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Authors: Jennifer L. Armentrout

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Mestiza (33 page)

BOOK: Mestiza
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Vi lástima en su cara.

—No lo sé. Marcus está muy decepcionado. Habría venido, pero está con el Consejo. Todo el mundo está alborotado con lo que le pasó a Kain y lo que ello implica.

—Todo ha cambiado —murmuré para mí misma.

—¿Hmm?

Respiré profundamente.

—Caleb no debería tener problemas. Intentó pararme, pero… ¿dónde está?

—Está aquí, en otra habitación. Lleva despierto todo el día, preguntando por ti. Tiene algunas costillas magulladas, pero se pondrá bien. Él volverá hoy más tarde, pero tu tendrás que quedarte aquí algo más.

Me quedé aliviada. Me relajé contra las almohadas mullidas.

—¿Cuánto tiempo llevo dormida?

Jugueteó con las sábanas y las ajustó alrededor de mí.

—Dos días.

—Wow.

—Estabas bastante mal, Álex. Pensé…

Le miré fjando mi mirada en la suya y manteniéndola ahí.

—¿Qué pensaste?

Aiden tomó aire tranquilamente.

—Pensé; pensamos que te habíamos perdido. Nunca había visto tantas marcas en alguien que… siguiera vivo —cerró los ojos brevemente. Eran de un color bri­llante cuando los volvió a abrir, un bonito color plateado—. Me asustaste. En serio.

Tenía un extraño dolor en el pecho, como un dolor sordo.

—No era mi intención. Pensé…

—¿Qué pensaste, Álex? ¿Llegaste a pensar algo? —Aiden bajó la barbilla. Un músculo se tensó a lo largo de su mandíbula—. Ahora ya no importa. Caleb nos ha contado todo.

Estaba segura de que a lo que él se refería con «todo» eran todas las locuras que ella dijo, los daimons, y esa horribles y terribles horas en la habitación.

—No deberían castigar a Caleb. Intentó detenerme, pero nos pillaron en una calle… y la vi. Tuve que haberla… matado en ese momento, pero no pude. Fallé, y pude haber hecho que matasen a Caleb.

Aiden me volvió a mirar.

—Ya lo sé.

Tragué.

—Tenía que hacerlo. Iba a seguir matando, Aiden. No podía quedarme quieta esperando a que los Centinelas la encontrasen. Sí, fue estúpido. Mírame —levanté los brazos vendados—. Sé que fue estúpido, pero era mi madre, tenía que hacerlo.

Aiden estaba callado mientras me miraba.

—¿Por qué no viniste a decírmelo en vez de huir y hacer esto?

—Porque estabas ocupado con lo que había pasado con Kain y me habrías parado.

Sus ojos brillaron con ira.

—¡Claro que te habría parado, evitando que te pasase esto!

Me estremecí.

—Por eso no podía ir a decírtelo.

—Nunca tendrías que haber pasado por todo eso. Ninguno queríamos que pasases por todo eso. Lo que debes sentir…

—Puedo con ello —apreté los puños al sentir cierta presión en el fondo de la garganta.

Se pasó la mano por el pelo. Parecía que lo había hecho muchas veces en los últimos dos días.

—Eres tan estúpidamente valiente.

Sus palabras me trajeron a la memoria el recuerdo de la noche en su… cama.

—Ya me has dicho eso antes.

—Sí. Y ya entonces lo decía en serio. Si hubiese sabido en realidad lo estúpida­mente valiente que eras, te habría encerrado en tu habitación.

—Eso también me lo imaginaba.

No dijo nada más, y nos sentamos en silencio un buen rato.

Luego empezó a levantarse.

—Tienes que descansar un poco. Volveré a verte algo más tarde.

—No te vayas. Aún no.

Aiden me miró como si pudiese leer lo que estaba pasando en mi interior.

—Sé de qué quieres hablar, pero ahora no es el momento. Necesitas ponerte mejor. Entonces podremos hablar.

