Read Los refugios de piedra Online
Authors: Jean M. Auel
La elevada meseta ofrecía una amplia panorámica del paisaje de los alrededores, y abajo una escena brumosa e ilusoria. Había aún volutas de niebla enredadas a los árboles cerca de la orilla, y un manto blanco y esponjoso ocultaba el Río en algunos puntos, pero el velo se levantaba poco a poco, revelando haces de luz de la radiante esfera reflejados en las impetuosas aguas. A lo lejos, la niebla se espesaba y los precipicios de piedra caliza se desdibujaban con un cielo gris blanquecino.
Cuando llegó Jondalar con Corredor, empezaron a cruzar juntos la meseta. Caminando al lado del hombre alto con quien había viajado durante tanto tiempo, con el lobo pegado a sus talones y, un poco más atrás, los caballos arrastrando las angarillas, Ayla se sintió eufórica. Estaba con aquellos a quienes más amaba, y casi no podía creer que Jondalar fuera a convertirse pronto en su compañero. Recordaba con total claridad cómo se sentía cuando hizo una expedición semejante con el Campamento del León. Por entonces Ayla tenía la sensación de que cada paso que daba la acercaba a un destino inevitable y contrario a sus deseos. Había prometido unirse a un hombre por el que sentía sincero afecto y con quien tal vez podría haber sido feliz si no hubiera conocido y amado antes a Jondalar. Pero éste había adoptado por entonces una actitud distante, y ya no parecía amarla, mientras que Ranec no sólo la amaba sino que la necesitaba desesperadamente.
Ahora no pesaban sobre Ayla aciagos sentimientos como aquéllos. Rebosaba tal felicidad que estaba segura de que la irradiaba e impregnaba con ella el aire que la envolvía. Jondalar recordaba también el viaje a la Reunión de Verano de los mamutoi. La causa del conflicto habían sido sus celos, y el miedo a presentarse ante su gente con una mujer que acaso no aceptaran. Habían resuelto sus problemas, y ahora su alegría no era menor que la de ella. Cada vez que la miraba, ella le devolvía una mirada llena de amor.
Siguieron el sendero a través de la meseta y llegaron a otra atalaya situada al borde del precipicio donde se habían detenido cuando estuvieron allí solos. Antes de vadear el arroyo, se pararon a contemplar la fina cascada que vertía sus aguas directamente al Río. La gente de la caverna se había dispersado a lo ancho del campo, y algunos tomaron el mismo camino que ellos dos. Llevaban encima sólo lo que podían cargar, pero las mochilas eran a veces muy pesadas, y algunos tenían previsto regresar a por un segundo cargamento, en su mayoría artículos con los que pretendían comerciar.
Ayla y Jondalar habían hablado con Joharran y ofrecido a la caverna la posibilidad de hacer servir los caballos para transportar la carga. El jefe lo comentó con varias personas, pero decidió cargar en los caballos sólo la carne de las recientes cacerías de ciervos y bisontes. Al planear inicialmente las cacerías, pensó que algunos deberían volver al refugio a buscar la carne y llevarla a la Reunión de Verano.
Los caballos les iban a ahorrar mucho trabajo, y por primera vez el jefe comprendió que adiestrar caballos podía ser algo más que una simple novedad. Estos animales podían serles útiles. Ni la ayuda que habían representado en la cacería ni el muy rápido viaje de Jondalar a la Novena Caverna para avisar del trágico accidente a la Zelandoni y la compañera de Shevoran le habían permitido tomar plena conciencia de las grandes posibilidades de esos animales. Sólo ahora, ante la evidencia de que él y otros hombres se librarían de regresar a la Novena Caverna para buscar el resto de la carne, se daba cuenta de las ventajas que representaban, a pesar de algunos inconvenientes.
