Los Hombres Encapuchados eran seminómadas, pastores y cazadores que pasaban casi todo el verano cazando y buscando nuevos pastos. Los crueles inviernos les obligaban a vivir entre los muros de sus casas. Las habitaciones de la casa de los huéspedes eran pequeñas, sumariamente amuebladas, llenas de la invasora arena, pero limpias y confortables.
—El muchacho se quedará conmigo —dijo Ildann—. No temáis nada, no sacrificaré un buen rescate para saciar mi odio. Vuestros animales serán alimentados. Os traerán todo lo que necesitéis. Si queréis, enviaré una curandera que se ocupe de vuestro amigo. Parece un guerrero.
—Lo es —respondió Stark—. Y te doy las gracias.
La habitación empezó a oler bastante a perro, y los cerebros de la manada parecían a disgusto. No les gustaba estar encerrados. Ildann pareció darse cuenta de ello.
—Hay un vallado al final de ese pasillo. Allí estarán al aire libre. Nadie les molestará.
Les observó mientras salían en fila india.
—Supongo que nos contarás por qué los guardianes de la Ciudadela han abandonado su puesto para seguirte.
Stark asintió con la cabeza.
—Quiero que el muchacho esté presente cuando hable.
—Lo estará.
Ildann salió.
—Yo también quiero estar presente, Hombre Oscuro —dijo Halk—. Ayúdame a levantarme de esta maldita litera.
Le tendieron en una cama. Las mujeres llegaron, encendieron una chimenea y les llevaron agua. Una portaba hierbas y ungüentos. Stark miró por encima del hombro mientras curaba a Halk. La herida se cerraba sin complicaciones.