Read Los pueblos que el tiempo olvido Online

Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras, Fantástico

Los pueblos que el tiempo olvido (8 page)

BOOK: Los pueblos que el tiempo olvido
6.77Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Debíamos haber dejado atrás la mitad de las cuevas de los band-lu cuando nos descubrieron, y entonces un tipo enorme se plantó delante de mí, cortándome el paso.

—¿Quién eres? -preguntó. Me reconoció y yo a él, pues era uno de los que me habían llevado a la cueva y me habían atado la noche en que me capturaron.

Miró entonces a Ajor. Era un hombre de buen aspecto y ojos claros e inteligentes, la frente despejada y psique soberbia: hasta el momento, el tipo más elevado de caspakiano que había visto hasta el momento, sin contar a Ajor, por supuesto.

—Tú eres una auténtica galu -le dijo a Ajor-, pero este hombre es de un molde diferente. Tiene la cara de un galu, pero sus armas y las extrañas pieles que lleva en su cuerpo no son de los galus ni de Caspak. ¿Quién es?

—Es Tom -replicó Ajor sucintamente.

—No existe ese pueblo -declaró el band-lu sinceramente, jugando con su lanza de manera muy sugerente.

—Mi nombre es Tom -expliqué-, y soy de un país más allá de Caspak.

Pensé que lo mejor era no alarmarlo si era posible, porque era necesario ahorrar munición y no llamar la atención que un disparo podría hacer recaer sobre nosotros.

—Soy de América, una tierra de la que nunca has oído hablar, y estoy buscando a otros compatriotas míos que están en Caspak y de quienes me he perdido. No tengo nada en contra de ti ni de tu pueblo. Déjanos marchar en paz.

—¿Vas allí? -preguntó, y señaló hacia el norte.

—Sí -repliqué.

Él guardó silencio durante unos minutos, aparentemente sopesando algún pensamiento. Por fin, habló.

—¿Qué es esto? -preguntó-. ¿Y qué es eso?

Señaló primero mi rifle y luego mi pistola.

—Son armas -respondí-, armas que matan a gran distancia.

Señalé a las mujeres de la laguna.

—Con esto -dije, golpeando mi pistola-, podría matar a tantas mujeres como quisiera, sin moverme ni un paso de donde estamos ahora.

Él me miró con incredulidad, pero yo continué.

—Y con esto -sopesé mi rifle-, podría matar a uno de esos lejanos guerreros.

Y señalé con la mano izquierda las diminutas figuras de los cazadores, muy lejos al norte.

El tipo se echó a reír.

—Hazlo -exclamó, divertido-, y entonces puede que crea tu extraña historia.

—Pero no quiero matar a ninguno de ellos -repliqué-. ¿Por qué debería hacerlo?

—¿Por qué no? -insistió él-. Ellos te habrían matado cuando te tuvieron prisionero. Te matarían ahora si pudieran ponerte la mano encima, y te comerían además. Pero sé por qué no lo intentas: porque has dicho mentiras. Tu arma no mata a gran distancia. Es sólo un palo extrañamente forjado. Por lo que sé, no eres más que un bo-lu inferior.

—¿Por qué quieres que mate a tu propio pueblo?

—Ya no son mi pueblo -replicó orgullosamente-. Anoche, justo en mitad de la noche, me llegó la llamada. Llegó así a mi cabeza -y dio una palmada con fuerza-, y supe que me había elevado. Lo estaba esperando desde hace mucho tiempo; hoy soy un kro-lu. Hoy voy a ir a coslupak -(país despoblado o, literalmente, tierra de ningún hombre)-, entre los band-lu y los kro-lu, y allí daré forma a mi arco y mis flechas y mi escudo. Allí cazaré el ciervo rojo para la piel de cuero que será la marca de mi nuevo estado. Cuando haga esas cosas, podré ir al jefe de los kro-lu, y no se atreverá a rechazarme. Por eso debes matar a esos inferiores band-lu si quieres vivir, pues tengo prisa.

—¿Por qué quieres matarme a mí? -pregunté.

Él pareció aturdido y finalmente se encogió de hombros.

