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Authors: Justine Larbalestier

Tags: #det_police

Mentirosa (7 page)

BOOK: Mentirosa
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Negué con la cabeza.

—Solo corro.

—He oído un rumor —dijo Zach. Su respiración empezaba a normalizarse. Le costaba menos hablar—. He oído que cuando naciste eras un chico. Yo no creo que parezcas un chico, pero, madre mía, corres como uno. Deberías ir a los juegos olímpicos. ¡Eres diabólicamente rápida!

Me puse a reír. Diabólicamente rápida. Es como me sentía a veces. Diabólicamente buena. No hay nada que me guste más que correr.

—¿Alguna vez has participado en una competición?

—¡Acabo de participar en una! —Seguía riendo.

—Una competición de
verdad
—dijo Zach—. Carreras. Medallas. Emblemas. Todo eso.

Negué con la cabeza.

—Demasiado complicado. Demasiadas reglas. —Deseaba que volviera a besarme. Me pregunté si debería hacerlo yo.

—¿Quién
eres
? —dijo Zach. Se enderezó y volvió a secarse la cara—. Ni siquiera estás sudando.

—Corro mucho —le dije—. Cuanto más corro, menos sudo.

Me incliné hacia adelante, le sequé el sudor entre el labio superior y la nariz y le besé.

DESPUÉS

Subir la escalera de incendios de otra persona es tan fácil como subir la tuya propia. Todas son básicamente iguales: la única diferencia reside en saber cuándo se pintó por última vez, si tiene mucho óxido, si los tornillos que la unen a la pared de ladrillos están sueltos, si hay mucha ropa tendida y si hay macetas en los balcones.

Cuanto más alto subas, más posibilidades de encontrar una ventana abierta. Habitualmente no es la ventana junto a la escalera de incendios, a menos que alguien la deje abierta a propósito. Como Zach solía hacer conmigo. Cuando aún estaba vivo y me esperaba.

Esta vez la ventana de la cocina está cerrada a cal y canto, y la persiana, bajada y asegurada. Me pongo de cuclillas en la escalera para mirar el interior. Incluso sin luz y a través de las rendijas de la persiana, veo que la cocina está hecha un desastre. Hay cosas por el suelo, la mesa está llena de cosas; el fregadero, lleno de platos sucios. Imagino que no han limpiado nada desde que Zach desapareció.

Y seguramente debe de oler aún peor. Lo sé incluso a través de la ventana cerrada. El apartamento está saturado de dolor y polvo. Y vacío. La cocina es el corazón del apartamento de Zach, pero no hay nadie en ella.

Me muevo hasta la parte exterior de la escalera y me deslizo de esta a la primera repisa. El cuarto del hermano de Zach. Ahora que está en la universidad, básicamente es una habitación para guardar trastos. ¿O habrá habido algún cambio? ¿Habrá vuelto a casa para estar con sus padres? Esté donde esté, la habitación está a oscuras. Ningún sonido de movimiento.

Con un pie en la escalera y el otro en la repisa de la ventana, me inclino hacia delante y aseguro la punta de los dedos en el hueco entre dos ladrillos, transfiriendo el peso de mi cuerpo del pie derecho al izquierdo. Me agacho para intentar abrir la ventana.

Cerrada.

Me seco los dedos en el pantalón y paso a la siguiente repisa. No miro hacia abajo. No por miedo a caer, sino porque en la oscuridad debo mantener el equilibrio en el eje horizontal, no en el vertical. Necesito mis ojos centrados aquí, no allí.

La ventana del baño también está oscura. Hay una rendija abierta, pero es demasiado pequeña y está demasiado alta para poder colarme por ella. Aquí tampoco hay nadie. Paso a la repisa frente a la habitación de Zach. La ventana tiene una rendija abierta, lo suficiente para deslizar los dedos por ella. La abro, introduzco la pierna derecha, después la izquierda y, por último, el resto del cuerpo. Caigo al suelo sobre una pila de ropa de Zach.

