Read Los refugios de piedra Online
Authors: Jean M. Auel
Los otros también sonreían y la felicitaban.
–Has aprendido muy deprisa –dijo Folara.
–Sabía que lo lograrías –agregó Jondalar.
–Ya te había dicho que era cuestión de práctica –dijo Marthona.
–¡Muy bien! –exclamó Willamar.
–Vuelve a probarlo –propuso Ayla.
–Sí, bien pensado –convino Marthona.
La Que Era La Primera entre quienes servían a la Madre se apresuró a obedecer. Hizo fuego una segunda vez, pero el tercer intento se le resistió, hasta que Ayla le explicó que no producía una buena chispa y que era preferible frotar las piedras en un ángulo distinto. Tras tres intentos con éxito se dio por satisfecha, se puso en pie, volvió a sentarse en las almohadillas y miró a Ayla.
–Lo practicaré en casa –dijo–. Quiero mostrarme tan segura como tú la primera vez que lo haga en público, pero ahora explícame cómo lo aprendiste.
Ayla le contó que distraídamente había cogido una piedra en la orilla rocosa del arroyo del valle donde vivía, en lugar de la piedra martillo que había utilizado previamente para construirse una herramienta nueva destinada a sustituir otra que se le había roto. Como se le había apagado el fuego, la chispa y el humo le dieron la idea de volver a encender el fuego de aquella manera. Para su sorpresa, dio resultado.
–¿Y es verdad que hay piedras de fuego cerca de aquí? –preguntó la donier.
–Sí –contestó Jondalar con entusiasmo–. Recogimos todas las que encontramos en el valle, y esperábamos hallar más durante el viaje; sin embargo, no volvimos a ver ninguna. Pero ya aquí un día Ayla se detuvo a beber en el arroyo del Valle del Bosque y allí las encontró. No muchas, pero sí hay unas cuantas, lo que significa que ha de haber más.
–Parece lógico –convino la Zelandoni. Espero que tengas razón.
–Serían muy útiles como material de intercambio –comentó Willamar.
La Zelandoni frunció el entrecejo. Ella había pensado más bien en añadir un vistoso efecto a las ceremonias, pero en tal caso el truco debería haber quedado restringido a la zelandonia, y para eso era ya demasiado tarde.
–Tienes razón, maestro de comercio, pero no nos precepitemos –dijo–. Preferiría que el conocimiento de estas piedras permaneciera en secreto por el momento.
–¿Por qué? –preguntó Ayla.
–Porque podrían servirnos para determinadas ceremonias –contestó la Zelandoni.
Ayla recordó entonces la ocasión en que Talut celebró una reunión para comunicar su adopción a los mamutoi. Con gran sorpresa de Talut y Tulie, los jefes del Campamento del León que eran hermanos, un hombre llamado Frebec protestó en cuanto la propusieron. Hasta que ellos no hicieron una demostración, improvisada pero muy efectista, de la manera de iniciar fuego con una de aquellas piedras y le prometieron darle una, Frebec no se echó atrás.
–Supongo que sí –dijo ella.
–Pero ¿cuándo podré enseñárselo a mis amigas? –suplicó Folara–. Madre me obligó a prometer que no se lo diría a nadie, pero yo me muero de ganas de contarlo.
–Tu madre hizo bien –dijo la Zelandoni–. Te prometo que podrás enseñárselo a tus amigas, pero todavía no. Esto es demasiado importante y ha de presentarse como corresponde. Prefiero que esperes. ¿Serás capaz?
–Claro que seré capaz si tú me lo pides, Zelandoni –contestó Folara.
–Me da la impresión de que hemos organizado más banquetes, ceremonias y reuniones en los pocos días desde su llegada que en todo el invierno pasado –comentó Solaban.
–Proleva me pidió ayuda y yo no podía negársela –dijo Ramara–, del mismo modo que tú no podrías negársela a Joharran. Además, Jaradal siempre juega con Robenan y no me importa vigilarlo.
