Read Los pueblos que el tiempo olvido Online
Authors: Edgar Rice Burroughs
Tags: #Aventuras, Fantástico
Plenamente equipado, a excepción de la manta, seguí a Chal-az a las oscuras y desiertas callejas de Kro-lu. Avanzamos en silencio, con Nobs pegado a nuestros talones, dirigiéndonos a la parte más cercana de la empalizada. Aquí Chal-az se despidió de mí, diciendo que esperaba verme pronto entre los galus, ya que sentía que la «llamada» le vendría pronto. Le di las gracias por su leal ayuda y le prometí que, alcanzara el país Galu o no, siempre estaría dispuesto a devolverle su amable gesto, y que podía contar conmigo para la revolución contra Al-tan.
S
ubir corriendo la inclinada superficie de la empalizada y saltar al otro lado era cuestión de un momento, o lo habría sido de no ser por Nobs. Tuve que rodearlo con la cuerda después de que llegáramos a lo alto, alzarlo por encima de las afiladas estacas y bajarlo al otro lado. Encontrar a Ajor en el territorio desconocido del norte parecía inútil, pero sólo podía intentarlo, rezando mientras tanto para que llegara sana y salva con su padre.
Mientras Nobs y yo avanzábamos bajo la creciente luz del día, me impresionó el número cada vez menor de bestias salvajes que iba encontrando cuanto más al norte me dirigía. Con la reducción de carnívoros, los herbívoros aumentaban en cantidad, aunque en cualquier parte de Caspak hay suficientes para suministrar amplia comida a los devoradores de carne de cada localidad. Las vacas salvajes, antílopes, ciervos y caballos que encontré mostraban cambios evolutivos respecto a sus primos del sur. Los cerdos eran más pequeños y menos hirsutos, los caballos más grandes. Al norte de la aldea de los kro-lu vi una pequeña manada de caballos del tamaño de los de nuestras llanuras del oeste, como los que criaban los indios en tiempos antiguos y, en menor medida, incluso hoy en día. Eran muy hermosos y esbeltos, y los contemplé con ojos ansiosos y con pensamientos que cualquier vaquero puede imaginar después de haber viajado a pie durante semanas; pero permanecían siempre alerta, y apenas me permitieron acercarme, mucho menos a tiro de lazo, aunque fue una esperanza que nunca llegué a descartar del todo.
Dos veces antes del mediodía fuimos atacados por depredadores, pero aunque yo carecía de armas de fuego, seguía teniendo amplia protección en Nobs, que evidentemente había aprendido algo de las reglas de caza caspakianas bajo la tutela de Du-seen o de algún otro galu, y por supuesto tenía mucha más experiencia. Siempre estaba alerta, e invariablemente me advertía con sus gruñidos de la proximidad de un animal carnívoro mucho antes de que yo pudiera verlo u oírlo, y cuando la bestia aparecía corría ladrando hacia él, alejándolo de mí hasta que yo me refugiaba en algún árbol; sin embargo, el voluntarioso Nobs nunca corrió peligro de ser despedazado. Corría tan rápidamente de un lado a otro que ni siquiera los velocísimos movimientos de los grandes felinos podían alcanzarlo. Lo he visto burlarse de ellos hasta que casi gritaban de furia.
El mayor inconveniente que me causaban los depredadores era el retraso, pues tenían la desagradable costumbre de mantenerme encaramado a los árboles durante una hora o más antes de cambiar de planes. Pero por fin llegamos a ver una línea de montañas que se extendía de este a oeste en nuestro camino hasta donde la vista podía alcanzar en ambas direcciones, y supe que habíamos alcanzado la frontera natural que marca la línea entre los países de los kro-lu y los galus. La cara sur de estos acantilados se alzaban hasta unos cincuenta metros, cortadas a pico, impresionantes, sin una abertura que el ojo pudiera percibir. No podía ni imaginar cómo encontrar un paso, ni sabía si encaminarme al este hacia los aún más altos acantilados que daban al océano, o al oeste, en dirección al mar interior. ¿Había muchos pasos o sólo uno? No tenía forma de saberlo. No podía sino confiarme al azar. Nunca se me ocurrió que Nobs había hecho el cruce al menos una vez, posiblemente gran número de veces, y que él podría guiarme; así, sin tener ni idea de que podría ayudarme me dirigí a él como a menudo hace un hombre solitario con un animal sin seso.
