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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras, Fantástico

Los pueblos que el tiempo olvido (14 page)

BOOK: Los pueblos que el tiempo olvido
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Mientras debatía la cuestión en mi mente, casi estuve a punto de intentar el tiro largo. Tenía cuerda en abundancia, pues el arma galu tenía más de dieciocho metros de longitud. ¡Cómo eché de menos los collies del rancho! A una palabra habrían rodeado el pequeño y lo habrían empujado directamente hacia mí; y luego se me pasó por la cabeza que Nobs había corrido con aquellos collies todo un verano, que había ido a los pastos con ellos tras las vacas cada tarde y había participado para conducirlas a los establos, y lo había hecho inteligentemente. Pero Nobs nunca lo había hecho solo, y había pasado más de un año. Sin embargo, era más probable que yo fallara con el lazo a que Nobs no cumpliera su parte si le daba la oportunidad.

Tras haber tomado la decisión, regresé con Nobs y le hice acompañarme hasta un gran matorral cerca de los cuatro caballos. Aquí podíamos ver directamente entre los matojos, y señalando a los animales le susurré a Nobs:

—¡A por ellos, muchacho!

Se puso en marcha en un instante, corriendo hacia el centro del grupo. Los caballos lo vieron casi inmediatamente y echaron a correr para huir de él; pero cuando vieron que el perro les daba una amplia ventaja se detuvieron de nuevo, aunque se quedaron mirándolo, con las cabezas altas y los hocicos temblando. Fue una visión maravillosa. Y entonces Nobs se situó tras ellos y trotó lentamente hacia mí. No ladró, ni los asaltó atropelladamente, y cuando se acercó más, redujo la marcha. Las espléndidas criaturas parecían más curiosas que temerosas, y no hicieron ningún intento por escapar hasta que Nobs estuvo bastante cerca de ellas; entonces se marcharon trotando lentamente, pero cada uno por su lado.

Y entonces empezaron los problemas y la diversión. Nobs, por supuesto, intentó alcanzarlos, y parecía haber seleccionado al garañón, pues no prestó atención a los demás, porque tenía suficiente inteligencia para saber que un perro solo se podía gastar las patas antes de poder alcanzar a cuatro caballos que no deseaban ser alcanzados. El garañón, sin embargo, no pensaba lo mismo, y el resultado fue una buena carrera como nunca he visto otra. ¡Dios, cómo corría ese caballo! Parecía cortar el aire con un esfuerzo mínimo, y a sus cascos corría Nobs, haciendo todo lo posible por alcanzarlo. Ahora ladraba, y dos veces saltó hacia el flanco del semental; pero esto le costó mucho esfuerzo y perdió terreno, ya que cada vez fue derribado por el impacto. Sin embargo, antes de que desaparecieran tras un promontorio estuve seguro de que la persistencia de Nobs estaba dando frutos; me pareció que el caballo cedía un poco a la derecha. Nobs estaba entre él y la manada principal, hacia la que habían huido la yegua y los potrillos.

Mientras esperaba el regreso de Nobs, no pude sino especular sobre mis posibilidades si me atacaba alguna bestia formidable. Estaba a cierta distancia del bosque y armado con armas cuyo uso no dominaba, aunque había practicado un poco con la lanza desde que dejé el país de los kro-lu. ¡He de admitir que mis pensamientos no eran agradables, y que bordeaban casi la cobardía, hasta que pensé que la pequeña Ajor estaba en esta misma tierra y armada sólo con un cuchillo! Inmediatamente me sentí avergonzado; pero al reflexionar sobre el asunto, he llegado a la conclusión de que mi estado mental era influenciado enormemente por mi cuasidesnudez. Si nunca han deambulado ustedes a la luz del día vestidos con un trozo de piel de ciervo de longitud inadecuada, no pueden comprender la sensación de futilidad que lo embarga a uno. Las ropas, para un hombre acostumbrado a llevarlas, imparten cierta autoconfianza; la falta de ropas induce al pánico.