—No lo sé -admitió-. Es la costumbre de Caspak. Si no matamos, nos matarán, por tanto es sabio matar primero a quien no pertenezca a tu propio pueblo. Esta mañana me escondí en mi cueva hasta que los demás salieron de caza, pues sabía que comprenderían de inmediato que me había convertido en un kro-lu y me matarían. Me matarán si me encuentran en la coslupak; eso harán los kro-lu si me encuentran antes de que haya ganado mis armas kro-lu y mi piel. Tú me matarías si pudieras, y por ese motivo sé que dices mentiras cuando dices que tus armas me matarán a una gran distancia. Si lo hicieran, hace tiempo que me habrías matado. ¡Vamos! No tengo más tiempo que perder con palabras. Perdonaré a la mujer y me la llevaré conmigo a los kro-lu, pues es agradable.

Y con eso avanzó hacia mí con la lanza alzada.

Tenía el rifle preparado a la altura de la cadera. Y él estaba tan cerca que no necesitaba llevármelo al hombro: sólo tenía que apretar el gatillo para enviarlo al otro mundo. Sin embargo, vacilé. Me resultaba difícil acabar con una vida humana. No podía sentir ninguna enemistad hacia este salvaje bárbaro que actuaba casi por instinto, igual que una bestia salvaje, y hasta el último momento intenté buscar un medio de evitar lo que ahora parecía inevitable. Ajor se encontraba a mi lado, con el cuchillo preparado en la mano y una mueca de desagrado en los labios tras la sugerencia del hombre de que querer llevársela consigo.

Justo cuando pensaba que iba a tener que disparar, las mujeres de la laguna prorrumpieron en un coro de gritos. Vi que el hombre se detenía y miraba hacia abajo, y siguiendo su ejemplo mis ojos advirtieron el pánico y su causa. Las mujeres, evidentemente, habían salido del agua y regresaban a las cavernas cuando fueron atacadas por un monstruoso león de las cavernas que se encontraba directamente entre ellas y el centro del estrecho sendero que serpenteaba entre las rocas. Gritando, las mujeres volvieron corriendo a la laguna.

—No les servirá de nada -observó el hombre, con un rastro de nerviosismo en la voz-. No les servirá de nada, porque el león esperará hasta que salgan y se llevará por delante a cuantas pueda. Y allí hay una -añadió, con tono de tristeza-, que yo esperaba que me siguiera pronto a los kro-lu. Juntos hemos venido desde el principio.

Alzó la lanza por encima de su cabeza y se dispuso a arrojarla contra el león.

—Es la más cercana -murmuró-. La matará y ella nunca vendrá conmigo entre los kro-lu, ni al más allá. ¡Es inútil! No hay guerrero vivo que pueda lanzar un arma a tanta distancia.

Pero mientras él hablaba, yo apunté con el rifle a la gran fiera. Y cuando dejó de hablar, apreté el gatillo. Mi bala debió dar justo donde yo quería, pues alcanzó al león entre los hombros y le atravesó el corazón, haciendo que cayera muerto en el acto. Por un momento las mujeres se mostraron tan aterrorizadas por la detonación del rifle como por la amenaza del león; pero cuando vieron que el fuerte ruido evidentemente había destruido a su enemigo, salieron de la laguna con cautela para examinar el cadáver.

El hombre, a quien apunté inmediatamente después de disparar, no fuera a ser que continuara con su ataque, se me quedó mirando lleno de sorpresa y admiración.

—¿Por qué, si podías hacer eso, no me mataste mucho antes?

—Ya te he dicho que no tengo nada contra ti -repliqué-. No me gusta matar hombres contra los que no tengo nada en contra.

Pero él parecía no entender la idea.

—Ahora creo que no eres de Caspak -admitió-, pues nadie de Caspak habría permitido que se le escapara una oportunidad así.

Más tarde descubrí que esto era una exageración, ya que las tribus de la costa oeste e incluso los kro-lu de la costa este son bastante menos sanguinarios de lo que me había hecho creer.

—¡Y tu arma! -continuó-. Decías palabras verdaderas cuando yo creía que decías mentiras.

Y entonces, de pronto, exclamó:

—¡Seamos amigos!

Yo me volví hacia Ajor.

—¿Puedo confiar en él?

—Sí -contestó ella-. ¿Por qué no? ¿No te ha pedido ser tu amigo?

En ese momento yo no estaba tan familiarizado con las costumbres de Caspak para saber que la fidelidad y la lealtad son dos de las más fuertes características de esa gente primitiva. No tienen la suficiente cultura para haber aprendido a dominar la hipocresía, la traición y el disimulo. Hay, por supuesto, unas cuantas excepciones.

—Podemos ir juntos al norte -continuó el guerrero-. Yo lucharé por ti, y tú podrás luchar por mí. Te serviré hasta la muerte, pues has salvado a So-al, a quien daba por muerta.

