¡Cuántos cadáveres! ¡Cuántos rostros de dolor! Lucca Signorelli, cuando falleció su hijo, lo hizo desvestir y pintó su cuerpo desnudo. Séneca comentaba que el pintor Parrasio de Éfeso compró a un esclavo viejo para retratarlo como Prometeo. Como no era lo bastante triste lo golpeó hasta crucificarlo. «¡Parrasio, me muero!», gritaba el infeliz.
«Sic tene», «¡Quédate
así!», le decía el cruel pintor. Toda pintura es ese instante: el dolor, el de la muerte. Goethe escribió que una obra de arte auténtica, al igual que una de la naturaleza, es siempre infinita: se ve, se siente; actúa pero en sentido estricto no puede ser conocida y mucho menos cabe expresar con palabras su esencia, su mérito.
Salgo de nuevo al patio-claustro y entro en una pequeña tienda donde venden catálogos, postales, reproducciones y otros recuerdos. Elijo unos libros y varias postales. La muchacha que me cobra es amable y sonriente. La contemplo hasta que ella, inquieta, desvía la mirada. Por un instante pensé en que podía haber sido la joven de la
Anunciación
. Volví a mirarla, pensando que ella entendía mi gesto, pero ya estaba ensimismada leyendo una revista de gente famosa.
El príncipe de Salina sube al coche de caballos cuando ya su esposa, la princesa Maria-Stella, y dos de sus hijas, Concetta y Carolina, lo habían hecho. Parten del Palazzo Lampedusa, en el casco histórico de Palermo, y no desde la villa Lampedusa, que estaba en las afueras de la ciudad. Por aquellos días ante la presencia de los piamonteses (las tropas italianas que habían tomado las dos Sicilias para la causa de la unificación) los bailes y las celebraciones se sucedían en la capital siciliana, por lo que, para no tener que repetir cada noche el largo trayecto «desde San Lorenzo, los príncipes de Salina habían decidido instalarse por tres semanas en el palacio que poseían en la ciudad». En este palacio nació el autor de
El Gatopardo
. Quedó prácticamente destruido cuando, en el mes de abril de 1943, cayó una bomba norteamericana sobre él. El palacio estaba, y aún están sus ruinas, situado en el Vicolo Lampedusa, un callejón junto a la Via Bara all'Olivella. Como describe su situación Giuseppe Tomasi es muy certero aún hoy, después de más de siglo y medio desde que se desarrolló este suceso literario: «El breve trayecto hasta el Palazzo Ponteleone discurría por una maraña de callejuelas oscuras, y se avanzaba lentamente: Via Salina, Via Valverde, la bajada de los Bambinai, tan alegre de día, con sus tiendecitas abarrotadas de figurillas de cera, y tan lúgubre por la noche…». La Via Salina no la he podido localizar (quizá al ser el Palazzo Lampedusa el que daba el nombre al callejón, al convertirse en la novela en Palazzo Salina, también se cambió la denominación de la calle), pero allí sigue la corta Via Valverde, que va a dar a la Via Squarcialupo dei Genovesi, y de allí al ábside de la iglesia de San Domenico. Si hubiera querido llegar al centro de la misma plaza, desde la Via Valverde hubiera podido coger la Via Antonio Gagin, paralela a la Via Roma, una de las amplias avenidas que une el casco histórico con el nuevo ensanche de la ciudad. El coche se detuvo en la cuesta de los Bambinai (el lugar donde los artesanos modelaban las figuras para los belenes), junto al ábside de San Domenico, y aquí se narra la aparición del cura que lleva el cáliz con el Santísimo, acompañado por el monaguillo, que va haciendo sonar una campanilla, con la que Visconti cierra el filme. «Don Fabrizio descendió y se arrodilló sobre la acera, las damas hicieron el signo de la cruz; el tintineo se perdió por las empinadas callejuelas que descienden hacia San Giacomo; la
caleche
, con sus ocupantes abrumados por el peso de la saludable admonición, se puso nuevamente en camino hacia la meta ya cercana.» El valor simbólico del santo viático en la novela es muy distinto al de la película. En la obra literaria, evidentemente, se hace referencia a la muerte, pero está muy alejada del desenlace final, que se encuentra más allá del baile y del capítulo VII. El capítulo VI transcurre en el año 1862, mientras el siguiente, el de la muerte de Don Fabrizio, sucede en 1883, nada menos que dos décadas después. En la obra cinematográfica, baile y viático están unidos por la misma intención simbólica de la muerte inmediata del protagonista, que no ocurre de una manera evidente, como en la novela, sino subliminal, en la cinta.