Pero ninguna bestia me atacó, aunque vi varias formas amenazantes pasar por los oscuros pasillos del bosque. Por fin empecé a preocuparme por la prolongada ausencia de Nobs, y a temer que le hubiera sucedido algo. Estaba recogiendo mi cuerda para ir en su busca, cuando vi al garañón aparecer casi en el mismo punto donde había desaparecido, con Nobs pegado a sus talones. Ninguno de los dos corría tan furiosa ni tan rápidamente como la última vez que los vi.

Cuando se acercó a mí, vi que el caballo jadeaba, pero insistía en su esfuerzo, y Nobs también. El espléndido perro empujaba a mi presa hacia mí. Me agazapé tras el matorral y preparé el lazo para lanzarlo. Cuando los dos se aproximaron a mi escondite, Nobs redujo la velocidad, y el garañón, evidentemente contento de poder respirar, pasó al trote. Pasó junto a mí a este paso; lancé la cuerda; la honda, bien colocada, mantenía abierto el lazo, y el precioso bayo metió la cabeza.

Al instante intentó girarse. Me rodeé la cintura con la cuerda y lo detuve. Dando marcha atrás y debatiéndose, el caballo luchó por su libertad mientras Nobs, jadeando y con la lengua fuera, se tumbaba cerca de mí. Parecía saber que su trabajo había terminado y que se había ganado su descanso. El garañón estaba agotado, y después de unos minutos de pugna se quedó quieto con las patas abiertas, el hocico dilatado y los ojos espantados, observándome mientras me acercaba a él recogiendo la cuerda. Una docena de veces retrocedió mientras me acercaba, pero siempre le hablé para tranquilizarlo y después de una hora de esfuerzo conseguí alcanzar su cabeza y acariciarle el hocico. Entonces recogí un puñado de hierba y se la ofrecí, sin dejar de hablarle con voz baja y tranquilizadora.

Yo esperaba una gran batalla, pero al contrarío su doma me pareció sencilla. Aunque salvaje, el caballo era noble, y de una inteligencia tan notable que pronto descubrió que yo no tenía ninguna intención de hacerle daño. Después de eso, todo fue fácil. Antes de que terminara el día, le enseñé a quedarse quieto mientras le acariciaba la cabeza y los flancos, y a comer de mi mano, y tuve la satisfacción de ver morir la luz del miedo en sus ojos grandes e inteligentes.

Al día siguiente improvisé un ronzal con un trozo de mi larga cuerda galu, y monté en el caballo preparado para una pelea de proporciones titánicas de la que no estaba demasiado seguro de salir victorioso, pero él nunca hizo el menor esfuerzo por desmontarme, y a partir de entonces su educación fue rápida. Ningún caballo aprendió más velozmente el significado de la rienda y la presión de las rodillas. Creo que pronto aprendió a quererme, y sé que yo lo quería: Nobs y él eran los mejores amigos. Lo llamé As. Tuve un amigo en las escuadrillas francesas, y cuando As echaba a correr, desde luego volaba.

No puedo explicarles, ni podrán comprenderlo, a menos que sean jinetes, la abrumadora sensación de felicidad que me inundó desde el momento en que comencé a cabalgar a As. Era un hombre nuevo, imbuido de una sensación de superioridad que me llevó a sentir que podía ir al norte y conquistar todo Caspak yo solo. Ahora, cuando necesitaba carne, montaba en As y la laceaba, y cuando alguna gran bestia con la que no podíamos enfrentarnos nos amenazaba, escapábamos galopando hasta lugar seguro. Pero en su mayor parte las criaturas que nos encontrábamos nos miraban aterrorizadas, pues As y yo combinados dábamos forma a una bestia nueva e inusitada, más allá de su experiencia e instinto.

