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Authors: Paul Grossman

Tags: #Intriga, Policíaca, Histórica

Los Sonambulos (23 page)

BOOK: Los Sonambulos
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—Deme un minuto —le dijo el muchacho en un susurro.

Willi y Gunther se hicieron a un lado, fingiendo con torpeza que se mezclaban con la multitud de amantes de la ópera, fascinados por la visión del endurecido joven de dieciocho años mientras se trabajaba al anciano príncipe lleno de arrugas. Al cabo de un minuto estaba de vuelta.

—Lo he convencido para que nos perdamos el segundo acto, a Dios gracias. De todas formas, me estaba muriendo de aburrimiento. Me va a llevar a esa fiesta donde se supone que Gustave actuará. No intenten entrar. Hay un pequeño parque al otro lado de la calle. Quédense en las sombras. Yo atraeré hasta allí al hijo de puta.

A Willi se le cayó el alma a los pies.

—No dará resultado. —Recordó las docenas de mujeres hermosas de las que a Gustave le gustaba rodearse.

—Inspektor —los ojos de Kai chispearon intuitivamente—, confié en mí. El no es el único con poderes hipnóticos.

Willi y Gunther observaron al muchacho cuando rodeó con su brazo fornido la cintura del príncipe y lo metió en un taxi. Los siguieron en el BMW.

Resultó que la fiesta se celebraba en casa de Heinrich Himmler, el jefe de las SS, y a Willi se le hizo un nudo en la garganta cuando contó la media docena de soldados con uniforme negro que patrullaban el perímetro de la casa. Valiéndose de los prismáticos, alcanzó a distinguir en sus gorras una insignia que nunca antes había visto: una calavera de plata cruzada por unas tibias. La cabeza de la muerte.

La mansión estaba iluminada como una hoguera, de las ventanas salían risas estridentes, una orquesta de baile tocaba a todo meter, las mujeres gritaban. Aquello hizo que a Willi se le revolvieran las tripas. Todos aquellos cerdos pasándoselo en grande, ¿y dónde estaba Putzi? ¿Qué le estaban haciendo?

Al menos tendrían a Gustave, se consoló. El Rey de la Mística había enviado a su última sonámbula a un viaje sin retorno. Pero ¿y si no cooperaba?

—Gunther, toma mi llave. Ve a mi piso y coge mi cámara de fotos. Está en el armario empotrado de delante. Y no te olvides de las lámparas del flash.

Mientras Gunther estaba ausente, el frío empezó a hacer mella en Willi. Durante la guerra había pasado semanas a la intemperie, pero habían transcurrido quince años desde aquello y él ya no era ningún chaval. Las manos y los pies se le estaban entumeciendo. Más exposición al frío. Pero tenía que pensar en Putzi; sólo Dios sabía por lo que estaría pasando en ese momento.

Gunther regresó al cabo de cuarenta y cinco minutos. Por suerte, había traído consigo unos termos con caldo caliente de la mañana. Willi se sintió agradecido, pero ni siquiera el delicioso calor que descendió por su garganta lo animó. Sin duda alguna, Kai había sobrevalorado sus habilidades.

—No se preocupe, jefe. —Gunther pareció leerle el pensamiento —. De una forma u otra, atraparemos a Gustave… en su propia red.

En el interior de la mansión, cantaban canciones nazis a voz en cuello:

Alemania, despierta de tu pesadilla.

¡Sublévate contra los judíos..!

El volumen aumentó cuando la puerta delantera se abrió. Y de pronto, bajo la luz, una aparición: Kai con su esmoquin blanco… seguido de un hombre con una brillante capa negra… ¡Gustave! Willi y Gunther se agacharon entre las sombras cuando los dos hombres cruzaron la calle, Gustave con los guantes blancos puestos y un bastón de paseo, mirando de un lado a otro con indiferencia como si saliera a tomar un bocanada de aire fresco.