El carruaje aún continúa su corta andadura «hacia la meta ya cercana», que era donde el palacio se encontraba, en la Piazza San Domenico. Se encontraba, pues, hoy, el verdadero Palazzo dei Monteleone, el apellido real de esta familia, no existe. Fue derribado debido a obras de ampliación urbanística de la ciudad. No sé si el autor de la novela quiso situar esta acción tan fundamental en un palacio que ya no existía —para así denunciar su violenta desaparición—, o si después de escribirla fue cuando este triste acontecimiento se produjo. Me inclino más hacia esta última posibilidad, dado que la obra vio la luz en los años cincuenta del pasado siglo, pero fue escrita varios años antes. Los Salina son de los primeros en llegar, pues Don Fabrizio quiere controlar en todo instante la presencia de Angelica y su desgarbado padre. Ese baile va a ser el de la presentación de la novia de Tancredi (el sobrino tan querido) en sociedad. La princesa Maria-Stella (la madre de Concetta, la muchacha feúcha y tristona enamorada en vano de su primo) había tenido que hablar con la princesa Margherita Ponteleone para que los Sedára (nuevos ricos pero sin linaje alguno) pudieran pisar esos salones. Sabemos por la descripción del narrador que el Palazzo dei P(M)onteleone tenía una escalinata «de material modesto pero de nobilísimas proporciones» y ventanas enrejadas desde donde salían las risas y los murmullos infantiles de los pequeños de la familia anfitriona, excluidos de la fiesta, que se vengaban burlándose de los invitados. Cuando se presentan ante la princesa Margherita quedan aliviados —sobre todo Don Fabrizio— al saber que ellos son los primeros y que ya está en el palacio el «prometido», es decir, Tancredi «el sobrino, negro y delgado como una culebra» que se encargaba de divertir con alguna de sus historias «de tono subido a un grupo de tres o cuatro jóvenes que se desternillaban de risa».
Lampedusa nos dice que, desde la sala de baile, atravesando al menos seis salones, llegaban ya las notas de la pequeña orquesta. Como en toda su novela, Giuseppe Tomasi, mezcla los recuerdos propios de sus palacios con la realidad ficcional. Y lo hace a su exquisito antojo. Por lo que aquí, el Palazzo dei Ponteleone tiene también algo del de Lampedusa mismo o el de Santa Margarita, según la descripción que de ambos hizo en «Los lugares de mi infancia» incluido en los
Relatos
. El protagonista se va adentrando en la noche, en la quizá última noche de su vida (en el filme), tropezándose con distintos grupos de personas. El príncipe de Ponteleone le advierte de una presencia muy sobresaliente, la del coronel Pallavicino, «el que se comportó tan bien en Aspromonte». Había derrotado a Garibaldi, pero no sólo éste era su mérito, a decir de él mismo — cuando luego se encuentran militar y príncipe de Salina frente a frente—, sino, y sobre todo, quitarle de encima al héroe revolucionario «a toda la canalla que lo rodeaba». Según el militar monárquico, Garibaldi se lo había agradecido, lo que significaba el reconocimiento de sus errores y, de alguna manera, la aceptación de la nueva situación política que se iba a establecer en toda Italia. Se cumplía así lo que Tancredi —garibaldino de primera hora por conveniencia y combatiente al lado de los camisas rojas en la toma de Palermo— le había dicho a su tío instantes antes de enrolarse con los revolucionarios: «Si nosotros no participamos también, esos tipos son capaces de encajarnos la república. Si queremos que todo siga igual, es necesario que todo cambie. ¿Me explico?». Emocionado, abraza a su tío y le grita: «Hasta pronto. Volveré con la tricolor». El príncipe de Salina —más conformista con la actuación de Pallavicino en la novela pero muy displicente con el militar en la película— piensa que el coronel «se había comportado bien porque había logrado detener, derrotar, herir y capturar a Garibaldi, y con ello salvar el compromiso, tan difícilmente conseguido, entre el viejo y el nuevo estado de cosas». Pallavicino es menos fantoche en la creación de Lampedusa que en la película de Visconti. El novelista era más conservador que el director de cine (también aristócrata pero confeso izquierdista). Don