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Authors: Paul Grossman

Tags: #Intriga, Policíaca, Histórica

Los Sonambulos (22 page)

BOOK: Los Sonambulos
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Una horrible sensación se apoderó del estómago de Willi cuando sus pies empezaron a hundirse, y miró en torno suyo intentando refrenar su pánico cada vez mayor. Se había metido en una ciénaga, y era incapaz de ver la salida. El suelo se había vuelto espeso, una turba negra parecida al pegamento se había aferrado a sus pies y se resistía a soltarlo. Tuvo un escalofrío de terror. Había sobrevivido a acometidas de la infantería, a bombardeos de la artillería, a ataques con gas. ¿Por qué tenía la sensación de que aquello era el final?

—Déjame, Willi —insistía Fritz una y otra vez.

La necesidad quiebra el acero. La necesidad quiebra el acero.

El terreno, como un grillete diabólico, parecía oponerse intencionadamente a todos los esfuerzos de Willi por librarse. Entonces se imaginó al cabo de unos siglos… el descubrimiento de sus esqueletos… y su posterior exhibición en un museo junto a un mamut lanudo. Con no poca ironía, cayó en la cuenta de que era Año Nuevo. ¡Feliz 1933! Se preguntó qué sería de Putzi. ¿Habría salido del trance? ¿Se sentiría tan desamparada como se sentía él en ese preciso instante? ¿Cómo iba a morir él? Tenía que rescatarla. Y a toda aquella gente de Sachsenhausen. El corazón le latía más deprisa que una ametralladora. Maldijo, juró y vomitó sapos y culebras. Logró dar un paso. Medio. Otro más.

Not Bricht Eisen. Not Bricht Eisen.

¿Qué otra cosa quedaba salvo tener fe?

Y seguir…

Uno de sus pies se soltó, y cuando dio el siguiente paso fue a parar sobre algo duro, lo que le hizo perder el equilibrio. Fritz y él se desplomaron y cayeron de cabeza sobre una sábana de agujas de pino. Qué dolor. Pero la tierra que tenían debajo… era sólida. ¡Tierra firme! Se habían salvado de la ciénaga. Pese al desvarío. El de los dos.

Fritz no paraba de parlotear sobre los árboles que habían sido talados.

—El álamo, el fresno, el aliso…

Willi apretó la cara contra la tierra seca, jadeando agónicamente, tan mareado que llegó a pensar realmente que había oído cantar a lo lejos.
Valderi, Valdera!
Vaya ridiculez. Los ángeles acudían en su ayuda, cantando una canción de montañeros.
Valderi/
No lo estaba imaginando, se acercaban, y entonaban una canción de montañeros.
Valdera

ha

ha

ha

ha

ha!

Pero no eran ángeles. Eran los
Wandervögel,
los Pájaros Errantes.

Los jóvenes vagabundos de los bosques alemanes.

Libro tercero

LOS MEISTERSINGER

Capítulo 19

ENERO DE 1933

L
a vista de Willi se llenó de luz. Una cara larga y huesuda lo miró desde las alturas.

—Jefe… soy yo. Gunther.

¿Por qué estoy en casa y en cama?, se preguntó Willi. ¿Y qué hace Gunther en mi sillón?

Se levantó de un brinco, recordando.

—¿Qué hora es?

—Tranquilícese, señor. Tome un poco de caldo caliente. —La mirada de Gunther destilaba preocupación médica—. Aún no son las dos. Feliz 1933.

Willi se tomó el caldo. Se dio cuenta de que tenía motivos para sentir gratitud.

Toda la que sintiera sería poca.

Los Wandervogel, los Pájaros Errantes, unos treinta en total, habían hecho su aparición en el momento justo. Aquellos grupos de jóvenes excursionistas llevaban años causando furor, y personificaban los ideales de la juventud romántica alemana: la camaradería, el amor por la naturaleza, el ansia de conocer mundo. Aunque se habían ido politizando cada vez más, confundiéndose progresivamente con las Juventudes Hitlerianas. Willi tenía que agradecer a su buena estrella que los que aparecieran fueran de la vieja escuela, cargados con sus mochilas y bastones de excursionista, cantando con espíritu optimista mientras terminaban el primer tramo de su excursión de Año Nuevo de veinte kilómetros. En pocos minutos habían improvisado una camilla para Fritz con sus bastones y unas ramas, mientras una avanzadilla volvía corriendo al centro forestal desde donde habían empezado la caminata.

Una hora después, Fritz era intervenido quirúrgicamente en el Centro Médico Brandeburgo de Potsdam. Por lo que Willi sabía, su amigo seguía recuperándose allí, en estado estacionario. Un sargento de la guarnición de Potsdam había llevado a Willi de vuelta a la ciudad. Ni siquiera eran las nueve. Gunther estaba esperando delante del edificio de Willi, medio loco de terror.

—Cuando perdimos el contacto, no supimos qué hacer, jefe…

El que en ese momento no sabía qué hacer era Willi. Putzi. Aquellos condenados animales la tenían en su poder.

