Read Mestiza Online

Authors: Jennifer L. Armentrout

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Mestiza (32 page)

BOOK: Mestiza
12.91Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Mamá estaba total y completamente loca.

Aprendí cosas acerca del drenaje. ¿Quizá estaba intentando prepararme para mi nueva vida? Los mestizos les ocupaban unos días, los puros sólo unas horas, y a los mortales, bueno, les mataban sólo por diversión. Qué pena que no hubiese un puro que pudiese entregarles a los daimons ahora. Puede sonar terrible, pero tenía los brazos cubiertos de mordiscos, igual que las cicatrices de mi antigua instructo­ra. Y había sentido lástima por ella, irónico.

El drenaje continuaba. Partes de quien era desaparecían con cada marca. Ya no trataba de soltarme cuando Daniel se agachaba o Eric se inclinaba sobre mí. Ya ni siquiera gritaba. Y todo el tiempo, ella estaba al lado viéndolo todo. Empezaba a rendirme ante esta locura, y mi alma se volvió oscura y desesperada.

De vez en cuando ella salía para ir a comprobar fuera. Ni una sola vez se ali­mentó de mí. Supongo que ya se habría encargado antes de un puro, pero cuando se fue, la quise de vuelta enseguida. Sin ella, Daniel se envalentonaba, y aunque me ponía enferma, le dejaba acercarse. De vez en cuando pasaba las yemas de sus dedos por mis brazos, alrededor de los mordiscos. Por lo menos esto mantenía su atención alejada de Caleb.

—Ya puedo sentirlo —murmuró Eric.

Había olvidado que seguía ahí. Aunque me estaba marcando del todo, le pre­fería a él que a Daniel.

—¿Sentir qué? —mi voz sonó adormilada.

—El éter. Estoy al máximo con él. Casi como si pudiese hacer cualquier cosa —estiró un brazo y me dio un golpe en uno de los mordiscos—. ¿Sientes cómo sale de ti? ¿Cómo entra en mí?

Me negué a contestarle, y bajé la cabeza hacia las rodillas dobladas. Él pare­cía estar al máximo… y yo me encontraba mal, mi alma se encontraba mal. Para cuando Daniel me echó la cabeza hacia atrás, estaba cansada y casi delirando de dolor. Caleb hacía un rato que no se movía, y Eric ya no necesitaba taparme la boca. Sólo hice algún sonido cuando los dientes atravesaron la piel en la base de mi cuello.

Eric hacía sonidos tranquilizadores mientras Daniel me drenaba, con su pul­gar marcando el salvaje palpitar de mi pulso.

—Pronto acabará. Ya verás. Sólo unas pocas marcas más, y se habrá acabado. Todo un mundo nuevo te está esperando.

Cuando Daniel acabó, me fui cayendo al suelo poco a poco. La habitación me daba vueltas, se movía. Me costaba concentrarme en lo que Eric estaba diciendo.

—Primero convertiremos a los mestizos. A ellos no se les puede ver como a nosotros. No necesitan magia elemental. Lanzaremos nuestro ataque por todo el mundo. Será hermoso —Eric sonrió al pensarlo—. Los Covenants estarán infltrados… y luego el Consejo.

Era un plan bastante bueno, uno que se podía convertir fácilmente en un aterradora realidad. Eric no pareció molestarse por la falta de respuesta en la con­versación. Siguió hablando, y ya me resultaba difícil mantener los ojos abiertos. El miedo y la ansiedad se habían apoderado de mí. Me desmayé. No sé durante cuánto tiempo estuve así, pero algo me despertó zarandeándome.

Cansada y confusa, levanté la cabeza a tiempo para ver a Daniel en frente de mí. ¿Ya había pasado otra hora? ¿Ya tocaba? Me pregunté si se estaban preparando para el ultimo mordisco, la última gota de éter y la última de mi alma.

—Daniel, no es la hora.

—No me importa. Te estás llevando más que yo. Casi hasta brillas. ¡Mírame! —Daniel frunció el ceño—. Yo no estoy como tú.

Eric no brillaba, pero su piel tenía un aspecto saludable. Parecía… un pura-sangre normal. Daniel, por otro lado, seguía blanco como la cal.

