Read Mentirosa Online

Authors: Justine Larbalestier

Tags: #det_police

Mentirosa (6 page)

BOOK: Mentirosa
5.4Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Cuando cumplió dieciocho años, se marchó a Francia y, aunque lo odiaba, se puso a trabajar de marino mercante. No encontró a su padre. Pero sí encontró a muchas francesas de gran belleza. Entre ellas, mi madre. Volvió con ella a casa, aunque no la llevó a la granja. Se detuvo en la ciudad y se quedaron a vivir aquí.

Mamá nunca ha vuelto a Francia. Cuando le pregunto si la echa de menos, se pone a reír.

Es profesora de francés. Y papá escribe. Mamá dice que es un mentiroso profesional. Miente hasta en sus artículos periodísticos. Crónicas de viajes. Valoraciones de hoteles, balnearios y centros vacacionales. Si le pagan lo suficiente, escribirá cualquier cosa que su cliente quiera oír.

Pasa mucho tiempo fuera de casa. Cuando no está, mis padres no discuten tanto.

Nunca le he contado a nadie nada acerca de mi familia. Especialmente a consejeras como Jill Wang.

Nunca hablo de la enfermedad familiar, ni tampoco de cómo papá me la transmitió.

DESPUÉS

Sarah me sigue a casa desde la escuela. Cree que está siendo sigilosa.

Ha logrado mantenerse a una calle de distancia desde que salimos de la escuela. Pero las calles entre esta y mi casa no están muy transitadas, ni siquiera en un día entre semana. Por tanto, cuando miro hacia atrás en cada esquina, la veo. Finalmente, decido esperarla.

Sarah dobla la esquina y allí estoy yo, mirándola fijamente.

—Oh —dice, retrocediendo unos cuantos pasos y apartando la mirada—. Oh. Mmmm —digo yo. Yo —empieza, y entonces me mira brevemente, desliza las manos bajo las correas de su mochila y apoya el pie izquierdo en la pared.

—Tú —digo, mofándome de ella. Se sonroja y baja la mirada.

—Estaba…

Sigo mirándola fijamente para hacer que se sienta aún más incómoda.

—Iba a… —dice Sarah—. Solo estaba…

Como parece que Sarah aún no sabe cómo terminar la frase, decido ayudarla:

—¿Solo me estabas siguiendo?

—Sí —dice, incurablemente honesta—. Quería saber dónde vives.

—¿Por qué? —pregunto. Continúa mirando hacia otro lado.

—Me han dicho que estuvo allí. —Desliza la mano derecha por debajo de la correa de la mochila, se la restriega por la falda y vuelve a ocultarla bajo la correa—. Quería verlo.

—¿Qué querías ver? ¿A nosotros dos juntos? Está muerto, ¿recuerdas?

Sarah mueve la cabeza. Sus pesados y sueltos rizos se balancean. Sigue con la cabeza gacha.

—¿Qué querías ver, Sarah? ¿La fachada del edificio de apartamentos? ¿El interior? ¿Mi cuarto?

Sarah levanta la cabeza. Tiene los ojos muy abiertos, húmedos.

—Sí —dice—. No. Tal vez. No lo sé. Aún no lo había decidido.

—Vamos —digo, y doy media vuelta. Siento la tentación de salir corriendo y dejarla allí plantada. Pero, finalmente, empiezo a andar a grandes zancadas por la Segunda Avenida. Sarah tiene que apretar el paso para seguir mi ritmo.

DESPUÉS

—Tu escritorio es enorme —dice Sarah Washington, echando un vistazo a mi cuarto—. Es más grande que la cama.

No es que el escritorio sea muy grande, el problema es que la habitación es muy pequeña. En cualquier otra ciudad americana sería un armario, no un dormitorio. El escritorio, la silla, la cama, la caja junto a esta son el único mobiliario. Me siento en la cama con las piernas cruzadas. Prefiero sentarme en el suelo, pero Sarah ocupa el único espacio libre.

