Read Los perros de Skaith Online
Authors: Leigh Brackett
Insatisfecho, Gerd se calló. Gelmar sonrió levemente. Había seguido la transmisión telepática de Gerd.
—Te costará trabajo sujetarlos. No están preparados para servir a dos amos.
—¿Quieres probar?
—Haré lo mismo que Ferdias.
Los Yur, diez u once, no se movían. Algunos iban a pie y parecían menos cansados que los Heraldos. Habían sido educados para ser fuertes. Contemplaban a los perros con ojos brillantes y vacíos. Stark pensó que estaban más sorprendidos que asustados: sabían lo acontecido en la Ciudadela, pero no lo presenciaron. Llevaban arcos, lanzas ligeras, espadas y picas.
—Tus servidores —le dijo Stark— tirarán las armas cuidadosamente al suelo. Al menor gesto hostil, los perros matarán.
—¿Nos dejarás a merced de los Corredores? —gritó uno de los subalternos.
—No me preocupa —replicó Stark—. Llevas un puñal en el cinturón. Sácalo.
Hizo un gesto hacia Gelmar.
—Da la orden.
—Los perros no nos harán ningún mal —dijo Vasth a través del velo.
Con fría impaciencia, Gelmar replicó:
—Se avecina una tormenta de arena. Necesitamos a los Yur.
Se dirigió a Stark.
—Los Corredores vienen con las tempestades, viven donde otros morirían. Llegan con ansia, devorando cuanto encuentran a su paso.
—Ya lo he oído —contestó Stark—. Da la orden.
Gelmar le obedeció. Los Yur dejaron las armas sobre la bullente arena. Gelmar se desató el cinturón.
Stark tenía los ojos clavados en Vasth. Gerd dijo:
«Heraldo lanzar cuchillo. Matar N´Chaka».
«Lo sé. Tócale, Gerd».
«No herir Heraldo».
«No herir. Tocar».
La demoníaca mirada de Gerd se dirigió hacia el Heraldo. Vasth empezó a estremecerse. Un grito estrangulado salió de su garganta. Dejó caer el puñal.
—No hagas ningún movimiento —le exigió Stark.
Llamó:
—¡Gerrith!
La mujer estaba junto a una litera cubierta, atada entre dos bestias. Se adelantó, echando hacia atrás el capuchón de piel. El viento jugó con sus espesos cabellos color bronce dorado. Sonrió a Stark, pronunció su nombre. Sus ojos eran como estrellas.
—Ven junto a mí —solicitó el terrícola.
La mujer detuvo la montura al otro lado de Gerd. Tenía el rostro demacrado por el largo viaje desde Irnan, a través de los desiertos y las funestas Tierras Oscuras previas a la Ciudadela. La perfecta estructura de sus huesos se perfilaba bajo la piel de la mujer: una piel teñida por los vientos de Skaith hasta alcanzar un tono broncíneo más suave que el de los cabellos. Orgullosa y soberbia, Gerrith. El calor de la felicidad invadió a Stark.
—No quiero seguir aquí.
El viento, cada vez más fuerte, barría la arena. Las armas ya estaban semienterradas. El mundo se iba haciendo más pequeño, el crepúsculo más oscuro. Incluso los rostros de los Heraldos y los Yur parecían menos claros.
—¿Vive Halk?
—Apenas. Le hace falta reposo.
Ashton, conduciendo las bestias, apareció en las sombras.
—Suéltalas, Ashton —le dijo Stark—. ¿Podréis llevar la litera entre los dos?
Ocuparon el puesto de los dos servidores que la habían transportado hasta entonces y se reunieron con Stark.
—Gelmar, diles a los tuyos que echen a andar.
A disgusto, la cabalgata obedeció, pensando en las armas abandonadas. Los jinetes se cubrían el rostro contra los desgarrones de la arena. Pequeños montoncillos se formaban en la litera de Halk.
Pasaron un nuevo mojón. Parpadeando, Stark intentó distinguir el siguiente cuando Gerd dijo:
«Humanos. Allí».