Eric movió la cabeza.

—Te matará.

Daniel se arrodilló frente a mí y metió una mano entre mi pelo, echándome la cabeza hacia atrás.

—No si no lo sabe. ¿Cómo va a enterarse? Sólo quiero una vez más.

—No… le dejes —mi débil voz tenía un punto de súplica, pero si a Eric le preocupaba el destino de Daniel, desde luego no lo mostró ni trató de pararle.

Había un hueco libre en mi cuello sin morder. En silencio rogué que no fuese a por él. No sé por qué importaba llegados a este punto, pero mierda, aún me que­daba algún resquicio de vanidad.

—Seguramente le guste —dijo Daniel. Un latido más tarde, hundió sus dientes en ese pequeño punto, y sus labios se movieron contra mi piel. El dolor me atra­vesó, poniéndome rígida. Una de sus manos se tensó en mi pelo y la otra se puso cariñosa, pasando por mi hombro y bajando más aún.

De todo lo que estaba pasando, esto, esto era demasiado. Con toda la fuerza que me quedaba, levanté las manos y le clavé las uñas en la cara.

Daniel se echó atrás, aullando. La camiseta se me rompió en el proceso, pero ese sonido, la cara que puso, me llenaron de satisfacción. Unas magulladuras profundas se formaron en su cara, empezando a perlarse de sangre fresca. Sin pen­sarlo, arremetió contra mí y me tiró contra Eric.

—¡Demonios! —Eric saltó y yo me comí el suelo.

Me eché a un lado en posición fetal. Por encima de mí, sentí a Eric empujando a Daniel, gritándole a la cara, pero no les estaba escuchando. Algo largo y fno se hundió en mi muslo. Lentamente me di la vuelta, moviendo los dedos hasta que se cerraron sobre el objeto escondido en la costura de mis pantalones. El cuchillo, el retraíble.

De repente, Eric me levantó y me enderezó para que le mirase. Algo húmedo y caliente corrió por mi cara, goteando en mi ojo derecho. Sangre. No es que tuviese mucha más que me pudiese permitir perder.

Por encima de su hombro vi que Caleb estaba despierto. Me miró e intenté lanzarle un mensaje, pero Eric estaba haciendo un buen trabajo bloqueándolo. De la parte delantera de la casa, oímos abrirse la puerta y el sonido de los tacones de mi madre resonando por toda la cabaña. Mis labios se curvaron en una pequeña sonrisa triste. Él lo sabía. Yo lo sabía.

Mamá iba a estar enfadada cuando me viese la cara.

Entró a la habitación, y sus ojos se fijaron en mí. En un segundo estaba arrodi­llada delante de mí, echándome la cabeza hacia atrás.

—¿Qué ha pasado aquí?

La pérdida de sangre y el cansancio me tenían confundida. Pasó el tiempo mientras la miraba. No recordaba dónde estaba o cómo había llegado allí. Sólo quería apretarme contra ella, que me cogiese y me dijese que todo estaba bien. Era mi madre, y ella los iba a parar. Tenía que hacerlo, especialmente algo tan horrible, tan malvado.

—¿Mamá? Mira… mira lo que me han hecho.

—Shhh —me apartó el pelo de la cara.

—Por favor… por favor, haz que pare —la agarré en un débil abrazo, desean­do acurrucarme en sus brazos, deseando que me agarrase. No lo hizo. Cuando se apartó de mí, grité e intenté cogerla.

No. Esto, esta cosa en frente mío no era mi madre. Mi madre nunca me ha­bría dado la espalda. Me habría agarrado, consolado. Me espabilé, pestañeando lentamente.

—¿Quién le ha hecho esto en la cara? —su voz era tan fría, tan muerta y tan poco parecida a la de mamá, pero a la vez podía escucharla en sus palabras. Reco­nocí el tono de tantas veces que me había gritado por meterme en problemas —era el tono que tenía justo antes de ponerse hecha como una fera. Eric y Daniel no lo sabían. Ellos no conocían a mi madre como yo.

—¿Tú quién crees? —dijo Eric con un tono burlón.

Puso sus labios fríos contra mi frente, y yo cerré los ojos con fuerza. No era mi madre.