Sarah coge la cajita plateada llena de diminutas píldoras que hay junto a la cama, las observa detenidamente y alarga el brazo para devolvérmela. Tiene los ojos muy húmedos. Una lágrima resbala por su mejilla, y después otra. No entiendo cómo se puede llorar tan a menudo.

—Te acostabas con él, ¿verdad?

—Son para mi piel —le digo.

—¿Tu piel? —Vuelve a dejar las píldoras sobre la caja, como si temiera que pudieran contaminarla—. ¿Tomas píldoras anticonceptivas para la
piel
?

Asiento. Es extraño cómo, a veces, al decir la verdad tienes la sensación de estar mintiendo, y otras en que al mentir tienes la sensación de estar diciendo la verdad.

—Tengo acné. Cuando tomo esas píldoras, desaparece. Puedes comprobarlo si quieres.

—Entonces, ¿no os acostasteis nunca? —pregunta, poniendo énfasis en cada palabra.

Yo no he dicho eso. No —respondo.

—¿Y por qué tienes su suéter? —pregunta Sarah, esta vez con mayor decisión. Se acerca a la silla de mi escritorio pasando con dificultad junto a la cama y se lleva el suéter a la nariz. Ella también reconoce su olor. Más lágrimas brotan de sus ojos. Será mejor que no manche con ellas el suéter.

—Tenía frío. —Nunca tengo frío.

Solo he dejado entrar a Sarah en mi cuarto para que dejara de molestarme. Es una de esas personas incapaz de dejar algo de lado. Pensé en esconder el suéter. También pensé en ponérmelo. Pero no quiero que se pierda el olor.

—Déjalo donde estaba —le digo.

Me obedece. Puedo oler su miedo mezclado con las lágrimas. Me tiene miedo. Tiene miedo de todo.

—Yo no tengo nada suyo —dice Sarah—. Ni siquiera eso.

—¿Y la cadena que llevas puesta? —Es delgada, de oro. Fácil de arrancar—. O el anillo. Te los regaló él.

—Los compró. No eran… —Sarah se interrumpe y vuelve a mirar el suéter—. No eran cosas
suyas.

Quiere decir que no huelen a Zach. El sudor no impregna el metal. Las joyas no conservan la fragancia de quien las lleva, solo de lo que son. Y, además, Zach nunca las llevó puestas. Las compró para que las llevara ella. A mí nunca me compró nada. Siento el impulso de decírselo a Sarah, pero eso solo confirmaría que yo y Zach estábamos juntos.

—¿Cuándo fue la última vez que le viste? —pregunta, y se aleja del suéter, de espaldas al escritorio.

—¿Por qué todo el mundo me pregunta lo mismo? —Sé porqué. Desde que Brandon contó lo nuestro, todo el mundo ha estado observándome, cuchicheando. Pero quiero oírselo decir a ella, quiero que admita que ella también sospecha de mí.

Echo tanto de menos a Zach. Guando pienso en él, me duele hasta el simple hecho de respirar. Creo que voy a asfixiarme. Su muerte, su ausencia hace que todo parezca tenso, espeso, quebradizo.

—Todos queremos saber qué ocurrió. Quién lo hizo. Por qué. —No me mira a los ojos. Vuelve a extender la mano hacia el suéter, pero se detiene antes de tocarlo.

—¿Quieres decir quién le asesinó? —Es lo que todo el mundo dice: Zach fue asesinado. Pero nadie sabe quién lo hizo, ni cómo o por qué. El por qué es enorme. Zach es un buen chico. Era. No encuentro ninguna razón por la que alguien quisiera matarlo.

—La última vez que le vi fue el sábado por la noche —dice Sarah. Su voz desfallece ligeramente en «sábado».

—Yo también —digo, aunque no es verdad. No sé por qué lo he dicho. Esas dos palabras implican que me veía con Zach. Que éramos… lo que sea que fuéramos.

—Mientes. Estuve con él el sábado. En la fiesta de Chantal. Tú no estabas invitada.

Y de haberlo estado, tampoco habría ido. Demasiado ruido. No solo por la música, sino también por las voces, estridentes y chillonas por culpa de la bebida. Yo nunca bebo. En la familia Wilkins nadie bebe.

