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Authors: Leigh Brackett

Los perros de Skaith (2 page)

BOOK: Los perros de Skaith
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Stark preguntó:

«¿Gerd tiene hambre?»

Gerd gruñó y erizó el rudo pelaje blanco. Examinó con desconfianza la soledad que les rodeaba.

«Fuera. Hambre».

«¿Qué?»

«No saber, N´Chaka. Cosas».

Fuera. Cosas. Hambrientas. ¿Por qué no? El hambre era algo casi constantemente presente en Skaith, hijo senil del Viejo Sol que irradiaba fulgores escarlatas en un cielo oscuro y frío sobre el desierto, igual de frío y oscuro.

—Sin duda, una banda de Corredores —comentó Ashton. Tras realizar aquella misma ruta, pero en calidad de cautivo, unos meses antes, conocía sus peligros—. Me gustaría que estuviésemos mejor armados.

Tomaron lo que creyeron necesitar en la Ciudadela, antes de que Stark la incendiara. Sus armas eran de excelente calidad; pero la pobre tecnología de Skaith no había hecho otra cosa que retroceder con el paso de unos siglos llenos de problemas unidos a la disminución progresiva de las fuentes de riqueza. En Skaith no se encontraban más que espadas, lanzas y arcos. Como mercenario que era, Stark las manejaba bien; las guerras en las que participó hasta entonces habían sido restringidas, apenas escaramuzas que se desataban entre tribus o pequeñas naciones en mundos sin civilizar, más allá de los límites de la Unión Galáctica. Ashton, cuyos últimos combates de uniforme ocurrieron varios años atrás, hubiera preferido armas más modernas.

—Contamos con los perros —replicó Stark. Con una mano, señaló una elevación del terreno—. Puede que desde allí veamos algo más.

Viajaban a toda prisa desde que salieron de las humeantes ruinas de la Ciudadela. Los pasos a través de las Montañas Desnudas les habían llevado hacia el norte, primero, y luego, hacia el este, donde la cadena montañosa daba un inmenso rodeo hacia el sudeste. Las montañas menos altas formaban un muro a su derecha. La Ruta de los Heraldos conducía en línea recta hacia Skeg, a través de los desiertos orientales; una ruta más corta que la que siguiera Stark cuando salió del puerto de Skeg, dirigiéndose hacia el norte para descubrir la prohibida Ciudadela en la que encerraban a Ashton. Stark se dirigió primero a Irnan, al oeste. A continuación, con sus cinco compañeros, se encaminó a Izvand, en las Tierras Estériles, mucho más al oeste. Después de aquello, sufrió en las carretas traqueteantes del mercader Amnir de Komrey quien, contando con vender a sus prisioneros por un buen precio a los Señores Protectores, siguió un antiquísimo camino que atravesaba las Tierras Oscuras. El camino por el que transitó Stark para llegar a la Ciudadela desde Skeg se asemejaba a la curva trazada por un arco tensado. Ahora volvía hacia el sur recorriendo la cuerda.

Espoleó a su hirsuta y baja montura para que acelerara el paso. Al comienzo, donde la tierra helada era pedregosa y dura, avanzaron rápidamente. Pero, a aquellas alturas del viaje, las bestias Harsenyi de cascos pequeños y acerados renqueaban por las dunas.

Se detuvieron en la cresta. Cuando los vientos del oeste franqueaban la barrera de las montañas, perdían casi toda la humedad que transportaban. En lugar de nieve, encontraron que, en aquel lado, no había más que arena con manchones blancos y polvorientos. El aire seguía siendo glacial. Nada se movía en el amargo paisaje. Los cúmulos de piedra que jalonaban la Ruta de los Heraldos se alzaban hasta donde llegaba la vista. Los Señores Protectores les llevaban mucha ventaja.

—Viajan deprisa para ser tan viejos —comentó Stark.

—¡Son viejos sagrados! Deja que descansen las bestias, Eric. Matarlas no nos hará ir más deprisa.