Me limpio las manos mugrientas en los pantalones. Seguro que también me las he manchado con mierda de pájaro. Huelo el fosfato. Aunque el olor no es tan intenso como el de Zach.

Incluso sin encender la luz, el olfato me dice que no han cambiado nada de sitio. No han deshecho la cama ni han cambiado las sábanas. Todo sigue tal y como estaba. Es como si Zach aún viviera aquí. Casi no me atrevo a respirar por miedo a reemplazar su aliento con el mío.

Mis ojos se ajustan a la oscuridad, los oídos también. Oigo el tráfico circulando por la calle. Un helicóptero sobrevolando el edificio. A alguien gritando en el apartamento de al lado. Pero en este no hay nadie. Estoy sola.

La pila de ropa se extiende hasta el centro de la habitación. Por el olor —salado, rancio, a Zach— deduzco que es ropa del gimnasio.

Paso junto a la cama sin mirarla. No quiero pensar en lo que hay, en lo que no hay, en lo que había. Tropiezo con unas cuantas botellas de agua y las vuelco. Todas están medio llenas. El suelo se moja con pequeños hilillos de agua. Me agacho y empiezo a enderezar las botellas, los ojos fijos en estas, no en la cama.

Me escuecen los ojos. Trago saliva. Estoy aquí por una razón, me recuerdo a mí misma, pero no consigo ponerme de pie.

El escritorio está colmado de notas y libros. Debería registrarlo. Siento un nudo en la garganta. No estaba en esta habitación desde antes de que Zach desapareciera. Vuelvo a tragar saliva, me pongo de pie, cierro los ojos deseando que se sequen. Me concentro en los olores. En la fragancia de Zach. En su mal olor. En el sudor, en los calcetines sucios, en el olor de su carne. Me horrorizo ante esa palabra. Ahora Zach solo es carne. La carne es lo que define a una persona en cuanto muere.

No sé exactamente qué hago aquí. Cuando subía por la escalera de incendios lo sabía. Intento recuperar aquella certidumbre.

¿Esperaba encontrarlo en su habitación?

Zach no está aquí. Solo queda su olor, las pieles muertas y las células capilares, la ropa que una vez llevó pegada al cuerpo, las botellas de las que bebió.

Cientos de pruebas de lo que era, de cómo era, pero no él.

No Zach.

Abro los ojos y me acerco al escritorio procurando no pisar la ropa.

Enciendo la lámpara y parpadeo ante la repentina luminosidad. Por un momento, puntitos negros bailan frente a mis ojos, y entonces veo la pila de libros. El más próximo tiene una portada roja y el título, ENTRENAMIENTO, está escrito en grandes letras negras. Es la letra de Zach. Su diario de entrenamiento. Todos los integrantes del equipo tienen que llevar uno al día. En él anotan sus progresos, lo que comen, el número de calorías, su peso, cuántas horas de entrenamiento adicional han hecho, cuántos partidos han ganado, por cuánta diferencia y todas sus estadísticas.

Lo cojo y paso la primera página; seguramente no me dirá gran cosa. Entonces se me ocurre que la poli debe de haberlo visto. Y la habitación. ¿Se habrán llevado algo? ¿Las habrán examinado? El pensamiento me produce una sensación de inquietud, aunque no sé exactamente el motivo.

Muevo la lámpara para iluminar el suelo junto al escritorio y me siento allí, con la espalda apoyada en la cama. Paso las páginas intentando no pensar en Zach cuando garabateó aquellos números y aquellas palabras. Es como cualquier otro cuaderno de entrenamiento. Calorías, pesos, ejercicios, puntos, victorias, derrotas. Su peso es estable. Aumentan las calorías. Su peso no repunta. Anota su frustración por la falta de volumen:
Mierda. Aún 77, 77'5, 78, 76, 77. Mierda.

