Los refugios de piedra (68 page)

Read Los refugios de piedra Online

Authors: Jean M. Auel

BOOK: Los refugios de piedra
7.72Mb size Format: txt, pdf, ePub

Las tiendas de viaje que habrían de plantarse cada noche eran lo bastante grandes para alojar a varias personas, y la tienda de la familia de Marthona sería compartida por todos: Marthona, Willamar y Folara; Joharran, Proleva y Jaradal; Jondalar y Ayla, quien se alegró al saber que la Zelandoni viajaría con ellos. Parecía un miembro más de la familia, como una tía sin compañero. La tienda tendría asimismo otro ocupante, el cazador cuadrúpedo, Lobo, y los dos caballos no andarían lejos.

–¿Os ha costado mucho conseguir los palos para la tienda? –preguntó Joharran.

–He mellado un hacha al cortarlos –respondió Willamar.

–¿Has podido afilarla? –quiso saber Joharran.

Aunque se hubieran talado ya árboles altos y rectos para usarlos como palos de soporte de la tienda, necesitarían leña para el fuego a lo largo del camino y después de llegar al emplazamiento de la Reunión de Verano, y las hachas, aun tratándose de rudimentarias herramientas de piedra, tenían su utilidad.

–Se ha partido del todo. No he podido afilarla; ni siquiera he podido hacerle hoja –contestó Willamar.

–Era un pedernal de mala calidad –dijo Jondalar–, lleno de impurezas.

–Jondalar me ha fabricado un hacha nueva y me ha afilado las otras –informó Willamar–. Es una suerte que haya vuelto.

–Salvo por el hecho de que ahora tendremos que andar otra vez con cuidado con las esquirlas de pedernal sueltas –comentó Marthona. Ayla advirtió que sonreía y comprendió que en realidad aquello no era una queja. También Marthona se alegraba de tener a su hijo en casa–. Aunque esta vez ha limpiado los trozos que han saltado al afilar las hachas, y no como cuando era un crío. No he visto una sola esquirla de piedra. Pero, claro está, mi vista ya no es lo que era.

–La infusión está preparada –anunció Ayla–. ¿Alguien necesita vaso?

–Jaradal no tiene –dijo Proleva. Volviéndose hacia su hijo, le recordó–: Tienes que acordarte siempre de coger tu vaso, Jaradal.

–No hace falta que traiga mi vaso aquí –replicó el niño–. La abuela tiene un vaso para mí.

–Es verdad –confirmó Marthona–. ¿Recuerdas dónde está, Jaradal?

–Sí, Thona –respondió el niño, y de inmediato se puso en pie, corrió hasta un estante bajo y volvió con un vaso pequeño de madera–. Aquí está.

Lo sostuvo en alto para enseñárselo a todos, arrancando sonrisas a los presentes. Ayla notó que Lobo había dejado su sitio habitual cerca de la entrada y, arrastrándose, se aproximaba al muchacho con la cola en alto, expresando con cada movimiento de su cuerpo su anhelo por llegar hasta el objeto de su deseo. El niño observó al animal, apuró la infusión de unos cuantos tragos y dijo:

–Ahora voy a jugar con Lobo.

No obstante, miró a Ayla para ver cuál era su reacción.

Jaradal le recordaba tanto a Durc que no pudo contener una sonrisa. El niño se dirigió hacia el animal, que lanzó un gañido a la vez que se erguía para poder saludarlo debidamente y de inmediato empezó a lamerle la cara. Ayla estaba segura de que Lobo comenzaba a sentirse muy a gusto con su nueva manada –pese a lo numerosa que era–, y en particular con aquel niño del clan familiar y sus amigos. Por Lobo, Ayla casi lamentaba que tuvieran que marcharse tan pronto. Sabía que le resultaría difícil adaptarse a estar entre tantísima gente. Tampoco para ella sería fácil. Su nerviosismo ante la inminencia de la Reunión de Verano incluía cierto grado de temor.

–Una infusión excelente, Ayla –halagó la Zelandoni–. La has endulzado con raíces de regaliz, ¿verdad?

La joven sonrió.

–Sí. Alivia las tensiones concentradas en el estómago. Estamos todos un poco alterados con el viaje, y he pensado que convenía preparar algo relajante.