—Os di a ambos ordenes explícitas —se enderezó, mirando directamente a Daniel.

La realidad se apoderó de mí de nuevo, y me puse de rodillas. Ya no podía pensar en ella, no podía verla como mi madre. Tomé una decisión. Que le den al destino. Mis ojos se cruzaron con los de Caleb, y asentí a las espaldas de mamá, di­ciendo «prepárate» —para que me leyese los labios. Sólo esperaba que me hubiese entendido.

—Esto es simplemente inaceptable —esa fue la única advertencia que hizo. Se lanzó hacia Daniel, tirándole sobre Caleb. Los dos daimons cayeron al suelo, rodando y golpeándose el uno al otro.

Vi la oportunidad. Poniéndome en pie como pude, me acerqué y agarré a Caleb.

Por suerte había pillado el mensaje. Se bajó de la cama justo cuando Eric fue también a por Daniel. Yo logré apartarme justo cuando mamá tiró a Daniel al suelo. Era casi medio metro más alto que ella, pero ella lo lanzó a través de la habitación como si no fuese nada. Hubo un momento en que no pude moverme. Su fuerza era increíble, fuera de lo normal.

Mareada y con náuseas, salí de la habitación tambaleándome con Caleb a ras­tras. Corrimos por la cabaña hasta salir fuera por la puerta principal. La lluvia golpeaba en el tejado del porche, casi silenciando, pero no del todo, el ruido que salía de la casa. Olvidaba lo altos que eran estos porches, y caí fuerte contra el suelo de rodillas.

—¡Lexie!

La voz de mi madre me empujó a salir corriendo. Mirando a mi lado, vi a Caleb hacer lo mismo. Corrimos, medio resbalándonos y medio cayéndonos, bajando la embarrada colina. Las ramas me pegaban en la cara, tiraban de la ropa y de mi pelo, pero yo seguía corriendo. Todo ese tiempo en el gimnasio mereció la pena. Mis músculos continuaron funcionando a pesar del dolor y la falta de sangre.

—¡Alexandria!

No éramos lo sufcientemente rápidos. El grito asustado de Caleb hizo que me diese la vuelta. Mi madre le había agarrado por detrás, zarandeándolo hacia los lados. Puso cara de sorpresa justo antes de estamparse contra un grueso arce. Grité, volviendo sobre mis pasos hacia donde había caído.

Una barrera de llamas surgió frente a mí, obligándome a retroceder. El fuego destruyó todo a su paso según se extendía. Caleb rodó hacia un lado, escapando de él por los pelos. Me tambaleé hacia atrás mientras el mundo ardía en llamas rojas y violetas. La lluvia no podía hacer nada para sofocar ese fuego artifcial.

Y ahí estaba ella, alta y erguida, como una temible diosa de la muerte. Ya iban dos veces en que no me había dado cuenta. En el callejón de Bald Head y un rato antes en la cabaña, justo después de darme cuenta de que tenía una daga del Covenant en el bolsillo.

—Lexie, me prometiste que no ibas a correr —sonó increíblemente calmada.

¿Ah sí? Me metí la mano al bolsillo.

—Mentí.

—Me he ocupado de Daniel. No tienes que preocuparte por él —se acercó más—. Ahora todo estará bien. Lexie, deberías sentarte. Estás sangrando por todos lados.

Me miré a mí misma. Correr me hizo tener el pulso a mil. Podía sentirlo cos­quilleando por mis brazos y el cuello. Casi estaba hasta sorprendida de seguir teniendo. Por el rabillo del ojo vi un rayo azul oscuro aparecer de entre las llamas.

—Hazlo, Rachelle. Es débil —las palabras de Eric estaban repletas de furia e impaciencia—. ¡Encárgate de ello y larguémonos de aquí!

Eso era cierto. Sin nada en la cabeza y desequilibrada, un conejito habría po­dido conmigo ahora mismo.

—No te acerques más.

Mi madre rió.

—Lexie, esto acabará pronto. Sé que tienes miedo, pero no tienes nada de lo que preocuparte. Voy a ocuparme de todo. ¿No confías en mí? Soy tu madre.

Me aparté, parando al sentir el calor de las llamas.

