Read Los refugios de piedra Online
Authors: Jean M. Auel
–Si estuviéramos los dos solos, y fuéramos a acampar aquí, ya tendríamos la cena –comentó Ayla sosteniendo en alto sus trofeos.
–Pero no estamos solos, así que ¿qué vas a hacer con esas perdices? –preguntó Jondalar.
–Bueno, las plumas de perdiz son las más ligeras y las que más abrigan, y su color es bonito en esta época del año. Podría hacerle algo al bebé –dijo–. Pero ya tendré tiempo de hacer cosas para el bebé más adelante. Creo que éstas se las regalaré a Denanna. Al fin y al cabo, éste es su territorio y parece tan nerviosa con Whinney, Corredor y Lobo que creo que preferiría que no hubiéramos venido. Quizá se tranquilice con un regalo.
–¿Dónde has aprendido tanta sensatez, Ayla? –preguntó Jondalar mirándola con afecto.
–Eso no es sensatez, es puro sentido común.
Ayla alzó la vista y se perdió en la magia de los ojos de Jondalar. El único lugar donde había visto un color comparable era en los profundos estanques azules de los glaciares, pero sus ojos no eran fríos. Eran cálidos y rebosaban cariño.
Él la rodeó con sus brazos, y ella dejó caer las aves para abrazarlo y besarlo. Daba la impresión de que había pasado mucho tiempo desde que él la había estrechado de esa manera y cayó en la cuenta de que en efecto había pasado bastante tiempo. No desde la última vez que la había besado, pero sí desde la última vez que habían estado solos en campo abierto con los caballos paciendo satisfechos y Lobo husmeando con su hocico inquisitivo en todos los arbustos y madrigueras que encontraba, y sin nadie más alrededor. Pronto tendrían que volver y proseguir viaje hacia la Reunión de Verano, y quién sabía cuándo disfrutarían de otro momento como aquél. Cuando Jondalar empezó a acariciarle el cuello con los labios, Ayla reaccionó ansiosa.
Notó su aliento cálido y su lengua húmeda y sintió un estremecimiento, abandonándose a él, dejando que la sensación la envolviera. Él le sopló en la oreja y le mordisqueó el lóbulo y luego rodeó la plenitud de sus pechos con las manos. Aún más plenos en ese momento, pensó él, recordando que ella llevaba una nueva vida en su interior, una nueva vida que, según Ayla, era tan suya como de él. Como mínimo, esa vida tenía que ser de su espíritu, de eso Jondalar estaba seguro. Durante la mayor parte de su viaje, él había sido el único hombre que había estado cerca de ella y de quien la Madre había podido tomar un elán.
Ayla se desató el cinturón, del que pendían varios objetos y saquitos asegurados mediante lazos de cuero o cordeles, y lo depositó al lado de la manta, cerciorándose de que todo lo que llevaba sujeto siguiera en su sitio. Jondalar se sentó en el borde de la manta de piel que despedía un intenso, pero no desagradable, olor a caballo. Era un olor al que estaba acostumbrado y que le traía a la mente gratos recuerdos. Rápidamente, empezó a desatarse y desenrollarse las correas del calzado de alrededor de las piernas, luego se puso de pie y se desató la correa de la cintura que mantenía sujetas las dos piezas frontales superpuestas de su calzón, y se lo quitó.
Cuando alzó la vista, Ayla había hecho lo mismo. Jondalar la miró y le gustó lo que vio. Toda su figura era más redondeada, no sólo los pechos sino también el vientre, donde empezaba a revelarse el crecimiento de la nueva vida. Notó que su virilidad respondía, se despojó de la túnica, y ayudó a Ayla a quitarse la suya. Percibió una brisa fresca en la piel desnuda, vio que a ella se le ponía carne de gallina y la abrazó notando su calor e intentando que no se enfriara.
–Voy a lavarme al estanque –dijo ella.