—La fiesta no duró toda la noche —digo—. Nos vimos después. —Cruzo las piernas del otro lado y me desentumezco la espalda.

—¿A las 5 de la mañana? —pregunta Sarah—. Estaba tan borracho que el hermano pequeño de Chantal tuvo que meterlo en un taxi.

—No estaba
tan
borracho. Entré por la ventana de su cuarto.

—¿Por la ventana? Pero si es un séptimo piso.

Asiento. He escalado edificios más altos.

—Subí por la escalera de incendios. Su habitación está pegada a la escalera. —No es verdad. Lo que está al lado es la cocina. Para llegar a la habitación de Zach tengo que escalar la cornisa. Sarah no es el tipo de persona que se fija en dónde están las escaleras de incendios—. Siempre deja la ventana entreabierta. O al menos lo hacía. Estaba roncando. Cuando me acurruqué a su lado, se despertó. —Puedo verlo claramente pese a saber que no ocurrió. No aquella noche.

—¿No has dicho que no os habíais acostado? —Esta llorando otra vez. Me maravilla que pueda hacerlo pese a las preguntas y la ira.

—Y no lo hicimos. Se pueden hacer muchas otras cosas. —Dormir, por ejemplo.
Estaba
borracho. Despertó, gruñó «Micah», se dio la vuelta y continuó durmiendo. O eso es lo que habría hecho si hubiera ido aquella noche. Es lo que había hecho otras noches.

Sarah me mira durante un buen rato, y veo en sus ojos que el miedo ha desaparecido.

—Eres asquerosa —dice finalmente—. No creo ni una palabra de lo que has dicho. ¿Puedes describir su habitación al menos?

—Muchos trofeos.

—Todos los chicos que hacen deporte tienen un montón de trofeos en su habitación. —Sarah se sienta en mi escritorio. Es duro, metálico, incluso con la tela que lo cubre. No puede estar cómoda—. ¿De qué color son las paredes?

—¿De noche? Oscuras.

—Muy graciosa. ¿Cómo es el resto de la casa? —pregunta en tono burlón.

—Ya te lo he dicho. Entraba por la ventana —¿Qué…?

—¿Por qué tengo que responder a tus preguntas? —Quiero que se vaya. Quiero que deje de interrogarme. Quiero que me deje en paz.

—¿Por qué no dices la verdad? —pregunta, mirándome fijamente.

—¿Por qué no lo haces tú? —pregunto, aunque Sarah es incapaz de mentir. Le devuelvo la mirada.

—¡Ni siquiera eres guapa! —grita Sarah. Se separa del escritorio, pasa junto a la cama y abre la puerta—. Pareces un chico. ¡Un chico horrible! ¿Qué pudo ver en ti?

Cierra la puerta de un portazo.

No me oye decirle que no lo sé.

HISTORIA PERSONAL

—¿Te has tomado la píldora? —Es lo primero que me preguntan mis padres cada mañana. Bueno, sobre todo mi padre.

Me molesta mucho. Me saca de quicio.

Sobre todo cuando Jordan repite la pregunta. Es asqueroso que tu hermano de diez años te pregunte algo así. No importa que no tome la píldora por
esa
razón. Es algo en lo que no debería pensar aún.

Es algo en lo que no quiero pensar.

Odio todo lo que tiene que ver con eso: la menstruación, las píldoras, la sangre.

Tanta. Tanta. Sangre.

No tomo la píldora solo por la piel, sino también para controlar la menstruación.

Antes era horrible. Me pasaba el día en la cama, sollozando de dolor, empapada en sangre. Anemia instantánea una vez al mes. La primera vez que tuve la regla, pensé que iba a morir. El dolor era insufrible. La hemorragia no se detenía.

El médico me recetó una píldora anticonceptiva al día. No una de esas falsas; me tomo una píldora de las de verdad todos los días de mi vida. Ahora ya no tengo el período. Ya no siento ese dolor insufrible. La sangre se queda en mi cuerpo, me mantiene en pie.

A mi madre no le hizo mucha gracia. Le preocupaba que no fuera natural. Creía que el período es lo que te convierte en una mujer.

