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Authors: Justine Larbalestier

Tags: #det_police

Mentirosa (8 page)

BOOK: Mentirosa
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Murmullos de aprobación recorren el aula.

—No hay sitio en esos formularios para los porcentajes —dijo Tayshawn—. Solo puedes ser una cosa.

Yayeko asiente.

—Por supuesto. Y, además, estos análisis no son del todo fiables.

Los murmullos aumentan de intensidad. Brandon da un graznido.

—Entonces, ¿por qué lo hemos hecho?

Yayeko levantó una mano.

—La capacidad del análisis para determinar vuestro ADN depende del ADN a disposición de la empresa que lo lleve a cabo.

Se dio la vuelta y empezó a dibujar en la pizarra una espiral de ADN. La luz atrapó partículas de polvo en el aire. Podía olerlo, saborearlo en la punta de la lengua.

—Este análisis ha sido realizado —dice Yayeko— comparando vuestro ADN —señala la espiral que había dibujado— con el ADN en la base de datos de esta empresa en particular. ¿Qué porcentaje del ADN mundial pensáis que pueden tener? ¿El cinco por ciento? ¿El diez? ¿El quince?

Brandon miró a Will. Nadie dijo nada. Supuse que no sería un porcentaje muy alto. El mundo es muy grande, y hay muchísima gente en él.

—Menos de un 1 por ciento —dijo finalmente Yayeko—. Considerablemente menos. Por tanto, su base de datos de ADN es muy reducida. Una base de datos que no contiene todo el ADN de todas las personas del planeta.

Yayeko esperó un instante mientras digeríamos la información. Me pregunté cómo podían decirnos algo sobre nosotros si disponían de tan poca información. Seguía sin querer abrir mi sobre.

—Cogen el ADN de fuentes «puras»: grupos europeos, asiáticos y africanos con pocos matrimonios entre diferentes grupos. Sin embargo, quedan muy pocas personas «puras» en el mundo. Mucha gente afirma que estos análisis funcionan a partir de una premisa falsa.

La clase estaba en silencio. ¿Qué estaba diciendo Yayeko? ¿Que el análisis no podía decirnos nada? ¿Que las razas no existían? Eché un vistazo a mi alrededor y vi un montón de rostros con el ceño fruncido. Todos menos el de Brandon, quien estaba garabateándose la palma de la mano.

—La empresa busca marcadores en nuestro ADN que han identificado previamente como africanos o asiáticos o europeos o nativo-americanos. Pero al disponer de tan poco ADN registrado, las probabilidades de que identifiquen correctamente los marcadores en vuestro ADN no son muy altas. Digamos que identifican uno de vuestros marcadores como africano. Puede ser que estén identificando como originario de algún lugar de África un marcador no registrado procedente de otra parte del mundo.

—¿Significa eso que si el análisis dice que no tienes ADN africano, puede ser un error? —preguntó Sondra. Sondra tiene la piel muy blanca. Incluso más que Chantal, y mucho más blanca que la mía. La gente blanca suele pensar que ella también lo es, a pesar de sus rizos y sus labios carnosos. Desde que leyó el resultado, había estado muy callada. Como yo y Zach, no había dicho ni una palabra.

—Por supuesto —dijo Yayeko sin atisbo de duda—. Si hiciéramos el análisis con otra empresa que utiliza otra base de datos, tus resultados podrían ser distintos. Desde un punto de vista biológico, las supuestas razas tienen más similitudes que diferencias. Solo existe una raza: la humana. La anemia de células falciformes a veces también se la denomina enfermedad negra, porque es más común entre las personas con ancestros africanos, pero también es relativamente común entre aquellas con ancestros mediterráneos, indios o de Oriente Medio. Somos una única raza.

»Actualmente, lo que sabéis sobre vuestros ancestros y herencia cultural es mucho más fiable de lo que pueda deciros un análisis de este tipo. Esto puede cambiar el día que logremos registrar todo el ADN del mundo. Pero, por ahora, sois lo que creéis que sois.