—Nobs -dije-, ¿cómo demonios vamos a cruzar estos acantilados?
No digo que me comprendiera, aunque soy consciente de que un terrier airedale es un perro muy inteligente; pero juro que pareció entenderme, pues se dio la vuelta, ladrando alegremente, y trotó hacia el oeste. Como yo no lo seguía, volvió hacia mí ladrando furiosamente, y por fin me cogió por la pantorrilla en un esfuerzo por empujarme hacia la dirección en la que deseaba que fuera. Como mis piernas estaban desnudas y las mandíbulas de Nobs son mucho más poderosas de lo que él se da cuenta, cedí y lo seguí, pues sabía que lo mismo podíamos dirigirnos al este que al oeste, pues no tenía ningún conocimiento de cuál era la dirección correcta.
Seguimos la base de los acantilados durante una considerable distancia. El terreno era ondulado y salpicado de árboles y cubierto de animales que pastaban, solos, en parejas o manadas: una dispersa reunión de herbívoros extintos y modernos. Un enorme mastodonte lanudo caminaba de un lado a otro a la sombra de un helecho gigante, un macho poderoso con enormes colmillos curvados hacia arriba. Cerca de él pastaba un macho auroc con su hembra y su ternero, cerca de un rinoceronte solitario que dormía en una charca. Ciervos, antílopes, bisontes, caballos, ovejas y cabras se veían por todas partes, y un poco más lejos un gran megaterio se alzaba sobre su enorme cola y sus patas traseras para arrancar las hojas de un alto árbol. El pasado olvidado se mezclaba con el presente… mientras Tom Billings, moderno entre modernos, pasaba vestido con el atuendo de un hombre preglaciación, y ante él trotaba una criatura de una raza que escasamente tenía sesenta años. Nobs era un recién llegado, pero eso no le preocupaba.
A medida que nos fuimos acercando al mar interior vimos más reptiles voladores y varios grandes anfibios, pero ninguno de ellos nos atacó. Cuando remontábamos un promontorio a mitad de la tarde, vi algo que me hizo detenerme de pronto. Llamé a Nobs con un susurro, le indiqué que guardara silencio y lo mantuve a mi lado mientras me tendía en el suelo y observaba, desde detrás de unos matorrales, a un grupo de guerreros que se acercaban al acantilado desde el sur. Pude ver que eran galus, y supuse que Du-seen los guiaba. Habían tomado un atajo hacia el paso y por eso me habían adelantado. Pude verlos claramente, pues no estaban muy lejos, y comprobé con alivio que Ajor no estaba entre ellos.
Las montañas que tenían delante eran entrecortadas y picudas, pues las que procedían del este solapaban los acantilados del oeste. El grupo entró en el desfiladero formado por el encuentro de ambas montañas. Cuando el último de ellos pasó y se perdió de vista, me puse en pie y corrí hacia el paso… el mismo paso hacia el que Nobs evidentemente me había estado guiando. Me acerqué con cautela, temiendo que el grupo se hubiera detenido a descansar. Si no se habían parado, no tenía miedo de que me descubrieran, pues había visto que los galus marchaban sin vanguardia, flancos o retaguardia. Cuando alcancé el paso vi una fila recta de un solo hombre, deseé ser jefe de los galus durante unas pocas semanas. Una docena de hombres podrían contener en ese estrecho paso a todas las hordas que pudieran llegar desde el sur: sin embargo, allí estaba, completamente desprotegido.