Siempre tan falso, pensó Willi.

—Tiene que admitir que el chico es bueno, ¿eh? —le susurró Gunther.

—¡Que me aspen! —dijo Willi, viéndolos entrar en el parque—. ¿Tienes la cámara preparada?

El resto fue un juego de niños.

Una vez en la oscuridad, el Gran Gustave se apoyó en un árbol y se bajó la cremallera de la bragueta con indiferencia. Gunther estaba a punto de adelantarse, pero Willi se lo impidió. Un segundo más y Willi tendría al hipnotizador justo donde lo quería.

¡UN FOGONAZO!

El Rey de la Mística se volvió hacia la luz, y su rostro podría haber ilustrado el cartel de un melodrama del cine mudo: los ojos fuera de las órbitas y la boca abierta de par en par.

Como si estuviera a punto de ser arrollado por un mercancías.

Capítulo 20

T
ienen que estar de broma. Si no son de la brigada contra el vicio… debe de haber algún… Espere un segundo… Yo los conozco. ¿No son ustedes…?

—Kriminal Polizei. —Willi mostró la placa—. Queda detenido por secuestro.

—Eso es imposible.

—Lo sabemos todo,
Freund
. Desde lo del equipo de atletismo checoslovaco hasta lo de Melina von Auerlicht.

Willi le hizo a Gunther un gesto con la cabeza, y por primera vez en muchos días tuvo una sensación de auténtico placer.

—Espósalo.

—Pero están ustedes locos… No sé nada de ningún secuestro.

Se lo llevaron como por arte de magia a su ostentoso piso de Kronprinz Strasse.

Una vez arriba, la doncella francesa pareció comprender instintivamente lo que estaba ocurriendo y se abalanzó hacia el teléfono.

Willi le cortó el paso.

—No, no…
ma chérie.

El lugar parecía haber sido decorado por los escenógrafos de
El gabinete del Dr.
Caligari.
Las paredes y los techos estaban pintados de negro y adornados con símbolos fosforescentes del ocultismo. Unos focos proyectaban extrañas sombras sobre todo aquel escenario. El despacho triangular de Gustave estaba tachonado de piedras semipreciosas y cristales, y su mesa, del tamaño de la del canciller del Reich, era toda de cristal.

Willi lo sentó de un empujón en la silla giratoria dorada que había detrás y sacó una pistola.

—Herr Spanknoebel… suponiendo que incluso ése sea su verdadero nombre. Abra la caja fuerte. Y nada de triquiñuelas.

—Oiga, Kraus. Está completamente equivocado conmigo. Yo no soy un delincuente. Sé cómo utilizar los poderes de la sugestión. Me puedo poner en trance a mí mismo y ver cosas que los demás no pueden. Pero no hay ningún truco en todo ello. Ninguna magia. No es mi intención engañar a nadie. Y menos a…

—Abra la caja. —Willi amartilló la pistola.

Gustave apartó un retrato suyo al óleo que había colgado en la pared y dejó a la vista una caja fuerte.

—Mis poderes son un gran don, Inspektor. Los utilizo para ayudar a la gente. Puedo utilizarlos para ayudarle…

Willi no pudo contener la risotada.

Bueno, así que el hombre que había amasado incontables millones con su clarividencia, hechizado a Viena y Berlín y dado lecciones de psicología de masas a Hitler, y que navegaba por el Havel como un rey de Babilonia, ahora se ponía a chalanear.

Willi le apuntó a la cabeza con la pistola.

—Abra la maldita caja de una vez.

Los documentos del interior se revelaron fascinantes, pero no contenían los nombres ni las direcciones que Willi necesitaba. Hermann Goering, veinte mil… Josef Goebbels, veinticinco mil… Rudolf Hess…


Gott im Himmel!
¿Hay algún nazi en Alemania que no le deba a usted una fortuna?

—¿Ahora es un delito prestar dinero a los amigos?