Whinney estaba acostumbrada a tirar de la angarilla, porque lo había hecho durante todo el viaje, pero Corredor, menos habituado a la carga, resultaba más difícil de controlar. Joharran se había fijado en que su hermano estaba muy pendiente del caballo, sobre todo en los senderos, donde la angarilla le restaba movilidad. Se requería paciencia para apaciguar al joven corcel, y había que guiarlo para que esquivara los obstáculos sin que la carga se cayera. En la Novena Caverna, Ayla y Jondalar habían iniciado la marcha cerca del grupo de cabeza, pero en cuanto vadearon el arroyo y torcieron hacia el noreste, se quedaron hacia la mitad de la fila.
Llegaron al sitio donde Ayla y Jondalar se habían dado media vuelta la primera vez, el punto en que el sendero empezaba a descender. En esta ocasión siguieron adelante, dejándose llevar por el sinuoso recorrido a través de matorrales, hierba y –en una hondonada protegida de las inclemencias– árboles. Llegaron a un refugio de piedra tan cercano al agua que una parte sobresalía por encima del cauce. Habían recorrido unos tres kilómetros de distancia real, pero las cuestas empinadas alargaron el viaje.
El refugio tenía un porche delantero tan próximo al Río que era posible tirarse al agua desde allí. Se llamaba Mirador del Río y estaba orientado hacia el sur. Se extendía de oeste a este hasta un recodo donde el Río giraba en dirección sur, cerrándose tanto sobre sí mismo que habría formado un círculo completo a no ser por la lengua de tierra que se extendía en medio. Pese a que parecía un refugio habitable, no vivía allí ninguna caverna; no obstante, los viajeros se detenían en ese lugar a veces, sobre todo los que navegaban en balsa. El cauce estaba demasiado cerca, y cuando el Río crecía mucho, inundaba el refugio.
La Novena Caverna no se detuvo en Mirador del Río, sino que trepó por la cuesta que ascendía por detrás del refugio. El sendero seguía hacia el norte y luego torcía en dirección este. A unos dos kilómetros más allá de Mirador del Río, el sendero bajaba por una pronunciada pendiente hasta el valle de un arroyo seco en verano. Tras cruzar el embarrado lecho del arroyo, Joharran hizo un alto, y todos descansaron mientras que él esperaba a Jondalar y Ayla. Varias personas encendieron pequeñas hogueras para prepararse infusiones. Algunos, especialmente quienes viajaban con niños, sacaron comida ya lista y tomaron un bocado.
–Aquí tenemos que decidirnos, Jondalar –dijo Joharran–. ¿Por dónde crees que nos conviene ir?
Jondalar miró a Ayla. Como el Río, a su serpenteante paso por el valle, se acercaba mucho a las paredes rocosas primero de una orilla y después de la otra, a veces resultaba más aconsejable viajar de una caverna a otra por las altas mesetas. Para llegar al siguiente enclave, sin embargo, había otra posibilidad.
–A partir de aquí se puede ir por dos caminos –explicó Jondalar–. Si seguimos por éste, hasta lo alto del precipicio, tendremos que subir por esa pendiente y atravesar la meseta, lo cual representa recorrer una distancia equivalente a la mitad de la que hemos hecho hasta aquí, y luego bajar hasta llegar a otro arroyo, el cual rara vez se seca del todo, pero es poco profundo y fácil de cruzar. Más adelante hay otra cuesta empinada que sube por la cara del precipicio que da al Río y más allá un trecho pendiente, abajo. Allí el Río atraviesa por en medio de una gran pradera, las tierras llanas que se inundan en la época de crecida. Podemos parar a visitar a la Vigésimo novena Caverna, y quedarnos a pasar la noche allí.