—No eres mi madre.

Ella se movió hacia delante. En algún lugar en la distancia creí oír mi nombre. Su voz,
la de Aiden
. Tenía que ser una alucinación, porque ni Eric ni mi madre reaccionaron ante el sonido, pero aunque fuese una triste manifestación de mi sub­consciente, me dio fuerzas para seguir en pie. Mis dedos se deslizaron sobre la fina daga. ¿Cómo se les podía haber pasado por alto ésta?

El tiempo se paró. Podían haber pasado minutos u horas, pero en algún mo­mento oí voces. La gente me llamaba, llamaba a Caleb, pero no podía contestar.

Todo sonaba muy lejano e irreal.

Entonces, unas manos fuertes me rodearon, levantándome. Mi cabeza cayó hacia atrás, y la lluvia fresca me salpicó en las mejillas.

—Álex, mírame. Por favor.

Reconocí la voz y abrí los ojos. Aiden me miraba, pálido y demacrado. Parecía afectado al ver todas mis marcas de mordiscos.

—Hey —murmuré.

—Todo va a ir bien —su voz tenía algo de asustado y desesperado. Pasó sus dedos húmedos por mis mejillas y me cogió la barbilla—. Necesito que mantengas los ojos abiertos y me hables. Todo va a ir bien —me sentía extraña, así que lo du­daba. Había muchas voces, algunas que reconocía y otras que no. En algún lugar oí a Seth.

—¿Dónde está… Caleb?

—Está bien. Le tenemos —Álex, sigue conmigo. Háblame.

—Tenías… razón —tragué, necesitaba decírselo a alguien —decírselo a él—. Se fue aliviada. Lo vi…

—¿Álex? —Aiden se puso de pie, llevándome hacia su pecho. Sentí su corazón tronando bajo mi mejilla y luego no sentí nada más.

Capítulo 20

ME DESPERTÉ MIRANDO EL SUAVE BRILLO DE LAS LUCES FLUORES­CENTES DEL TECHO. No estaba segura de lo que me había despertado o de dónde estaba.

—Álex.

Giré la cabeza y vi sus ojos gris claro. Aiden estaba sentado en el borde de la cama. Ondas oscuras de pelo le caían sobre la frente. Parecía diferente. Tenía som­bras bajo los ojos.

—Hey —dije con voz ronca.

Aiden sonrió con esa maravillosa sonrisa tan rara de ver, tan bonita. Acercó el brazo, y con la yema de sus dedos me apartó algunos mechones de pelo de la frente.

—¿Cómo te encuentras?

—Bien. Tengo… sed —intenté aclararme la garganta de nuevo.

Se inclinó, y la cama se hundió ligeramente cuando cogió un vaso de la mesi­lla. Me ayudó a incorporarme y esperó mientras tragaba el agua fría.

—¿Más?

Moví la cabeza. Así incorporada, podía ver mejor esa habitación que no me sonaba. Estaba conectada a una docena de cables y tubos, pero no estaba en el Covenant.

—¿Dónde estamos?

—Estamos en el Covenant de Nashville. No podíamos arriesgarnos a perder todo el tiempo que nos habría llevado volver a Carolina del Norte —hizo una pau­sa, como si estuviese escogiendo sus próximas palabras—. Álex, ¿por qué lo hicis­te?

Me eché hacia atrás y cerré los ojos.

—Me he metido en muchos problemas ¿verdad?

—Robaste un uniforme de Centinela. También robaste armas y abandonaste la zona sin permiso. Sin entrenar y sin preparar, saliste a atrapar a tu madre. Lo que has hecho es totalmente imprudente y peligroso. Te podrían haber matado, Álex. Así que sí, tienes problemas.

—Me lo imaginaba —suspiré, abriendo los ojos—. Ahora Marcus sí que me expulsará ¿verdad?

BOOK: Mestiza
12.91Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

In the King's Arms by Sonia Taitz
Ice by V. C. Andrews
The Eighth Dwarf by Ross Thomas
Waiting for Autumn by Scott Blum
Joan Smith by The Kissing Bough
Smoke and Mirrors by Jenna Mills
Never Sound Retreat by William R. Forstchen