La abuela y la tía abuela Dorothy estaban sentadas frente al fuego. Su perro, Hilliard, un ovillo gris plateado, estaba sentado a los pies de la tía abuela, con su blanco hocico, cruzado por una raya marrón que empezaba en la parte superior de su cabeza y terminaba en su brillante y negra nariz, apoyado sobre las patas. Levantó la cabeza, me miró y volvió a bajarla.
Papá se sentó en una silla junto al sofá. Yo me senté en la que había en el otro extremo, más cerca del fuego. Pese a todo el pelo, estaba helada.
—Sabes que tenemos una enfermedad en la familia —dijo papá.
Asentí pese a no ser una pregunta. No me señalé los brazos peludos ni hice ningún comentario sarcástico.
La abuela y la tía abuela chasquearon la lengua. No estaba segura de si desaprobaban a papá o a mí.
—Bueno —continuó papá—, pues no es exactamente como te dijimos que era.
Los Mayores se aclararon la garganta.
—Solo tiene diez años —dijo papá—. Tengo que ir con cuidado.
—¿Qué has de contarme con cuidado? —pregunté, sintiéndome ligeramente ofendida por aquel «solo diez». Papá sabía que no era tonta. Es cierto que mis notas no eran nada del otro mundo, pero ¿qué podía esperarse después de tantos traslados de escuela? A papá simplemente le gustaba enmascarar las cosas. ¿Qué podía haber peor que aquello? Ya tenía prácticamente todo el cuerpo cubierto de pelo. Podía soportar cualquier cosa que tuvieran que decirme—. Quiero saberlo.
—Eres un lobo —dijo la abuela haciendo un movimiento brusco con la cabeza en dirección al perro—. Igual que tu tío abuelo. Hilliard.
¿El perro de la granja era mi tío abuelo? ¿El tío abuelo Hilliard, el que estaba muerto? ¿No le habían puesto su nombre al perro? La abuela no estaba sonriendo. Aunque tampoco hubiera notado la diferencia. Jamás bromeaba.
—Un licántropo —dijo papá con la vista fija en su madre.
Miré a Hilliard. Miré a papá. Y, por último, miré a los Mayores. Nadie sonreía.
La tía abuela Dorothy asintió.
—Igual que tu abuela, tu tío abuelo, tus tías Jill, Christine, Hen y tío Lloyd, y tus primos Sam, Jessie, Susan, Alice y Lilly. El resto somos portadores, pasamos la enfermedad pero no somos licántropos. —Parecía un poco triste—. Por eso eres peluda. En cuanto te transformes por primera vez, el pelo desaparecerá. En tu forma humana, claro. Serás peluda solo cuando seas un lobo. Un lobo gris, para ser exactos. Un
Canis lupus
. Aunque la mayoría de los licántropos son
Canis dirus
, el lobo gigante que se extinguió, salvo entre los licántropos. Por eso los Wilkins somos más pequeños que otras familias de licántropos. Los lobos grises solo alcanzan los ochenta kilos. Otros ni siquiera eso. Como nosotros. Largos y delgados.
—Esbeltos —dijo la abuela, extendiendo un brazo fibroso, musculoso—. Fuertes.
—¿Somos una familia de licántropos? —pregunté. El pelo de mis brazos y cara era plateado y áspero. Como el de un animal. Como el pelaje de Hilliard. Sentí cómo se me tensaba toda la piel del cuerpo.
—Te dije que no hacía falta ir con pies de plomo —le reprobó la abuela a papá—. Micah lo entiende. Deberías habérselo dicho hace años. No está bien crecer sin saber qué eres.
Papá le dirigió a su madre una mirada envenenada. Por entonces no lo sabía, pero ahora estoy segura de que estaba pensando en su padre desconocido, en todos los esfuerzos que había hecho por desenmascarar las mentiras de su madre, en sus fracasos.
A los diez años ya sabía que mi familia era un embrollo, de lo que aún no era consciente era de hasta qué punto lo era. Si todos estaban mintiendo… Me fijé en sus caras. No estaban mintiendo.
—¿Soy un licántropo? —Aquello tenía más sentido que las diversas explicaciones que habían dado los médicos a mi naturaleza peluda. Desequilibrios hormonales y todo eso. La abuela había dicho que el pelo desaparecería. ¿O lo había entendido mal?
La abuela se inclinó hacia delante y me dio unos golpecitos en la rodilla.
—No es tan malo como parece —me dijo—. Puedes quedarte con nosotros. Aquí hay mucho espacio para vivir como un lobo.
Hilliard seguía mirándome. Pensé en todas las veces que le había acariciado y jugado con él. Ni siquiera había sabido que era un lobo. Pensaba que era un perro normal y corriente, al que le habían puesto el nombre de mi tío fallecido. Aunque la tía abuela Dorothy y la abuela siempre hablaban con él como si fuese una persona. Pero en la ciudad había visto a gente que llevaba a sus perros en bolsos y que hablaba con ellos como si fueran bebés. La gente que tiene animales es muy extraña. Y ahora papá y los Mayores me decían que el tío Hilliard ni siquiera era un lobo normal.