–Pero hay otro camino –añadió Joharran–. La Vigésimo novena Caverna se llama Tres Rocas porque hay tres refugios, no juntos, sino separados, cerca del Río y en la gran pradera. Dos están a este lado del Río, y el tercero, en la orilla opuesta –Joharran señaló al frente, hacia la cuesta–. En lugar de subir por ese sendero, podemos doblar hacia el este, en dirección al Río. Más adelante, el cauce tuerce en dirección norte y hay que cruzar a la otra orilla porque, en este lado, el agua corre al pie mismo del precipicio, pero hay un tramo largo y poco profundo por donde es fácil vadear. Además, la Vigésimo novena Caverna siempre tiene colocadas algunas rocas en el cauce, como hacemos nosotros en el Paso. Después deberemos seguir un rato por la otra orilla, pero como hay un punto en que el Río vuelve a girar hacia el este e invade la orilla hasta la base misma del precipicio, tendremos que volver a vadear. No obstante, allí, además de que el cauce se ensancha y otra vez se reduce la profundidad, también hay rocas para pasar. Podemos parar en los dos refugios de este lado para visitarlos, pero tenemos que cruzar de nuevo para llegar al tercero, que es más grande, porque probablemente será allí donde pasemos la noche, sobre todo si llueve.
–Si vamos por ese camino, tendremos que trepar por la cuesta; si vamos por este otro, estaremos obligados a cruzar el Río –concluyó Jondalar–. ¿Qué te parece más recomendable para los caballos y las angarillas?
–Es fácil vadear ríos con los caballos, pero si son profundos, la carne cargada en las angarillas puede mojarse, y podría echarse a perder si no la ponemos a secar enseguida –contestó Ayla–. En nuestro viaje sustituíamos la plataforma entretejida de la angarilla por el bote redondo en forma de vasija, para que la carga flotara cuando vadeábamos ríos. Pero ¿no has dicho que de todos modos tenemos que cruzar el Río al menos una vez?
Jondalar se acercó a la parte posterior de la angarilla de Corredor.
–Joharran, si colocamos a un par de personas detrás de los caballos para que levanten las varas lo suficiente para mantener la carga fuera del agua, posiblemente podríamos vadear sin que se mojara nada.
–Estoy seguro de que encontraremos gente dispuesta a hacerlo –dijo el jefe de la caverna–. Siempre hay jóvenes a los que les gusta chapotear en el agua cuando tenemos que cruzar un río. Iré a preguntar. Supongo que la mayoría de la gente, cargada como va, preferirá ahorrarse una cuesta más.
Cuando se fue Joharran, Jondalar decidió examinar el cabestro de Corredor. Acarició al caballo y le dio un poco de grano que llevaba en una bolsa. Ayla le sonrió, sin dejar de prestar atención a Lobo, que se acercó para ver por qué habían parado. Percibió claramente el especial vínculo creado entre Jondalar y ella a lo largo del viaje. Se le ocurrió entonces que existía también otro vínculo. Sólo ellos comprendían la relación que podía desarrollarse entre una persona y un animal.
–Hay otra manera de ir río arriba, o mejor dicho, dos –comentó Jondalar mientras aguardaban–. Una es en balsa, pero no creo que fuera un sistema muy práctico con los caballos. La otra es atravesar las altas mesetas del otro lado del Río. Habría que cruzar por el Paso, y, en realidad, es más sencillo ir hasta la Tercera Caverna y partir de allí. Tienen un buen camino para llegar a lo alto de Roca de los Dos Ríos, y arriba se estrecha y atraviesa toda la meseta. El terreno es más uniforme que a este lado; no hay más que un par de hondonadas no muy profundas. En ese lado del Río no desembocan tantos afluentes, pero si se tiene previsto hacer noche en la Vigésimo novena Caverna, igualmente ha de bajarse para cruzar el Río. Por eso Joharran ha decidido quedarse en esta orilla.
Mientras descansaban, Ayla preguntó por la gente a la que iban a visitar. Jondalar describió la desacostumbrada organización de la gente de la Vigésimo novena Caverna de los zelandonii. Tres Rocas se componía de tres colonias separadas, cada una con su propio refugio de piedra, en tres precipicios distintos que formaban un triángulo en torno a las tierras llanas de aluvión del río serpenteante, y las tres a corta distancia entre sí.