Pensé en mi familia y empecé a asentir sin darme cuenta. Sondra también lo hacía. Conozco a sus padres. Al contrario que los míos, tanto su padre como su madre son negros. Aunque me pregunté qué pondría en mi análisis de ADN, aquella noche tampoco abrí el sobre.

HISTORIA FAMILIAR

¿Jordan y yo?

Nos odiamos mutuamente. Él cree que yo tendría que estar encerrada en una jaula; yo creo que él nunca tendría que haber nacido.

¿Creéis que exagero? ¿Pensáis que los hermanos siempre dicen que se odian pero que nunca lo dicen en serio?

Estáis equivocados. Nosotros sí nos odiamos. Como Caín y Abel. Hay muchísimos hermanos que luchan entre ellos y acaban matándose. Una vez leí que dos hermanos combatieron en bandos opuestos durante la Guerra de Secesión. Combatieron y se mataron el uno al otro.

Jordan es mucho peor que eso. No es solo que piense de un modo distinto, es que huele de un modo distinto. Hay algo en él que no acaba de encajar. Creo que es mala hierba, aunque papá y mamá no me creerían nunca, por supuesto. Me roba cosas. Se cuela en mi cuarto y me coge cosas. Le dije que la próxima vez que lo hiciera, le mataría.

Y entonces se llevó el suéter de Zach.

DESPUÉS

Quiero más a mi madre que a mi padre, aunque a veces su forma de hablar —fragmentada, poco americana— puede resultar embarazosa. No me da la lata tanto como mi padre. No se pone siempre de parte de Jordan.

Durante el desayuno, mi padre insiste con la cantinela de siempre: la granja. Estamos apretujados en la diminuta cocina, alrededor de una mesa que no es mucho mayor que un pupitre. Apenas hay espacio para los platos. Las bicicletas cuelgan sobre nuestras cabezas porque en el apartamento no hay sitio donde guardarlas. Si me levanto de la mesa demasiado rápido, olvido que están ahí y me doy un coscorrón. Por desgracia, Jordan es aún demasiado bajito para que le ocurra lo mismo. Pero ya crecerá.

Si extiendo el brazo derecho, más allá de Jordan, casi puedo tocar la nevera. Cuando nos sentamos a la mesa de la cocina, ya no puede abrirse la puerta de la despensa. He de sentarme con los pies encogidos porque el procesador de alimentos, la cafetera y la tostadora viven apiñados bajo la mesa.

—Odio a los Mayores —le digo a papá mientras me meto una loncha de beicon en la boca—. Para —le grito a Jordan, quien acaba de golpearme con el codo al retorcerse para recoger la tostada que le ha caído al suelo—. Mocoso.

—Déjala, Jordan —dice mamá—. Lo limpiaré después. No querrás llegar tarde a la escuela, ¿verdad?

—¡Claro que sí! —dice Jordan, y me saca la lengua.

—Pues
yo
no quiero que llegues tarde. ¡Y deja de moverte y cómete el desayuno! ¡Tienes diez años, no dos!

—No es verdad, Micah —dice papá, ignorando completamente a Jordan y a mamá—. Siempre te lo has pasado genial en la granja.

—No. Siempre me voy a correr y me escondo en algún sitio para no tener que estar cerca de ellos. Ni de mis estúpidos primos. —Mantengo los codos bien pegados al cuerpo para no golpeármelos con la pared ni estamparlos contra la pegajosa boca de Jordan. No es que me importe hacerle daño, pero no quiero pringarme el codo con el viscoso sirope.

—¡Jordan! ¡Para! —Mamá le quita de las manos el sirope de arce.

—Pero es que no me gusta el beicon sin sirope.

—¡Pero si está
inundado
! Tienes diez minutos para acabar de desayunar. Hemos de irnos. ¡Vite! —Mamá acompaña a Jordan a la escuela de camino a la suya, una muy pija donde da clases de francés. Cada mañana se produce una lucha similar para sacarlo de casa.

