He calculado que Antonello pintó hasta veintitrés retratos de hombre. La mayor parte sin identificar. De Antonello se conservan pocas obras. Prácticamente todas han pasado por estudios para autentificar su autoría. El estado de conservación es a veces lamentable. Malas restauraciones, repintados, falsas firmas, añadidos posteriores, falsificaciones. Muy pocos de estos retratos se pueden ver en Italia y menos aún en Sicilia. Después de pasar de mano en mano en recorridos por lo general azarosos, han ido a parar a galerías y museos de todo el mundo. Son ahora esas ciudades, muchas de las cuales ni siquiera existían en la época del pintor, quienes identifican a sus personajes. Por ejemplo, el
Retrato de hombre
del Museum of Art de Filadelfia, que está muy restaurado, el
Retrato de hombre
del Metropolitan Museum de Nueva York, que está repintado hasta la saciedad. Este lienzo acabó al otro lado del Atlántico tras rocambolesca peripecia. El
Retrato de hombre
del Museum of Art de Pensilvania está lleno de deterioros sufridos por repintados posteriores, como el de la National Gallery de Washington. Por Europa también hay repartidos otros retratos: en Londres, Berlín, Viena, París, La Haya. Uno de los dos que pude ver en el Staatliche Museen, parece ser el retrato de un veneciano. Lleva una inscripción latina digna de ser tomada en cuenta. Dice así:
«Prosperans modestus esto infortunatus veroprudens»
(«Sé modesto en la prosperidad y prudente en el infortunio»). ¿La puso Antonello? ¿Era un lema que le gustaba al retratado? ¿Es una inscripción posterior? Italia conserva el resto de estos retratos en Pavía, Roma, Padua, Turín, Milán y Nápoles, y en Sicilia sólo hay uno en Cefalu, en el Museo de la Fondazione Mandralisca. Parece ser que este último retrato es el de un ignoto marinero de una de las islas Lipari. Hay un
Retrato
de un tal Alvise Pascualino y otro de Michele Vianello, cuyas biografías también desconocemos. Cómo no iba a ser así si también tenemos escasos datos sobre la vida del propio pintor, y cuando disponemos de alguno, no es del todo ejemplar: «Habiendo estado unos meses en Messina, se fue a Venecia, donde, por ser persona muy dada a placeres y del todo venéreos, se decidió a habitar para siempre y acabar allí su vida, donde había hallado un modo de vivir según sus gustos». Además Giorgio Vasari en
Vidas de los más excelentes pintores, escultores y arquitectos (1568)
añade que Antonello era una persona de buen y despierto ingenio, muy sagaz y muy práctico en su oficio. Aunque no muy viajero, parece ser que vivió en Venecia y, algo menos demostrado, en Flandes. Pero es cierta su influencia de la pintura flamenca.
A lo largo de mis viajes me he ido topando con estos cuadros en esos museos. Los retratos, a diferencia del resto de las pinturas, necesitan ser contemplados por otros rostros vivos, de quienes obtienen nueva sabia para su existencia. Esos rostros, que son el rostro futuro de nosotros mismos, dialogan con quienes los contemplan. Ellos ya están parados en el tiempo que de nosotros huye mientras desentrañamos sus enigmas. ¿Por qué nos sonríe el de Cefalu; por qué nos mira con ironía el de la colección Altman del Metropolitan Museum de Nueva York; por qué el retrato del condotiero del Louvre tiene la mirada tan adusta; por qué el de la National Gallery de Londres la tiene tan desconfiada; por qué el de la Academia de Venecia tiene la vista tan perdida en el horizonte que no alcanzo a ver sus tristes ojos? Habitualmente los fondos de los retratos eran oscuros, pero en el de Berlín, el que contiene el proverbio, alguien añadió un cielo al atardecer y un paisaje boscoso que roba espacio al hombro de la izquierda, que no concuerda con el otro desde el punto de vista de la perspectiva. Normalmente los retratos de hombres —los de mujeres tienen otras funciones metafísicas— llevan la cabeza descubierta. Posteriormente a algunos los cubrieron con gorros o los descubrieron. Cunqueiro, que no fue un gran viajero, quizá en su breve paso por Sicilia pudo ver al de Cefalu tocado con un birrete, de mirada risueña y satisfecha. ¿De ahí ese gesto desdeñoso?
