Notaba que algo se removía en mi interior, y conocía el motivo. Tenía que volver a casa.
Me puse en pie.
—Micah, siéntate —dijo la profesora, sin levantar la cabeza.
Volví a dejarme caer en la silla. No pretendía hacerlo, pero parecía como si los músculos de las piernas se hubieran licuado. Sin embargo, cuando bajé la cabeza seguían siendo humanas.
—¿Te encuentras bien, Micah? —La profesora me estaba mirando fijamente.
—No —dije, sorprendida de que mi lengua cooperara. Intenté levantarme de nuevo, sosteniéndome en el pupitre. Los huesos se estaban convirtiendo en cuchillos—. Mi enfermedad.
En mi informe escolar había una nota sobre ella. Todos los profesores lo sabían.
—He de llamar a mi padre.
Creo que eso fue lo que dije, porque un segundo después mi cuerpo empezó a combarse y tuve la sensación de que la columna vertebral intentaba descollar por la nuca.
—He de irme. Llamar a mi padre. Él sabrá qué hacer.
No tengo la menor idea de si las palabras salieron de mi boca o no.
Mientras avanzaba hacia la puerta, metí la mano en mi mochila en busca del móvil. El dolor se estaba extendiendo rápidamente por todo mi cuerpo.
Creía que iba a morirme.
Logré salir de la clase aún no sé bien cómo. Tenía el móvil en la mano. Pulsé la tecla rápida de papá. Le grité que viniera a buscarme. Le dije que intentaría llegar a casa tan rápido como pudiera. La escuela solo estaba a cinco manzanas de casa: una avenida, cuatro calles. Corriendo llegaría antes. Normalmente, solo tardaba unos minutos.
Pero no con los músculos licuados, los huesos readaptándose, el dolor en todas las fibras y células de mi cuerpo.
Continué avanzando: en dirección a la salida, las escaleras, la calle.
No sabía si lo conseguiría, si me transformaría en lobo en mitad de la Primera avenida, a plena luz del día de un jueves por la tarde.
La profesora seguía acechándome, creo. ¿Me había seguido? Tal vez era otra persona. O más de una. Mis ojos no procesaban bien la información. Había menos colores. Rojo. Amarillo. Pero sobre todo rojo. Sin embargo, conocía el camino. Abajo. Sur. Oeste.
Continué avanzando.
Alguien me estaba llamando. Haciendo un esfuerzo por retardar la transformación, me concentré en la respiración, en colocar un pie después del otro y coger un buen ritmo. Creo que conseguí caminar arrastrando los pies. No sé cuántas manzanas recorrí antes de que papá me cogiera en brazos.
Oí gritos, preguntas. Cerré los ojos con todas mis fuerzas.
Cuando papá me metió en el ascensor, tenía los brazos cubiertos de pelo y estaba doblada sobre mí misma. Podía oler su miedo, su sudor. ¿O era el mío?
Jamás he experimentado un dolor semejante. Me metería otra vez en la jaula. No sabía cuál de las dos cosas me daba más miedo.
Cuando papá me metió en el apartamento, en mi habitación, en la jaula, los huesos de la cara pugnaban por salir al exterior. Ya no veía nada. Ni oía nada. Me habían estallado los ojos y los oídos.
Lo siguiente que recuerdo es que era un lobo.
Encerrada en una jaula de dos por uno y más hambrienta de lo que he estado nunca en mi vida.
Papá me dijo luego que no había dejado de aullar durante los veinte minutos que había durado la transformación. Mintió a los vecinos para evitar que llamaran a la policía. No sé qué les contó exactamente, pero a partir de aquel día todos me miraban con una extraña expresión en sus rostros.
Mi obsesión por la biología adquirió una nueva dimensión tras la primera transformación. Siempre me había interesado, pero ahora se convirtió en una pasión, no, en una
necesidad
. Tenía que descubrir qué era, cómo era. Tenía que aprender más cosas.
¿Cómo era posible? ¿Qué mecanismo permitía que la materia se reorganizase de aquel modo? Era una chica de doce años que pesaba 48 kilos. Me había convertido en un lobo de 48 kilos. El mismo peso. Mamífero en ambos casos. Animales de sangre caliente. Habría sido mucho más extraño si me hubiese transformado en una serpiente, en un animal de sangre fría. De humano a pitón. ¿Y si me hubiera convertido en una babosa? Sin sangre, sin huesos. Ninguna babosa podía alcanzar los 48 kilos.
De humano a lobo: la materia se conserva. Pero
¿cómo
se operaba el cambio?
¿Cómo aparecía y desaparecía el pelo? ¿Cómo se modelaban los huesos, cómo crecían y se encogían? ¿Cómo podía ser un lobo y una humana
al mismo tiempo
?
Cuándo se invierte la transformación, ¿sigo siendo la misma humana que era antes? ¿Es la misma piel, las mismas células? ¿O cada vez me reconstruyo a mí misma? Un nuevo lobo, un nuevo humano. Si es así, ¿por qué mis recuerdos siguen intactos? ¿O tal vez cambian sin que yo lo advierta?
