La cigarra no sólo crea sonidos sino que bate el aire. La echo de menos. Noto su ausencia. Noto la ausencia de aquel sonido estridente y monótono, pasajero y extranjero, igual que yo, cuando era un joven veraneante. Y ahora, en pleno invierno, el silencio es más compulsivo, el más grande de los ruidos. ¿Se puede ser poeta sin haber librado alguna vez a una cigarra del peligro de su mudez? Otro poeta relata cómo libró él a este instrumento musical de la naturaleza del peligro de la tela de araña. Con sus dedos apartó la red de élitros y patas, y le gritó al reo: «¡ Sé libre, tú que cantas con voz tan musical!». Anacreonte escribió: «Te queremos feliz». A veces los poetas helenos ponen las quejas en su propia boca. Una cigarra se queja de ser perseguida, mientras los campos son saqueados por estorninos, tordos y mirlos. Ella misma se define como amante de la soledad y trovadora de los senderos de las ninfas.
Aunque el cristianismo sólo otorga alma a los seres racionales, no dudo que por entre estas calles, casas, palacios, templos y foros de Pompeya, no discurran también las de otros seres irracionales que nos hicieron tanta compañía. Y este silencio me inquieta porque es como si estuviéramos ya en la ultratumba y no vagabundeando por la ciudad de nuestro futuro. Grillos, cigarras, abejas, todos los insectos cantarines venid aquí, al invierno mío, a la primavera de Laura. Capte cada oído su diferente música, pero que exista ella para que existamos nosotros.
Regreso a Cumas una vez más. Recorro el paseo de entrada y llego al antro, que es un largo corredor, estrecho, sostenido por rocas trapezoidales. Por los numerosos huecos que le dan luz, se cuelan palomas que revolotean por toda la estancia y que son las únicas voces audibles. Estoy en el interior mismo del libro VI de la
Eneida
. Eneas ha llegado a estas costas y sube al «peñón donde preside Apolo / y mora solitaria la sibila, / augusta en su antro inmenso, ella la intérprete / a quien el delirio vate con su espíritu / alienta, inspira y muestra lo futuro. / Por el bosque de Trivia andando Eneas, / avanza con su gente al áureo templo». El antro ahora está desolado, descarnado, es un palomar, un zureo, un túnel sin sombras, un cofre al que le hubieran arrancado los repujados de su decoración. Sin embargo, esta infinita oscuridad guarda la temperatura de los sueños, vengan los años que vengan, pasen los siglos que pasen. El antro sostiene un amplio montículo sobre el que estaba el templo de Apolo, y ahora quedan sus ruinas, junto a otras muchas de diferentes épocas y una vista extraordinaria sobre el mar y un valle que ha sido protegido del salvaje urbanismo y aún conserva los huertos y los pequeños bosques sólo roturados por unas viejas vías de ferrocarril. Virgilio habla de pinos, cipreses, encinas, robustos fresnos, robles y grandes olmos. Y da a entender que el santuario de Apolo, en lo más alto de la colina, fue mejorado por el héroe troyano. Mientras tanto, en el vientre de esta espelunca, la sibila, gobernada por Apolo, velando la verdad, rebramando, vertía sus horrendos enigmas. Esta ubicación convierte a Cumas en un lugar detenido en el tiempo, detenido en la imagen que Virgilio fijó de él. El poeta latino era muy escrupuloso con las descripciones que hacía y esta obsesión fue una de las causantes de su muerte. En el año 19, cuando después de una década de trabajos, había concluido su libro, quiso darle más verosimilitud a los lugares descritos viajando por ellos. En Atenas se encontró con Augusto, que regresaba de Oriente, y que fue quien lo convenció para que lo acompañase en su retorno a Roma. En la ciudad de Mégara enfermó y luego murió entre Brindisi y Nápoles, donde fue enterrado. Virgilio le daba tanta importancia a estas localizaciones (diríamos hoy en lenguaje cinematográfico) que había dejado encargado a su amigo Vario que, si no las podía llevar a cabo, destruyese los escritos. Esta orden, evidentemente, no se cumplió. Eneas, al tocar estas tierras, según la