Tras los profanos retratos, los asuntos religiosos ocupan el resto de la obra del artista siciliano. En la National Gallery de Londres hay una de las obras que más me impresiona. Es un
San Jerónimo en su estudio
. El santo está leyendo en su habitación revestido con el hábito de cardenal. El estudio se encuentra en medio de una arquitectura gótica catedralicia. Por ambos laterales, de izquierda y derecha, se ven a través de ventanales, una frondosa campiña y un jardín. El león avanza suelto por un largo pasillo arqueado, pisando un suelo de azulejos con decoraciones geométricas. Una codorniz, un pavo real y una bacía de barbero están alineados en un primer plano y unos pájaros vuelan o vienen a posarse en los altos ventanales. La escenografía y la composición son extraordinarias. Todo gira en función de los libros y la lectura, el santo no parece necesitar más en su vida.
Antonello pintó muchas representaciones de Jesús del tipo Ecce Homo, sangrantes y doloridas, pero a mí me gustan más las resurrecciones, donde la figura de Cristo está levantada por los ángeles.
Piedad con tres ángeles
(Venecia) o
Cristo muerto sostenido por un ángel
(en el Prado).
La crucifixión
del Museo Real de Bellas Artes de Amberes es maestra por la apacibilidad del crucificado y el retorcimiento de los dos ladrones atados a los troncos y ramas de dos árboles podados. Al pie de los ajusticiados están la Virgen María y san Juan Evangelista, sobre un paisaje que contiene un lago, castillos y una imagen campestre serenísima.
Todas estas reflexiones me nacen en mi último y reciente viaje a Palermo, mientras me encamino por la Via Alloro hacia el Palazzo Abatellis donde se encuentra la Galería Nacional de Sicilia, que acoge todas las colecciones de arte medieval y moderno (hasta el siglo XVII) que antes se encontraban en el viejo Museo Nacional de Palermo, actualmente Museo Arqueológico. El palacio es uno de los edificios más representativos de la arquitectura gótico-catalana de la Sicilia occidental. Se utiliza como sede museística desde el año 1954. El palacio, bombardeado durante la segunda guerra mundial, fue reconstruido fielmente. La entrada al mismo se hace a través de una puerta de belleza deslumbrante. Los escudos en lo alto y las columnas que sostienen los dinteles son cordones superpuestos y anudados entre sí. En el interior, un gran claustro sirve de división entre todas las salas. Escaso de tiempo, mi intención es la de revisitar únicamente dos obras maestras: la
Anunciación
de Antonello y el
Triunfo de la Muerte
, cuyo artista anónimo debió pintar este fresco en la mitad del siglo XV. La
Anunciación
está en una pequeña sala del primer piso. Es un cuadro pequeño y se muestra protegido por un cristal. No hay nadie, ni siquiera guardianes en este mediodía laborable y de invierno. Así puedo contemplarla como si yo fuese su dueño. La mujer es bellísima, y el manto azul que recubre su cabeza ayuda a resaltar su rostro. No me mira, sino que contempla a otra persona de manera serena y firme. Estaba leyendo un libro apoyada en una mesa y, alguien, la interrumpió. Lo que leía, seguramente, le adelantó lo que ahora ve. Con su mano derecha sostiene esa especie de velo, mientras que con la izquierda detiene al intruso. El intruso es el arcángel de la Anunciación. Él no acude a revelarle lo que ya sabe por el libro, sino a pedirle su consentimiento. En ese gesto está la duda, en ese gesto está el diálogo con el arcángel. La muchacha no acepta de inmediato el encargo. Duda, entra en una cerrada reflexión con el interlocutor, lo bloquea con un gesto que es de sorpresa pero, sobre todo, de interrogación más que de negación. Podría afirmarse que la Virgen gloriosa deseaba seguir siendo virgen más que concebir al Hijo de Dios perdiendo la virginidad: porque la virginidad era una de las cosas más laudables: concebir el Hijo de Dios es honorable, pero no consiste en la virtud sino en el premio a la virtud. Y la virtud debe desearse más que el premio a esa virtud. Antonello planteó ese conflicto entre la virginidad y la maternidad. La figura volitiva de Antonello, privada de toda aureola, se vuelve hacia quien la demanda, el mensajero celeste, y con el gesto de su mano da muestras de perplejidad, incluso hasta de repugnancia, porque él se entromete de manera imprevista en su mundo. La emoción que produce este cuadro está perfectamente estudiada por el pintor y provocada por la rigidez de la construcción geométrica. La oscuridad del fondo resalta el velo azul, que, a su vez, es un triángulo que centra el claro rostro y las manos de la mujer. El espectador, como yo ahora mismo, es el único testigo de ese diálogo entre ambos protagonistas. Uno real, reconocible y físico; el otro supuesto a través de los gestos mudos que hace la figura que contemplo. La muchacha se ciñe con una mano púdicamente el manto, mientras que con la otra hace un gesto como para alejar al intruso. El retrato de ese rostro muestra sensualidad, dulzura, cierta sonrisa y pureza expresada sobre todo a través de unos límpidos ojos sobre los cuales giran la nariz y los labios herméticos, de pocas palabras. Labios cerrados, pequeños, pues a un arcángel no se le habla con palabras sino a través del pensamiento. Ese primer plano del rostro le confiere al retrato una gran dignidad. En la
Anunciación
del Museo Nacional de Palazzo Bellomo, Antonello se pone de parte de lo sagrado, mientras que en la de Palermo asistimos a la laicización del tema. Sabemos que es una
Anunciación
porque hay un rótulo que lo pone, pero si pusiera otro distinto, como
Retrato de mujer
, también lo entenderíamos así. Son los pequeños detalles de las manos y el velo azul los que remarcan la trascendencia de la escena a la que asistimos.