—Eso depende, Spanknoebel.

—No entiende nada, Inspektor. Éstas son principalmente deudas de juego. Y unos cuantos préstamos para arreglos domésticos. Goering tuvo que dar un anticipo para su finca de Karinhall. Estos nacionalsocialistas las han pasado canutas en los últimos años.

Willi sabía que cada segundo que perdía allí era otro que Putzi permanecía como prisionera.

—A la Alex con él. Veamos si un anticipo de la vida entre rejas no le convence para que sea más inteligente y coopere.

—¿Y qué hay de ella? —Gunther señaló a la perpleja doncella.

—Se viene. Nadie debe saber que el Gran Gustave ha desaparecido.

—Pues algunos de estos nazis estarían encantados —observó Gunther—. Con todo lo que le deben.

Gustave no paró de insistir durante todo el trayecto hasta el centro de la ciudad que estaban completamente equivocados. Pero cuando lo condujeron a la celda oscura y vacía en lo más profundo de las mazmorras de la Alex, empezó a ponerse realmente nervioso.

—Está cometiendo un grave error. En cuanto se percaten de que he desaparecido, irán a por usted, Kraus. Pero estoy dispuesto a hacer un trato…

—Se olvida de las fotos que tengo, Gustave. Son de lo más desagradables.

—¿Me toma el pelo? No se lo creerá, pero la mitad de ellos…

Willi le cerró violentamente en las narices la puerta de la celda.

—¡Kraus! ¡Maldito sea…! ¡Me las pagará por esto!

Willi miró su reloj: era más de medianoche. Tenía que dormir. Pero no podía.

Había demasiado que…

Por la mañana se despertó y se encontró con que todavía seguía en la Dirección General de la Policía, acurrucado en el sofá de su despacho y tapado con una manta. Gunther roncaba en el suelo.

Ruta mantenía un hervidor de agua sobre la pequeña estufa de gas.

—Menuda juerga de Año Nuevo que han debido de correrse los dos, ¿eh? Menos mal que aquí guarda un traje de repuesto —gruñó la mujer, sin dejar de moler los granos de café—. Mire esos pantalones, Herr Inspektor. Lo menos que podía haber hecho era dormir en ropa interior.

Willi también se alegró de tener un traje de repuesto, aunque una ducha le habría venido de perlas.

Después de cambiarse, y sin esperar a que el café estuviera hecho, se dirigió directamente a la celda de Gustave. Sin duda, una noche de aislamiento habría alterado al Rey de la Mística. Estaría desesperado, conjeturó Willi mientras espiaba a través de la puerta de la celda.

Bueno, quizás entonces consiguiera sacar algo en limpio de él. Al oír la puerta, Gustave levantó la vista con alivio.

—Por fin. —Se levantó y alargó la mano para coger la capa y el bastón de paseo—. Ya le dije que todo esto era un error. —Sonrió con afabilidad—. ¿Quién ha intercedido por mí? ¿Goering? ¿Hess? ¡No, el Führer!

No tan deprisa, Gustave. Ninguno de ellos sabe siquiera que usted ha desaparecido.

El rostro de Gustave se ensombreció:

—Miente.

Le tocaba sonreír a Willi:

—Piense lo que quiera.

—¿Por qué me hace esto? ¿Qué es lo que quiere, Kraus?

—Que me diga lo que les ocurrió a esas chicas. Coopere, y las cosas serán más fáciles para usted.

—No sé de qué me está hablando. ¿Qué chicas?

«Tú mismo lo dijiste, Willi —recordó el inspector, en palabras de Putzi—. Gustave no es más que un proxeneta. ¿Y si lo detienes y no habla?».

Los ojos castaños de Gustave adquirieron una expresión de inocencia. Willi tuvo que contenerse para no estrangularlo.

«¿Y si realmente no sabe nada? —recordó que Fritz había observado—. Puede que se limite a enviar a las víctimas a algún lugar preestablecido».