El éxodo de los Señores Protectores y sus servidores había exigido muchas bestias Harsenyi. Sólo el terror que inspiraban los Perros del Norte les facilitó la consecución de tres más, dos para ellos mismos y una para las provisiones. Eran animales robustos de pelaje tan largo que parecían llevar mantas. Sus pequeños ojos redondos brillaban bajo las espesas crines y sus cuernos puntiagudos estaban rematados por bolas de colores que evitaban accidentes. Su aspecto de sufrida paciencia era equivoco; no carecían de maldad. Sin embargo, llevaban la carga con buena voluntad y, de momento, Stark no podía hacer otra cosa que conformarse.

—Alcanzaremos a Ferdias. Pero hay que alcanzar a Gelmar antes de que llegue al Primer Refugio. Ferdias le habrá mandado un correo Yur para advertirle de lo que ha pasado. Sabrá que le sigues.

Stark, impaciente, replicó.

—Gelmar viaja con un hombre gravemente herido.

Halk, el guerrero de alta estatura, aunque en modo alguno amigo de Stark, le acompañó al Alto Norte por lealtad a su patria, Irnan. Era uno de los dos supervivientes del grupo de cinco irnanianos. El otro era Gerrith, la Mujer Sabia. Cayeron, con sus compañeros, en la trampa que Gelmar les tendió en Thyra; Halk resultó gravemente herido durante el combate.

—Tendrán que llevarle en parihuelas. Gelmar no puede avanzar muy deprisa.

—Yo no contaría con ello. Creo que Gelmar sacrificaría a Halk para impedirte rescatar a Gerrith. Ella es parte esencial de su estrategia contra Irnan. Sin embargo —continuó Ashton enarcando las cejas—, creo que los Heraldos sacrificarían a Gerrith para apoderarse de ti. Ya sabes que Ferdias tenía razón. Era una locura turbar todo un mundo para rescatar a sólo un hombre.

—Ya he perdido dos padres —dijo Stark, sonriendo—. Eres el único que me queda. —Espoleó la montura—. Descansaremos un poco más lejos.

Ashton le siguió, contemplando ligeramente maravillado a aquel ser tan alto y moreno a quien condujo al mundo de los hombres. Recordaba claramente la primera vez que vio a Eric John Stark, cuyo nombre, por entonces, era N´Chaka, el Hombre sin Tribu. Ocurrió en Mercurio, en los valles ardientes y tonantes del Cinturón Crepuscular, donde picos gigantes sobrepasaban la débil atmósfera y valles prisioneros entre montañas ocultaban increíbles muertes violentas de todo tipo. Ashton era, por entonces, un joven funcionario del Control Terrícola de Policía que tenía cierta autoridad sobre las colonias mineras. El CTP era, igualmente, responsable de la protección de las tribus aborígenes, una escasa población de criaturas a las que la lucha por la supervivencia absorbía de tal modo que no tenían tiempo para franquear la última puerta que separaba el bestialismo de la humanidad.

Advertido de que un grupo de mineros irresponsables cometían muchos asesinatos, Ashton llegó demasiado tarde para salvar la tribu de hirsutos aborígenes; pero los mineros habían hecho un prisionero.

Un muchacho desnudo, feroz y orgulloso, que permanecía encerrado en una jaula. Su piel marrón, morena por el implacable sol, estaba cubierta de cicatrices causadas por la vida cotidiana en aquel cruel planeta. Sus revueltos cabellos eran negros, los ojos muy claros... unos ojos limpios, inocentes y llenos de dolor, como los de un animal. Los mineros le golpearon hasta hacerle sangrar por muchas partes. Tenía el vientre descompuesto por el hambre, la lengua hinchada por la sed. Sin embargo, sin temor, acechaba a sus verdugos con aquellos ojos claros y fríos, esperando una ocasión para matarles.