Jondalar sonrió, pensando que aquello era una invitación para que le proporcionara placer tal como a él le gustaba.
–No es necesario –dijo Jondalar.
–Lo sé, pero quiero hacerlo –insistió ella encaminándose hacia el estanque–. He sudado mucho con tanto caminar y trepar.
El agua estaba fría, pero estaba acostumbrada a lavarse con agua fría, y la mayor parte del tiempo le resultaba estimulante aquella sensación. Por las mañanas, la despejaba. Era un estanque poco profundo, excepto en el lado próximo al manantial. Allí se encontró con que el fondo descendía rápidamente hasta que sus pies no estuvieron ya en contacto con el lecho rocoso. Apartándose de la zona profunda, vadeó hasta la orilla.
Jondalar la siguió, pese a que a él le gustaba el agua fría mucho menos que a ella. Estaba hundido hasta los muslos, y cuando ella se acercó, la salpicó. Ayla lanzó un chillido e intentó esquivar el agua, y con las dos manos lanzó una ola hacia él que le acertó en plena cara y lo mojó de arriba abajo.
–No estaba preparado para eso –dijo él con un repentino escalofrío y volvió a salpicarla.
Los caballos observaban el alboroto que tenía lugar en el agua. Ayla le sonrió, él la cogió y terminó el ruidoso chapoteo. Se abrazaron con fuerza, y sus labios se unieron.
–Quizá debería ayudarte a lavarte –susurró Jondalar al oído de Ayla, deslizándole la mano entre sus piernas, y notando cómo reaccionaba a su virilidad.
–Quizá debería ayudarte yo a ti –contestó ella tendiendo la mano mojada hacia su miembro erecto y duro y frotándoselo arriba y abajo, retirando el prepucio y dejando la cabeza al descubierto.
El agua helada debería haber apagado su ardor, pensó Jondalar, pero la mano fría de ella en su órgano caliente le resultaba curiosa e intensamente estimulante. A continuación Ayla se arrodilló ante él y tomó en su boca la cabeza del miembro, notándola caliente. Jondalar gimió mientras ella se movía hacia atrás y hacia adelante, recorriéndole el glande con la lengua. Sintió una repentina urgencia que lo cogió desprevenido. De pronto, sin poder controlarse, notó crecer su ardor y estallar en una oleada de desahogo que se propagó por todo su cuerpo.
Apartó a Ayla.
–Salgamos de esta agua tan fría –propuso.
Ella escupió la esencia de él y se enjuagó la boca. Luego le sonrió. Cogiéndole la mano, Jondalar tiró de ella hacia la orilla. Cuando llegaron a la manta de montar, se sentaron, y Jondalar la hizo tenderse y se tumbó junto a ella, apoyándose en un codo para mirarla.
–Me has cogido por sorpresa –dijo, relajado, pero un poco incómodo. Las cosas no habían ido como él planeaba.
Ayla sonrió. No era habitual que Jondalar dejase escapar su esencia tan pronto; siempre le gustaba controlarse. Su sonrisa se hizo más amplia, rebosante de satisfacción.
–Debías de estar más preparado de lo que pensabas –comentó.
–No estés tan orgullosa de ti misma.
–No tengo ocasión de sorprenderte con demasiada frecuencia. Eres tú quien me conoce muy bien, quien me sorprende y me da mucho placer.
Jondalar no pudo evitar devolverle la sonrisa. Se inclinó para besarla, y ella abrió un poco la boca, acogiéndolo con gusto. En cualquier caso, Jondalar disfrutaba también tocándola, abrazándola, besándola. Exploró el interior de su boca con la lengua, con cuidado, con delicadeza, y ella hizo lo mismo. Tal vez él tuviera aún energías para seguir. Desde luego, no tenían por qué darse prisa en volver.