Todas las páginas son iguales. Aumento de calorías. Peso estable o decreciente. Victorias y derrotas. Puntos, rebotes y fallos. Titular. No titular.

Un corazón riguroso e inconstante.

En la página treinta, aproximadamente. Garabateado en el margen izquierdo.

No sé qué significa. No me imagino a Zach diciendo algo así. Ni siquiera me lo imagino pensando algo así. Nunca le he oído decir esas palabras. Bueno, tal vez sí «corazón», y puede que también «riguroso», pero no «inconstante». Parece una palabra pasada de moda. ¿Quién diría algo así? ¿O lo escribiría?

Lo miro más de cerca. Definitivamente no es su letra. Demasiado picuda.

Siento la tentación de arrancar la página. De compararlo con la letra de Sarah. A ella le gusta la poesía, el exceso. Es algo que podría haber dicho ella.

¿Piensa Sarah que Zach tenía un mal corazón? ¿O que lo tiene ella? ¿Es un mensaje para mí?

Continúo pasando páginas pero no encuentro ningún otro comentario que no tenga que ver con pesos o partidos jugados.

Registro el resto de la habitación, pero, al no saber qué estoy buscando, no encuentro nada.

Cojo uno de sus jerséis sucios. Lleva el número 12 a la espalda. Está empapado de su olor. Decido que no lo lavaré nunca.

DESPUÉS

El rumor sobre la desaparición de Erin Moncaster recorre la escuela. Pasa de un estudiante a otro, de una clase a la otra. También entre los profesores.

No estoy segura de quién es Erin. Su nombre no me dice nada.

Lo oigo en clase de lengua, mientras trato de leer una poesía acerca de una nevera. Chantal se lo susurra a Sarah.

—No —dice esta.

Primero Zach, ahora Erin. ¿Estará muerta? ¿Se conocían?

Erin era alumna de primer curso; Zach, de tercero. Parece poco probable. Sarah y Chantal me miran. Puedo oírlas pensar en lo improbable que es que Zach y yo estuviéramos juntos. Entonces, ¿por qué no Erin? No puede ser una coincidencia. Dos chicos de la misma escuela que desaparecen en tan poco tiempo. ¿Cuántas veces sucede algo así?

¿Hay alguien ahí fuera que odia esta escuela? ¿Volverá a ocurrir?

Puedo oler el miedo. Chantal ya lleva encima un espray de pimienta. Al final del día otras chicas dicen que harán lo mismo. Eso o un silbato potente. Los chicos hablan de navajas.

Yo no tengo miedo. Estoy en clase de Palabras Peligrosas, soy incapaz de entender una especie de código que, según la profesora Lisa Aden, deberíamos conocer. Unas reglas del viejo Hollywood o algo así. ¿A quién le importa?

Yo no pienso ir armada. Los Mayores dicen que nunca debe llevarse un arma si no sabes cómo utilizarla. Yo sé cómo cazar con un cuchillo. La abuela me enseñó a utilizar tirachinas, arcos, flechas. Nada de todo eso es tan efectivo como una buena trampa. Pero hay una gran diferencia entre matar un conejo, o incluso un ciervo, y defenderse del ataque de una persona. Además, no puedo imaginar a alguien atacándome. Soy demasiado rápida.

—¿Micah? —grita Lisa.

Levanto la cabeza.

—Lo siento —digo.

—¿Sabes la respuesta?

—Mmm.

—¿Sabes la respuesta?

—Lo siento —digo—. Estaba pensando en Erin Moncaster.

Lisa asiente.

—Nos ocurre a todos. Pero hemos de seguir con la clase. Te he preguntado si sabes qué palabras, aceptadas actualmente, estaban prohibidas por el Código de Producción.

—Mmm —vuelvo a decir. No tengo la menor idea. Intento pensar en una palabra que pudiera considerarse inadecuada en los viejos tiempos pero que no lo fuera hoy en día—. ¿Maldito? —pregunto.