Ashton le sacó de la jaula. Pensando en el tiempo y los esfuerzos que necesitó para civilizar a aquel joven tigre, para hacerle admitir el odioso hecho de su humanidad, Ashton se sorprendía a veces de haber tenido paciencia suficiente para conseguir finalizar la tarea.

Los archivos de la Compañía Minera de Metales de Mercurio revelaron su nombre e identidad: Eric John Stark. Se le tenía por muerto, junto con sus padres, en el derrumbe que destruyó la colina minera en la que nació. En realidad, los aborígenes le encontraron y le educaron como a uno de los suyos; y Ashton sabía que bajo el exterior totalmente humano de su hijo adoptivo, el primitivo N´Chaka siempre seguiría allí, a flor de piel.

Gracias a aquello, Stark pudo enfrentarse a los Perros del Norte y vencer a Colmillos, el Perro Rey. Mirando a las nueve inmensas bestias blancas correteando junto a Stark, Ashton se estremeció. Stark era su único hijo, pero, no obstante, siempre sería un misterio para él.

Pero se querían. Por iniciativa propia, Stark acudió a enfrentarse a los peligros de aquel planeta loco que era Skaith y lo atravesó combatiendo sin descanso para liberar a Ashton, cautivo en la Ciudadela de los Señores Protectores.

Ante ellos se extendía una larga ruta llena de enemigos poderosos y desconocidos peligros. En el fondo de su corazón, Ashton estaba seguro de que no llegarían a Skeg, cuyo puerto estelar constituía la única esperanza de salir de Skaith. Y Ashton sintió un relente de cólera al ver que Stark se adentraba deliberadamente en tal peligro. Por mí, pensó Ashton. ¿Qué crees que sentiré cuando te vea morir por mí? Pero no le dijo nada.

Cuando sus monturas empezaron a dar indudables signos de fatiga, Stark permitió una pausa. Ashton dio de beber a los animales y les puso de comer unas galletas de líquenes aplastados. Stark les entregó a los perros magras raciones de carne seca arrebatada en la Ciudadela. Gerd seguía murmurando acerca de «Cosas», aunque el paisaje parecía desierto. Los hombres masticaron las duras raciones, sin dejar de andar, estirándose para calmar los doloridos músculos a causa de las horas pasadas en las sillas.

—¿Cuánto camino habremos cubierto? —preguntó Stark.

Ashton contempló la monotonía sin cara del desierto.

—Creo que estamos a menos de medio camino del Primer Refugio.

—¿Estás seguro de que no hay otra ruta que nos permita adelantar a Gelmar?

—Esta ruta fue trazada como camino más corto entre Yurunna y la Ciudadela. Apenas se desvía un centímetro en ciento cincuenta kilómetros una vez cruza los pasos entre las montañas. No da rodeos. Además, si dejamos de seguir las marcas, estaremos perdidos. Sólo los Hombres Encapuchados y los Corredores saben andar por el desierto.

Ashton bebió agua de una cantimplora de cuero y se la pasó a Stark.

—Sé lo que sientes por la mujer y también sé lo importante que es impedir que Gelmar la lleve a Irnan. Pero tenemos un largo camino que recorrer.

La mirada de Stark era fría y distante.

—Si Gelmar llega al Refugio antes que nosotros, tendrá monturas frescas. Las bestias del desierto son más rápidas que éstas, ¿verdad?

—Sí.

—Intentará que no consigamos monturas de refresco y advertirá a las tribus para que nos persigan. Quizá con los perros podamos salir adelante. Quizá... ¿El siguiente albergue está a siete días de viaje?

—Sin apresurarse.

—Y a Yurunna, siete días más.

—También sin darse prisa.

—Además, me has dicho que Yurunna es una plaza fuerte.