—Gunther. —Dejó el caldo e intentó girar las piernas para sacarlas de la cama, pero entonces se percató de lo débil que se encontraba. Había estado expuesto a unas condiciones climáticas extremas, le habían dicho los médicos. Como mínimo, tenía para uno o dos días en cama.

—Ayúdame a vestirme. Voy a buscar a ese hijoputa de Gustave.

—Pero, señor…

—No importa.

Fuera, hacía frío y viento. A Willi le palpitaba la cabeza. Cuando llegó hasta su pequeño BMW plateado, entregó las llaves a Gunther.

El joven se ruborizó:

—Está de broma, ¿verdad?

—Procura que no nos matemos. Ya he tenido suficientes emociones por un día.

—¡Sí, señor!

El piso palaciego del Gran Gustave estaba en Kronprinz Strasse, muy cerca del Tiergarten. Gunther aporreó la puerta, y una doncella francesa menuda abrió la puerta con los ojos desmesuradamente abiertos.


Oui, messieurs?

Por desgracia, el Rey de la Mística no se encontraba en casa. Estaría fuera varias horas. ¿Dónde? La muchacha no parecía saberlo. Pero estaría encantadísima de decirle que los
messieurs
habían pasado a visitarle, si deseaban dejar su…

Daba igual.

A considerable distancia calle abajo, la estatua alada de la Victoria agitaba la dorada corona de laurel desde su pilar en la Plaza de la República. A Willi se le antojó Putzi, llamándolo: «Willi, ¿cómo has podido hacerme esto? A mí, que confiaba en ti».

Tenía que encontrar a Gustave.

¡Kai! En otro día, en el café Rippa, el dimisionario SA le había prometido que sus Apaches Rojos mantendrían vigilado al artista de variedades.

—Gunther,
mach schnell.
A la Alex.

Ahora la cuestión era encontrar al Salvaje.

Calle a calle, el pequeño BMW fue dando vueltas alrededor de la enorme Alexanderplatz. Pasaron junto a los almacenes y cafés, las cervecerías y la estación del S–Bahn. Junto a gente que a centenares pululaba por las aceras: clanes enteros de familias obreras que salían a dar un paseo festivo, vendedores ambulantes, tahúres, mendigos y prostitutas. Pero ni rastro de Kai. ¿Por dónde andaría un muchacho como él en un día como ése?

Las posibilidades eran considerables.

—Gunther, prepárate. Preveo que te aguarda un instructivo día de Año Nuevo.

—Cuanto más instructivo, mejor. —Gunther se rió y metió la tercera.

Su primera parada fue cerca de Alexandrinen Strasse, 108. La Petite Maison, a la que se entraba por un callejón lleno de basura. Tras la puerta negra, una cortina de lame plateado daba acceso a una pequeña sala decorada como un burdel francés: divanes de terciopelo rojo y candelabros falsos. Aproximadamente una docena de chicas demasiado arregladas, de entre veinticinco y treinta años, estaban sentadas por todo el aposento y eran cortejadas por hombres de más edad que, arremolinados encima de ellas, prácticamente se arañaban unos a otros.

—¿Todas estas damas son busconas? —susurró Gunther, a todas luces creyéndose conocedor por fin de los vericuetos de la vida.

—La verdadera pregunta, Gunther, sería si estas damas son realmente damas.

Vaya si abrió los ojos el joven, hasta el doble de su tamaño.

Willi se acercó al fornido camarero para preguntarle si había visto a Kai por allí. El tipo negó con la cabeza.

—Si lo ve, dígale que Kraus lo anda buscando.

—Está de broma, ¿no? —Gunther agarró del brazo a Willi cuando volvieron a salir al callejón—. Vamos, Inspektor, dígame la verdad. ¡Santo Dios! Si algunas eran una monada.

Siguiente parada, el Adonis, a unas pocas manzanas de allí, en Alexandrinen Strasse, 128, un pequeño salón para los Chicos de la Cola, algo verdaderamente sórdido: lleno de humo, con unas mesas desnudas y las paredes forradas de paisajes baratos. Una veintena de ojos depredadores siguieron la entrada de los dos policías.

Los Chicos de la Cola, los prostitutos, adolescentes de las clases más humildes, que recibían su nombre por las colas que formaban a lo largo de las paredes de los bares o en los callejones traseros. Desde la Depresión parecían acechar por doquier, casi uniformemente vestidos como más gustaba a sus clientes: de marineros. Gente violenta, que proporcionaba a la policía berlinesa su buena cuota de quebraderos de cabeza. Los hoteles más pretenciosos tenían que llamar a menudo a brigadas enteras para echarlos de allí.

Willi vio merodear a algunos en ese momento, intentando vender paquetes de cocaína o de opio negro a las «tías» que conformaban su clientela. Uno de aquellos señores mayores, completamente colocado, aporreaba un piano de pared, mientras un amigo de pelo canoso bailaba como en sueños con un marinero. El pianista empezó a cantar:

En algún lugar brilla el sol.

Así que, cariño, ¡no llores!

Gunther parecía incapaz de dar un paso más, y Willi tuvo que darle un codazo para que avanzara entre la multitud.