«Tendrá que concertar el asunto, hablar con alguien».

«Es posible que lo mantengan en la ignorancia».

«Pero ¿por qué habrían de hacerlo?».

«Porque —había aventurado Putzi— a lo mejor no está haciendo eso de manera voluntaria. Puede… que tengan algo contra él».

Willi volvió a pensar en el yate de Gustave, en su imperio editorial, en los millones que tenía aquel tipo. ¿Realmente podía haber hecho lo que hacía por más dinero? ¿Podía haber alguien tan codicioso? ¿O podría ser, en efecto, que aquellos nazis tuvieran algo contra él?

Willi no tenía paciencia para averiguarlo. Ni tiempo para una batalla.

—Spanknoebel… tiene una última oportunidad para cooperar. Si le preocupa su seguridad, estoy dispuesto a ofrecerle protección.

Gustave lo miró como si estuviera desconcertado. Y de repente estalló en una carcajada.

—¿Ofrecerme…? —Su carcajada se hizo más estentórea—. Conozco mi destino mejor que nadie. ¡Está escrito en las estrellas! Nada de lo que usted pueda hacer podría alterarlo en…

Willi salió y volvió a cerrar la puerta con un portazo. Durante todo el trayecto hasta el pasillo pudo oír a Gustave, gritando: «¡Sáqueme de aquí!». Si las fotos comprometedoras y la noche entre rejas no bastaban para quebrar la resistencia del maestro, había llegado el momento de cambiar de estrategia.

Era evidente que Willi se las tenía que ver con un profesional; lo que necesitaba, por tanto, era otro profesional. Subió las escaleras hecho una furia para llamar por teléfono, pero con un escalofrío repentino recordó qué día era: 2 de enero. Kurt le había dicho que se marchaba el dos. Qué más daba el teléfono; Willi salió como una flecha hacia Dirksen Strasse, sin abrigo. ¿Dónde demonios había aparcado su coche?

Su primo vivía en Budepester Strasse, en un viejo edificio guillermino con una puerta sostenida por dragones alados. Aquella casa le traía recuerdos muy vivos de la infancia, de los largos y sinuosos tramos de escaleras que resonaban como los Alpes, de los maravillosos olores que salían de las cocinas y de las risas durante las vacaciones. Un extraño eco llegó en ese momento hasta sus oídos cuando tocó el timbre del piso. Un ojo angustiado apareció en la mirilla. La esposa de Kurt abrió y lo rodeó con sus brazos, rompiendo a llorar.

—¡Willi! Por amor de Dios, ya temía que no te volviéramos a ver. —Los ojos oscuros de Kathe estaban rojos a causa de la tensión—. Entra. No puedo ofrecerte gran cosa. Salimos para la estación dentro de unas horas. Llamé una docena de veces para despedirme de los niños, pero Kurt me dijo que estaban en París y, bueno, no te puedes imaginar qué semanita hemos tenido.

Willi se quedó estupefacto al ver el gran piso. Había estado allí meses atrás con Erich y Stefan para celebrar el Año Nuevo judío. Antes las paredes estaban cubiertas por infinidad de libros y cuadros, y las alfombras persas y las jardineras chinas de las que rebosaban violetas africanas conferían calidez a los suelos. Y en un rincón resplandecía un piano de media cola. Ahora estaba vacío, como si todas las pertenencias hubieran sido succionadas por una gigantesca aspiradora.

Como si el pasado hubiera sido barrido.

Y el futuro, también. ¿Adónde llevaría a los niños las próximas vacaciones?

Su primo y los tres niños estaban sentados en el suelo sobre unas cajas de embalaje, y en sus regazos mantenían en equilibrio los platos del desayuno. Kurt, en mangas de camisa y con tirantes, se levantó de un salto.

—Bueno, mirad quién ha venido a despedirse.

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