Stark se acercó a Gelmar.
—¿Qué humanos? ¿Hombres Encapuchados? ¿En el albergue?
Gelmar asintió. Siguieron adelante. Cuando Stark juzgó que ya estaban lo bastante lejos de las armas abandonadas como para que fuera imposible recuperarlas, tomó las riendas de Gelmar.
—Os dejamos aquí. Si nos sigues muy de cerca, tus servidores morirán.
«¿Matar Yur?» Preguntó Gerd entusiasmado.
«No hasta que yo lo diga».
—Cuando hayas tomado el albergue, ¿qué harás? —preguntó Gelmar.
—Nos dejará morir en la arena —contestó Vasth—. ¡Ojalá el Viejo Sol reduzca a cenizas a todos los hombres venidos de las estrellas!
La cabalgata se detuvo a espaldas de Gelmar.
—Me gustaría ser tan misericordioso como lo fuisteis vosotros —dijo Stark—. Pero si llegáis al albergue, no os negaré abrigo.
Gelmar sonrió.
—No podrías hacerlo. Los perros te obligarían a dejarnos entrar.
—Lo sé —respondió Stark—. De otro modo, quizá fuese menos generoso.
Seguido por Ashton, Gerrith y la litera, se alejó del grupo.
«Llévanos a los humanos». Le pidió a Gerd, sabiendo que Gelmar seguiría la misma señal mental.
No necesitaban los mojones. Avanzaban entre dos dunas inmensas cuya forma cambiaba rápidamente. Sacudida con dureza, la litera se balanceaba. Stark lo lamentaba por Halk, pero no podía hacer nada. El desierto gimió atormentado, un grito que se convirtió en un profundo gemido. Súbitamente, el viento cesó. El aire se aclaró. El Viejo Sol brillaba de forma intermitente. Desde lo alto de una loma vieron la casa de reposo, a poco más de unos cientos de metros. Un edificio de piedra, rechoncho, bajo, rodeado por unos muretes de defensa contra la arena.
Con el brazo, Ashton señaló:
—¡Dios Todopoderoso!
Una marea de arena, un tsunami, avanzaba hacia ellos, procedente del noreste. Ocupaba todo el horizonte. La cresta polvorienta ascendía hasta la mitad del cielo. En aquella inmensidad, los colores iban del ocre al rojo y al marrón, hasta que, abajo, todo quedaba dominado por el negro. Y delante de aquella negrura, Stark vio correr numerosas formas.
Por segunda vez, Gerd dijo:
«Vienen cosas».
Sobre la pista que se extendía a sus espaldas apareció la tropa de Gelmar, claramente visible. Se detuvo, miró al noreste y se puso en marcha a toda velocidad.
Stark azotó a las bestias. La ola tenía voz: un rugido cuyo tono resultaba demasiado grave para oídos humanos. Se percibía en el corazón, en la médula de los huesos, en las retorcidas entrañas. Incluso las bestias se olvidaron del cansancio.
Bruscamente, Gerd habló insistente en el cerebro de Stark.
«Heraldo dice venir, N´Chaka. Venir ahora o Cosas matar».
Seguido por la jauría, dio media vuelta y se lanzó a la pista para responder a la llamada de Gelmar.
«¡Gerd! ¡Vuelve!»
La manada seguía corriendo.
«Peligro, N´Chaka. Proteger Heraldos. Tú venir».
—¿Qué pasa? —gritó Ashton, cuya voz sonaba muy débil a causa del lejano rugido—. ¿Dónde van?
—A proteger a los Heraldos.
El imperativo de los imperativos, el instinto instalado desde el principio de los tiempos. El grito de alarma de Gelmar debió ser apremiante. Su escolta carecía de armas y los Corredores llegaban. Stark juró violentamente. Si dejaba que la jauría se fuera sin él, N´Chaka quizá nunca recuperaría la autoridad. No podía obligar a la manada a volver y no podía permitir que Gelmar se hiciera con su control.
—Debo ir con ellos. Simon, acércate a toda prisa al albergue.
