Sarah asiente.
—A mí también. Vinieron a mi casa. Papá se puso furioso. No le gusta la poli. No confía en ellos.
—El mío tampoco —digo—. Mi padre dice que están esperando la menor oportunidad para detener a un negro. Sobre todo si tiene estudios.
—Tu padre y el mío deberían conocerse —dice Sarah—. Al parecer piensan igual.
—El mío no —dice Tayshawn, y entonces recuerdo que su abuelo era poli. Creo que también tiene un tío que lo es. Y algún otro familiar es bombero. No recuerdo haber visto nunca a un bombero negro. Su madre, sin embargo, es contable, y su padre, empresario. Aunque uno no muy bueno. Son tan pobres como mis padres. Pero supongo que siguen siendo una familia de polis.
—Estoy segura de que tus familiares no son tan perversos como los polis que vinieron a casa —dice Sarah—. El más joven…
—¿Stein? —pregunto.
Sarah asiente.
—Parecía obsesionado con demostrar que la relación que tenía con Zach era algo asqueroso. Me preguntó si estaba celosa de ti, Micah. No me creyó cuando le dije que ni siquiera sabía que estabais saliendo. —Su tono de voz se hace apenas audible—. Que no lo supe hasta después.
—Sí —dice Tayshawn—. A mí me preguntaron si me había peleado alguna vez con Zach. ¿Y qué pasa si lo hicimos? Todo el mundo se pelea. No significa que vaya a matarlo solo porque estuviera furioso con él. Creo que no tienen ni la menor idea de lo que sucedió. Dicen que le mataron con… —Tayshawn hace una pausa mientras intenta encontrar la palabra adecuada.
Sarah y yo nos echamos hacia adelante.
—He oído que le mataron con un cuchillo —dice Tayshawn—. Que tenía la cara tan desfigurada que no sabían quién era.
Sarah se lleva una mano a la boca.
—Si eso es verdad, ¿cómo le identificaron? —pregunto.
—Por el análisis de ADN que hicimos en clase —dice Tayshawn—. Al menos ha servido para algo.
Pienso en la clase de biología. Cuando todos estudiaban un trozo de papel para descubrir lo blancos o negros que eran. Recuerdo que Zach no dijo ni una palabra. Siento un escalofrío al pensar que, de algún modo, Zach sabía que aquel análisis ayudaría algún día a identificarle. El mío aún seguía en el cajón de mi escritorio.
—¿Qué más sabes? —pregunta Sarah.
Tayshawn se encoge de hombros.
—Siguen investigando. No nos cuenta demasiado; mi tío, quiero decir. Aunque no está en homicidios, de vez en cuando oye algo. Vio a Zach unas cuantas veces. Sabe que era mi mejor amigo. Me cuenta lo que puede.
—¿Por ejemplo? —dice Sarah con voz inquisitiva—. Lo siento. Es que no sé nada. Sus padres no hablan conmigo. Su madre no hace más que llorar y su padre dice que no sabe nada. Les he ofrecido mi ayuda, pero ellos dicen que no hay nada que pueda hacer. Sé que es su hijo. No puedo ni imaginar… Aunque, en realidad, sí que
puedo
. —Empieza a llorar. Lágrimas teñidas de negro por el perfilador de ojos descienden por sus mejillas—. Yo también le he perdido. Creía que estaríamos siempre juntos. —Se sorbe la nariz y se seca la cara, esparciendo por esta el maquillaje—. Sé que solo tengo diecisiete años. Sé que casi nadie se queda toda la vida con su primer novio, sobre todo si te pone los cuernos. Pero realmente lo creía. Aún lo creo. No sabía que me estaba engañando. No sabía que salía con otras chicas.
—Chicas no —dice Tayshawn—. Solo Micah.
—¿Cómo puedes estar tan seguro? —exige Sarah—. ¡No sabías nada de Micah! Puede que se viera con muchas otras.
—Bueno, pues intentemos averiguarlo —dice Tayshawn—. ¿Cuándo os veíais, Sarah?
Sarah traga saliva.
—Casi cada sábado y domingo por la noche. Y también muchos viernes. Después de la escuela, los días que no tenía entrenamiento.
—¿Y en la escuela? —pregunta Tayshawn.
Sarah asiente.
—¿Y tú, Micah?
—Los días que nos saltábamos las clases. A veces después de la escuela, pero no muy a menudo.
—¿Cuántos días a la semana, entonces?
—Dos o tres. A veces solo uno.
—Y yo —dice Tayshawn—, le veía en los entrenamientos y los sábados y domingos si había alguna fiesta. ¿Cuántos días creéis que le quedaban libres?
Tayshawn miraba a Sarah, quien seguía llorando, pero menos, sin sollozar.
—Creo que lo hemos cubierto todo —dice Tayshawn—. Es imposible que saliera con otra chica.
Sé que no había otra chica. Hubiera reconocido su olor en él, y solo había detectado el olor de Sarah. No les digo eso. Ahora mismo estoy oliéndolos a ellos. La cueva se está calentando, cada vez resulta más acogedora.