Y quizá también esa mirada desviada debido a que el arcángel refleja la luz inmutable, indivisible, tan sutil que los ojos del cuerpo no son capaces de aguantarla. El arcángel que viene del país de ninguna parte, guardián del verbo divino, intermediario necesario. Quizá esa luz especial que ilumina el rostro de la muchacha procede de la propia luz de lo invisible. La joven está rodeada por la divina presencia y de ella procede esa plenitud manifestada en la tersura de su piel. El arcángel transforma la mirada misma en una mirada de ninguna parte. Al mundo
imaginalis
del que el arcángel es la figura debe corresponder una mirada de la
imaginatio
. Ella intuye el misterio del arcángel y trata de afrontar con serenidad el tránsito que éste le ofrece desde las cosas visibles hacia las invisibles. Ella va a ser la intermediaria entre lo desconocido y lo real. La muchacha no tiene un rostro especial que la identifique con Sicilia o Venecia, aunque parece que procede de esta última urbe por esa tradición bizantina del manto azul así dispuesto sobre la cabeza y el cuerpo. Pero ¿por qué la muchacha no podría ser una siciliana que estuviera en Venecia y que incluso perteneciera a la misma casa del artista? Antonello pudo tomar apuntes de ese rostro y luego lo revistió de esta manera más exótica. «En estas mujeres la púdica timidez, que contrasta con el calor del temperamento, hace florecer en sus rostros una gracia contrastada muy particular. Con su rostro enmarcado entre las caídas del velo, parece encerrada en una armadura que sabe a claustro y a redil. Este clásico tocado hace fabulosos e inalcanzables el ardor de sus ojos y la fragancia de sus mejillas», escribe Nino Savarese, refiriéndose no sólo a las mujeres que aparecen en las anunciaciones de Antonello en Palermo —delante de la cual estoy—, Venecia o Munich, sino a las mujeres de los pueblos sicilianos del interior, poco antes de la segunda guerra mundial. Leonardo Sciascia recordaba esas manteletas de vicuña de diversos colores, según condición y edad: azules (como las vírgenes de las anunciaciones de Antonello), blancas y negras. Por eso no está claro que ni la pintura, ni la muchacha, sean vénetas y no mediterráneas.
Sólo uno de los Evangelios narra este suceso, san Lucas I, 26-38. Dios manda al arcángel san Gabriel a Nazaret. Entra en la casa de una virgen y de un hombre llamado José. El arcángel se dirige a la muchacha, ella pide explicaciones y el arcángel le comenta cómo será la concepción. Ella lo acepta. Todo este proceso, a decir de Michael Baxandall, está atravesado por cinco momentos: la
Conturbatio
, la
Cogitatio
, la
Interrogatio
, la
Humillatio
y la
Meritatio
, esta última correspondiente a la fecundación por parte del Espíritu Santo. Éste fue el destino de María. ¿Cuál debió de ser el de la modelo?