Agarré la manta con fuerza.

—Yo quiero hablarlo ahora.

—Álex —tenía la voz suave.

—¿Aiden?

Torció la boca ante mi respuesta, pero entonces nuestros ojos se encontraron y me sostuvo la mirada profundamente.

—Aquella noche, lo que ocurrió entre nosotros fue… bueno, nunca tendría que haber ocurrido.

Au. Fue duro mantener la cara normal sin mostrar cuánto dolían esas pala­bras.

—¿Te… te arrepientes? ¿De lo que pasó entre nosotros? —si decía que sí, creo que me moriría.

—Por mal que esté, no me arrepiento. No puedo —entonces apartó la mirada, respirando profundamente—. Perdí el control, perdí la noción de lo que es impor­tante para ti, para mí.

—No era una queja.

Me miró como advirtiéndome.

—Álex, no me lo estás poniendo fácil.

Me incorporé más, ignorando los tubos que me tiraban de los brazos.

—¿Y porqué debería hacerlo? Me… me gustas. Me gusta estar cerca de ti. Con­fío en ti. No soy inocente ni estúpida. Me gustabas. Aún me gustas.

Cerró las manos alrededor de la manta que me envolvía las piernas.

—No digo que seas inocente ni estúpida, Álex. Pero… mierda, casi destruyo los futuros de ambos en cosa de minutos. ¿Qué crees que habría pasado si nos pi­llan?

Me encogí de hombros, pero sabía lo que podría haber pasado. No habría sido bonito.

—Pero no nos pillaron —entonces algo se me pasó por la cabeza. Igual no tenía que ver con las normas—. ¿Es porque soy la maldita mitad de Seth? ¿Es por eso?

—No. No tiene nada que ver con eso.

—¿Entonces por qué?

Aiden me miró como si de alguna forma pudiese entenderle sólo con la mira­da.

—No tiene nada que ver con que seas el Apollyon. Álex, sabes que no te veo diferente a mí, pero… el Consejo sí.

—Los puros lo hacen, lo hacen siempre y no les pillan.

—Sé que hay algunos pura-sangre que rompen las reglas, pero lo hacen por­que no les importa lo que le ocurra a la otra persona, y a mí me importa lo que te pase a ti —sus ojos buscaron los míos con intensidad—. Me preocupo por ti más de lo que debería, y por eso no voy a ponerte en esa situación y poner en peligro tu futuro.

Desesperada, busqué un modo en que pudiésemos hacerlo funcionar. Tenía­mos que hacerlo, pero la expresión de Aiden me cortó la respiración, mis quejas.

Cerró los ojos y volvió a respirar profundamente.

—Ambos necesitamos ser Centinelas ¿verdad? Tú sabes por qué tengo que hacerlo. Y yo sé por qué tienes que hacerlo. Perdí el control y olvidé lo que podría pasar. Podría haber acabado con cualquier oportunidad que tuvieses de convertirte en Centinela, pero peor aún, podría haberte robado el futuro. No importa lo que seas o en lo que te convertirás cuando cumplas los dieciocho. El Consejo se asegu­raría de que abandonases el Covenant, y yo… yo no nunca me lo perdonaría.

—Pero la Orden de Razas…

—La Orden de Razas no ha cambiado, y sabiendo que los mestizos pueden convertirse, dudo que lo hagan nunca.

Todo el terreno que los mestizos habían ganado se perdió cuando los daimons descubrieron que los tuyos podían ser cam­biados.

Bueno… eso era deprimente, pero no tan doloroso como esto. Todos los mo­mentos que compartimos habían sido mágicos, perfectos y correctos. De ninguna forma podía haber confundido la manera en que me miraba o cómo me tocaba. Mirándole ahora, sabía que seguía sin confundir esa expresión casi desesperada, de lujuria y de algo más fuerte.

Intenté bromear.

—Pero soy el Apollyon. ¿Qué pueden decirme? Cuando tenga los dieciocho, podré freír a cualquiera que nos moleste.