Los galus podían ser un gran pueblo en Caspak, pero eran penosamente ineficaces incluso en las formas más simples de tácticas militares. Me sorprendió que incluso un hombre de la Edad de Piedra careciera tanto de perspicacia militar. Du-seen cayó muchos puntos en mi estima cuando vi la desordenada formación de su tropa al atravesar un territorio enemigo y entrar en los dominios del jefe contra el que se había levantado en armas; pero Du-seen debía conocer al jefe Jor y sabía que éste no le estaría esperando en el paso. Sin embargo, corría riesgos innecesarios. Con un escuadrón de una compañía cualquiera yo podría haber conquistado Caspak.
Nobs y yo los seguimos hasta la cumbre del paso, y allí vimos que el grupo entraba en el país galu, que se encontraba a más de quince metros por debajo de la cumbre de las montañas y a unos cincuenta metros por encima de los adyacentes territorios kro-lu. El paisaje cambió inmediatamente. Los árboles, las flores y los matorrales eran más recios, y advertí que de noche la manta galu podía ser casi una necesidad. Entre los árboles predominaban acacias y eucaliptos, aunque había robles y álamos e incluso pinos y abetos y hemlocks. La vida vegetal era desbordante. Los bosques eran densos y poblados por árboles enormes. Desde lo alto de la montaña pude ver bosques alzándose a docenas de metros por encima del nivel donde me encontraba, e incluso en la distancia advertí que los troncos tenían un tamaño gigantesco.
Por fin había llegado al país galu. Aunque no concebido en Caspak, me había convertido en efecto en un cor-sva-jo: desde el principio había ido subiendo por los terribles horrores de las esferas inferiores de la evolución caspakiana, y no podía sino sentir parte del júbilo y el orgullo que habían llenado a To-mar y So-al cuando advirtieron que les había llegado la llamada y que estaban a punto de elevarse del estatus de band-lus al de kro-lus. Me alegré de no ser un batu.
¿Pero dónde estaba Ajor? Aunque mis ojos escrutaban el paisaje, no veía más que a los guerreros de Du-seen y las bestias de los campos y el bosque. Rodeadas de bosques, podía ver amplias praderas que salpicaban el terreno hasta donde alcanzaba la vista; pero por ninguna parte había rastro de la pequeña ella galu, la amada ella por quien habría dado mi mano derecha.
Nobs y yo teníamos hambre. No habíamos comido desde la noche anterior, y bajo nosotros había ciervos, ovejas, todo lo que pudiera antojársele a un cazador ansioso. Así que bajamos por el sendero, y arrastrándome seguido por Nobs, llegué hasta una pequeña manada de ciervos rojos que pastaban en la linde de una llanura, cerca de un bosque. Había cobertura de sobra, entre árboles solitarios y matojos, por lo que no encontré ninguna dificultad para acechar a sotavento hasta situarme a quince metros de mi presa: una cierva grande y esbelta acompañada por un cervatillo. Eché enormemente en falta mi rifle. Nunca en mi vida había disparado una flecha, pero sabía cómo se hace, y tras colocarla en la cuerda, apunté con cuidado y la lancé. En el mismo momento, llamé a Nobs y me puse en pie de un salto.
La flecha alcanzó a la cierva en el costado, y en el mismo instante Nobs saltó sobre ella. Intentó escapar mientras los dos la perseguíamos, Nobs con sus grandes colmillos desnudos y yo con la lanza corta preparada. El resto de la manada se dispersó rápidamente, pero la cierva herida se retrasó, y en un momento Nobs la alcanzó y saltó a su garganta. La derribó mientras yo me acercaba, y la rematé con mi lanza.
No pasó mucho tiempo antes de que tuviera una hoguera ardiendo y un filete asándose, y mientras yo preparaba mi propio festín, Nobs se atracaba de venado crudo. Nunca he disfrutado tanto de una comida.