¿Quién soy? ¿Qué soy?
Para descubrirlo, estaba convencida —lo estoy— de que he de aprender cómo funciona el organismo humano. Cómo absorbemos y consumimos energía. Qué ocurre cuando respiramos. De qué estamos hechos. Genes, ADN. Y también tenía que aprender lo mismo de los lobos.
Tengo que entender
cómo
soy para poder comprender
qué
soy.
Sé tan poco que no sé si algún día llegaré a saber lo suficiente.
Puedo decir «licántropo», pero en realidad no sé qué significa. Al menos, no bajo la superficie de mi piel, de mi pelaje.
He interrogado a la abuela y a la tía abuela Dorothy. Tienen algunas respuestas, pero no todas. A menudo ni siquiera entienden mis preguntas.
Le pregunté a la abuela por qué intentó atenuar la ascendencia de lobo en sus hijos.
Ella lo negó.
—Pero ¿y tu historia? —repuse—. ¿Aquella sobre encontrar a alguien que no fuera licántropo para tener un hijo con él… la de casarte fuera del círculo familiar para debilitar la enfermedad?
La abuela chasqueó la lengua.
—Esa era una historia para tu padre. Estoy orgullosa del lobo que hay en mí. Y en ti. Jamás intentaría matarlo. ¿Por qué crees que me esfuerzo tanto por mantener este lugar como es? ¿Para hacerlo aún más grande? ¿Por qué crees que quiero que vivas aquí?
—Entonces, ¿por qué? —empecé—. Quiero decir, ¿quién? ¿Quién fue mi abuelo?
—¿No se lo contarás a tu padre?
Pensé en todas las mentiras que me había contado papá, en todo lo que me había ocultado.
—No. Te prometo que no se lo contaré. —Pensé en todas las mentiras que la abuela me había contado. No pasaría nada si incumplía aquella promesa.
—Tu padre no es un lobo. No lo entiende. —Por un instante, sus ojos parecieron desprender un reflejo amarillento—. Tu abuelo era un chico de por aquí. Solo le vi una o dos veces. Me escribió algunas cartas. Nunca le respondí. Eso es todo.
—¿Aún está vivo?
La abuela tardó en responder. Se miró las manos huesudas, los nudillos llenos de cicatrices.
—Murió hace mucho tiempo.
La abuela dijo que tomarse la píldora para detener el cambio era una aberración. Que estábamos matando una parte esencial de mi naturaleza. Que si reprimíamos al lobo, este acabaría imponiéndose al humano. Era demasiado peligroso. Podía explotar.
Explotaría
. Sus argumentos no eran racionales.
La abuela dice que con el tiempo todo es más fácil. Que reprimiendo al lobo lo único que se consigue es que la siguiente transformación sea aún peor.
No me importaba. Solo viviría en la granja los meses de verano. Y no podía ser un lobo en una jaula. Incluso si fuera posible, que no lo es. Puede que los vecinos no llamaran a la policía la primera vez, pero era muy improbable que se contuvieran una segunda. ¿Qué ocurriría cuando la poli encontrara al lobo en la jaula? En Nueva York es ilegal tener un lobo como animal doméstico. ¿Y si cuando llegaran volvía a ser humana? ¿Y si me veían transformarme?
Nunca más, decidió papá. Nunca más pasaría por aquello en la ciudad.
Decidieron enviarme a la granja.
Para siempre.
Viviría sin electricidad, sin agua caliente, sin padres, sin la gente que me importaba. Con la abuela, la tía abuela Dorothy, mis tías y tíos, mis primos que apenas sabían leer y escribir, no digamos ya cálculo o trigonometría. Quienes sabían tan poco de fibras musculares blancas o de ADN como de coger un taxi o pedir una pizza.
No habría universidad. No tendría futuro. Ni vida. Jamás estudiaría el ADN de lobo. Jamás descubriría qué soy.
Prefería la muerte.
Lloré dos días seguidos, durante los cuales mis padres me explicaron, por turnos, por qué no podía seguir viviendo en la ciudad.
Me negué a escucharlos. Tenía que haber otra solución.
Papá la encontró.
Descubrió que la píldora podía utilizarse para suprimir la menstruación. Supuso que también evitaría que me transformara en lobo.
Y así fue. Así es.
Sin embargo, la primera vez que lo intentamos fue en la granja, donde no importaba si la cosa salía mal. Me negué a ir a menos que me aseguraran que volvería a casa. Pasara lo que pasara.
Me lo prometieron, aunque no estoy segura de lo que habría ocurrido si no hubiese funcionado. No sería la primera vez que papá incumplía una promesa. Todas mis esperanzas estaban depositadas en mamá. Si ella me fallaba, estaba dispuesta a volver a casa corriendo. No me quedaría en la granja.
Al final no tuve que hacerlo porque funcionó. No sangré ni me convertí en un lobo. Puedo mantener al lobo controlado con una píldora al día.
