Read Los pueblos que el tiempo olvido Online
Authors: Edgar Rice Burroughs
Tags: #Aventuras, Fantástico
Durante todo el viaje Billings había evadido las preguntas referidas a cómo íbamos a entrar en Caspak después de que encontráramos Caprona. El manuscrito de Bowen Tyler dejaba perfectamente claro que el río subterráneo era el único medio de entrada o salida al mundo-cráter más allá de los inexpugnables acantilados. El grupo de Tyler había podido navegar por este canal porque su navío era un submarino: pero el Toreador podría haber volado con la misma facilidad por encima de los acantilados que navegado bajo ellos. Jimmy Hollis y Colin Short mataron muchas horas inventando planes para superar el obstáculo que suponía aquella barrera de acantilados, y haciendo ridículas apuestas sobre cuál de ellas unía en mente Tom Billings. Pero en cuanto nos aseguramos de que habíamos llegado a Caprona, Billings nos convocó a todos.
—No tenía sentido hablar de estas cosas hasta que encontráramos la isla -dijo-. En el mejor de los casos, no pueden ser sino conjeturas por nuestra parte hasta que hayamos podido escrutar la costa de cerca. Cada uno de nosotros se ha formado una imagen mental de la costa caproniana u partir del manuscrito de Bowen, y no es probable que haya dos imágenes iguales, o que ninguna de ellas se parezca a la costa tal como la vemos. Tengo previstos tres planes para escalar los acantilados y los medios para ejecutar cada uno de ellos están en la bodega. Hay un torno eléctrico con suficiente cable aislante para llegar desde las dinamos del barco a lo alto del acantilado cuando el Toreador esté anclado a distancia segura de la costa, y suficientes varas de hierro de media pulgada para construir una escalera desde la base a lo alto del acantilado. Sería un trabajo largo, duro y peligroso taladrar los agujeros e insertar los peldaños de la escalera desde el pie hasta arriba: sin embargo, puede hacerse.
»También tengo un mortero con el que podríamos lanzar un cable hasta la cumbre del acantilado: pero este plan necesitaría que uno de nosotros escalara hasta lo alto con la posibilidad más que aparente de que la cuerda se cortara en lo alto, o que los ganchos del extremo superior resbalaran.
»Mi tercer plan me parece el más factible. Todos han visto el gran número de cajas que introdujimos en la bodega antes de zarpar. Sé que lo hicieron, porque me han preguntado por su contenido y comentaron qué significaba la gran letra «H» pintada en cada caja. Esas cajas contienen las partes de un hidroavión. Propongo montarlo en la franja de playa que se describe en el manuscrito de Bowen… la playa donde encontró el cadáver del hombre simiesco, suponiendo que haya suficiente espacio sobre el agua. De lo contrario, tendremos que montarlo en cubierta y bajarlo por la borda. Después de que esté montado, llevaré cuerda y aparejos a lo alto del acantilado, y luego será relativamente simple subir al grupo de búsqueda y sus suministros de manera segura. O puedo hacer un número suficiente de viajes y desembarcar a todo el grupo en el valle más allá de la barrera: todo dependerá, naturalmente, de lo que revele mi primera exploración.
Esa tarde navegamos lentamente a lo largo de la alta barrera de Caprona.
—Ahora ven ustedes -observó Billings mientras doblábamos el cuello para observar la cumbre situada a cientos de metros sobre nosotros-, lo inútil que habría sido perder el tiempo elaborando los detalles de un plan para superar esta barrera -e indicó con el pulgar los acantilados-. Harían falta semanas, probablemente meses, para construir una escala hasta la cima. No imaginaba su formidable altura. Nuestro mortero no podría llevar una cuerda a la mitad de la cima del punto más bajo. No tiene sentido discutir otro plan más que el del hidroavión. Localizaremos la playa y nos pondremos manos a la obra.
A la mañana siguiente el vigía anunció que podía ver olas a una milla por delante: y al acercarnos, vimos la línea de la rompiente de una estrecha playa. Arriamos un bote, y cinco de nosotros desembarcamos, dándonos un chapuzón en las aguas heladas al hacerlo; pero fuimos recompensados por el hallazgo, cerca de la base del acantilado, de los huesos mondados de lo que podría haber sido el esqueleto de una orden superior de simios o de una orden muy baja de hombre.
Billings se dio por satisfecho, igual que el resto de nosotros, de que ésta era la playa mencionada por Bowen, y después descubrimos que había espacio de sobra para montar el hidroavión.
Tras haber tomado su decisión, Billings no perdió el tiempo, y antes de media tarde habíamos desembarcado todas las grandes cajas marcadas «H», y nos dispusimos a abrirlas. Dos días más tarde el avión estaba montado y puesto a punto. Cargamos aparejos y cuerdas, agua, comida y municiones, y luego cada uno de nosotros imploró a Billings que nos dejara ser su acompañante. Pero él no quiso llevar a nadie. Así era Billings: si había un trabajo especialmente difícil o peligroso que hacer, Billings siempre lo hacía él mismo. Si necesitaba ayuda, nunca pedía voluntarios: sólo seleccionaba al hombre u hombres que consideraba mejores cualificados para el trabajo. Decía que consideraba que los principios donde se entendía que todos eran voluntarios era fundamentalmente equivocado, y que le parecía que pedir voluntarios reflejaba el valor y la lealtad de todo el mando.