Torció los labios.

—Eso no importa. Las reglas llevan así desde que los dioses andaban entre los mortales. Ni Lucian ni Marcus podrían parar lo que pasaría. Te darían el elixir y te pondrían a servir, Álex. Y yo no podría vivir sabiendo lo que eso te haría. ¿Verte perder todo lo que te hacer ser tú? No podría soportarlo. No podría vivir viéndote como al resto de los sirvientes. Tienes demasiada vida para eso, demasiada vida que perder por mí.

Me acerqué más, con mis piernas rozando sus manos y mi cara a tan sólo cen­tímetros de la suya. Sabía que estaba hecha un desastre, pero también sabía que Aiden miraba más allá de eso.

—¿No te gusto?

Gruñó con la garganta y puso su frente contra la mía.

—Sabes la respuesta. Aún… me gustas, pero no podemos estar juntos, Álex. Los puros y mestizos no pueden estar juntos de esa forma. No podemos olvidarlo.

—Odio las normas —suspiré, sintiendo la garganta ardiendo de nuevo. Desde que me desperté quería que me abrazase. Y nuestra sangre no permitía ni eso.

Sonó como si quisiese reír, pero sabía que eso sólo iba a provocarme más. Suspiró.

—Pero tenemos que seguirlas, Álex. Yo no puedo ser la razón por la que pier­das todo.

Le podían dar a las reglas. Sólo había unos pocos centímetros entre los dos, y si tan sólo me movía un poco más, nuestros labios se tocarían. Me pregunté qué pensaría entonces sobre nuestro futuro. Si le besase, ¿se preocuparía por las nor­mas? ¿Sobre lo que la gente pensase?

Casi como si hubiese sentido lo que estaba pensando, murmuró.

—Eres una insensata.

La última vez que estaba despierta, pensé que nunca volvería a sonreír, pero sí que sonreí.

—Lo sé.

Aiden se movió y juntó sus labios con mi frente. Se quedó así unos segundos, y antes de que pudiese hacer nada, lo cual era un asco, porque me
sentía
bastante insensata, se apartó.

—Yo… siempre cuidaré de ti, pero no haremos esto. No podemos. ¿Entiendes?

Le miré, sabiendo que tenía razón, pero que también estaba equivocado. Él lo quería tanto como yo, pero estaba demasiado preocupado por lo que \1 podría pasar. A una parte de mí eso le gustó más aún, pero mi corazón… bueno, estaba destrozado. Lo único que evitó que se derrumbara del todo fue la fugaz cara de deseo y orgullo que puso durante un segundo mientras se dirigía hacia la puerta.

—Descansa —dijo cuando no respondí—. Vendré a verte más tarde.

Me volví a recostar, pero de repente se me ocurrió algo.

—¿Aiden?

Se paró, dándose la vuelta.

—¿Sí?

—¿Cómo nos encontrasteis?

Se puso tenso.

—Seth.

Confundida, me incorporé de nuevo.

—¿Qué? ¿Cómo?

Aiden movió ligeramente la cabeza.

—No lo sé. Apareció bien pronto por la mañana, la mañana en que te fuiste, y dijo que algo iba mal y que estabas en peligro. Fui a tu habitación y vi que no estabas. En cuanto nos pusimos en camino, él sabía dónde encontrarte. De alguna forma podía sentir dónde estabas. No sé cómo, pero lo hizo. Te encontramos gra­cias a Seth.

***

Dos días después volví al Covenant, llena de sangre y fluidos. En cuanto llegué me llevaron a la enfermería para volver a hacerme pruebas. Aiden estuvo sentado a mi lado mientras el doctor quitaba las gasas blancas que me cubrían toda la piel.

No hace falta decir que estaba hecha pedazos. Un montón de marcas de mor­discos me cubrían cada brazo. Aún estaban bastante rojas, y mientras el doctor hacía una mezcla de hierbas que «debería» ayudar a minimizar las cicatrices, yo hurgaba por los armaritos.