Eneida
, «donó en exvoto / los remos de sus alas al dios Febo / y levantole espléndido santuario». Eneas escuchó al oráculo en los mismos lugares donde Virgilio, esos mismos lugares por los que yo ahora me encamino, y le pidió que lo condujera a las mansiones inferiores, para encontrarse con su padre, Anquises. Finalmente da con él y se produce una de las escenas más terribles y emocionantes que yo jamás haya leído: «Cercarle quiso / con los brazos el cuello por tres veces, / y otras tantas en vano aprisionada, / aura ligera, se esfumó su imagen / cual sueño volador…». Cuánto daría yo ahora por ver reproducida la imagen del mío. A mí, aquí, en medio de estos vuelos sorpresivos de las palomas que ya no transportan mensajes, se me viene a la cabeza la IV Elegía, de Rilke, donde el poeta checo expresa su mala conciencia filial. No sólo no había hecho caso a las inquietudes del padre sobre su futuro incierto, sino que además se había mofado de las mismas: «… Tú, a quien por mí le supo / la vida tan amarga, probando la mía, padre, / una y otra vez probando la primera turbia infusión / de mi deber, mientras yo crecía / y, con el regusto de tan ajeno futuro / ocupado, examinabas mi empañada mirada, / tú, padre mío, que desde que estás muerto, a menudo / en mi esperanza, dentro de mí, tienes miedo, / y serena indiferencia, como la que tienen los muertos, reinos / de indiferencia, renuncias para mi poco de destino…». Lo que Eneas vio, a través de los ojos de Virgilio, fue un enorme peñón bajo el cual se extendía un antro inmenso al que daban paso «cien largas galerías con cien puertas: / a través de ellas sale, en son de oráculo, / la voz de la sibila hecha cien voces».
De regreso hacia Nápoles paro para contemplar el Averno. Un gran lago sobre la boca de un volcán. La carretera anchea un poco para dejar sitio a un pequeño mirador. El lago es profundo y oscuro, y sólo crece la naturaleza muerta. Un antiguo caserón es la única construcción que se vislumbra. Alrededor, como en Cumas, huertos, bosques (Virgilio habla del bosque Averno) y vides. Me gustaría probar ese vino del Averno con este grupo de muchachas que se acercan al precipicio. ¡Cuánta belleza al borde del abismo! Virgilio comenta que hacia el Averno «fácil es la bajada». Aquí Eneas se encontró con una de las amadas más dolientes: Dido. Aún tenía la herida del amor muy fresca. Eneas conmovido por los remordimientos, le dijo:… ¡Ay, de esa muerte / el causante fui yo! Mas te lo juro / por el cielo y la tierra, por la augusta / fe que se guarda aquí en el hondo abismo, / ¡oh reina, a mi pesar dejé tus playas!». Luego le echa la culpa a los dioses y a su destino. El mismo destino infausto de Miseno, el hijo de Eolo; Leucaspis; Orontes o Palinuro, el piloto, «el que en la última / travesía de Libia halló la muerte / cayendo al mar mientras observaba el cielo». Todas estas sombras y las de otros muchos compañeros las vio Eneas, pero las de Dido le hirió más, pues, por culpa suya, se dio muerte con su propia mano.