Un licántropo. Como yo.
—¿Entiende lo que decimos? —pregunté.
—Más o menos —dijo la abuela—. Aunque es difícil de saber. Hilliard ya no se transforma. Es un lobo todo el tiempo.
¿Me ocurriría a mí lo mismo?
¿Tendría
que vivir allí? ¿Lo sabía mamá? ¿Le haría daño saberlo?
—¿Cuándo me convertiré en lobo? —pregunté—. ¿Y durante cuánto tiempo lo seré?
Me lo dijeron. Me contaron todo lo que sabían sobre los síntomas en que debía fijarme para saber si la transformación se acercaba, sobre los ciclos, sobre lo que sabría el lobo y lo que sabría el humano. Cómo controlarlo. Cómo vivir con ello.
Me contaron desde cuándo eran lobos los Wilkins. (Desde siempre). Las leyendas familiares. (Muchas y variadas). La razón por la que habían venido a América. (Espacio. Libertad).
Cuando terminaron me dolía el trasero, me daba vueltas la cabeza y estaba tan hambrienta que el estómago empezó a protestar. Sí, como un lobo.
Cuando llega El Cambio —menopausia—, la mayoría de nosotros deja de transformarse. Nos quedamos de una forma o de la otra. La abuela se quedó en su forma humana. Cada mes experimenta una tirantez en la piel, dolores de cabeza y sofocos, de vez en cuando un molesto pelaje en todo el cuerpo que desaparece al cabo de unas horas. Pero continúa siendo humana.
A Hilliard le ocurrió todo lo contrario. Es un lobo todo el tiempo. Merodea, aúlla, atrapado en una granja que no llega ni a una décima parte de la extensión de un bosque normal.
Y caza, por supuesto. ¿Cómo no iba a hacerlo?
Atrapa ciervos, mapaches y conejos. De vez en cuando ovejas. Pero no muy a menudo.
¿Y humanos?, te estarás preguntando.
Nunca. Los lobos no comen humanos. Ni tampoco los licántropos. A no ser que no les quede más remedio. Nunca matamos a humanos para comer. Demasiado peligroso. Demasiado sospechoso. Además, la carne de conejo y ciervo sabe mucho mejor.
Al norte del estado, donde está la granja, cuando desaparece una oveja siempre se culpa de ello a los coyotes. Coyotes de un tamaño mucho mayor del habitual. En el estado de Nueva York los coyotes
son
más grandes que en otros estados, pero
¿tan
grandes?
Al norte del estado no quedan lobos, por tanto, es imposible que sean ellos los responsables de la desaparición de las ovejas.
Hoy en día apenas quedan lobos en Norteamérica. Unos cuantos muy al norte: en Alaska, en algunas zonas de Canadá, en pequeñas reservas de Minnesota, Wisconsin y Michigan. Los que reintrodujeron en el parque de Yellowstone; los únicos que no corren peligro de morir a manos de los cazadores furtivos, con sus armas de fuego y sus trampas.
Hace años, América del Norte estaba llena de lobos. Y también de licántropos. Ahora está llena de humanos, autopistas y orgullo desmedido. Al menos eso es lo que dicen los Mayores. No obstante, sentada en su porche en pleno verano, solo veo madreselvas y colibríes. Y a Hilliard.
Está solo. El lobo solitario, salvo cuando mis primos se transforman. Entonces salen a correr como una manada; juegan, cazan, aúllan. En verano yo también los acompaño. Pero tanto mis primos como yo solo nos transformamos unos pocos días al mes. El resto del tiempo Hilliard está solo.
Los lobos son animales muy sociables. Necesitan a la manada.
Me pregunto si Hilliard echará de menos la transformación. Vivir en las dos formas.
Estoy segura de que la abuela sí lo echa de menos.
La luna no tiene ninguna influencia sobre nosotros. A menos que menstrúes con ella.
Te estarás preguntando por los machos. Ellos no tienen la menstruación. No experimentan la menopausia. ¿Cómo se transforman? ¿Cómo dejan de hacerlo?
Siempre hay más licántropos hembras que machos. Porque son ellas las que provocan la transformación. Un licántropo macho que crece solo, alejado de su especie, nunca se convierte en un lobo.
Debe estar rodeado de hembras. Nosotras empezamos a transformarnos, ellos empiezan a transformarse. Nosotras experimentamos la menopausia, ellos la experimentan.
Por eso la mayoría de nosotros vivimos en manadas. Los que no se han extinguido, claro.
O los que no se ocultan en la ciudad y se toman una píldora al día. O, sin son machos, los que evitan a los de su especie. Un lobo macho puede seguir siendo humano toda su vida; lo único que debe hacer es no acercase nunca a una hembra.
Te estarás preguntando por el resto de animales que hay en la granja: pollos, gansos, cabras, vacas y caballos. ¿Cómo viven rodeados de lobos? No solo Hilliard, sino también cuando los otros Wilkins se transforman a la vez.