—¿Qué buscas? —preguntó Aiden.

—Un espejo.

Él sabía por qué. A veces era como si compartiésemos el mismo cerebro, por molesto que pudiese ser.

—No está tan mal, Álex.

Le miré por encima del hombro.

—Quiero verlo.

Aiden volvió a intentar que me sentase, pero me negué a escucharle hasta que se levantó y encontró un pequeño espejo de plástico. Sin decir nada, me lo dio.

—Gracias —levanté el espejo y casi se me cae.

El morado oscuro que me cubría el ojo derecho y se extendía hasta la frente no estaba mal. Se iría en unos cuantos días. Quería pensar que me daba un aspecto de malota. Sin embargo, las marcas en los lados del cuello eran horribles. Algunas parecían profundas, como si me hubiesen quitado trozos de piel y me los hubiesen puesto de nuevo, la carne estaba desigual y de color rojo. La rojez se iría, pero las cicatrices serían profundas y evidentes.

Mis dedos se tensaron sobre el mango de plástico.

—Están; estoy horrible.

Vino inmediatamente a mi lado.

—No. Se irán, y antes de que te des cuenta nadie se percatará.

Moví la cabeza. No podía esconderlo, no tantas.

—Además —dijo con ese tono suave—, éstas son cicatrices de las que te pue­des sentir orgullosa. Mira a lo que has sobrevivido. Estas cicatrices te harán más fuerte, más guapa al fin y al cabo.

—Eso ya lo dijiste antes, sobre la primera.

—Sigue sirviendo lo mismo. Álex. Te lo prometo.

Lentamente, dejé el espejo en la mesita y… me derrumbé. No era por las ci­catrices o por lo que Aiden había dicho. Era que esas cicatrices serían un recuerdo para siempre de —haber perdido a mamá en Miami. Todas las horribles cosas que hizo y que permitió que ocurriesen. Y de lo que yo había hecho —matarla. Lloré entre enormes y potentes sollozos. De esa manera en que no puedes ni respirar ni pensar. Intenté recomponerme, pero no pude.

Me senté en medio de la consulta del doctor y lloré. Quería a mamá, pero nun­ca respondería, nunca me consolaría. Se había ido, esta vez se había ido de verdad. Se había abierto un agujero en mí, y la pena y el dolor sólo salían, sin parar.

Aiden se arrodilló a mi lado, poniendo sus brazos alrededor de mis hombros. No dijo nada. Sólo me dejó llorar, y después de meses obligándome a pasar de ello, todo el dolor y la pena que se habían convertido en un nudo, al fnal se estaba deshaciendo.

Una vez que lloré todo lo que tenía que llorar, no estuve segura de cuánto tiempo había pasado. Me dolía la cabeza, tenía la garganta seca y los ojos hincha­dos. Pero de una forma extraña me sentía mejor, como si por fin pudiese respirar de nuevo, respirar de verdad. Todos estos meses me estaba ahogando lentamente y no me había dado cuenta hasta ahora.

Gimoteé e hice una mueca de dolor, por el dolor que tenía en la parte de atrás de la cabeza.

—¿Recuerdas lo que dijiste sobre que tus padres no habrían querido una vida así?

Sus dedos se movieron con dulzura sobre mis hombros tensos.

—Sí. Me acuerdo.

—Ella no la quería. Lo vi justo antes de que… se fuese. Parecía aliviada. Lo estaba.

—Le liberaste de una existencia horrible. Eso es lo que tu madre habría que­rido.

Pasaron unos cuantos minutos. Yo seguía sin poder mirar hacia arriba.

—¿Crees que ahora está en un sitio mejor?

—Claro que sí —tío, sonaba como si realmente lo creyese—. Donde está… ya no sufre más. Es un paraíso, un lugar tan bonito que no podemos ni imaginarnos cómo debe ser.

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