Ojalá fuera un hombre.

Le pedí al médico que me explicara cómo funcionaba, pero no entendí nada de lo que me contó sobre ciclos, membranas uterinas y riesgo elevado, de modo que se lo pregunté a Yayeko Shoji. Como es bióloga, imaginé que lo sabría.

Lo sabía.

Me contó que hace años las mujeres tenían tantos hijos que apenas tenían la menstruación. Pero hoy en día solo tienen uno o dos, o ninguno, y los tienen cuando ya son mayores, lo que significa que tienen demasiadas menstruaciones. Toda esa hemorragia hace que sus úteros sufran un gran desgaste.

Intento imaginarme como una de esas mujeres de hace muchos años, embarazada una y otra vez, teniendo una docena de hijos. Pero ni siquiera logro imaginarme estando embarazada una sola vez.

Yayeko dice que tomar la píldora para no tener la regla es más natural que tenerla cada mes. Ella también lo hace. Hace dos años que no tiene la menstruación.

Yayeko habló con mi madre para explicárselo, y aunque después se sintió mucho mejor, seguía sin estar muy contenta.

—Eres mi hija —me dijo—. Es difícil ser feliz cuando tienes que tomar esas píldoras
très
adultas cada día.

A papá no hizo falta que le convencieran; es contrario a que la gente sufra cuando puede ponerse remedio. Especialmente él.

A cambio de recordar que debo tomar una minúscula píldora cada mañana de mi vida consigo una buena piel, no sangrar, no tener dolor y, según Yayeko, tener menos posibilidades de desarrollar un cáncer. Una ganga.

La verdad es que no entiendo por qué mis padres no confían en que me tomaré la píldora cada mañana. Si se me olvida, soy yo la que sufrirá las consecuencias. Soy yo la que tiene incentivos. Poderosos incentivos. Pero no, cada mañana la misma pregunta:

—¿Te has tomado la píldora?

—Sí, papá, me la he tomado, ¿vale? Como hice ayer y antes de ayer. Me la tomaré mañana y pasado mañana y todos los días de mi vida.

Me tomo la píldora y no protesto mucho por su insistencia. Bueno, no tanto como podría.

ANTES

La primera vez, después del primer beso, después de que cayera el carámbano y de recoger el trozo del suelo, de sentir el frío y el borde afilado en mis dedos —después de todo eso— dejé caer el hielo y salí corriendo.

Es lo que había estado haciendo —correr— antes de detenerme bajo el puente para observar los carámbanos, antes de que Zach Rubin me viera.

Es lo que me gustaba hacer en Central Park: correr y correr y correr tan rápido y durante tanto tiempo como podía.

Zach salió corriendo detrás de mí. Cuando me atrapó, respiraba pesadamente para mantener mi ritmo. Apreté el paso. Aunque él también aceleró, era evidente que le costaba.

—Espera —dijo jadeando.

Reduje el ritmo.

—Eres muy rápida. —Más jadeos mientras adoptaba mi zancada—. Yo lo soy, pero tú lo eres aún más.

—Sí —dije. Nunca he corrido con nadie más rápido que yo. Demasiado rápida, según mi padre.

Para demostrárselo a Zach, empecé a correr tan rápido como pude. Cuesta arriba, hasta llegar a Heartbreak Hill. Me senté en un banco libre a esperarle.

Cuando llegó, empapado en sudor, se dejó caer a mi lado.

—¿Cómo? —dijo entre jadeos—. Ni siquiera estás en el equipo de atletismo. —El equipo de atletismo de la escuela es tan lamentable como el resto de equipos—. Yo corro mucho. Todos los días. ¿Cómo puedes ser tan rápida? —Se secó el sudor de la frente con la manga de su suéter. Era sintético, no muy absorbente—. ¿Entrenas fuera de la escuela?

BOOK: Mentirosa
5.4Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Collecting Scars by Tee Smith
The Road to Mercy by Harris, Kathy
Kiss Your Elbow by Alan Handley
Anything but a Gentleman by Amanda Grange
Crappy Christmas by Rebecca Hillary