Durante cinco días recorrí a caballo el extremo sur del país galu sin ver un ser humano: sin embargo, todo el tiempo me fui dirigiendo lentamente hacia el norte, pues estaba decidido a peinar todo el territorio en mi búsqueda de Ajor. Pero al quinto día, cuando salíamos de un bosque, vi a cierta distancia una figura solitaria y pequeña perseguida por muchas otras. Instantáneamente reconocí a la presa como Ajor. Todo el grupo estaba a más de un kilómetro de distancia. Ajor corría a unos pocos cientos de metros por delante de sus perseguidores. Uno de ellos le llevaba ventaja a los demás, y le ganaba terreno rápidamente. Con una palabra y una leve presión de las rodillas, hice que As echara a correr, y seguidos por Nobs, nos dirigimos hacia ella.

Al principio ninguno nos vio: pero cuando nos acercamos a Ajor, el grupo que seguía al primer perseguidor nos descubrió y exhaló un alarido como no he oído jamás. Todos eran galus, y pronto reconocí al que iba delante como Du-seen. Casi había alcanzado a Ajor ya, y con una sensación de terror como nunca había experimentado antes, vi que corría con el cuchillo en la mano, y que su intención no era capturarla, sino matarla. No pude comprenderlo, pero sólo pude instar a As a correr más, y de la manera más noble respondió la maravillosa criatura a mis demandas. Si alguna vez una criatura de cuatro patas se ha acercado a lo que es volar, fue As aquel día.

Du-seen, concentrado en su brutal plan, todavía no nos había advertido. Estaba a un paso de Ajor cuando As y yo nos interpusimos entre ellos, y yo, inclinándome a la derecha, cogí a mi pequeña bárbara con el hueco del brazo y la subí a la grupa de mi glorioso As. La habíamos arrancado de las zarpas de Du-seen, que se detuvo, asombrado y furioso. También Ajor estaba asombrada, ya que como habíamos aparecido en diagonal tras ella no tenía ni idea de que estábamos cerca hasta que la aupé a la grupa de As.

La pequeña salvaje se volvió con el cuchillo desenvainado, pensando que yo era algún nuevo enemigo, pero entonces sus ojos encontraron mi rostro y me reconocieron. Con un pequeño sollozo me rodeó el cuello con sus brazos, sollozando:

—¡Mi Tom! ¡Mi Tom!

Y entonces As se hundió en lodo hasta los ijares, y Ajor y yo caímos por encima de su cabeza. Había tropezado en uno de los numerosos arroyos que cubren Caspak. A veces son pequeños lagos, otras no son más que charcos diminutos, y a menudo son lodazales, como era éste cubierto de hierbas que ocultaban su traicionera identidad. Fue un milagro que As no se hubiera roto un remo, tan rápido iba cuando cayó; pero no lo hizo, aunque con cuatro patas sanas no podía salir del lodazal.

Ajor y yo habíamos caído boca abajo en las hierbas y por eso no nos habíamos hundido demasiado, pero cuando intentamos levantarnos, descubrimos que no había pie, y un momento después vimos que Du-seen y sus guerreros se aproximaban. No había huida. Era evidente que estábamos condenados.

—¡Mátame! -suplicó Ajor-. Déjame morir a tus amadas manos antes que bajo el cuchillo de ese ser odioso, pues me matará. Ha jurado matarme. Anoche me capturó, y cuando más tarde quiso hacerme suya, lo golpeé con mis puños y le clavé mi cuchillo, y luego escapé, dejándolo lleno de dolorida furia y frustrado deseo. Hoy me buscó y me encontró, y mientras huía, Du-seen me persiguió gritando que iba a matarme. Mátame tú, mi Tom, y luego cae sobre tu propia lanza, pues te matarán horriblemente si te capturan con vida.

Yo no podía matarla… no hasta el último momento. Y así se lo dije, y que la amaba, y que hasta que llegara la muerte, viviría y lucharía por ella.

Nobs nos había seguido hasta la ciénaga y lo había hecho bastante bien, pero cuando se acercó a nosotros también él se hundió hasta el vientre y sólo pudo forcejear. En esta situación estábamos cuando Du-seen y sus seguidores se acercaron al borde del horrible pantano. Vi que Al-tan estaba con él y muchos otros guerreros kro-lu. La alianza contra el jefe Jor, por tanto, se había consumado, y esta horda marchaba ya contra la ciudad galu. Suspiré al pensar lo cerca que había estado no sólo de salvar a Ajor, sino a su padre y a su pueblo de la derrota y la muerte.