Fabrizio, en la novela, se mete levemente con el militar: «Perdóneme, coronel, pero ¿no le parece que exageró un poco con tantos besamanos, sombrerazos y cumplidos?», le dice; pero en el fondo lo respeta porque representa la defensa de su clase. En el filme lo desprecia porque representa el militarismo, la dictadura a la que la aristocracia, e incluso la burguesía ascendente, estarían dispuesta a entregarse. Visconti hace una lectura contemporánea, todavía estaba muy presente la figura de Mussolini y la derrota de los ideales de la izquierda italiana tras el final de la segunda guerra mundial. «¡Qué gran fanfarrón!», comenta el príncipe de Salina al ver a Pallavicino contando sus hazañas. Lo recrimina en público levemente y luego, pidiendo disculpas al anfitrión, se levanta de la mesa donde estaban cenando y se va. Don Calogero, al final de la película, cuando va en el coche de caballos acompañado por Tancredi y su hija, y escucha los disparos de los fusilamientos de los soldados rebeldes partidarios de Garibaldi, exclama satisfecho: «¡Esto sí, esto es lo que todos queríamos para Sicilia. Ahora podemos estar tranquilos!». El ejército de Pallavicino no sólo ha unido Italia sino también ha destruido las esperanzas revolucionarias del pueblo en favor de esa burguesía que desmantelará a la vieja aristocracia y seguirá explotando a los más débiles. El príncipe de Salina —tanto en la novela como en el filme— ya se lo había dicho a Chevalley di Monterzuolo: «…nosotros hemos sido los gatopardos, los leones; quienes ocupen nuestro lugar serán los pequeños chacales, las hienas; y todos, gatopardos, chacales y ovejas, nos seguiremos creyendo la sal de la tierra».
Garibaldi luchó por la unidad de Italia, se le utilizó en los momentos más duros y difíciles de ese proceso y, luego, se dedicó toda la fuerza para derrotar su revolución, que en nada coincidía con la implantación de la monarquía Saboya y, de alguna manera, la vuelta al antiguo régimen readaptado a los nuevos tiempos de la democracia burguesa. En el filme, el coronel sólo representa esa bravucona, exitosa y amenazadora impostura; mientras que en la novela el militar es más pesimista y amargo: «… Jamás hemos estado tan divididos como desde que nos hemos unido. Turín quiere seguir siendo la capital, Milán considera que nuestra administración es inferior a la austríaca, Florencia teme que le arrebaten sus obras de arte, Nápoles llora por las industrias que pierde, y aquí, en Sicilia, se está incubando algo monstruoso, irracional… De momento, por mérito entre otros de un servidor, no se habla más de las camisas rojas, pero ya volverán. Y cuando desaparezcan éstas, vendrán otras de distinto color; y luego nuevamente las rojas. ¿Cómo acabará todo esto?…». Lampedusa pone en boca de Pallavicino las quejas perpetuas de los italianos sobre ellos mismos. Este discurso Visconti no lo refleja, como tampoco refleja que, tras escucharlo, «Don Fabrizio sintió que se le oprimía el corazón». El príncipe de Salina en la novela es un conservador que acata sin contemplaciones los nuevos tiempos, pensando que así se prolongará la agonía de su clase durante algún tiempo más que suficiente. El príncipe de Salina, en el filme, es un conservador que se erige como víctima propiciatoria de aquellos nuevos tiempos, de los que su clase no saldrá bien parada, pues ha perdido el honor y se ha entregado en manos de sus propios siervos. A diferencia de Tancredi (en el filme), al príncipe de Salina no le gustaba la violencia, no le gustan los salvadores de la patria; mientras que a su sobrino le parece bien la mano dura, los fusilamientos de sus antiguos compañeros a los que ha traicionado. En realidad Tancredi traiciona a su propia clase entregándose a la burguesía —con la complacencia de su tío, que lo ve inevitable, aunque él jamás lo haría— y a los más humildes, con los que compartió temporalmente los ideales revolucionarios, de los que nunca participó a pesar de haberse valido de ellos. En la película, su prima Concetta lo recrimina por esto pero lo hace por despecho amoroso, no por convicción ideológica, cosa de la que las mujeres de aquella época, y más las aristócratas, carecían.
