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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras, Fantástico

Los pueblos que el tiempo olvido (3 page)

BOOK: Los pueblos que el tiempo olvido
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Más allá de la barrera del acantilado mi grupo estaba ahora aún más nervioso esperando mi regreso. La aprensión y el miedo los afectarían dentro de poco… ¡y nunca sabrían qué me había pasado! Intentarían escalar los acantilados, de eso estaba seguro: pero no estaba tan convencido de que tuvieran éxito: y después de algún tiempo se volverían, los que quedaran, y regresarían tristemente a casa. ¡A casa! Apreté las mandíbulas y traté de olvidar la palabra, pues sabía que nunca volvería a ver mi casa.

¿Y qué había de Bowen y su chica? Los había condenado también. Ni siquiera sabrían nunca que se había hecho un intento de rescate. Si todavía vivían, podrían encontrarse algún día con los restos destrozados de este avión colgando en su sepulcro aéreo y aventurarían vanas suposiciones y se llenarían de asombro; pero nunca lo sabrían, y yo no podía sino alegrarme de que no supieran que Tom Billings había firmado su sentencia de muerte con su criminal egoísmo.

Todas las inútiles lamentaciones me estaban afectando; pero por fin me estremecí e intenté sacar esos pensamientos de mi mente y valorar la situación tal como era y hacer lo que estuviera en mi mano para arrancar la victoria de la derrota. Estaba aturdido y magullado, pero me consideré muy afortunado por haber escapado con vida. El avión colgaba en un ángulo precario, así que con dificultad y considerable peligro salí de él, bajé del árbol y llegué al suelo.

Mi situación era grave. Entre mis amigos y yo había un mar interior de noventa kilómetros de anchura en este punto y una distancia estimada de tierra de unos quinientos kilómetros hasta el mar, a través de peligros horribles que admito perfectamente que me habían aterrorizado. Había visto lo suficiente de Caspak este día para asegurarme de que Bowen no había exagerado en modo alguno sus peligros. De hecho, me siento inclinado a creer que se había acostumbrado tanto a ellos antes de empezar su manuscrito que los había reducido. Mientras permanecía allí bajo aquel árbol (un árbol que debería haber sido parte de un lecho de carbón desde hacía incontables siglos), y contemplaba el mar rebosante de vida (una vida que debería haber sido ya fósil antes de que Dios creara a Adán) no habría dado un vaso de cerveza rancia por mis posibilidades de volver a ver a mis amigos o al mundo exterior; sin embargo allí y entonces juré abrirme paso por esta tierra horrible cuanto lo permitieran las circunstancias. Tenía municiones en abundancia, una pistola automática y un rifle pesado: éste último uno de los veinte que añadimos a nuestro equipo gracias a la fuerza de la descripción de Bowen sobre las enormes bestias que asolaban Caspak. Mi mayor peligro se encontraba en los horribles reptiles cuyo bajo sistema nervioso permitía funcionar a sus instintos carnívoros varios minutos después de que hubieran dejado de vivir.

Pero presté menos atención a estos pensamientos que a la súbita frustración de todos nuestros planes. Con el más amargo de los pensamientos me maldije por la estúpida debilidad que me había permitido apartarme del objetivo principal de mi vuelo y dedicarme a una prematura e inútil exploración. Me pareció entonces que debía descartar totalmente seguir buscando a Bowen, pues, según lo estimaba, los quinientos kilómetros de territorio de Caspak que debía atravesar para llegar a la base de los acantilados eran prácticamente infranqueables para un individuo solo, que no estaba acostumbrado a la vida caspakiana e ignoraba todo lo que se encontraba ante él. Sin embargo, no pude renunciar por completo a la esperanza. Tenía claro mi deber: debía seguirlo mientras me quedara vida, así que me encaminé hacia el norte.

El paisaje que atravesé era tan hermoso como inusitado, casi diría que no era terrestre, pues las plantas, los árboles, los capullos no pertenecían a la Tierra que conocía. Eran más grandes, los colores más brillantes y las formas sorprendentes, algunos casi hasta lo grotesco, aunque incluso esos contribuían a lo encantador y romántico del paisaje, igual que los cactus gigantescos proporcionan una extraña belleza a las desoladas arenas del triste Mohave. Y por encima de todo el sol brillaba enorme y redondo y rojo, un sol monstruoso sobre un mundo monstruoso, su luz dispersa por el aire húmedo de Caspak… el aire cálido y húmedo que yace viscoso sobre el pecho de esta gran madre de la vida, la más poderosa incubadora de la Naturaleza.

A mi alrededor, por todas partes, había vida. Se movía entre las copas de los árboles y entre los troncos: se desplegaba en amplios y entremezclados círculos en el fondo del mar; saltaba desde las profundidades: podía oírla en un tupido bosque a mi derecha, su murmullo se alzaba y caía en incesantes volúmenes de sonido, roto a intervalos por un grito horrible o un rugido atronante que hacía estremecer la tierra; y siempre me sentía acosado por aquella inexplicable sensación de que ojos invisibles me observaban, que pies silenciosos seguían mis pasos. No soy nervioso ni excitable: pero la carga de responsabilidad que pesaba sobre mí era enorme, así que me mostré más cauteloso de lo que es habitual en mí. Me volvía a menudo a derecha e izquierda y atrás para no ser sorprendido, y llevaba el rifle dispuesto en las manos. Una vez podría haber jurado que entre las muchas criaturas tenuemente percibidas entre las sombras del bosque vi una figura humana correr de un escondite a otro, pero no pude estar seguro.