—Creo que te sentaría bien pasar un tiempo lejos de aquí, Micah. Después de todo lo que ha pasado. Aire fresco…

—¿Te refieres a…? —Titubeo—. ¿A su muerte?

Papá asiente.

—Sí. Zach era tu amigo. Está siendo muy duro.

—Es un proceso natural —dice mamá—. Deberíamos dejar que pasara por él.

—¡Zach es un idiota! —dice Jordan. Estoy tentada de estrangularlo aquí mismo, sobre la mesa de la cocina. Me encantaría ver cómo le cae la cabeza sobre el beicon empapado en sirope.

—Silencio, Jordan. Debes comportarte como un niño de tu edad —dice mamá. Se levanta con cuidado de la silla, evitando las bicicletas, deja su plato en el fregadero y el sirope de arce en la nevera.

—En la granja hay mucho más espacio —dice papá.

—¡En un ataúd hay más espacio que allí! —Imagino a Zach metido en uno. El beicon pierde su sabor. Estoy masticando polvo.

Papá mira a mamá.

—Debería vivir en la granja.

Me obligo a mí misma a terminarme el beicon.

—Deberían sedarla —dice Jordan.

—Silencio —le advierte mamá.

—Y a ti deberían tirarte por el desagüe —le digo sin ni siquiera mirarle—. Como a los caimanes.

—¡Mamá! —lloriquea Jordan.

—Silencio, por favor. Ya sabes que no lo dice en serio.

Papá me mira. Él sabe que lo digo muy en serio.

—Si no quieres ir no pasa nada —dice mamá con la espalda apoyada en el fregadero—. Pero ¿por qué no te lo piensas un poco? Han pasado cosas bastante… —A veces le cuesta encontrar la palabra adecuada—. Bastante… —Vuelve a interrumpirse, y entonces ve que Jordan está cortando el beicon en trocitos y sumergiéndolos en el lago de sirope—. ¡Para, Jordan! Cómetelo o no te lo comas, pero deja de jugar con la comida. —Vuelve a centrar su atención en mí—. Desagradables. Han pasado cosas bastante desagradables. Tal vez te sentaría bien alejarte por un tiempo. No tiene que ser con los Mayores.

—¿Adónde más podría ir? —dice papá—. ¿Sugieres que la enviemos al Club Med?

—Bueno, ¿podrías llevártela contigo en tu próximo viaje?

Papá y yo cruzamos una mirada.

—¡No! —decimos al unísono.

Mamá empieza a reír.

—No podríais ser más parecidos.

Papá tiene la misma expresión de desconcierto que noto en mi propio rostro. Al darme cuenta, frunzo el ceño aún más.

Mamá se inclina hacia delante por encima de la cabeza de Jordan, encogiéndose para evitar golpearse con las bicicletas, y me da un beso en la mejilla.

—Si no quieres ir a ningún sitio no pasa nada.

—¿Te has tomado la píldora? —pregunta papá.

No me molesto en contestar.

DESPUÉS

—Creo que no me quería —me dice Sarah.

Estoy sola. Ella se sienta a mi lado como si fuéramos amigas. ¿Cómo puede ser que haya olvidado hasta qué punto no lo somos? ¿Por qué me está hablando sobre lo que Zach sentía por ella?

—¿Y tú? —me pregunta.

—¿Yo qué? —No quiero que se siente a mi lado. Quiero comer sola, sin que nadie me moleste, sin que nadie me mire. Desde que Zach desapareció —no, desde que Brandon se fue de la lengua—, la gente no ha dejado de observarme, de cuchichear sobre mí. Pero ¿Sarah y yo comiendo juntas? No, eso ya pasa de castaño oscuro. Toda la cafetería nos está observando, intentando oír qué decimos.

—¿Le querías? —me pregunta en voz más baja.

Pongo los ojos en blanco para no tener que explicarle lo estúpida que considero su pregunta.