Gerrith, con el rostro pálido, le contempló. La litera seguía balanceándose. La forma del interior mantenía tal inmovilidad que Stark se preguntó si Halk estaría todavía vivo.
—¡Deprisa! —aulló Stark—. ¡Deprisa!
Dio media vuelta y siguió a los Perros. Su humor era tan negro como la parte baja de la ola de arena.
Se reunió con Gelmar en un terreno liso entre dos dunas. Todos los Yur avanzaban a pie, corriendo con más fuerza y energía que las propias bestias. Dos de ellos corrían a la cabeza de la montura de cada Heraldo para obligarlas a aligerar el paso. Los Perros del Norte iban a los lados.
Gelmar miró a Stark con cruel diversión.
—Me preguntaba cuánto tardarías.
Stark no contestó. Con la espada en la mano, se puso al frente del grupo. Precediendo a la base, la cresta de la ola se extendió sobre sus cabezas, arrastrando largas ráfagas arenosas. El aire volvió a espesarse. Desde la cima de una duna, Stark vio que la muralla de arena estaba cada vez más cerca. Los Corredores bailaban ante ella como si preceder a la tempestad les proporcionase más placer que el acoplamiento o alimentarse. Era un juego, como el que Stark vio practicar en otro sitio a pájaros de inmensas alas en medio de los fragores de la tormenta. En el movimiento de las formas se detectaba cierto tipo de belleza siniestra: una danza macabra, muy rápida. Stark no pudo contar las criaturas, pero las estimó en una cincuentena. Quizá más. Los Corredores no avanzaban al azar. Tenían una meta.
—¿El albergue? —preguntó Stark.
—Allí hay comida. Hombres y animales.
—¿Cómo atacan?
—Con la ola de arena. Mientras sus víctimas se sofocan, ellos se alimentan. Sobreviven al polvo y parecen disfrutar de su violencia. Golpean como el Martillo de Strayer.
Strayer era el Dios de los Yunques, venerado por cierto pueblo de herreros en la otra pendiente de las montañas. Stark ya se las había visto con el Martillo.
—Debemos refugiarnos antes de que la ola nos sumerja —dijo—. Si no lo hacemos, nos dispersaremos de tal modo que ni los perros podrán ayudarnos.
Desde la cima de la siguiente duna, Stark distinguió las siluetas de Ashton, Gerrith y la litera. Habían alcanzado los muretes y franqueaban una puerta. Cuando se deslizó a lo largo de la pendiente, ciego por la arena que revoloteaba, Stark les perdió de vista. El suelo tembló. El enorme y solemne rugido llenaba el mundo.
Setecientos metros. Siete minutos y medio para cubrirlos. Corriendo, y cuando la vida depende de ellos, quizá la mitad.
«Manténte cerca, Gerd. Guía a los humanos».
La cabeza de Gerd se apretó contra su rodilla. El perro temblaba.
«No peor que la tempestad de nieve en el Corazón del Mundo».
«¡Guíales, Gerd!»
Grith se situó junto a su pareja.
«Guiamos».
El aire era todo un remolino. Corrían a lo largo de la ola, hacia los muros que no veían.
«Vienen Cosas, N´Chaka».
«¿Matar?»
«Demasiado lejos. Pronto».
«¡Entonces, corred deprisa!»
El viento intentaba arrancarles del suelo. Stark contaba los segundos. A la cuenta de ciento setenta, un muro emergió del mundo lleno de arena, tan cerca que estuvieron a punto de tropezar. ¡La puerta! ¡La puerta!
«Aquí, N´Chaka».
Una abertura. Al otro lado de los muros, la fuerza del viento pareció amainar. Quizá la calma que precedía a la explosión de la ola. Vieron ante ellos el edificio de piedra, detrás, un muro interior. Imposible llegar. Mucho más cerca se encontraban unos establos largos y bajos, vacíos, destinados a los animales. Aunque tenían techo, quedaban abiertos al sur.