Soltó su lanza y se cubrió ambos ojos con las palmas de sus manos. Yo miré a Ajor, quien explicó lo mejor que pudo que ésta era la forma en que los habitantes de Caspak juraban alianza.

—Nunca tendrás que temerlo después de esto -concluyó ella.

—¿Qué debo hacer?

—Apártale las manos de los ojos y devuélvele la lanza -explicó ella.

Hice lo que me decía, y el hombre pareció muy satisfecho. Entonces pregunté qué debería de haber hecho si no deseaba aceptar su amistad. Ellos me dijeron que si me hubiera apartado, en el momento en que el guerrero me hubiera perdido de vista habríamos vuelto a ser enemigos mortales.

—¡Pero si podría haberlo matado fácilmente cuando estaba indefenso! -exclamé.

—Sí -replicó el guerrero-, pero ningún hombre con buen sentido ciega sus ojos ante alguien en quien no confía.

Era un cumplido bastante decente, y me enseñó cuánto podía confiar en la lealtad de mi nuevo amigo. Me alegré de tenerlo con nosotros, pues conocía el terreno y era evidentemente un guerrero intrépido. Deseé poder reclutar a un batallón como él.

Mientras las mujeres se acercaban al acantilado, To-mar el guerrero sugirió que nos dirigiéramos al valle antes de que pudieran interceptarnos, pues podrían intentar detenernos y casi con toda certeza capturarían a Ajor. Así que corrimos por el estrecho sendero, llegando al pie de la montaña poco antes que las mujeres. Ellas nos llamaron, pero continuamos a paso rápido, ya que no queríamos tener problemas con ellas, que sólo podrían acabar con la muerte de algunas.

Habíamos avanzado poco más de un kilómetro cuando oímos que alguien tras nosotros llamaba a To-mar por su nombre, y cuando nos detuvimos y miramos, vimos a una mujer que corría rápidamente a nuestro encuentro. Mientras se acercaba vi que era una criatura muy atractiva, y como todas las de su sexo que había visto en Caspak, aparentemente joven.

—¡Es So-al! -exclamó To-mar-. ¿Está loca siguiéndonos de esa forma?

Un momento después la joven se detuvo, jadeando, ante nosotros. No nos prestó la más mínima atención a Ajor ni a mí, pero devorando a Tomar con sus chispeantes ojos, exclamó:

—¡Me he elevado! ¡Me he elevado!

—¡So-al! -fue todo lo que el hombre pudo decir.

—Sí -continuó ella-, la llamada me vino justo antes de salir de la laguna, pero no sabía que te había llegado a ti también. ¡Puedo verlo en tus ojos, To-mar, mi To-mar! ¡Iremos juntos!

Y se arrojó en sus brazos.

Fue un momento muy emocionante, pues era evidente que habían sido compañeros desde hacía mucho tiempo y que pensaban que iban a ser separados por esa extraña ley evolutiva que se mantiene en Caspak y que se desplegaba lentamente ante mi mente incrédula. No comprendía entonces nada del maravilloso proceso, que se extiende eternamente dentro de los confines de la barrera de arrecifes de Caprona, ni estoy seguro de entenderlo del todo ahora.

To-mar le explicó a So-al que había sido yo quien mató al león de las cavernas y le salvó la vida, y que Ajor era mi mujer y que por tanto se merecía la misma lealtad que me era debida.

Al principio Ajor y So-al fueron como una pareja de gatas desconocidas que se encuentran en un callejón, pero pronto empezaron a aceptarse mutuamente en una especie de tregua armada, y más tarde se hicieron rápidamente amigas. So-al era una joven hermosa, parecida a un tigre en su fuerza y sinuosidad, pero al mismo tiempo dulce y femenina. Ajor y yo llegamos a apreciarla mucho y creo que también ella nos apreció a nosotros. To-mar era todo un hombre: un salvaje, si quieren, pero no menos hombre por eso.

Como descubrimos que viajar en compañía de To-mar hacía nuestro viaje a la vez más fácil y más seguro, Ajor y yo no continuamos nuestro camino solos mientras los novicios retrasaban su acercamiento al país de los kro-lu para poder equiparse adecuadamente con armas y aparejos, sino que permanecimos con ellos. Así nos llegamos a conocer bien, hasta un punto en que temíamos que llegara el día en que ocuparan su sitio entre sus nuevos camaradas y nos viéramos obligados a continuar solos. A To-mar le preocupaba mucho que los kro-lu indudablemente no nos recibirían a Ajor y a mí de manera amistosa, y que por tanto debíamos evitar a esa gente.