–Saldremos hacia la Reunión de Verano mañana o pasado mañana, ¿por qué no esperan a que lleguemos? –protestó su compañero. Tenía un montón de cosas esparcidas por el suelo de la morada e intentaba decidir qué debía llevarse. No le gustaba preparar el equipaje. Era la parte de la Reunión de Verano que dejaba siempre para el último momento, y cuando por fin había decidido ponerse a ello, quería hacerlo sin niños alrededor jugando y molestando.
–Me parece que tiene algo que ver con el emparejamiento de Jondalar y Ayla –aventuró Ramara.
Recordó su propia ceremonia matrimonial y miró de reojo a su compañero de oscuro cabello. Tenía el pelo más oscuro que ningún otro en la Novena Caverna, y cuando ella lo conoció le encantaba el contraste con su propio cabello rubio claro. Su cabello negro contrastaba con sus ojos azules y su piel tan clara que a menudo se quemaba a causa del sol, sobre todo al principio del verano. Por entonces también le parecía el hombre más apuesto de la caverna, más incluso que Jondalar. Era sensible al atractivo del hombre alto y rubio de extraordinarios ojos azules; cuando ella era joven, como casi todas las demás muchachas, estaba enamorada de él. Pero aprendió lo que era el amor al conocer a Solaban. Desde su regreso, Jondalar ya no le parecía tan atractivo, quizá porque él sólo tenía ojos para Ayla. Además, ésta le caía bien.
–¿Por qué no pueden emparejarse como todo el mundo? –preguntó Solaban, malhumorado.
–Pues porque no son como todo el mundo. Jondalar acaba de volver de un viaje muy largo; de hecho, nadie esperaba que regresara. Y Ayla no es una zelandonii, pero le gustaría serlo. Al menos eso me han dicho.
–Cuando se una a él será como si lo fuese –afirmó Solaban–. ¿Por qué ha de celebrarse una ceremonia de aceptación?
–No es lo mismo. Así no sería zelandonii; sería «Ayla de los mamutoi, compañera de Jondalar de los zelandonii». En las presentaciones, todos sabrían que es forastera –aclaró Ramara.
–Basta con que abra la boca para que todos sepan que es forastera –dijo él–. Y eso no cambiará por más que se convierta en zelandonii.
–Es cierto. Puede que hable con un acento extraño, pero cuando la gente la conozca sabrá que ya no es una forastera –insistió Ramara. Observó las herramientas, las armas y la ropa tiradas sobre todas las superficies planas. Conocía a su compañero, comprendía los motivos de su irritación, y sabía que no guardaban relación alguna con Ayla y Jondalar. Sonriendo, añadió–: Si no lloviese, llevaría a los niños al Valle del Bosque a ver a los caballos. A los niños les encantan. Nunca ven animales tan cerca.
La expresión de Solaban se tornó aun más acre.
–Eso quiere decir que tendrán que quedarse aquí.
Ramara disimuló una sonrisa.
–No, no será necesario. Me parece que iré al otro extremo del refugio, donde están cocinando y preparándolo todo, y ayudaré a las mujeres que vigilan a los niños para que sus madres puedan trabajar. Los niños podrán jugar allí con los otros de su edad. Cuando Proleva me ha pedido que vigilara a Jaradal, sólo quería que estuviera más atenta. Todas las madres lo hacen. Las cuidadoras han de saber a quién vigilan, sobre todo cuando los niños tienen la edad de Robenan. Se vuelven más independientes y a veces intentan escaparse –explicó Ramara, advirtiendo cómo su compañero se relajaba–. Pero deberías terminar antes de la ceremonia. Es posible que después tenga que traer aquí a los niños.
Solaban contempló sus cosas pulcramente organizadas, y las hileras de fragmentos de asta, hueso y marfil de dimensiones parecidas, y sacudió la cabeza. Aún no sabía qué llevarse exactamente, como le pasaba todos los años.