La ola se derrumbó sobre los muros del nordeste: un rebullir ocre y negro. Los Corredores llegaron con los surtidores de arena, rozando apenas el suelo, con los brazos abiertos. Parecían controlados por alguna demoníaca energía que parecían extraer de la dinámica del viento y del desierto en erupción.
Stark se deslizó de la silla y se aferró con la mano izquierda al pelaje del cuello de Gerd. Detrás de él, los Yur casi aupaban a los Heraldos. Los perros se apelmazaban unos contra otros. Los establos no ofrecían mucha seguridad, pero no dejaban por ello de ser un refugio preferible a nada. Se lanzaron bajo el techado más cercano, aplastándose contra el muro.
La ola explotó.
Tinieblas, rugidos, polvo, estremecimientos. El mundo se derrumbaba. El viento les maldecía por haber escapado. Bajo el techo, el aire estaba lleno de arena y la arena contenía caras. Caras de gárgolas, sin frente, con ojos apagados y enormes dientes de carnívoros.
«¡Matar!»
Los perros mataron.
Una parte del techo resultó arrancada. Los Corredores andaban sobre el tejado, destrozándolo. Su fuerza era inusitada. Los perros mataban, pero algunos Corredores saltaron por los huecos lanzándose sobre sus presas. Los Yur dejaron a los Heraldos en un rincón y, ante ellos, formaron un muro humano. No tenían más que las manos para defenderse. Las mandíbulas de los Corredores se cerraban en la carne viva y no aflojaban la presa.
Stark mataba con feroz desgana, rajando cuando se movía. El olor era infecto. Los aullidos de rabia, de hambre y de pánico de los Corredores se extendían por doquier, agudos y terribles, atravesando la tormenta.
Los perros mataron hasta el agotamiento.
«Muchos, N´Chaka. Fuertes».
«¡Matad! ¡Matad! ¡Si no, Heraldos morir!»
Los perros mataron. El resto de la horda de Corredores partió detrás de la tormenta buscando presas más fáciles, dejando a su espalda montones de cuerpos abominables. Pero los perros estaban demasiado cansados para jugar. Con la cabeza gacha y la lengua colgando, se tumbaron.
«N´Chaka, sed».
Sacudido, agotado, Stark contempló la jauría.
—Tienen sus límites —dijo Gelmar. Su rostro parecía de ceniza. A su lado, se veía un Yur—. Dale la espada.
Impaciente, lo repitió:
—¡Tu espada, Stark! A menos que vayas a hacerlo tú mismo.
Los Heraldos estaban indemnes. Dos de los Yur habían muerto. Otros tres agonizaban atrozmente. A sus carnes aún se prendían cadáveres de Corredores. Corría la sangre entre sus horribles fauces.
Stark tendió la espada. Rápida, eficazmente, el Yur dio los golpes de gracia. Los ojos de las víctimas no traicionaron ninguna emoción y se hicieron menos brillantes en los hermosos rostros impasibles mientras morían. Los Yur indemnes tampoco demostraban emoción alguna. Tras cumplir con su deber, el Yur limpió la espada y se la devolvió a Stark.
Todo ocurrió en breves minutos. El salvajismo concentrado del ataque resultó increíble.
Stark se dio cuenta de que Gelmar miraba los cadáveres de los Corredores con fascinación horrorizada.
—¿Nunca antes los habías visto?
—Sólo de lejos. Y nunca... —Gelmar titubeó, como si reflexionase—. Nunca tantos.
—Cada año vienen más, señor —dijo una nueva voz, autoritaria y fuerte.
Por la parte abierta del recinto aparecieron cuatro hombres, apenas sombras en el polvo: unas capas de cuero con capuchón, de color naranja, volaban alrededor de las altas y delgadas figuras. Los rostros se ocultaban bajo velos del mismo color. Sólo se les veían los ojos, penetrantes y azules. El hombre que acababa de hablar era el jefe: los otros esperaban a su espalda. Bajo el capuchón, sobre la frente, colgaba una piedra naranja, mate, cuya montura de oro se veía arañada y gastada.