Empujamos el avión hasta el borde del agua, y Billings ocupó el asiento del piloto. Hubo un momento de retraso mientras se aseguraba de que tenía todo lo necesario. Jimmy Hollis repasó su armamento y municiones para asegurarse de que no se había omitido nada. Además de la pistola y el rifle, contaba con la ametralladora montada en el avión, y munición para las tres. El relato de los terrores de Caspak que había hecho Bowen nos había impresionado a todos y éramos conscientes de la necesidad de tener los medios de defensa adecuados.
Por fin todo estuvo preparado. El motor arrancó, y empujamos el avión contra las olas. Un momento después, y el avión navegaba mar adentro. Suavemente se elevó de la superficie del agua, ejecutó una amplia espiral mientras ascendía veloz, trazó un círculo muy por encima de nosotros y desapareció sobre la cima de los acantilados. Todos permanecimos en silencio y expectantes, los ojos pegados en la torre que se alzaba sobre nosotros.
Hollis, que ahora estaba al mando, consultaba su reloj de muñeca a intervalos frecuentes.
—¡Tranquilo, tendremos noticias suyas dentro de poco! -exclamó Short.
Hollis se rió, nervioso.
—Se marchó hace sólo diez minutos -anunció.
—Parece una hora -replicó Short.
—¿Qué es eso? ¿Habéis oído? ¡Está disparando! ¡Es la ametralladora! ¡Oh, Dios, y nosotros aquí tan indefensos como un puñado de ancianas a mil kilómetros de distancia! No podemos hacer nada. No sabemos qué está pasando. ¿Por qué no dejó que uno de nosotros lo acompañara?
Sí, era la ametralladora. Pudimos oírla claramente durante al menos un minuto. Entonces se produjo el silencio.
Eso fue hace dos semanas.
No hemos tenido noticias ni señales de Tom Billings desde entonces.
N
unca olvidaré mis primeras impresiones de Caspak mientras sobrevolaba los altos acantilados que la rodean. Desde el avión contemplé, a través de la niebla, el paisaje difuso a mis pies. La atmósfera caliente y húmeda de Caspak se condensa al ser empujada por las frías corrientes de aire antárticas que barren la cima del cráter, enviando un tenue lazo de vapor al Pacífico. A través de esto la imagen producía la impresión de un colosal lienzo impresionista con verdes y marrones y escarlatas y amarillos rodeando el azul profundo del mar interior… apenas manchas de color brotando de la bruma impenetrable.
Me acerqué a los arrecifes y los sobrevolé durante varios minutos sin encontrar la menor indicación de un lugar adecuado donde aterrizar; y entonces descendí a un nivel inferior, buscando un claro cerca del pie del poderoso promontorio. Pero no pude encontrar ninguno seguro. Volaba ya bastante bajo, no sólo buscando un sitio para aterrizar sino observando las múltiples vidas que había a mi alrededor. Me hallaba hacia el sur de la isla, donde un brazo del lago se extiende tierra adentro, y podía ver la superficie del agua literalmente negra con criaturas de algún tipo. Estaba demasiado lejos para reconocer a los individuos, pero la impresión general era la de un enorme ejército de monstruos anfibios. La tierra estaba casi igualmente viva con seres que reptaban, corrían, saltaban o volaban. Fue uno de estos últimos quien casi acabó conmigo mientras tenía puesta la atención en la extraña escena de abajo.
La primera impresión que tuve fue la súbita desaparición de la luz del sol encima, y cuando alcé la cabeza vi a la más terrible criatura cerniéndose sobre mí. Debía tener más de dos metros y medio desde el extremo de su largo y horrible pico hasta la punta de su gruesa y corta cola, con una distancia igual entre sus alas. Venía directamente hacia mí y siseaba terriblemente: pude oírlo por encima del rugido del motor. Venía derecho hacia la boca de la ametralladora y la golpeó con el pecho: pero siguió atacándome, y no tuve más remedio que descender y girar, aunque estaba peligrosamente cerca del suelo.
La criatura no me alcanzó por unos pocos metros, y cuando me elevé, giró y me siguió, pero sólo hasta el aire más frío cercano al nivel de la cima de los acantilados: allí volvió a girar y se marchó. Algo (el amor natural del hombre por la batalla y la caza, supongo) me impulsó a perseguirla, y por eso yo también di la vuelta y descendí.
En el momento en que llegué a la cálida atmósfera de Caspak, la criatura vino de nuevo al ataque, alzándose para poder cernirse sobre mí. Nada podría haber venido mejor a mi armamento, ya que la ametralladora apuntaba hacia arriba en posición fija y no podía ser bajada ni elevada por el piloto. Si hubiera traído a alguien conmigo, podríamos haber abatido al gran reptil casi desde cualquier posición, pero como la manera de atacar de la criatura era siempre desde arriba, siempre me encontraba preparado con una andanada de balas. La batalla debió durar un minuto o más antes de que el animal girara por completo en el aire y cayera al suelo.