—Tiene sentido, ¿no? —le dice Tayshawn a Sarah, y le acaricia brevemente la mejilla.
Ella asiente.
—Aunque tampoco me sirve de consuelo. Lo siento, Micah, pero ¿cómo
pudiste
hacerlo?
Me está mirando fijamente. Sus ojos destilan odio, como si estuviera a punto de pegarme. Sé que soy más fuerte que ella, pero que no la detendría. Tiene derecho a pegarme.
—¿Por qué, Micah?
No sé qué responder. No puedo decirle que en realidad no pensaba en ella. Porque sí que lo hacía, aunque no como ella cree. Me encojo de hombros. El rostro de Sarah se crispa aún más.
—Simplemente sucedió —le digo—. No le di demasiadas vueltas. Y creo que Zach tampoco. Si no hubiese sido porque nos gustaba correr juntos, creo que no habríamos pasado del primer día. De verdad, Sarah. No me veía como te veía a ti. Creía que era una pirada.
—Bueno —dice Tayshawn—, en cierto modo lo eres. Apenas hablas con nadie en la escuela, y cuando lo haces, solo sueltas chorradas. Sé que tu padre no es traficante de drogas.
—¿En serio? —pregunta Sarah, soltando el bolso para secarse mejor las lágrimas.
Tayshawn suelta una carcajada.
—Ni siquiera vende navajas. Escribe para una revista.
—¿Cómo lo sabes? —le pregunto.
—Tengo mis fuentes.
—¿Has visto uno de sus artículos? —pregunta Sarah.
—Mi madre está suscrita a un millón de revistas de viajes —dice Tayshawn con una sonrisa.
—¿No crees que hacerse pasar por articulista es la tapadera perfecta de un traficante de drogas? —le pregunto.
Tayshawn ríe aún con más ganas.
—¿Por qué mientes tanto, Micah? —pregunta Sarah. Sigue mirándome fijamente. Recuerdo cuando tenía miedo de hacerlo. No sé si me gusta tanto ahora que parece no tenerlo.
—Siempre lo he hecho. No lo sé. Es una costumbre. —No pienso hablarles de la enfermedad familiar.
—Una costumbre estúpida —dice Tayshawn.
Está oscureciendo. Me pregunto qué hora será. No parece tan tarde. Puede que se esté nublando.
Sarah continúa sin apartar los ojos de mí. Como Tayshawn. El aire dentro de la cueva sigue calentándose y empieza a oler a almizcle.
Me abrazo las rodillas con más fuerza. Si Zach no hubiera muerto, no estaríamos aquí. Sarah jamás habría hablado tanto rato conmigo. Tampoco Tayshawn, pese a haber hecho algunas canastas juntos. Los conocía desde hacía cuatro años. Y apenas los conocía.
—Le echo de menos —digo, pese a saber que Sarah podría abofetearme. ¿Quién era yo para echar de menos a su novio?
Pero, en lugar de abofetearme, se acerca a mí. Creo que tengo algo en la cara y que va a quitármelo. Pero no es eso. Acerca su rostro al mío y me besa. La sacudida producida por sus labios al rozar los míos viaja desde las terminaciones nerviosas de mi cuero cabelludo hasta mis pies. Su boca se abre. Noto su lengua presionando ligeramente la mía. Tiene un sabor limpio, con un sutil regusto a menta. Su boca es cálida, y sus labios, suaves. Siento un escalofrío. Le devuelvo el beso.
Tayshawn nos mira sin perder detalle.
Entonces, cuando Sarah retira la cabeza, se inclina hacia delante y presiona sus labios contra los míos, aún húmedos con la saliva de Sarah. Su boca está un poco más fría. Aumenta la presión, pero sus labios son tan suaves como los de ella. Posa una mano en mi mejilla, luego la otra, abre un poco más la boca y me besa apasionadamente.
Estoy temblando. Él también. No tengo ni idea de lo que está ocurriendo. Me pregunto si Zach podrá sentirlo.
Cuando Tayshawn me suelta, me apoyo en la pared de la cueva y observo cómo se besan Tayshawn y Sarah. El corazón me late con fuerza. No estoy segura de lo que pienso, pero sí de que deseo que vuelvan a besarme.
Sé que ninguno de los tres matamos a Zach. Somos incapaces de hacer algo así.
Soy un licántropo.
Ya está. Ya lo he dicho.
El meollo de todas mis mentiras.
De las mentiras familiares.
Ya lo habías supuesto, ¿verdad? Después de leer todo eso sobre el pelo con el que nací, el lobo en la garganta, mi extraña familia. Es un licántropo, has pensado, nacida en el seno de una familia de licántropos.
Y ahora estaréis pensando: «Bueno, entonces fue ella quien le mató, ¿no?» Es la prueba definitiva. Y también explica cómo lo hizo, al fin y al cabo es un licántropo. Micah, la licántropo.
El problema es que yo no maté a Zach. Jamás he matado a nadie. Ni como lobo ni como humano.
O puede que estés pensando: «Está loca. No solo es una mentirosa, también está pirada».
Los licántropos no existen. O, al menos, no existen más allá de los sueños y los libros. Y, aun así, ella insiste en que es uno. También podría decir que soy un pomo o una estación espacial. Micah, el pomo; Micah, la estación espacial.