—Casi —dice Lisa, y retoma la explicación. Desconecto.

Estoy intentando recordar quién era Erin. ¿Era blanca o negra? Es un nombre más bien de blanca. No suelo prestar mucha atención a los chicos de primer curso; solo para alegrarme de no ser uno de ellos. Unos cuantos meses más y me largaré de aquí; a ellos les quedan años por delante.

Seré honesta: en realidad Erin me importa muy poco. ¿Tal vez por eso no tengo miedo? Erin no es Zach. Que ella haya desaparecido no significa que él vaya a regresar. Una parte de mí no puede soportar que la gente hable tanto de ella. Como si fuera tan importante como Zach. Como si ya se hubiesen olvidado de él.

Los odio. Después de un día oyendo comentarios y especulaciones, por no mencionar los rumores que aseguran que Zach y ella estaban juntos, empiezo a odiar también a Erin.

Aún no han enterrado a Zach.

ANTES

Acepté hacerme la prueba de ADN porque los resultados los enviaban a casa, no a la escuela. Porque Yayeko me prometió que no teníamos que compartir los resultados con el resto de la clase si no queríamos. De no ser así, probablemente no lo hubiera hecho. Sentía curiosidad.

Sin embargo, cuando recibí los resultados, guardé el sobre en un cajón, sin abrirlo. No quería ver confirmada en blanco y negro y en papel la enfermedad familiar. Evidentemente, no pensaba compartir el resultado con la clase de biología.

Pero estaba en clase cuando todo el mundo —salvo yo— compartió sus resultados.

Nadie era 100 por cien nada.

Yo podría haberles dicho lo mismo sin necesidad de hacer una prueba tan cara.

La clase era un hervidero. Todo el mundo anunciaba en voz alta su resultado. Todos reían. Solo unos cuantos permanecíamos en silencio. Yo era uno de esos. Y Zach otro. Él estaba sentado en la parte de atrás. Yo más cerca de la pizarra. Sin embargo, oía perfectamente su silencio.

Brandon no se lo creía. O al menos dijo que no se lo creía. Pero parecía feliz con su 11 por ciento de africano. Empezó a hacer bromas relativas al baloncesto. Como si una gota de ADN africano le convirtiera instantáneamente en un as del balón.

—Venga ya —dijo Tayshawn mirando a Brandon como si este fuera algo nauseabundo que se le hubiese pegado a la suela del zapato.

—¡Once por ciento! — dijo Brandon.

—Lo que te convierte en un 89 por ciento cabeza de chorlito —dijo Tayshawn.

Todo el mundo se puso a reír. Brandon empezó a rebatirle, pero Tayshawn gritó más:

—Aquí dice que soy blanco en un 23 por ciento. ¿Significa eso que seré un corredor de bolsa que no sabrá bailar? Por favor.

Brandon se rió como si no le importara. Pero sí que le importaba. Miró a Tayshawn con ira.

—¿Qué creéis que significan estos números? —dijo Yayeko Shoji aprovechando el breve silencio.

Nadie levantó la mano.

Sabía a qué se refería: nadie es exactamente como cree que es. Todos tenemos muchos tipos distintos de ADN flotando en las células: negro, blanco, asiático, nativo-americano, humano, primate, reptil, ADN basura, un montón de genes que no aparecen en los análisis.

Yo tengo la enfermedad familiar. Mi hermano no la tiene, ni tampoco mi padre. Pero ¿quién sabe qué sucederá cuando Jordan tenga hijos? Sus genes están tan contaminados como los míos.

—¿Creéis que estos números son intrascendentes? —Yayeko recorre con la mirada toda el aula, mirándonos a los ojos.

—Bueno —lo intenta Lucy—, supongo que no. Porque aunque aquí ponga 10 por ciento asiática y 3 por ciento africana, cuando rellene el próximo formulario seguiré escribiendo «blanca» en la casilla de raza.

BOOK: Mentirosa
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