—No, señor, lo siento, señor —dijo un esmirriado camarero—. Hace tiempo que no veo a Kai, señor.

—Dile que Willi Kraus lo está buscando.

—Sí, señor Inspektor. Señor.

Llegados a Nollendorf Platz, entraron en un inmenso salón de baile que una docena de bolas de espejos giratorias bañaban con luces de vivos colores. El Berlín de la república era famoso por su mentalidad abierta, y los hombres a los que les gustaban los hombres acudían allí en tropel desde todos los lugares del globo. En ninguna parte la ansiada libertad era más abundante que en el Nollendorfer Palast. Y si antes Gunther se había escandalizado, allí se quedó estupefacto.

El lugar era enorme, y estaba lleno hasta los topes con un «té con baile» en pleno apogeo. Cientos y cientos de hombres se balanceaban, mejilla con mejilla, al ritmo de una orquesta que tocaba
Love Is the Sweetest Thing
. Tipos duros, tipos afeminados, parejas de viejos con esmoquin y sombrero de copa, colegiales con pajaritas y grandes solapas…

—Mézclate —1c ordenó Willi.

—Pero, señor…

—¿Qué sucede?

—No tengo que bailar, ¿verdad?

—Sólo si te vuelves loco por el muchacho, Gunther.

Pero media hora más tarde seguía sin haber el menor rastro de Kai.

Willi y Gunther salieron de nuevo a la calle. Caía la noche, y en el cielo se había encaramado una luna creciente. La música llegaba flotando desde el club.

—¿Le apetece, señor? —Gunther extendió los brazos.

—Déjate de bromas. Tenemos que encontrar a ese chico.

En el Dulce Rincón, unos treintañeros rubios vestidos de escolares y tocados con pequeños sombreros picudos se acodaban en la barra, fumando. En La Flauta Mágica se representaba un espectáculo en directo: Luziana, la Misteriosa Mujer (u Hombre) Maravilla, actuaba con los Zusammen Bruder, unos supuestos siameses que representaban un número de música y baile. El Salón Bigotes estaba lleno de bebedores consumados que lucían unos apéndices capilares en la cara de extraordinarias proporciones, desde intrincadas patillas hasta bigotes de morsa.

Pero nadie, absolutamente nadie, había visto a Kai.

Y definitivamente se estaba haciendo tarde. Willi se habría rendido de no haber seguido viendo a Putzi ante él, buscando ayuda con la mirada.

Un último lugar, se dijo.

A considerable distancia por Friedrich Strasse, pasados los clubes nocturnos y los cabarés, los grasientos restaurantes y las librerías pornográficas, había un escalofriante residuo del siglo anterior, unas galerías comerciales de techumbre acristalada, llamadas el Pasaje, que incluso en sus días de mayor esplendor habían estado revestidas de tristeza. En el interior se alternaban unas desconchadas columnas de hierro colado y decenas de tiendas con olor a moho que vendían de todo, desde vírgenes manas hasta condones. De noche, el sitio se convertía en el hogar de los chicos más penosos que andaban a la caza de sexo en la ciudad: los Muñecos. Estos no eran otros que los chaperos más jóvenes de Berlín, preadolescentes de once o doce años, que acudían allí a pelearse por algo que comer o un lugar donde reposar la cabeza esa noche. Su lugar de reunión habitual era el Museo Anatómico, situado en el centro del Pasaje, una astrosa sala de exposiciones donde se exhibían maniquíes y partes del cuerpo reales que ilustraban todas las atroces deformidades conocidas por el hombre. Los niños, tocados con gorras escolares y en pantalón corto, con la cara sucia y desesperados, se apostaban por decenas delante del local, peleándose por cada hombre que pasaba.

¿Alguno de vosotros ha visto a Kai, el de los Apaches Rojos?

Las caras de los niños perdieron la expresión al mismo tiempo.

—Jefe —susurró Gunther—, todo este tiempo que hemos pasado buscándolo… podríamos haber estado vigilando el piso de Gustave. Por lo que sabemos, ahora ya está en casa.

—Cinco marcos al que me lleve hasta Kai. —Willi hizo un último intento.

Media docena de niños dieron un paso adelante.

Le costó treinta marcos, pero obtuvo su respuesta.

¿Y dónde estaba el jefe de los Apaches Rojos?

Los asistentes a
La Traviata
salían durante el entreacto cuando Willi y Gunther se detuvieron con un frenazo delante del antiguo Gran Teatro de la Opera, en el Unter den Linden. Entre las damas y caballeros que salían en tropel del dieciochesco edificio —una de las principales obras maestras de Schinkel en Berlín—, Willi localizó por fin al muchacho, de punta en blanco con un reluciente esmoquin blanco, cuando bajaba sonriendo tranquilamente por la escalinata principal con un hombre de apariencia adinerada. Willi enseguida reconoció en éste al príncipe de Turingia.

—¡Hombre! ¡Hola! —Willi fingió que el encuentro era casual. Al estrechar la manaza de Kai, se inclinó para decirle al oído —: Tengo que encontrar a Gustave.

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