–Terminaré en cuanto me organice y sepa qué llevar a la Reunión de Verano para mí y para intercambiar.
Además de ser uno de los ayudantes más próximos a Jondalar, Solaban elaboraba mangos, sobre todo para cuchillos.
–Me parece que ha venido casi todo el mundo –observó Proleva, y ya no llueve.
Jondalar asintió con la cabeza, abandonó el entrante donde se habían refugiado del chaparrón y se encaminó hacia la plataforma de piedra del otro extremo del refugio. Miró a las personas que empezaban a congregarse y sonrió a Ayla.
Ella le devolvió la sonrisa, pero estaba nerviosa. Miró a Jondalar, que contemplaba la multitud que se formaba en torno a la roca.
–¿Verdad que no hace mucho que estuvimos aquí? –preguntó Joharran con una irónica sonrisa–. Cuando os la presenté, apenas sabíamos nada de Ayla, excepto que había regresado con mi hermano Jondalar y mantenía una insólita relación con los animales. Durante el breve tiempo que lleva entre nosotros, hemos descubierto otras muchas cosas sobre Ayla de los mamutoi.
»Creo que todos sospechábamos que Jondalar se proponía unirse a la mujer que había traído a casa, y no nos equivocábamos. Se unirán en la primera ceremonia matrimonial de la Reunión de Verano. Una vez emparejados, vivirán con nosotros en la Novena Caverna, y yo les doy la bienvenida.
Se oyeron comentarios de aprobación entre la gente.
–Pero Ayla no es zelandonii. Cuando un zelandonii se une a alguien que no lo es, han de llevarse a cabo negociaciones y tenerse en cuenta las distintas costumbres entre nosotros y el otro pueblo. Sin embargo, en el caso de Ayla, los mamutoi viven tan lejos que deberíamos viajar un año entero para verlos, y para seros franco, yo ya no tengo edad para emprender un largo viaje.
Este comentario provocó carcajadas.
–¿Nos hacemos viejos, Joharran? –gritó un joven.
–Ya verás cuando hayas vivido tanto tiempo como yo –dijo un hombre canoso–. Entonces ya me lo contarás.
Cuando la gente calló, Jondalar prosiguió.
–Cuando se emparejen, mucha gente verá a Ayla como un miembro más de la Novena Caverna de los zelandonii, pero Jondalar ha propuesto que nuestra caverna la acepte como zelandonii antes de la ceremonia matrimonial. De hecho, nos ha pedido que la adoptemos. Eso haría más sencillos y menos confusos los actos de la ceremonia matrimonial y no sería necesario solicitar dispensas especiales a todo el mundo en la Reunión de Verano si dejamos el asunto resuelto antes de irnos.
–¿Qué quiere? –preguntó una mujer.
Todos se volvieron a mirarla. Ayla tragó saliva y después se concentró en pronunciar las palabras lo más correctamente que le era posible.
–Más que nada en el mundo, deseo ser zelandonii y emparejarme con Jondalar.
Por más esfuerzos que hizo, no pudo disimular su peculiar pronunciación, que evidenciaba su origen extranjero; pero aquella sencilla afirmación, expresada con convicción tan sincera, le granjeó las simpatías de casi todos los presentes.
–Ha viajado mucho para llegar hasta aquí.
–En cualquier caso sería como una zelandonii.
–Pero ¿cuál es su rango? –preguntó Laramar.
–Tendrá el mismo que Jondalar –contestó Marthona, que ya preveía la intromisión de Laramar y esta vez estaba preparada.
–Jondalar tiene un rango elevado en la Novena Caverna porque tú eres su madre, pero de ella no sabemos nada, excepto que la criaron los cabezas chatas –replicó Laramar en voz alta.
–También la adoptó el Mamut de mayor rango, que es como llaman los mamutoi a su Zelandoni. La habría adoptado el jefe si no se le hubiese adelantado el Mamut –afirmó Marthona.