Para empezar, los gansos no le tienen miedo a nada, ni siquiera a los lobos humanos. No son como el resto de los animales, de modo que no se ocultan de nosotros cuando somos humanos. (Casi todos los animales sienten un miedo instintivo por nosotros: en nuestro apartamento de la ciudad —y en la granja— nunca hemos visto una rata o un ratón; podéis imaginar lo agradecidos que se sienten mis padres).
Pero cuando nos transformamos, los animales se vuelven locos. En cuanto notamos que el cambio está cerca, nos alejamos de la casa, de los establos, de los corrales y nos internamos en el bosque. Por supuesto, el miedo que provocamos durante la transformación no es nada comparado con el pavor que sienten los animales cuando tienen un lobo cerca. Por eso mismo, cuando la manada está al completo, los Mayores se aseguran de que no haya ningún animal suelto.
Aunque nosotros sabemos que debemos dejarlos en paz. Conejos y ciervos, sí, pero nada de animales domesticados. Demasiados problemas, tanto si los animales son nuestros como de nuestros vecinos.
¿La píldora?
A veces, no muy a menudo, me olvido de tomarla.
¿Mi escritorio?
¿El que resuena? ¿El que está hecho de metal?
Es una jaula: un metro de alto, dos de largo.
Cuando me olvido de tomar la píldora, ahí es donde me encierran.
Es donde me metieron la primera vez.
Sucedió de este modo:
Tenía doce años. Sentí un escozor en la piel. Un picor semejante al que sentía cuando empezaba a crecerme el pelo. Estaba en primaria. El pelo había desaparecido. Desde entonces iba a la misma escuela.
La piel empezó a escocerme durante el trayecto de la escuela a casa. Tenía un móvil que me habían dado mis padres para que los llamara en caso de emergencia —es decir, si experimentaba alguno de los síntomas que anunciaban la transformación—, pero la escuela solo estaba a cinco manzanas de casa: una avenida y cuatro calles. Estaba segura de que lo conseguiría. Apreté el paso. Subí las escaleras, abrí la puerta del apartamento, colgué la mochila en la percha junto a la puerta.
—Hola, papá —dije. Estaba sentado a la mesa de la cocina, rodeado por un montón de revistas y folletos; tenía abierto el portátil y tecleaba en él enérgicamente. Me miró por encima del ordenador, asintió y volvió a concentrarse en la pantalla.
Abrí la boca para contarle lo del escozor en la piel, pero su mirada era la de por favor-no-molestar. Decidí no hacerlo y fui al baño. Sangre. No mucha. Unas cuantas gotitas en los pantalones.
Dos de las señales que los Mayores me habían dicho que debía vigilar.
Los sofocos era la otra. Y también el dolor de dientes.
Me lavé la cara y me llevé la palma de la mano a la frente. No estaba muy caliente. Los dientes parecían estar bien. ¿Cuántos síntomas antes de alertar a mis padres?
Volví a la cocina y me apoyé en el frigorífico.
—¿Papá? —dije tímidamente. Todo aquello parecía irreal.
Hola, papá, creo que está a punto de pasar. Puede que haya llegado el momento de que me encierres en la jaula.
Papá no levantó la vista de la pantalla.
¿Tal vez debía esperar a otro síntoma? Pero los Mayores habían dicho que uno era suficiente. A veces la transformación llegaba terriblemente rápido.
—Papá —insistí.
—¿Qué quieres, Micah? Estoy ocupado. —Levantó la cabeza.
Me sentí como una idiota. ¿Y si no era nada? Las gotitas de sangre eran minúsculas.
—¿Micah?
—Mmm —dije—, creo que está a punto de, ya sabes, suceder.
—¿Qué va a suceder? Tengo que entregar esto dentro de —comprobó la pantalla— dos horas.
—El cambio. Creo…
Papá saltó de la silla, evitando por milímetros golpearse la cabeza con la bicicleta. Me puso una mano en la mejilla.
—¿Tienes fiebre?
—Aún no. Es solo la piel. —Extendí los brazos. Me habían aparecido unos bultitos rojos—. Y tenía sangre en los pantalones. No mucha pero…
—Maldita sea —dijo papá. Casi nunca suelta tacos—. Falta poco, entonces. ¿Lista para entrar?
Aunque no lo estaba, asentí. Los Mayores habían dicho que el proceso podía ser realmente rápido. Me sentía extraña, como si el corazón me latiera demasiado deprisa, aunque no sabía si se debía a la transformación o al miedo que sentía porque estuviese a punto de suceder.
Me metí en la jaula y papá se encargó de cerrarla. Me senté en el delgado colchón que habíamos instalado para hacerla más cómoda. Con un metro de alto no había forma de ponerse de pie. En un extremo había un cubo y un rollo de papel higiénico para mis necesidades. En el otro, una jarra de agua y un vaso de plástico.
—¿Estás bien? —me preguntó papá.
Asentí. No lo estaba.
—Vuelvo en un segundo —dijo.
—Vale —dije, deseando que no se marchara. Nunca me había importado estar sola. Me gustaba. Pero no aquella vez.
Cerró la puerta a su espalda. Deseé que no lo hubiera hecho. En pocos segundos empecé a temer por su regreso, por que la puerta no volviera abrirse hasta que fuera un lobo. O ni siquiera entonces.