Durante dos días busqué infructuosamente a Ajor de un lado a otro por todo el mar interior y hasta la barrera de acantilados, siempre tendiendo hacia el norte, pero no vi ni rastro de ningún ser humano, ni siquiera la banda de guerreros galu a las órdenes de Du-seen. Y entonces comencé a sentir recelos. ¿Había dicho la verdad Chal-az cuando me dijo que Ajor había abandonado la aldea de los kro-lu? ¿Podría haber estado siguiendo las órdenes de Al-tan, en cuyo salvaje corazón podría haber florecido alguna pequeña chispa de vergüenza por hacer intentado matar a alguien que se había hecho amigo de un guerrero kro-lu, un invitado que no había causado ningún daño a la raza kro-lu, y por eso me había enviado a una misión inútil con la esperanza de que las bestias salvajes hicieran lo que Al-tan vacilaba en hacer? No lo sabía, pero cuanto más lo pensaba, más convencido estaba de que Ajor no había abandonado la aldea kro-lu. Pero si no había sido así, ¿por qué había continuado Du-seen su viaje sin ella? Era un enigma que no podía resolver.
Al segundo día de mi experiencia en el país galu encontré a un puñado de magníficos caballos, si es que alguna vez he visto alguno. Eran bayos oscuros con caras manchadas y perfectos círculos de blanco en el lomo. Sus patas eran blancas hasta las rodillas. De altura tendrían unos dieciséis palmos, las yeguas un poco más pequeñas que los garañones, de los cuales había tres o cuatro en esta manada de cien, donde había muchos potros y caballos medio crecidos. Sus marcas eran casi idénticas, lo que indicaba una pureza de raza que podía haber persistido desde hacía largas eras. ¡Si yo había ansiado uno de los pequeños ponis del país de los kro-lu, imaginen mi estado de ánimo cuando encontré estas magníficas criaturas! En cuanto las atisbé decidí poseer una de ellas. No tardé mucho en seleccionar a un joven y hermoso garañón; de cuatro años, supuse.
Los caballos pastaban cerca de la linde del bosque donde Nobs y yo estábamos ocultos, mientras que el terreno entre nosotros y ellos estaba salpicado de macizos de arbustos que ofrecían un escondite perfecto. El garañón que yo había elegido pastaba con una hembra y dos potrillos un poco apartados del resto de la manada, más cerca del bosque y de mí.
—¡Espera! -le susurré a Nobs, y el perro se aplastó contra el suelo y supe que no se movería hasta que lo llamara, a menos que me atacaran desde atrás. Con cuidado me arrastré hacia mi presa, y llegué sin ser advertido hasta un matorral situado a no más de seis metros de él. Aquí preparé con cuidado mi lazo, abriéndolo en el suelo.
Apartarme del matorral y lanzarlo directamente desde el suelo, que es el estilo en el que soy más diestro, no requeriría más que un instante, y en ese instante el garañón sin duda echaría a correr en dirección opuesta. Entonces tendría que girar cuando yo le sorprendiera, y al hacerlo sin duda se alzaría sobre sus patas traseras y alzaría la cabeza, presentando un blanco perfecto para mi lazo cuando girara.
Sí, lo tenía bien planeado, y esperé a que se volviera en mi dirección. Por fin quedó claro que iba a hacerlo, cuando al parecer sin causa la yegua alzó la cabeza, relinchó y echó a trotar en dirección contraria, seguida inmediatamente, por supuesto, por los potrillos y mi semental. Por un momento pareció que mi última esperanza había quedado deshecha, pero poco después su temor (si temor era) pasó, y continuaron pastando de nuevo a un centenar de metros más allá. Esta vez no había matorrales cerca, y no podía acercarme. A menos de doce metros soy un excelente lacero, a quince soy bueno, pero más allá sabía que sería cuestión de suerte que consiguiera colocar mi lazo alrededor de aquel hermoso cuello arqueado.