–¿Por qué siempre ha de haber alguien que se opone? –preguntó Ayla a Jondalar en mamutoi–. ¿Deberíamos encender una hoguera con la piedra del fuego y darle una a Laramar para convencerlo, como hicimos con Frebec en el Campamento del León?
–Frebec resultó ser un buen hombre, y no sé por qué, pero dudo que Laramar lo sea –contestó Jondalar en un susurro.
–Eso es lo que ella dice –prosiguió Laramar con el mismo tono de protesta–. ¿Cómo podemos saberlo?
–Porque mi hijo ha estado allí, y él lo corrobora –repuso Marthona–. El jefe de la caverna, Joharran, no lo pone en duda.
–Joharran es de la familia –adujo Laramar–. Es evidente que el hermano de Jondalar se pondrá de su lado. Ayla formará parte de vuestra familia, y por eso queréis que tenga una posición elevada.
–No sé por qué te opones, Laramar –dijo una voz desde el otro extremo. La gente se volvió y vio con sorpresa que era Stelona quien había hablado–. Si no fuese por Ayla, la hija pequeña de tu compañera seguramente habría muerto de hambre. No fuiste tú quien nos dijo que Tremeda había enfermado y se le había retirado la leche ni que Lanoga intentaba mantener con vida al bebé alimentándolo con raíces chafadas. Nos lo dijo Ayla. De hecho, estoy segura que tú ni siquiera lo sabías. Los zelandonii no permiten que otros zelandonii se mueran de hambre. Entre algunas madres estamos alimentando a Lorala, que ya empieza a recuperarse. Estoy dispuesta a apadrinar a Ayla si me necesita. Es una mujer de la que los zelandonii pueden sentirse orgullosos.
Otras mujeres salieron en defensa de Ayla; todas eran madres de niños todavía lactantes. La noticia sobre cómo Ayla había ayudado a la hija más pequeña de Tremeda había empezado a extenderse, aunque no todos conocían la historia completa. La mayoría de los presentes imaginaba qué clase de «enfermedad» había padecido Tremeda; pero el problema no era ése, sino que se le había retirado la leche, y ahora todos se alegraban de que alguien se ocupara de alimentar a la pequeña.
–¿Tienes alguna otra objeción, Laramar? –preguntó Joharran. El hombre movió la cabeza en un gesto de negación y retrocedió unos pasos–. ¿Alguien más se opone a aceptar a Ayla en la Novena Caverna de los zelandonii?
Al fondo se oyó un murmullo, pero nadie levantó la voz. Joharran se agachó y tendió la mano a Ayla para que subiese a la roca. Después volvió a dirigirse a su gente:
–Puesto que hay varias personas dispuestas a apadrinar a Ayla, y no hay más objeciones os la presentaré ya como Ayla de la Novena Caverna de los zelandonii, antes miembro del Campamento del León de los mamutoi, hija del Hogar del Mamut, escogida por el espíritu del León Cavernario, protegida por el Oso Cavernario, amiga de los caballos Whinney y Corredor y del cazador cuadrúpedo Lobo. –Había hablado antes con Jondalar para memorizar los títulos y lazos de parentesco sin dejarse ninguno–. La mujer que pronto se unirá a Jondalar –añadió–. ¡Vamos a comer!
Todos abandonaron la plataforma de piedra. Cuando se dirigían hacia el banquete, fueron saliéndoles al paso personas que se presentaban, hacían comentarios sobre la hija de Tremeda y daban la bienvenida a Ayla.
Pero había una persona que no tenía ningún deseo de darle la bienvenida. Laramar no era una persona que se avergonzara fácilmente, pero esta vez lo habían dejado en ridículo y no le había gustado. Antes de separarse del grupo miró a Ayla con tal ira que a ella se le heló el corazón. Él no sabía que la Zelandoni también había advertido su mirada. Cuando llegaron al lugar donde se servía la comida vieron que había barma de Laramar, pero no la distribuía él, sino su hijo mayor, Bologan.