Jondalar pasó un rato sólo besándola y luego le recorrió los labios con la lengua. Buscó después su cuello y su garganta, mordisqueando y besando. Ayla sintió cosquillas y tuvo que hacer un esfuerzo para no apartarse. Estaba ya estimulada, y contenerse simplemente aumentó la intensidad de la experiencia. Cuando Jondalar empezó a descender, besándole el hombro y la cara interior del brazo hasta el codo, ella apenas puso soportarlo y a la vez deseó más. Sin darse cuenta se le aceleró la respiración, lo cual animó a Jondalar a continuar. De pronto, él cogió un pezón entre sus labios, y ella jadeó cuando ráfagas de fuego confluyeron dentro de ella en su parte más íntima.
La virilidad de Jondalar volvía a aumentar de volumen. Palpó la redondez de sus pechos y luego llevó la boca hasta el otro pezón, contraído y erecto, y lo chupó con fuerza. Con los dedos, acarició mientras tanto el primer pezón. Ayla se apretó contra él, percibiendo la intensidad de aquellas sensaciones y deseando más. Ni oía la brisa entre los sauces, ni notaba el aire fresco; estaba concentrada en las sensaciones que él despertaba en ella.
También él sentía aumentar el calor en su interior y la creciente turgencia de su miembro. Bajó aún más hasta colocarse entre sus muslos, abrió sus pliegues y se inclinó para saborearla. Ella aún estaba mojada, y Jondalar se deleitó en el frío y la humedad y el calor y la sal y el sabor familiar de Ayla, su Ayla. Lo deseaba todo de ella, todo al mismo tiempo, y tendió las manos hacia los pezones a la vez que encontraba con su lengua el nódulo duro y palpitante entre sus pliegues.
Ella gimió y dejó escapar un grito, arqueándose hacia él, mientras Jondalar succionaba y la acariciaba con la lengua. Ayla no pensaba; sólo sentía. Antes de darse cuenta, estaba ya a punto, notaba cómo se expandía la oleada de placer recorriendo todo su cuerpo. Alargó los brazos hacia él, lanzando exclamaciones entrecortadas de necesidad, deseando sentirlo dentro de ella. Jondalar se irguió, vio que ella se abría a él y la penetró, iniciando el rítmico movimiento.
Ella se acomodaba al ritmo de Jondalar, empujando y retirándose, arqueándose y cortorsionándose para notar su contacto donde más satisfacción le producía. El deseo de él era evidente, pero a la vez no era tan acuciante como otras veces. En lugar de tener que controlarse se limitó a dejar que fuera en aumento, meciéndose con ella, moviéndose con ella, notando crecer su tensión, penetrando profundamente con alegría y abandono. Ayla gritaba, y sus sonidos inarticulados aumentaron de volumen e intensidad. Por fin llegó el clímax, y entre palabras y gemidos cada vez más sonoros, sintieron un gran desahogo, que creció y se derramó a borbotones. Se detuvieron por un instante y luego repitieron el movimiento unas cuantas veces más. Por fin quedaron inmóviles, sin aliento.
Tendida allí con los ojos cerrados, Ayla oyó el susurro del viento entre los árboles y la llamada de un pájaro a su pareja, tomó conciencia de la brisa fresca y de la deliciosa sensación del peso de Jondalar sobre ella, percibió el olor a caballo de la manta y el aroma de sus placeres, y recordó el sabor de la piel y los besos de Jondalar. Cuando finalmente él se retiró y la miró, ella sonreía; era una soñolienta sonrisa de satisfacción.
Cuando se levantaron, Ayla volvió al estanque para lavarse como Iza le había enseñado hacía mucho tiempo. Jondalar también lo hizo. Tenía la sensación de que si ella se lavaba, él también debía hacerlo, aunque no fuera su costumbre antes de conocerla. Desde luego, no le gustaba el agua fría. Sin embargo, mientras se lavaba, pensó que si había muchos más días como aquél, quizá llegara a gustarle.