¿Besó
Antonello aquellos labios, acarició aquella perfecta nariz, miró aquellos ojos y tocó aquellas manos? El venéreo Antonello pintando la pureza. El pintor pecador dejó dicho en su testamento que se le enterrase con el hábito franciscano, en el convento de Santa Maria del Gesu, llamado después el Ritiro, cuyo cementerio desapareció a mediados del siglo XIX a causa de las inundaciones. La tumba era humilde y nadie vio sobre la lápida aquellas frases altisonantes que transcribió Vasari:
«Antonius pictor, praecipuum Messanae suae et Siciliae totius ornamentum, hac humo contegitur. Non solum suis picturis, in quibus singulare artificium et venustas fuit, sed et quod coloribus oleo miscendis splendorem et perpetuitatem primus italiae picturae contulit, summo semper artiicum studio celebratus»
. Este techo cobija al pintor Antonio, ornato excelso de su ciudad, Messina, y de toda Sicilia. No sólo por su pintura, en cuyo arte fue maestro y una autoridad, sino porque con sus óleos logró ser el primero que alcanzó gloria perpetua para la pintura italiana. La
Anunciación
no es la única obra de Antonello, hay otras tablas de su autoría dedicadas a santos pero, a pesar de su buen hacer, no tienen nada que ver con la magia y el misterio de esta
Anunciación
, de la cual me despido, una vez más.
De sala en sala llego hasta el
Triunfo de la muerte
, el gran fresco anónimo compuesto como si fuese una enorme página miniada. Se encontraba bajo el muro meridional del patio del Palazzo Sclafani, a la mitad del Cuatrocientos, durante el tiempo de Alfonso de Aragón, época en la que se pintó encargado por el Hospital Grande de la Ciudad de Palermo. De allí fue quitado en el año 1944 a causa de los daños producidos por los bombardeos. Luego fue expuesto en la Sala Lapidi del Palazzo della Cittá y después en el Palazzo Abatellis. La escena transcurre dentro de un jardín rodeado por un alto seto, que delimita la terrestre parcela de la tradición medieval, dentro de la cual irrumpe un caballo esquelético pero con intacta crin desplegada al viento, desde el cual la muerte va arrojando dardos fatales. En el lado izquierdo, bajo los cascos de los cuartos traseros del equino van cayendo papas, emperadores, reyes, juristas, gentes famosas, ricos, todas aquellas personas a quienes les sonrió la vida, pero no pudieron, como los más miserables y desgraciados, huir de la común muerte. Cruel, la arquera, apenas acaba de disparar sus flechas contra una joven muchacha que se desvanece herida y es ayudada por una amiga, mientras un paje recibe también un dardo en el cuello. Ambos jóvenes aparecen ya en la escena de la derecha a los pies de los cascos del cuarto delantero del caballo. Este espacio del cuadro se desarrolla en un jardín en medio de una fiesta. Más doncellas que hombres escuchan a los músicos alrededor de una fuente que chorrea agua. En la iconografía referida a la Francia medieval esta decoración acuática simboliza la fuente de la juventud. Una luz pálida, como de atardecer, recorre todo el fresco. La zona más oscura es la superior de la izquierda, donde se ve, como en tinieblas, a un cazador y sus perros. A la misma altura, a la derecha, de espaldas a la fuente, un halconero con el ave en su siniestra. Más que una representación de la muerte, lo es de lo que devienen las guerras, que arrastran a todas las clases políticas y sociales a la destrucción. La guerra como uno de los cuatro jinetes del Apocalipsis. Y también es un reflejo de la vanidad de los poderosos y en lo que devienen sus bienes terrenales. Un grupo de gentes pintadas en la esquina izquierda, entre ellas posiblemente el propio pintor, en la parte de abajo del fresco, fuera ya del espacio que cubre la cabalgadura, está compuesto por un grupo de orantes y eremitas. Observan la escena como la confirmación de sus temores. A diferencia de las autoridades eclesiásticas caídas, cuyo poder está representado por las ricas vestimentas y las sobresalientes tiaras, éstos carecen de lujosas ropas y cualquier otro símbolo de espiritualidad. Los muertos son los culpables de sus muertes por ser los incitadores de conflictos y no los pacificadores. Por las fechas en las que fue pintado este fresco, toda Italia era un campo de batalla en el cual intervenía muy activamente la Iglesia católica, que no sólo era un Estado espiritual sino temporal, intrigante y belicoso. La representación del caballo es de una modernidad extraordinaria. No ya sus lomos esqueléticos, sino, y sobre todo, la quijada relinchante, de una composición expresionista abstracta que destaca por su contraste con el realismo simbólico del conjunto. No sé por qué la visión de esta obra más que inquietud me produce serenidad.