Bowen y yo fuimos compañeros de habitación en la universidad, y aprendí mucho de él además de mi curso regular. Era un estudiante bastante bueno a pesar de su gusto por la diversión, y su hobby particular era la paleontología. Solía hablarme de las diversas formas de vida animal y vegetal que habían cubierto el globo durante eras anteriores, y por eso yo estaba bien familiarizado con los peces, anfibios, reptiles y mamíferos de épocas paleolíticas. Sabía que el animal que me había atacado era una especie de pterodáctilo que tendría que haberse extinguido hace millones de años. Fue todo lo que necesitaba para comprender que Bowen no había exagerado nada en su manuscrito.
Tras haber eliminado a mi primer enemigo, me dispuse una vez más a buscar un sitio donde aterrizar cerca de la base de los acantilados más allá de los cuales me esperaba mi grupo. Sabía lo ansiosos que estarían, y yo estaba igualmente deseando tranquilizarlos y traerlos a Caspak junto con nuestros suministros, para poder dedicarnos a buscar y rescatar a Bowen Tyler, pero el cadáver del pterodáctilo apenas había acabado de caer cuando de pronto me vi rodeado de al menos una docena de horribles criaturas, unas grandes, otras pequeñas, pero todas empeñadas en destruirme.
No podía enfrentarme a todas, así que me elevé rápidamente para dirigirme a los estratos más fríos donde no se atrevían a seguirme; y entonces recordé que el relato de Bowen indicaba claramente que cuanto más al norte se viajaba en Caspak, menos eran los terribles reptiles que hacían imposible la vida humana en el extremo sur de la isla.
Parecía que ahora no podía hacer otra cosa sino buscar un lugar de aterrizaje más al norte y luego regresar al Toreador y transportar a mis compañeros, de dos en dos, por encima de los acantilados y depositarlos en el punto de encuentro. Mientras volaba hacia el norte, la tentación de explorar me abrumó. Sabía que podía cubrir fácilmente Caspak y regresar a la playa con menos combustible del que tenía en mis depósitos; y además existía la esperanza de que pudiera encontrar a Bowen o a alguien de su grupo. La amplia expansión del mar interior me atraía sobre sus aguas, y mientras lo cruzaba, vi en cada extremo del gran cuerpo de agua una isla: una al sur y otra al norte; pero no alteré mi curso para examinarlas de cerca, dejándolo para un momento posterior.
La orilla más lejana del mar reveló una franja de tierra mucho más estrecha entre los acantilados y el agua que en el lado occidental: pero era un territorio más montañoso y abierto. Había espléndidos sitios donde aterrizar, y en la distancia, hacia el norte, me pareció atisbar un poblado, aunque de eso no pude estar seguro. Sin embargo, mientras me acercaba a tierra, vi varias figuras humanas persiguiendo aparentemente a otra a través de un ancho prado.
Mientras descendía para verlos mejor, ellos oyeron el rugido de mis hélices y alzaron la cabeza. Se detuvieron un instante, perseguidores y perseguido por igual, y luego echaron a correr hacia el refugio del bosque más cercano. Casi instantáneamente una enorme masa me cubrió, y al mirar hacia arriba me di cuenta de que había reptiles voladores incluso en esta parte de Caspak.
La criatura se zambulló hacia mí a la derecha tan rápidamente que nada que no fuera un picado cerrado me habría podido salvar. Ya estaba cerca del suelo, así que mi maniobra fue extremadamente peligrosa. Estaba a punto de coronarla con éxito cuando vi que me acercaba demasiado a un gran árbol.
Mi esfuerzo por esquivar el árbol y el pterodáctilo a la vez acabó en desastre. Un ala rozó una rama superior, el avión osciló y giró, y entonces, fuera de control, chocó contra las ramas del árbol, donde se detuvo, magullado y roto, a doce metros sobre el suelo.
Siseando con fuerza, el enorme reptil se acercó al árbol donde se había empotrado mi avión, revoloteó dos veces sobre mí y luego se marchó hacia el sur. Como supuse entonces y aprendería más tarde, los bosques son el santuario más seguro para protegerse de esas horribles criaturas, pues con su gran peso y con la enorme extensión de sus alas, están tan fuera de lugar entre los árboles como un hidroavión.
Durante un minuto o dos permanecí agarrado a mi destrozado aparato, ahora inútil sin remedio, el cerebro aturdido por la terrible catástrofe que me había caído encima. Todos mis planes para rescatar a Bowen y la señorita La Rué habían dependido de este avión, y en unos pocos minutos de egoísta amor a la aventura había destruido sus esperanzas y las mías. Qué efecto tendría para el futuro del equilibrio de la expedición de rescate ni siquiera podía imaginarlo. Sus vidas, también, podían ser sacrificadas por mi suicida estupidez. Que yo estuviera condenado parecía inevitable; pero puedo decir sinceramente que el destino de mis amigos me preocupaba más que el mío propio.