–Y sabe bien. –La Zelandoni guardó silencio un instante, sopesando sus siguientes palabras–. Puesto que estamos todos aquí reunidos, se me ocurre que quizá deberías enseñar a Joharran y Proleva cómo enciendes fuego. Ya sé que os pedí que no lo contarais aún a nadie, pero vamos a viajar todos juntos, así que lo verán de todos modos.

El hermano de Jondalar y su compañera observaron a los demás con expresión interrogativa, y luego cruzaron una mirada.

–¿Apago el fuego? –preguntó Folara con una sonrisa.

–Sí, mejor será –respondió la donier–. Impresiona más si uno lo ve a oscuras la primera vez.

–No entiendo nada –dijo Joharran–. ¿A qué viene esto del fuego?

–Ayla descubrió una nueva forma de encender fuego –explicó Jondalar–. Pero lo entenderás mejor con una demostración.

–¿Por qué no se lo enseñas tú, Jondalar? –propuso Ayla.

Él pidió a su hermano y a Proleva que se acercaran al hogar, y cuando Folara apagó el fuego y los demás hicieron lo mismo con los candiles de alrededor, utilizó la piedra de fuego y el pedernal y al instante tuvo una hoguera encendida.

–¿Cómo lo has hecho? –preguntó el jefe de la caverna–. Nunca había visto una cosa así.

Jondalar alzó la piedra de fuego.

–Ayla descubrió la magia de estas piedras –contestó–. Pensaba decírtelo, pero con tanto ajetreo aún no había tenido tiempo. Hace poco le enseñamos la técnica a la Zelandoni, y no mucho antes también a Marthona, Willamar y Folara.

–¿Quiere eso decir que lo puede hacer cualquiera? –preguntó Proleva.

–Sí, con un poco de práctica, cualquiera puede hacerlo –aseguró Marthona.

–Sí, te enseñaré cómo han de usarse las piedras –continuó Jondalar.

Repitió el proceso, y Joharran y Proleva quedaron atónitos.

–Una de esas piedras es pedernal, pero ¿qué es la otra? –quiso saber Proleva–. ¿Y de dónde ha salido?

–Ayla la llama «piedra de fuego» –respondió Jondalar, y explicó cómo había descubierto casualmente sus propiedades–. Durante el viaje, cuando nos dirigíamos aquí, no encontramos ninguna, pese a que íbamos atentos. Yo creía que sólo las había en el este, pero al poco tiempo de nuestro regreso Ayla descubrió unas cuantas aquí cerca, lo que quiere decir que tiene que haber más. Seguiremos buscando. Por ahora tenemos suficientes para todos, pero podrían usarse como regalo en ocasiones importantes, y Willamar opina que servirían para comerciar.

–Jondalar, tú y yo tenemos que charlar largo y tendido –dijo Joharran–. Cada vez me sorprendes con algo nuevo. Te vas de viaje, y vuelves con caballos que os llevan sobre el lomo y con un lobo que deja que los niños le tiren de las orejas, con potentes armas para arrojar lanzas, con piedras mágicas que encienden fuego al instante, con historias sobre unos cabezas chatas inteligentes, y con una mujer preciosa que conoce la lengua de los cabezas chatas y aprendió de ellos el arte de curar. ¿Seguro que no te has dejado nada?

Jondalar sonrió.

–Que yo recuerde, no. La verdad es que oyéndote parece todo increíble.

–¡Y tan increíble! ¿Lo oís? –dijo Joharran–. Jondalar, tengo la impresión de que tu «increíble» viaje dará que hablar durante mucho tiempo.

–Tiene muchas historias que contar –reconoció Willamar.

–La culpa es tuya, Willamar –dijo Jondalar sonriente, y a continuación se volvió hacia su hermano–. Joharran, ¿te acuerdas de cuando nos quedábamos despiertos hasta tarde escuchando los relatos de sus expediciones y aventuras? Siempre pensé que era mejor que muchos de los fabuladores ambulantes. Madre, ¿le has enseñado a Joharran el último regalo que te ha traído?