—Está muerto, Sarah —le digo sin levantar la voz—. Pensar en él, hablar de él todo el rato no hará que vuelva a estar vivo. Lo sabes, ¿verdad?

Parpadea varias veces pero esta vez sus ojos no se llenan de lágrimas.

—Solo te he preguntado si le querías. ¿Por qué te cuesta tanto responder a eso?

Suspiro.

—No importa. Está muerto.

—Te da miedo responder —dice Sarah—. Eso significa que le querías.

—Lo que tú digas. Supongo que tú sí crees que le querías. —No quiero hablar de Zach con ella. No quiero hablar de Zach con nadie. Pronunciar su nombre es doloroso, pensar en… Me doy cuenta de que las dos hemos estado evitando su nombre. Hemos dicho «él», «suyo», «de él», pero nunca «Zach».

—Por supuesto —dice Sarah.

—No estábamos juntos, Sarah. Brandon mintió. Y yo he estado jugando contigo. Salíamos a correr juntos de vez en cuando. Eso es todo.

—Tienes su suéter.

—Tenía frío y me lo prestó. —No tenía frío. Tenía la cabeza apoyada en su regazo. Él me estaba acariciando el pelo, mis diminutos rizos. Su olor me envolvía completamente. Le dije que me gustaba su suéter. Se lo quitó y me lo dio. Apestaba a él. A su sudor. Me encanta ese suéter.

—No soy estúpida —dice Sarah, y consigo contener una carcajada—. Te crees muy buena ocultando cosas pero a mí no me engañas. Sé que estabais juntos. Se te ve en la cara lo que sentías por él. Sé que le querías. No me equivoco, ¿verdad?

Me encojo de hombros. Sarah empieza a llorar, otra vez. En silencio, pero no importa. Todo el mundo nos mira. Saben lo que ocurre. Ojalá yo también pudiera llorar.

—¿Por qué eres tan cínica? —No es una pregunta maliciosa. Creo que siente auténtica curiosidad.

—Intento parecerme a mi padre —le digo, lo que no se acerca ni remotamente a la verdad. Pero Sarah ha visto a mi padre, al traficante de drogas, de modo que, probablemente, crea que es un tipo duro, cínico y astuto. Papá no es cínico. En absoluto. Es una persona optimista y positiva, casi de un modo enfermizo.

Sospecho que mi cinismo proviene del hecho de fingir lo que no soy; ocultarme tras un manto de mentiras me ha convertido en una persona cínica. Sé que no soy digna de confianza. ¿Qué probabilidades hay de que el mundo sea un lugar inequívoco si yo no lo soy?

Sin embargo, mi padre miente tanto como yo y no es una persona cínica.

—¿Crees que te quería? —me pregunta Sarah mientras se seca los ojos con discreción. Me pregunto a quién cree que está engañando.

—¿Quién? ¿Mi padre? —pregunto, aunque sé perfectamente a quién se refiere—. Por supuesto que me quiere. Es mi padre.

—No, Zach. ¿Crees que Zach te quería?

Siento un impulso irrefrenable de darle un puñetazo en pleno rostro.

Ha dicho su nombre.

En lugar de eso, vuelvo a concentrarme en mi BLT
[2]
; retiro el pan húmedo y la lechuga marchita. El beicon está chamuscado. Tengo que masticarlo un buen rato para conseguir tragármelo.

—Supongo que tanto como quería a sus otros compañeros con los que solía correr —digo finalmente con la esperanza de no tener que volver a hablar nunca más con Sarah. Pero el mes de junio queda tan lejos…

HISTORIA FAMILIAR

La enfermedad familiar es algo más que acné y un exceso de sangre. Es mucho más que eso; otra razón para tomarme la píldora todos los días de mi vida.

¿Recordáis el pelo con el que nací? ¿La ligera capa de vello que me cubría todo el cuerpo?

Volvió a aparecer.

Junto con el horror propio de la pubertad, me salió pelo en los lugares más inoportunos.

BOOK: Mentirosa
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