–Según las historias, antes eran cavernas independientes, numeradas con palabras de contar más bajas, y había más de tres –explicó Jondalar–, pero todas tenían que utilizar el mismo campo y los mismos ríos, y estaban siempre disputándose los derechos, discutiendo a qué caverna le correspondía usar qué y cuándo. Imagino que los enfrentamientos fueron a más. Finalmente el Zelandoni de Cara Sur tuvo la idea de que se unieran en una sola caverna, trabajaran juntos y lo compartieran todo. Si una manada de uros en migración atravesaba la zona, no irían los cazadores de las distintas cavernas por separado, sino que formarían una sola partida de caza compuesta por miembros de todas las cavernas.
Ayla meditó por un momento.
–Pero la Novena Caverna también coopera con la cavernas vecinas. En la última cacería, colaboraron los cazadores de la Undécima, la Decimocuarta, la Tercera, la Segunda y unas cuantas personas de la Séptima, y al final se repartió la carne.
–Así es, pero nuestras cavernas no se ven obligadas a compartirlo todo –precisó Jondalar–. La Novena Caverna tiene el valle del Río del Bosque, y a veces pasan animales por la orilla del Río justo frente al porche; la Decimocuarta tiene Pequeño Valle; la Undécima puede cruzar el Río en balsas hasta un extenso campo que hay justo al otro lado del cauce; la Tercera tiene Valle de la Hierba, y la Segunda y la Séptima comparten Valle Dulce… Cuando volvamos, iremos a visitarlos. Podemos colaborar cuando queremos, pero no tenemos que hacerlo forzosamente. Todas las cavernas que se unieron para formar la Vigésimo novena tenían que compartir la misma zona de caza. Ahora la llaman Valle de las Tres Rocas, pero es una parte del Valle del Río y otra del Valle del Río Norte.
Explicó que el Río giraba hacia el este, atravesando la gran pradera, y al norte vertía en él sus aguas un caudaloso afluente, con su correspondiente valle. Dos de las colonias estaban en la orilla derecha del Río, la del oeste, a la que podía llegarse por tierra desde Mirador del Río, y otra estaba al norte. Al sur había un tercer precipicio enorme con refugios de roca dispuestos en varios niveles, en la orilla izquierda, al otro lado del Río. Era uno de los pocos refugios de roca habitados con orientación norte.
La colonia situada al oeste, o Heredad Oeste de la Vigésimo novena Caverna de los zelandonii, se componía de varios pequeños refugios de roca en la ladera de un monte. Jondalar añadió que la colonia mantenía también, cerca de allí, un campamento más o menos estable de cobertizos, hogueras y secaderos, y –en verano– tiendas y otros refugios provisionales. Se hallaba en la entrada de un abrigado valle poblado de pinos, cuyas piñas repletas de piñones proporcionaban un aceite vegetal tan denso que podía arder en un candil, pero a la vez tan delicioso que rara vez se usaba con ese fin.
La gente de toda la comunidad de Tres Rocas, y otros invitados a ayudar a cambio de una participación en la cosecha, recolectaban los piñones cuando llegaba la época. Ésa era la principal finalidad del campamento, pero también se hallaba cerca de un excelente sitio para pescar, especialmente propicio para la colocación de encañizadas y otras trampas para peces. La comunidad lo utilizaba muy a menudo durante toda la época cálida del año, y no solía cerrarse hasta que el Río se helaba en pleno invierno. Aunque la gente vivía en los diversos refugios de piedra de Heredad Oeste todo el año, y la recolección del piñón, que era el motivo inicial por el que habían plantado allí el campamento, se llevaba a cabo en otoño, las primeras tiendas se levantaban a comienzos de la estación cálida con el objetivo de elaborar las trampas para peces, y todos se referían a aquello como ir al «campamento de verano». La colonia del oeste acabó conociéndose como Campamento de Verano.