–No, Joharran y Proleva aún no lo han visto –respondió Marthona–. Voy a buscarlo. –Entró en el dormitorio y regresó con una sección plana de una cornamenta palmeada, que tendió a Joharran. Tenía tallados dos animales en actitud de nadar. Parecían peces, pero no eran exactamente peces–. ¿Cómo dijiste que se llamaban?

–Focas –contestó Willamar–. Viven en el agua, pero respiran aire, y salen a tierra para dar a luz.

–Es asombroso –dijo Proleva.

–Sí, ¿verdad? –convino Marthona.

–Vimos animales como éstos durante el viaje –explicó Jondalar–. Viven en un mar interior, hacia el este.

–Hay quienes sostienen que son espíritus del agua –añadió Ayla.

–Vi a otro animal que vive en las Grandes Aguas del este, y que los habitantes de la zona consideran un espíritu especial, ayudante de la Madre –prosiguió Willamar–. Aún se parece más a los peces. Dan a luz en el mar, pero, según cuentan, respiran aire y amamantan a sus crías. Flotan en el agua apoyándose en la cola, de eso yo mismo he sido testigo, y dicen que tienen una lengua propia. La gente de allí los llama «delfines», y algunas personas afirman que son capaces de hablar la lengua de esos animales. Para demostrármelo, empezaron a lanzar una especie de chillidos entrecortados.

»Corren muchas historias y leyendas sobre los delfines. Dicen que ayudan a las personas a pescar guiando a los peces hacia las redes, y que han salvado la vida a personas cuyas embarcaciones habían naufragado lejos de la costa. Por lo visto, sin la intervención de esos animales, se habrían ahogado. Según sus Leyendas de los Ancianos, antiguamente todos vivíamos en el mar. Algunos volvimos a la tierra, y los que se quedaron se convirtieron en delfines. Hay quienes los consideran primos. La Zelandoni de esas gentes dice que esos animales están emparentados con las personas. Ella me dio esa placa. Veneran a los delfines tanto como a la Madre. Todas las familias tienen una donii, pero también algún objeto con un delfín, una talla como ésta o una parte del animal, un hueso o un diente. Creen que les proporcionan buena suerte.

–¿Y tú decías que yo tengo historias que contar, Willamar? –dijo Jondalar, riéndose–. ¡Peces que respiran aire y se sostienen sobre la cola! Me entran ganas de marcharme contigo.

–Pues el año que viene, cuando vuelva allí para conseguir sal, puedes acompañarme –propuso Willamar–. Comparado con el que tú hiciste, no es un viaje muy largo.

–Creía que se te habían acabado las ganas de viajar, Jondalar –dijo Marthona–. Hace poco que estás en casa y ya estás pensando en otro viaje. ¿Es que te ha entrado la fiebre de viajar, como a Willamar?

–Bueno, las misiones comerciales no son exactamente viajes –contestó Jondalar–. Ahora aún no tengo ganas de viajar, excepto para asistir a la Reunión de Verano, pero dentro de un año ya veremos.

Folara y Jaradal estaban tendidos con Lobo en la cama de ella, y hacían esfuerzos para no dormirse. No querían perderse nada. Pero con Lobo en medio, y arrullados por el murmullo de la conversación y las historias que contaban, enseguida les venció el sueño.

El día siguiente amaneció gris y lluvioso, pero el chubasco veraniego no mermó el entusiasmo de la caverna por la expedición que tenían por delante. Pese a que se habían acostado tarde, los miembros de la morada de Marthona madrugaron. Desayunaron la comida que habían dejado lista la noche anterior y acabaron de preparar los fardos. La lluvia amainó, y el sol intentó abrirse paso por entre las nubes, pero el agua acumulada durante la noche en las hojas de los árboles y en los charcos dejó un ambiente brumoso, frío y húmedo.

Cuando todos los que se iban se reunieron en la terraza delantera, se inició la marcha. Con Joharran al frente, se encaminaron hacia el norte, bajando desde el porche de piedra por el sendero del Valle del Bosque. Era una verdadera muchedumbre, observó Ayla, mucho mayor que el grupo del Campamento del León cuando partió hacia la Reunión de Verano de los mamutoi. Ayla apenas conocía a muchos de ellos, pero al menos se sabía ya el nombre de todo el mundo.