En su mayor parte sorteé el bosque, haciendo desvíos ocasionales en vez de entrar en aquellas imponentes profundidades oscuras, aunque muchas veces me vi obligado a pasar entre brazos del bosque que se extendían hasta la misma orilla del mar interior. Había una sugerencia tan siniestra en los sonidos desconocidos y los vagos atisbos de cosas que se movían dentro del bosque, de la amenaza de extrañas bestias y posiblemente de hombres aún más extraños, que siempre respiraba con más libertad cuando salía una vez más a paisaje descubierto.

Había caminado durante quizás una hora, aún convencido de que estaba siendo acechado por alguna criatura que se mantenía escondida entre los árboles y matorrales a mi derecha y un poco por detrás, cuando por enésima vez me atrajo un sonido desde esa dirección, y al volverme vi a un animal que cruzaba rápidamente el bosque hacia mí. Ya no había ningún deseo por su parte de ocultarse: salió rápidamente de entre los matorrales, y esperé que fuera lo que fuese, hubiera por fin hecho acopio de valor para atacarme con valentía. Antes de que quedara claramente a la vista, me di cuenta de que no estaba solo, pues a unos pocos metros por detrás una segunda criatura sacudía la jungla. Evidentemente, iban a atacarme un par de bestias de caza o de hombres.

Y entonces, a través del último macizo de helechos asomó la figura de la primera criatura, que saltó hacia mí con pies ligeros mientras yo esperaba con rifle al hombro para cubrir el punto por donde esperaba que fuera a emerger. Debí de parecer bastante tonto si mi sorpresa y mi consternación se reflejaron de algún modo en mi semblante cuando bajé el rifle y contemplé incrédulo la esbelta figura de la muchacha que corría velozmente en mi dirección. Pero no tuve que permanecer mucho tiempo con el arma bajada, pues mientras ella se acercaba, la vi echar una afligida mirada por encima del hombro, y en el mismo momento la jungla se abrió en el mismo lugar donde la había visto a ella y apareció el felino más grande que he visto jamás.

Al principio tomé a la bestia por un tigre de dientes de sable, ya que era la bestia de aspecto más temible que nadie podría imaginar; pero no era ese terrible monstruo del pasado, aunque resultaba lo suficientemente formidable para satisfacer al más fastidioso buscador de emociones. Avanzó, ominoso y terrible, sus ojos cargados de odio relampagueando sobre sus mandíbulas abiertas, los labios curvados en una mueca espantosa que mostraba una boca llena de dientes formidables. Al verme abandonó la impetuosa carrera y avanzó lentamente hacia nosotros, mientras la muchacha, con un largo cuchillo en la mano, se situaba valerosamente a mi izquierda, algo rezagada. Me había llamado algo en una extraña lengua mientras corría hacia mí, y ahora volvió a hablar; pero lo que dijo no pude, naturalmente, entenderlo entonces: sólo supe que su tono era dulce, bien modulado y libre de cualquier sugerencia de pánico.

Frente al enorme felino, que ahora vi que era una enorme pantera, esperé hasta poder colocar un disparo donde sabía que haría más daño, pues conseguir un disparo frontal a cualquiera de los grandes carnívoros es como poco asunto difícil. Tenía cierta ventaja porque la bestia no atacaba ahora: mantenía la cabeza gacha y la espalda expuesta; y así, a unos cuarenta metros, apunté con cuidado a su espalda en la unión del cuello y los hombros.

Pero en el mismo instante, como si sintiera mi intención, la gran criatura alzó la cabeza y saltó hacia adelante, atacando plenamente. Dispararle a aquella frente sesgada sería peor que inútil, así que rápidamente cambié y apreté el gatillo, esperando contra todo pronóstico que la bala chata y la pesada carga de pólvora tuvieran el suficiente efecto como para concederme por lo menos la posibilidad de efectuar un segundo disparo.

En respuesta a la detonación del rifle tuve la satisfacción de ver que la bestia saltaba al aire, dando una voltereta completa; pero se enderezó casi instantáneamente, aunque en el breve segundo que tardó en ponerse en pie y girarse, dejó al descubierto su flanco izquierdo, y una segunda bala le atravesó el corazón. Cayó por segunda vez… y luego se levantó y vino hacia mí. La vitalidad de las criaturas de Caspak es uno de los rasgos maravillosos de este extraño mundo y habla en favor de la baja organización nerviosa de la antigua vida paleolítica que se ha extinguido hace tanto tiempo en otras partes del mundo.