Crees que decir que soy un licántropo me convierte en la mayor mentirosa de la historia porque no soy la típica mentirosa que se hace pasar por chico, por hermafrodita o que finge que su padre es traficante de drogas.
No, piensas que es algo peor: estás seguro de que me he creído mi propia mentira. Que soy un caso perdido con un trastorno delirante.
También crees que le maté. Atrapada en mi trastorno delirante, creyéndome un licántropo, maté a Zach. Creer que soy un licántropo es el único modo de seguir viviendo con lo que hice.
Pero yo no lo hice.
Lo hizo otro licántropo.
Sí, no soy la única.
La transformación llega con cada menstruación.
Es dolorosa. Me duelen todos los nervios, células, huesos, el contorno de los ojos, la nariz, la boca, los brazos, las piernas. Todo. Desplazamientos, chirridos, crujidos. Los huesos se alargan, se elongan; también los músculos. Las fibras se retuercen y se parten. Es como si todos los huesos del cuerpo no solo se fracturaran, sino que se abrieran por la mitad y derramaran el tuétano. Los músculos se separan del hueso. Los ojos estallan. Revientan los oídos.
Aúllo.
Durante todo el proceso. Durante los veinte minutos que dura la transformación no soy más que un aullido. Se inicia, se intensifica, se alarga y se hace pedazos. Empiezo siendo humana y termino siendo un lobo. El proceso inverso es igualmente doloroso.
Las células de mi cerebro. La materia gris. Estrujando y desgajando mis recuerdos.
Micah, la chica, Micah, la humana no es Micah, el lobo.
No puedo hacerlo todos los meses. No sobreviviría.
Solo me lo puedo permitir tres o cuatro veces al año, en verano.
Por eso nunca olvido tomarme la píldora. Por eso en la ciudad me tomo una al día, sin falta.
Porque la transformación de mi columna al pasar de humana a lobo, solo eso, es dolor más que suficiente para toda una vida.
No puedo hacerlo todos los meses.
No obstante, echo de menos mis días de lobo, y anhelo la llegada del verano, los días entre los dos estallidos de veinte minutos: de humana a lobo, de lobo a humana. Días durante los cuales corro libremente y mato y como carne cruda y no pienso ni una sola vez si encajo ni si alguien me quiere ni qué haré cuando termine el curso.
Simplemente soy. Sé cuál es mi lugar.
Hasta que vuelvo a ser humana.
Papá me habló del lobo a los diez años. Fue entonces cuando decidió que tenía la edad suficiente para sobrellevar el peso del secreto. De haber sido por él, habría esperado un poco más, pero tenía que decírmelo antes de la pubertad, antes de que la primera sangre trajera consigo la primera transformación. En opinión de los Mayores, lo había pospuesto demasiado. Una de mis primas se transformó a los nueve años.
El año que cumplí los diez no fue un buen año. Me sentía fatal. El pelo con el que había nacido reapareció, y cada día la situación empeoraba. No solo me crecía pelo en más partes del cuerpo —en los pies, en las palmas de las manos— sino que este era cada vez más grueso y áspero. Los médicos no encontraban ninguna solución. Ninguna técnica de depilación funcionaba a largo plazo. Odiaba la escuela. Las bromas constantes.
Papá decidió contarme la verdad en la granja. Dijo que me sentaría bien una semana alejada de la ciudad. Podríamos relajarnos con los Mayores y sus numerosos hijos y nietos.
Me sentí aliviada. Sabía que allí nadie mencionaría el tema del pelo. Algunos de mis primos eran aún más peludos que yo: la enfermedad familiar. Aunque no por eso dejaban de meterse conmigo: por ser una chica de ciudad, por el color de mi piel, por el modo de vestirme, por cómo hablaba. Antes lo odiaba. Ahora me resultaba algo casi trivial.
Cuando jugábamos, no se mostraban conmigo tan despiadados ni violentos como lo habían sido antes. No me convencían para que penetrara en las profundidades del bosque y me abandonaban allí. No me obligaban a realizar sus tareas: limpiar los establos, diseminar el abono, dar de comer a los cerdos.
Les caía mejor ahora que estaba cubierta de pelo. No se reían tanto de mí y yo no me mofaba de ellos por ser de mi misma edad y leer peor que mi hermano pequeño.
Cuando papá me llamó para que entrara en la casa estábamos jugando al fútbol en una parcela despejada de donde ya habían recogido el maíz y que habían dejado en barbecho.
Yo seguí jugando. Mis primos se detuvieron, se miraron entre ellos y luego a mí. Como si supieran qué quería decirme mi padre. Chuté el balón hacia las dos latas que hacían las veces de portería. Incluso con el portero mirando hacia otro lado, fallé.
—¡Micah! —volvió a gritar papá. Caminé hacia él lentamente, mirando a mis primos por encima del hombro de vez en cuando. Sabían algo que yo desconocía. Quería que me lo dijeran. Quería seguir jugando. En lugar de eso, seguí a papá a través de los árboles, hasta la casa.