Sentía curiosidad por ver qué camino tomaba Joharran. Gracias al paseo a caballo, sabía que las llanas tierras de aluvión de la margen derecha del Río –la orilla en que se hallaba la Novena Cavernaformaban una ancha franja. Si seguían el curso del río corriente arriba, tortuoso pero con rumbo noreste, llegarían a una zona donde los árboles crecían cerca del cauce y donde amplios prados separaban el Río de las llanuras altas a ambos lados, y luego ascenderían hacia las elevadas mesetas. Sin embargo, tras una corta distancia, la corriente se ceñía a las escarpadas paredes rocosas de la orilla opuesta, la izquierda, que quedaba a la derecha cuando uno viajaba hacia el nacimiento del Río. «Orilla izquierda» y «orilla derecha» eran términos que se referían a los lados de un río cuando uno se orientaba en la misma dirección que la corriente. Y en ese momento viajaba corriente arriba.

Jondalar le había dicho que la comunidad de zelandonii más cercana se encontraba sólo a unos cuantos kilómetros, pero necesitarían una balsa para completar el viaje si continuaban por la orilla del Río, porque su curso cambiaba. Siguiéndolo corriente arriba en un punto donde enfilaba más hacia el norte, la disposición del terreno arrinconaba las aguas contra el precipicio de la orilla derecha, donde ellos estaban, y no quedaba espacio ni siquiera para una estrecha vereda una vez que el cauce torcía hacia el norte, y finalmente de nuevo hacia el este, antes del siguiente refugio de piedra. La gente de la Novena Caverna solía tomar una ruta por tierra para visitar a sus vecinos más cercanos en dirección norte.

El jefe de la caverna tomó el sendero que corría junto al afluente del Río del Bosque hasta el vado y allí atravesó el valle del Río del Bosque. Ayla advirtió que no seguían la misma ruta que habían tomado ella y Jondalar con los caballos poco después de su llegada. En lugar de atajar a través del estrecho valle con el lecho seco y escabroso de una torrentera, Joharran tomó un camino paralelo al Río que llevaba a las llanuras de la orilla derecha. Torcieron a la izquierda y atravesaron una zona de matorrales, y luego comenzaron un ascenso gradual, que terminó en un zigzagueo continuo por la ladera de la alta meseta.

Ayla vigilaba a Lobo con el rabillo del ojo cuando éste se adelantaba dejándose guiar por su olfato. Reconocía la mayoría de las plantas que veía y trató de grabar en su memoria dónde crecían, a la vez que recordaba sus usos. «Hay un bosquecillo de abedules negros por aquel lado, junto al Río, pensó, cuya corteza sirve para prevenir los abortos. Aquí hay junco dulce, que puede provocarlos. Y nunca está de más saber dónde crecen sauces; la corteza, en decocción, es buena para el dolor de cabeza, de huesos, y también para otras molestias. No sabía que por aquí hubiera mejorana. Queda muy bien en infusión y mejora el sabor de la carne, además de mitigar el dolor de cabeza y prevenir los cólicos de los recién nacidos. Tendré que recordarlo para más adelante. Durc apenas tuvo cólicos, pero es un problema bastante corriente en los niños.»

Cerca de la cima, el sendero se hizo más escarpado, hasta que finalmente desembocó en un campo llano y abierto. Cuando llegaron a la ventosa meseta, se acercó al borde y allí se detuvo a descansar y esperar a Jondalar, que tenía algún que otro problema para tirar de Corredor y la angarilla por el empinado y tortuoso camino salpicado de rocas. Whinney masticó unos cuantos tallos de hierba fresca mientras aguardaban. Ayla reacomodó la angarilla de la yegua y verificó la carga dispuesta en los canastos y el lomo. Luego acarició al animal y le habló en el lenguaje de los caballos. Ayla miró abajo y contempló el Río y las tierras de aluvión, y la larga fila de personas, jóvenes y viejas, que subía penosamente por el sendero. Después miró alrededor.

Other books

Fearless (Pier 70 #2) by Nicole Edwards
A Friend of the Earth by T. C. Boyle
Don't Lie to Me by Stacey Lynn
Prayers for the Living by Alan Cheuse
Lathe of Heaven, The by Le Guin, Ursula K.
Ultimate Prizes by Susan Howatch
The A-Word by Joy Preble
The India Fan by Victoria Holt