A tres pasos, coloqué una tercera bala en la bestia, y entonces pensé que había llegado mi fin. Pero el animal rodó y se detuvo a mis pies, muerto como una piedra. Descubrí que mi segunda bala le había destrozado el corazón casi por completo, y sin embargo la pantera había vivido para atacarme ferozmente, y que de no ser por mi tercer disparo sin duda me habría matado antes de expirar por fin… o como Bowen Tyler había dicho claramente, antes de saber que estaba muerta.

Con la pantera evidentemente consciente del hecho de que la disolución se había apoderado de ella, me volví hacia la muchacha, que me miraba con evidente admiración y no poco asombro, aunque he de admitir que mi rifle le llamaba tanto la atención como yo. Era el animal más hermoso que he visto jamás, y los pocos encantos que ocultaban sus ropajes conseguían en efecto acentuarlo. Un trozo de cuero suave y sin curtir colgaba de su hombro izquierdo y pasaba bajo el pecho derecho, cayendo sobre su costado izquierdo hasta su cadera y sobre el derecho hasta una tira metálica que rodeaba su pierna por encima de la rodilla y donde se sujetaba el punto más bajo de la piel. En su cintura llevaba un cinturón de cuero suelto, en cuyo centro colgaba la vaina donde guardaba su cuchillo. Había un solo brazalete entre su hombro derecho y su codo, y una serie de ellos cubría su antebrazo izquierdo del hombro a la muñeca. Más tarde supe que estos tenían como función proporcionar un escudo contra los ataques con cuchillos cuando se alza el brazo izquierdo para proteger el pecho o el rostro.

Sujetaba su tupido pelo con una ancha banda metálica que llevaba un adorno triangular en el centro de su frente. El adorno parecía ser una enorme turquesa, mientras que el metal de todos sus adornos era oro virgen, grabado con intrincadas pautas de madreperla y trocitos diminutos de piedras de diversos colores. De su hombro izquierdo colgaba una cola de leopardo, mientras que en los pies calzaba recias sandalias. El cuchillo era su única arma. Su hoja era de hierro, y en lo alto del pomo había un trozo de oro. Advertí todo esto en los pocos segundos que permanecimos mirándonos el uno a la otra, y también observé otro rasgo sobresaliente de su aspecto: ¡estaba espantosamente sucia! Su cara, sus miembros y su atuendo estaban manchados de barro y sudor, y sin embargo, incluso así, me pareció que nunca había mirado a una criatura tan perfecta y hermosa como ella. Su figura desafía toda descripción, al igual que su rostro. Si yo fuera uno de esos escritores, probablemente diría que sus rasgos eran griegos, pero como no soy ni escritor ni poeta, sólo puedo hacerle mayor justicia diciendo que combinaba las mejores características que se ven en el rostro de una típica chica americana más que en la pronunciada fisonomía pastoril de las diosas griegas. No, ni siquiera la suciedad podía ocultar ese hecho: era hermosa sin comparación.

Mientras nos mirábamos, una lenta sonrisa asomó a su rostro, dividiendo sus labios simétricos y mostrando una fila de fuertes dientes.

—¿Galu? -preguntó alzando la voz.

Y como recordé haber leído en el manuscrito de Bowen que «galu» parecía indicar un tipo superior de hombre, respondí señalándome a mí mismo y repitiendo la palabra. Entonces ella inició una especie de catecismo, si podía juzgar por su inflexión, pues desde luego no entendí ni una palabra de lo que decía. Todo el tiempo la muchacha no paró de mirar hacia el bosque, y por fin tocó mi brazo y señaló en esa dirección.

Al volverme, vi una velluda figura de aspecto humanoide observándonos, y poco después otra y otra más salieron de la jungla y se reunieron con su líder hasta que debieron ser al menos veinte. Estaban completamente desnudos. Sus cuerpos estaban cubiertos de pelo, y aunque se alzaban sobre sus patas sin tocar con las manos el suelo, tenían un aspecto muy simiesco, ya que se inclinaban hacia adelante y tenían brazos muy largos y rasgos bastante simiescos. No eran un espectáculo agradable con aquellos ojos fijos, las narices chatas, los largos labios superiores y los protuberantes colmillos amarillentos. -¡Alus! -dijo la muchacha.

Yo había releído tantas veces las aventuras de Bowen que me las sabía casi de memoria, y por eso ahora supe que estaba mirando los últimos restos de aquella raza de hombres antiguos: los alus de un periodo olvidado, el hombre sin habla de la antigüedad.

—¡Kazor! -exclamó la muchacha, y al mismo tiempo los alus avanzaron balanceándose hacia nosotros.

Iban armados solamente con las armas de la naturaleza: poderosos músculos y gigantescos colmillos. Sin embargo supe que eran suficientes para vencernos si no teníamos nada mejor para defendernos, así que desenfundé mi pistola y le disparé al líder. Cayó como una piedra, y los otros se dieron la vuelta y huyeron. Una vez más la muchacha sonrió lentamente y, tras acercarse más, acarició el cañón de mi automática. Mientras lo hacía, sus dedos entraron en contacto con los míos, y un súbito escalofrío me recorrió, cosa que atribuí al hecho de que había pasado mucho tiempo desde la última vez que vi a una mujer de ningún tipo.

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