Más allá del pantano había un denso bosque. Si lo hubiéramos alcanzado, habríamos estado a salvo: pero bien podría haberse encontrado a cien kilómetros como a cien metros de aquel charco escondido de lodo pegajoso.

Du-seen y su horda se detuvieron al borde del pantano para burlarse de nosotros. No podían alcanzarnos con sus manos, pero a una orden de Du-seen prepararon sus flechas, y vi que el fin había llegado. Ajor se apretujó contra mí, y la rodeé con mis brazos.

—Te quiero, Tom -dijo-, sólo a ti.

Mis ojos se llenaron de lágrimas entonces, no lágrimas de autoconmiseración por mi situación, sino lágrimas porque mi corazón se llenó de un gran amor… un amor que ve el sol de su vida y de su amor poniéndose incluso cuando sale.

Los renegados galus y sus aliados kro-lu esperaron a que Du-seen diera la orden que enviará una avalancha de afilada muerte contra nosotros. Entonces, desde el bosque, oímos la música más dulce que hayan oído jamás los oídos del hombre: una brusca descarga de al menos dos docenas de rifles disparando rápidamente a discreción. Los guerreros galus y kro-lu cayeron como conejos ante aquella mortífera descarga.

¿Qué podía significar? Para mí sólo una cosa, que Hollis y Short y los demás habían escalado los acantilados y habían llegado al norte del país galu por el lado opuesto de la isla a tiempo para salvarnos a Ajor y a mí de una muerte segura. No necesitaba ninguna presentación para saber que los hombres que empuñaban aquellos rifles eran los hombres de mi propia partida; y cuando, unos pocos minutos más tarde, ellos salieron de su escondite, mis ojos verificaron mis esperanzas. Estaban allí, todos ellos, y con ellos un millar de esbeltos y erectos guerreros de la raza galu. Por delante de los demás llegaron dos hombres con atuendos de galu. Cada uno de ellos era alto y recto y maravillosamente musculado; sin embargo, diferían entre sí como As podría diferir de un espécimen perfecto de otra especie.

Cuando se acercaron a la ciénaga, Ajor extendió los brazos y exclamó:

—¡Jor, mi jefe! ¡Mi padre!

Y el mayor de los dos se hundió en barro hasta las rodillas para rescatarla, y entonces el otro se acercó y me miró a la cara, y sus ojos se abrieron de asombro, como se abrieron los míos, y grité:

—¡Bowen! ¡Por los santos del cielo, Bowen Tyler!

Era él. Mi búsqueda había terminado. A mi alrededor estaban mi compañía y el hombre por quien habíamos explorado un nuevo mundo.

Cortaron troncos del bosque y prepararon un camino antes de poder sacarnos del pantano, y luego regresamos a la ciudad de Jor, el jefe galu, y hubo gran alegría cuando Ajor volvió a casa montada en la brillante espalda del garañón As.

Tyler y Hollis y Short y todo el resto de los americanos casi nos quedamos boquiabiertos cuando emprendimos la caminata de vuelta a la aldea, y durante días permanecimos allí. Ellos me contaron cómo habían cruzado en cinco días la barrera de acantilados, trabajando veinticuatro horas al día en tres turnos de ocho horas con dos relevos por cada turno alternándose cada media hora. Dos hombres con taladradoras eléctricas impulsadas por la dinamo del Toreador abrieron dos agujeros separados por cuatro palmos en la cara del acantilado y en el mismo plano horizontal. Los agujeros se curvaban levemente hacia adentro. En estos agujeros insertaron las varas de hierro que habíamos traído como parte de nuestro equipo y para ese propósito, sobresaliendo aproximadamente un palmo de la pared de roca, y sobre estas dos varas colocaron una tabla, y luego el siguiente turno, subido al siguiente nivel, taladró otros dos agujeros sobre la nueva plataforma, y así sucesivamente.

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