Orco; Estigia, «las selvas del Estige, el reino / que no transitan vivos»; tártaro, o tartáreo Aqueronte, «donde penan los malvados»; Cocito; honduras del Erebo; Elíseo. Todos estos lugares andan por aquí. Hoy la bajada hacia las orillas circulares del Averno se hace a través de peligrosas carreteras. Pasamos por el lago Lucrino, un lago artificial procedente de una ensenada que había sido separada del mar por medio de un malecón. Horacio en las
Odas
, libro II, n.°15, dice: «Por doquier se verán estanques más extensos que el lago del Lucrino, y el célebre plátano se impondrá a los dusos». Entre los estanques a los que el poeta se refiere podrían estar los dedicados a la cría de peces —las piscinae—. Horacio también en los
Epodos
habla de las ostras del Lucrino. Luego llegamos al más grande Averno tras enfilar la Via Lago D'Averno. Es una recta y estrecha carretera empedrada, escoltada a ambos lados por altas copas de viejos pinos. Al final se encuentra, en el número 12, el pequeño Ristorante Caronte. Este lugar pertenece a la jurisdicción de Lucrino- Pozzuoli. Apenas unas tablas sostienen el tejado de zinc y las amplias cristaleras nos dejan ver el lago, a la boca del volcán, lamiendo sus frágiles contornos. Como aún es pronto, reservamos una mesa para ir a comer más tarde y, andando, nos dirigimos a la Gruta de la Sibila, que no tiene nada que ver con la de Cumas. En el libro VI de la
Eneida
leemos una descripción que coincide más con esta localización que con la cumea: «… Honda caverna / abre cercana sus enormes fauces, / roca viva cercada por las aguas / del negro lago y por la selva umbría. / No hay ave que transvuele impune nunca / la cueva: tan mortífero veneno / es el que espira de su negra boca / infestando la altura…». Averno quería, o quiere decir, “sin aves”. Sin embargo, mientras emprendemos el camino que dista entre el restaurante y la entrada de la cueva, vemos algunos patos y gaviotas merodeando estas aguas oscuras donde nada se refleja. El Averno se encuentra a los pies de esta gruta y más alejado de la de Cumas. Probablemente no hubo una sola sibila en la región, sino muchas y en muchos lugares, aunque la más famosa e importante era la de Cumas. Apenas recorridos unos trescientos metros, damos con el sendero que nos planta ante una verja. El camino de tierra es estrecho, angosto y está cubierto por grandes higueras salvajes que entrecruzan sus ramas. Hay zonas resbaladizas, cubiertas de brevas oscuras y medio rojizas. Tras la verja, que no está cerrada, se encuentra Carlo, el guarda, a buen recaudo de la solana. Nos saluda y se ofrece amable a acompañarnos por el oscuro paso que servía también para unir el lago del Averno con el de Lucrino o viceversa. Enciende un candil de gas y emprendemos el peregrinar. Apenas se vislumbra nada: mucha agua filtrada, un frío húmedo y fragmentos de mosaicos. Llegando al final un paredón nos impide ver las aguas del Lucrino. Durante el desplazamiento, Carlo, un viejo enjuto y de raro aspecto, no intercambia apenas palabras. Cuando quiere decir algo mueve el candil y lo señala, luego gira su brazo derecho y lo adelanta a su propio cuerpo. Atravesando esta noche perpetua uno se puede imaginar las sensaciones y meditaciones de Eneas por el Orco, «cuando la noche el mundo descolora». El Orco, donde se aposentaban los remordimientos, el dolor, las enfermedades, la vejez, el miedo, el hambre «que aconseja crímenes», la miseria, «el trabajo y la muerte, con su hermano / el sueño, y las culpables complacencias / del corazón impuro», la guerra, la discordia, etc. Virgilio todo lo nombra con mayúsculas pues para él no son objetos simbólicos sino representaciones físicas. En el Orco también estaban las horrendas fieras cuyas descripciones provocan escalofríos. Pero, como en todo el libro VI, es la imaginación quien conforma estas descripciones que, al fin, eran «sólo tenues fantasmas volanderos / sin cuerpo, inconsistentes, a mandobles / hubiera arremetido en el vacío». Pero ¿no es la imaginación quien más nos aterroriza? El ir y venir de Carlo por este mundo de la oscuridad tiene como fin —aunque él no lo sepa— custodiar el mito, custodiar la leyenda, custodiar la fantasía literaria. Nada leyó, todo le suena por la tradición, pero sin embargo he visto emoción en sus ojos. Cuando él se jubile, ¿quién recorrerá inútilmente este camino, este reino de las sombras, del sueño y del letargo? Aquí hubo una sibila, o muchas, afirma, y a través de sus rotundas palabras yo también lo creo así: «¡Te reconozco, sibila! / No espero de tu mano cosa distinta que tu seno mismo, / convulso entre tus uñas, Cumea, / en el torbellino de las hojas doradas», escribe Paul Claudel. Carlo no sabe nada, pero sabe tanto o más que yo, pues como afirma Schlegel, todo saber tiende al nihilismo. Él es nihilista y yo también. En medio de esta gruta ¿quién es más sabio? ¿El que lleva el candil o yo, que lo sigo y me perdería si lo apagara? San Agustín decía que en el hombre interior habitaba la verdad. Esta gruta es el interior del hombre: oscuro, temeroso, indefenso. Al despedirnos Carlo nos entrega su tarjeta de visita. En esa pequeña cartulina medio doblada pone:
«Carlo Santillo /Accompagnatore della Grotta della Sibila in localita Averno»
. ¿Alguien podría ostentar mejores credenciales?