Nos habría venido muy bien poder entablar amistad con ellos, ya que su país está junto al de los galus. Su amistad habría significado que los peligros de Ajor habrían quedado prácticamente atrás, y que yo había realizado la mitad de mi viaje. A la vista de lo que he vivido, a menudo me he preguntado qué posibilidades tenía de completar ese viaje en busca de mis amigos. Cuanto más viajaba al sur por el lado oeste de la isla, más terribles eran los peligros ya que me acercaba a los terrenos de los reptiles más espantosos y los peligros de los alus y los ho-lu, que se encontraban en la mitad sur de la isla. ¿Y si no encontraba a los miembros de mi grupo, qué iba a ser de mí? No podría vivir mucho tiempo en ninguna de las partes de Caspak con las que estaba familiarizado. En el momento en que agotara mi munición, valdría tanto como muerto.

Era posible que los galus me recibieran bien, pero ni siquiera Ajor podía asegurar que lo hicieran o no, e incluso suponiendo que me aceptaran, ¿podría rehacer mis pasos desde el principio, después de no encontrar a mi gente, y regresar a la lejana tierra de los galus? Lo dudaba. Sin embargo, estaba aprendiendo de Ajor, que era más o menos una fatalista, una filosofía que era tan necesaria en Caspak para tranquilizar la mente como es la fe al cristiano devoto del mundo exterior.

Capítulo V

E
stábamos sentados ante una pequeña hoguera dentro de una gruta segura una noche, poco después de abandonar los acantilados de los band-lu, cuando So-al planteó una pregunta que nunca se me había ocurrido hacerle a Ajor. Preguntó por qué había dejado a su propio pueblo y cómo había llegado tan al sur, al país de los alus, donde yo la había encontrado.

Al principio Ajor vaciló, pero al final consintió en explicarlo, y por primera vez escuché la historia completa de su origen y experiencias. Para mi beneficio, entró en muchos más detalles de los que habrían sido necesarios si yo hubiera sido nativo de Caspak.

—Soy una cos-ata-lo -comenzó Ajor, y se volvió hacia mí-. Una cos-ata-lo, mi Tom, es una mujer (lo) que no viene de un huevo y así va subiendo desde el principio (Cor sva jo). Fui una niña en el pecho de mi madre. Sólo entre los galus se encuentran, pero poco frecuentemente. Los wieroo se llevan a la mayoría de nosotras, pero mi madre me ocultó hasta que conseguí cierto tamaño y los wieroo ya no pudieron distinguirme de una que hubiera venido desde el principio. Conocía a mi padre y a mi madre, como sólo yo podía. Mi padre es un gran jefe entre los galus. Su nombre es Jor, y tanto él como mi madre venían desde el principio; pero uno de ellos, probablemente mi madre, había completado los siete ciclos -(aproximadamente setecientos años)-, con el resultado de que sus retoños podían ser cos-ata-lo, o nacidos como todos los niños de tu raza, mi Tom, como me has contado. Yo me diferenciaba por tanto de los demás en que mis hijos serían probablemente como soy yo, de un estado de evolución más alto, y por eso era requerida por los hombres de mi pueblo, aunque ninguno me atraía. No me interesaba ninguno. El más insistente era Du-seen, un gran guerrero a quien mi padre temía enormemente, ya que era muy probable que Du-seen pudiera arrebatarle su jefatura de los galus. Tiene gran seguimiento entre los galus más nuevos, los que han subido más recientemente desde los kro-lu, y como esta clase es mucho más poderosa numéricamente que los galus más viejos, y como la ambición de Du-seen no conoce barreras, llevamos mucho tiempo esperando que encuentre alguna excusa para romper con Jor el Gran Jefe, mi padre.

BOOK: Los pueblos que el tiempo olvido
6.77Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Worldwired by Elizabeth Bear
Terms of Endearment by Larry McMurtry
Down Solo by Earl Javorsky
The 'N' Word, Book 1 by Tiana Laveen
Culture Shock by Simpson, Ginger
Everything We Keep: A Novel by Kerry Lonsdale
Edge of Hunger by Rhyannon Byrd
Angel of Destruction by Susan R. Matthews
Extreme Measures by Michael Palmer
The Transference Engine by Julia Verne St. John