Angelica y Don Calogero se demoraron un poco en llegar, tal cual se les había sugerido pero, poco después de estar ya todos los Salina reunidos en el baile, hicieron acto de presencia. Tancredi le había dicho a Angelica que se mostrase sorprendida y fascinada por el palacio de los Ponteleone pues «nos importan más nuestras casas y nuestros muebles que cualquier otra cosa; nada nos ofende más que la indiferencia para con éstos; de manera que debes mirarlo todo y alabarlo todo…». A partir de ese momento, a través de los ojos de la muchacha, se describe el interior del recinto: tapices, arañas, candelabros, espejos, lujoso mobiliario, etc. En esta labor le ayuda don Fabrizio, al que la casa no le agradaba pues, según su pensamiento —gran parte del baile se lo pasa hablando consigo mismo—, «hacía setenta años que los Ponteleone no renovaban la decoración, que aún era de la época de la reina Maria Carolina, y a él, que creía tener gustos modernos, aquello lo indignaba». El príncipe de Salina estaba convencido de que allí quedarían mejor unos bonitos muebles de palisandro y peluche. Pensó ir a decírselo a su anfitrión, pero no lo hizo, pues él tampoco había cambiado nada en San Lorenzo o en Donnafugata (el palacio de Santa Margherita di Belice).
Don Fabrizio inicia su recorrido por los salones para distraer su aburrimiento. Se encuentra con algunas ancianas como él que habían sido amantes suyas y ahora, al verlas cargadas de años y de nueras, le costaba recordar su aspecto de hacía veinte años, «y se enfadaba consigo mismo por haber malgastado los mejores años de la vida en perseguir (y alcanzar) a semejantes mamarrachos». Luego choca con una turbamulta de muchachitas increíblemente bajas, inverosímilmente cetrinas e insoportablemente chillonas producto de los matrimonios entre primos, «producto de la pereza sexual y el interés por preservar la propiedad de las tierras…» En la novela estas reflexiones se llevan a cabo a través de monólogos interiores, mientras que Visconti las va apoyando en comentarios que el príncipe de Salina les hace a amigos dispersos con los que se topa. Estos amigos le permitían todo al príncipe de Salina, pues tenía fama de extravagante, «su interés por las matemáticas les parecía casi una perversión pecaminosa, y si no se hubiese tratado del príncipe de Salina, si no hubieran sabido que era un excelente jinete, un cazador infatigable y, mal que bien, un aficionado a las faldas, sus paralajes y sus telescopios quizá le hubiesen valido la expulsión…». Al comienzo de la novela, el príncipe recuerda un encuentro con el monarca de las dos Sicilias, el rey Fernando, que le dijo: «¡Qué grande y bella puede ser la ciencia cuando no le da por atacar a la Religión!». A medida que las horas van pasando le va entrando la melancolía. Y sólo vuelve a ser él mismo, con su carácter duro e impulsivo, cuando escucha estos comentarios de Sedára sobre el palacio en el que están: «¡Magnífico, príncipe, magnífico! Ahora ya no se hacen cosas como éstas. ¡Con lo que vale el oro coronario!». Sedára había reparado en el oro que había por todas partes en el salón de baile, «pulido en los arquitrabes y cornisas, labrado en los marcos de las puertas, damasquinado claro, casi plateado, sobre un fondo más oscuro en las puertas mismas y en los postigos que cerraban las ventanas y las anulaban, confiriendo así al recinto el aire arrogante de un cofre reacio a todo contacto con el indigno mundo exterior». Don Fabricio, después de aquel comentario, sintió que lo odiaba (en el filme el gesto ratifica esa misma impresión, aunque el príncipe de Salina asiente con un «sí», para zanjar el asunto); «al ascenso de él, y de otros cien como él, a sus oscuras intrigas, a su tenaz avaricia y avidez, era imputable esa sensación de muerte que ahora se abatía sobre aquellos palacios…». Palacios que para Lampedusa —éste es un comentario suyo— se creían eternos y que «en 1943 una bomba fabricada en Pittsburgh, Pensilvania, se encargaría de demostrarles lo contrario». En realidad, Lampedusa se refiere a su propio palacio, en cuyos techos había esos dioses reclinados en sus dorados sitiales que contemplaban la escena del baile «sonrientes e implacables como el cielo del verano». Pero las bombas americanas no serían las únicas en destruir iglesias, conventos y palacios. ¿Quién, si no, hizo desaparecer el palacio de Monteleone?