En el Ristorante Caronte comemos pequeños mejillones, pulpo, mozzarella de verdadera búfala y
paccheri
(en napolitano significa 'bofetones', una pasta de forma cilíndrica, hueca). El camarero es amable y el ambiente acogedor. Reparo en que únicamente estamos acompañados por parejas de comensales. Ellos son mayores que ellas y todos hablan muy cariñosos y entusiasmados. Si fueran matrimonios aquí habría más silencio que en la Gruta de la Sibila, por lo que deduzco que es un buen lugar para las infidelidades, para el adulterio. En el Averno no hay ni una sola barca, quizá porque la única que lo puede surcar es la de Caronte, «un viejo horriblemente escuálido» que surcaba esta agua en un «mohoso esquife». Quienes lo acompañaban en la boga eran las almas de los al fin sepultados. Pero en el libro VI también se habla del Elíseo, allí donde las almas reposan, fuera ya de la torpeza corporal.
Pagamos y salimos a la carretera. Me fijo entonces en una de esas placas de piedra que van recogiendo, por estos caminos, versos en latín de Virgilio. Los que aquí leo pertenecen de nuevo a la
Eneida
y hacen referencia a la sibila. No me sorprenden por su belleza, sino porque alguien, encima de los mismos, ha impreso un gigantesco balón de fútbol laureado, quizá para festejar que el Nápoles ha ascendido a primera división. Poco respeto, poca cultura. Seguimos ya en coche el camino estrechísimo que rodea la boca del volcán y vamos viendo sólo casas abandonadas y algún viejo hotel cerrado. A pesar de la brillante luz del día, esas aguas imponen, sepamos o no su significado. Rilke, en el noveno soneto a Orfeo, escribe: «Aunque el reflejo del estanque / se difumine muchas veces, / sabe la imagen. // Sólo en el reino doble / se volverán las voces / eternas y suaves»
[1]
.
«Alguén dixo que a sua mirada é
desdeñosa. / Indiferente sorrí ás xeracións que pasan / e xulga, sin amosalo, I e sin que poidamos sospeitar que ao millor leva /peso de mortes na conciencia súa. / O home, un non sei qué de luxurioso, / unha fina crueldade, un esculcarte / deica o fondo do sangue e dos xardíns / do pensamento, e do soño. Búlrase / dos séculos e dos anxos, e de todo / o que non dura, porque el
é
eterno.»
El pintor siciliano del siglo XV Antonello da Messina dejó bastantes retratos de hombres quizá conocidos en su tiempo y posteriormente anónimos. Desconozco cuál es la cabeza de hombre que Cunqueiro poetiza, e incluso si el poeta se refiere a alguno de los retratos que pasan por ser autorretratos de Antonello. Sea quien sea, el autor de
Retrato: Cabeza de Home de Antonello da Messina
quedó fascinado por la expresión de estos rostros que se saben eternos ante quien los mira: «… Búrlase / de los siglos y de los ángeles, y de todo / lo que no dura, porque él es eterno». Han pasado más de veinte años desde estas reflexiones mías escritas en la
Antología poética
de Álvaro Cunqueiro. Aún no sé, y ahora ya no quiero saber, a qué retrato se refería. El catálogo de obras pictóricas de Antonello da Messina, o a él atribuidas, está repleto de retratos de hombres sin identificar. Quizá Cunqueiro quiso jugar con ese enigma. ¿No iguala el tiempo un rostro a todos los rostros humanos? ¿Puso Antonello en los retratos los gestos de los retratados o los suyos propios? ¿Un retrato no es a la vez un autorretrato, una síntesis del estado de ánimo del artista? El siciliano acentúa esa realidad humana mortal adherida a la trascendencia. Lo que perdura no es un rostro identificado de alguien que vivió, sino una máscara de la vida. Un deseo de perdurar no ya del modelo, sino del mismo retrato, que adquiere una existencia más intensa que la nuestra. Las blancas y rosáceas carnes descubren siempre una frialdad especial que las hace consistentes y fuertes. Mientras, las sombras delinean los planos en relieve… Frialdad del
rigor mortis
al que quedan sometidos por esa congelación en el tiempo.