De regreso a la Heredad Sur de la Vigésimo novena Caverna, Ayla pensó que no le apetecía demasiado encontrarse con unos vecinos que parecían un poco hostiles. Se sentía aceptada por la familia de Jondalar y por los miembros de la Novena Caverna, pero se dio cuenta de que tampoco tenía ganas de verlos. Durante el viaje ansiaba llegar, tener compañía y otras personas con quienes hablar, pero también se había acostumbrado a los rituales que ella y Jondalar habían establecido y los echaba en falta. Cuando estaban en la caverna, siempre había alguien que podía hablar con Jondalar o Ayla, o con los dos. Agradecían la calidez de las relaciones humanas, pero a veces los amantes necesitaban estar solos.
Esa noche, en las pieles de dormir, dentro de la tienda de la familia, con tanta gente cerca, Ayla recordó cómo dormían en el alojamiento de tierra de los mamutoi y empezó a pensar en ellos. Al conocerlos se había quedado muy sorprendida con el albergue alargado y semisubterráneo que había construido el Campamento del León. Utilizaban huesos de mamut para sostener las gruesas paredes de hierba y paja que cubrían con arcilla, para protegerse del viento intenso y del frío invernal característico de las regiones periglaciales del centro del continente. Recordaba que había pensado que era como si hubieran construido su propia cueva. En cierto modo eso era lo que habían hecho, porque en esa región no había cavernas habitables. Ayla tenía motivos para su asombro, ya que aquella construcción era una verdadera gesta. Las familias que vivían en el albergue alargado del Campamento del León disponían de estancias separadas en torno a hogares de fuego colocados en el centro, y tenían cortinas para aislar las plataformas de dormir, pero todos compartían un mismo refugio. Vivían a menos de un brazo de distancia de la familia de al lado y tenían que pasar por las moradas de los otros para ir y venir. Para poder vivir tanta gente en un espacio tan reducido, ponían en práctica una cortesía tácita que permitiese la intimidad, y que aprendían desde niños. Ayla no había tenido la sensación de que el albergue de tierra fuera pequeño mientras vivía allí, y no advirtió sus dimensiones reducidas hasta que pudo compararlo con el enorme refugio de la Novena Caverna. Recordó que cada familia del clan tenía también un hogar separado, pero allí no había paredes, sino únicamente unas piedras para señalar los límites. La gente del clan también aprendía desde la infancia a no mirar hacia el interior del espacio de otra familia. Para ellos, la intimidad era una cuestión de convenciones y consideraciones.
Las moradas de los zelandonii tenían paredes, pero éstas no amortiguaban apenas los sonidos. No era necesario que sus viviendas fueran tan sólidas como los albergues de tierra de los mamutoi; los refugios naturales de piedra los protegían de los elementos. Las estructuras de los zelandonii conservaban el calor y aislaban del viento que soplaba bajo el saliente de piedra de la pared rocosa. Cuando se paseaba por el área de viviendas del refugio, se oían los fragmentos de conversación provenientes de las moradas, pero los zelandonii aprendían desde pequeños a no prestarles atención. Era como en el caso del clan, donde la gente se acostumbraba a vivir sin estar pendiente del hogar del vecino, y como las normas de cortesía practicadas por los mamutoi. De hecho, Ayla advirtió que en el escaso tiempo que había transcurrido desde su llegada, ya había aprendido a no enterarse de qué ocurría en la morada de al lado… casi nunca.
Mientras la joven pareja se abrigaba con las pieles, con Lobo junto a ellos, oyendo los murmullos procedentes de las otras pieles de dormir, Ayla dijo:
–Me gusta la forma en que los zelandonii separan las moradas de cada familia, Jondalar, el hecho de que tengan viviendas diferenciadas.
–Me alegro –contestó él, más complacido que nunca por las intrigas que había urdido para tener su morada a punto cuando volviesen de la Reunión de Verano y por haberlo mantenido todo en secreto.