—En efecto. No es muy grande, pero se encuentra en un peñón rocoso en medio de un oasis, o lo que aquí pasa por un oasis, y sólo hay un camino que lleve hasta ella. Las tribus salvajes la miran con envidia, pero está tan bien guardada que raramente se atreven a atacar los portones del oasis. Los Yur son originarios de la ciudad: los Bien Creados. Otra villanía de los Heraldos. No me gusta que se críe gente como si fueran bestias de un concurso de ganado, ni siquiera para que sirvan como asistentes perfectos de los Señores Protectores. También aquí educan a los Perros del Norte, que luego envían a la Ciudadela según las necesidades. ¿Cómo afectara a tus amigos un encuentro con sus antiguos compañeros y el Señor de las Bestias?

—Lo ignoro. De todos modos, los perros solos no servirían de nada contra toda una ciudad.

Stark volvió a guardar la cantimplora y llamó a los perros. Los dos hombres montaron.

—Tenemos una razón más para apresurarnos —recalcó Stark. Miró hacia el desierto y al cielo oscuro en el que el Viejo Sol se deslizaba pesadamente hacia la noche—. Si no queremos acabar nuestros días en Skaith, tenemos que llegar a Skeg antes de que los Heraldos decidan despedir a los navíos y cerrar definitivamente el puerto estelar.

3

Los navíos interestelares eran desconocidos en Skaith cuando llegaron diez años antes como sorprendentes apariciones procedentes de otros mundos.

Antes de su llegada, el Sistema de la Estrella Escarlata había vivido millares de años de solitaria existencia en los confines de la galaxia sin ser tocado por la civilización interestelar que, desde su centro en Pax, principal mundo de Vega, se extendía por la mitad de la Vía Láctea. La Unión Galáctica incluso englobaba el pequeño mundo de Sol. Pero el Escudo de Orión, del que formaban parte Skaith y su Viejo Sol, permanecía virtualmente inexplorado.

En su juventud, Skaith fue rico, industrial, urbano, poblado. Sin embargo, nunca accedió a los vuelos espaciales y cuando la estrella escarlata se debilitó con la edad y empezó la larga agonía, no hubo evasión posible para sus habitantes.

Sufrieron y murieron; o bien, si eran lo bastante fuertes, sufrieron y sobrevivieron.

Gradualmente, nacido de las terribles alteraciones de la Gran Migración, se impuso un nuevo sistema social.

El cónsul de la Unión Galáctica que pasó en Skeg algunos años llenos de esperanzas que, al final, se verían defraudadas, escribió en su informe:

«Los Señores Protectores, reputados como inmortales mortales e inalterables, fueron instaurados, aparentemente, hace mucho tiempo por las autoridades de aquel tiempo como una institución de superbenevolencia. Empezó la Gran Migración; las civilizaciones del norte fueron progresivamente destruidas a medida que aumentaban las poblaciones que huían del frío. Era seguro que seguirían tiempos caóticos y se entablaría una lucha feroz entre las diversas poblaciones para apropiarse de nuevas tierras. Entonces, y más adelante, los Señores Protectores deberían, al alcanzarse una cierta estabilidad, impedir el aplastamiento brutal de los débiles a manos de los fuertes. Su ley era muy sencilla: socorrer a los débiles, alimentar a los hambrientos, proteger a los desamparados... y siempre actuar a favor de la mayoría. A través del tiempo, aquella ley sobrepasó sus primitivas intenciones. Los Errantes y las numerosas minorías improductivas de esta civilización extremadamente fragmentada forman ahora la mayoría dominante. Como resultado, los Heraldos, en nombre de los Señores Protectores, constituyen ahora más de la tercera parte de una población virtualmente esclava dedicada a suministrar lo necesario para los skaithianos no productivos».

Una esclavitud de la que nadie podía escapar... hasta la llegada de los navíos estelares.

Skaith tenía necesidad de metales. Los navíos podían transportarlos, importando hierro, plomo y cobre a cambio de las fantásticas drogas que crecían en la estrecha zona tropical de Skaith y las antigüedades expoliadas entre las ruinas de ciudades milenarias. Los Heraldos permitirían aterrizar y Skeg se convertiría en un mercado para los extranjeros de otros mundos.

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