No fue el final de mi vida. Aunque la abuela siguió insistiendo en que debería serlo, que estaba cometiendo un terrible error, y papá también. Que aquello acabaría pasándome factura.
Se calmó un poco cuando aceptamos que pasaría todos los veranos en la granja. Durante aquellos meses, no tomaría la píldora, sería un lobo, correría en libertad. Cuando voy a la granja, tanto ella como Hilliard son felices. Les regalo tres meses de mi vida al año. Lo hago por ellos.
La abuela tiene razón. Cuando soy un lobo no puedo estar en la ciudad. Cuando me transformé por primera vez, el dolor que experimenté no puede compararse con nada. Los Mayores me lo habían advertido, lo que no me habían contado era que recuperar la forma humana es incluso peor.
De lobo a humano. Uñas curvas de lobo retrayéndose en la piel. Todo a la inversa, aunque un poco más abrasador, más intenso, más violento. Rotura de huesos. Células aplastadas. Un humano no tiene nada del mismo tamaño que un lobo. Ni los pulmones, ni los dedos de los pies, ni el hígado, ni los dientes, ni siquiera los folículos del pelo. Nada es igual. Todo debe transformarse.
Pasar de una forma a otra y el proceso inverso es la experiencia más dolorosa que he sufrido nunca, y además atrapada en aquella jaula minúscula… creí que iba a perder el juicio.
Sin poder correr.
Ni siquiera pasear.
No hubo caza, ni juegos, ni carreras. Los olores eran insufribles: metal, polvo, carne humana, pero lo que llegaba a mis oídos era aún peor: zumbidos, repiqueteos y pitidos de máquinas, electricidad por todas partes, golpes y zumbidos, chirridos y chillidos procedentes de la calle. El ruido era ensordecedor. El lobo-yo quería huir. Salir corriendo. Pero no podía. Tampoco podía cerrar las orejas.
Me sentía dislocada, discordante, confundida. Si repetía aquello muchas veces más, el lobo enloquecería.
No miraba hacia el bosque, lo anhelaba con todas y cada una de mis células.
No podía ser un lobo en la ciudad. Pero tampoco podía ser un humano en la granja.
No te he contado toda la verdad. (Estás sorprendido, lo sé).
No paso todo el verano en la granja solo para hacer feliz a la abuela.
Odio
estar en la granja cuando soy humana, pero me
encanta
cuando soy un lobo.
No hay nada mejor. La felicidad es correr libremente por los bosques. El sabor de la carne de ciervo que he matado con mis colmillos. La paz de retozar, caminar, ser. Salir a husmear con el tío abuelo Hilliard.
El primer verano que estuve en la granja después del cambio fue la primera vez que fui un lobo fuera de la jaula. Mi segunda vez.
Me encantó.
No, eso no expresa fielmente lo que sentí. Lo adoré. Lo veneré.
Después de la transformación, después de que me cambiara la sangre, el pelo, los dientes, mi universo se expandió.
Aumentó mi capacidad auditiva. Cuando soy un lobo puedo oírlo todo: los sutiles movimientos de un conejo, un zorro, un ciervo, incluso los rayos del sol incidiendo en el suelo. Buenos sonidos. Como en la granja no hay electricidad, no hay zumbidos ni chasquidos que me pongan el pelo de punta.
Y corrí.
Cuando soy humana soy rápida, pero eso no es más que un débil eco de lo que puedo hacer cuando me transformo.
Hilliard me revolcó por el suelo. Me mordió. Me aporreó con la cabeza. Me enseñó a correr como un lobo. A cazar.
Ser un lobo es más limpio, más seguro, más saludable.
Cuando quiero jugar, juego. Cuando quiero dormir, duermo.
No hay angustia ni vacilación, ni duda, ni ansiedad, ni locura.
Cuando vuelvo a transformarme en humano, el mundo se contrae. Las percepciones se emborronan. Aunque mis sentidos siguen siendo aguzados, no puedo oír ni oler ni una mínima parte de lo que huelo y oigo cuando soy un lobo. Cuando soy humana, mi mente está dominada por pensamientos y sentimientos funestos, por la confusión.
Cuando soy un lobo, no recuerdo mucho del humano, aunque a veces, cuando soy humana, solo puedo recordar al lobo.
Lo echo de menos.
Deseo tirar las píldoras a la basura, por el retrete. No volver a tomar nunca más una de esas diminutas píldoras.
Quiero correr libremente. Necesito los halcones sobre mi cabeza, las rocas, la tierra, las plantas y el musgo bajo mis zarpas. Los árboles a mi alrededor. Beber en un arroyo, comer las presas que mato.
La vida de lobo tiene sentido. ¿La humana? No mucho.
Hay otra cosa que puede provocar (raras veces) el cambio: el celo, la excitación sexual.
Esa es la razón por la que no puedo tener novio. Por eso mis padres me castigaron cuando descubrieron lo de Zach.
No quieren que exista la más mínima posibilidad de que me transforme en la ciudad. Por muy extraordinario y polémico que sea el precedente, quieren evitarlo a toda costa.