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Authors: Jennifer L. Armentrout

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Mestiza (15 page)

BOOK: Mestiza
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Tras recuperar la calma y dar otro trago de agua, dejé la botella en el suelo. Volví al centro de las esterillas y le hice un gesto con la cabeza a Kain.

Kain me vio cansada.

—¿Estás lista?

—Sí —apreté los dientes. Kain levantó las cejas, como si dudase que esta vez fuese a hacer algo diferente.

—Está bien —movió la cabeza y volvimos a enfrentarnos—. Recuerda, anticipa mis movimientos.

Bloqueé su primera patada, luego el puñetazo. Nos dimos unas cuantas vueltas mientras me preguntaba qué narices quiso decir la Abuela Piperi con eso de que mata­ría a los que amo. No tenía sentido, porque la única persona a la que amaba ya estaba muerta y estaba más que segura de que yo no la había matado. No puedes matar a alguien que ya está muerto, y no es que yo amase…

La bota de Kain se hizo paso entre mis defensas y me dio en el estómago. El dolor explotó en mi interior, tan intenso e insoportable que caí de rodillas. La forma en que aterricé en el suelo me hizo más daño en mi ya maltrecha espalda. Con un gesto de dolor, me sujeté la espalda con una mano y el estómago con la otra. Estaba hecha un desastre.

Kain se dejó caer en frente mío.

—¡Mierda, Álex! ¿Qué estabas haciendo? ¡No tenías que haber estado tan cerca de mí!

—Ya —gruñí.
Respira. Tú respira
. Era más fácil decirlo que hacerlo, pero seguí diciéndome eso. Esperaba que Aiden empezase a soltarme un sermón, pero no me dijo ni una palabra. En lugar de eso, se acercó y agarró a Kain del cuello de la camiseta, casi levantándolo del suelo.

—El entrenamiento se ha acabado.

Kain se quedó boquiabierto, y su piel normalmente bronceada palideció.

—Pero…

—Parece que no lo entiendes —su voz sonó grave y peligrosa.

Me puse de pie como pude.

—Aiden, ha sido culpa mía. Yo me eché hacia delante —no tuve que inventárme­lo; era obvio lo que había hecho mal.

Aiden me miró por encima del hombro. Tras unos tensos segundos, soltó a Kain.

—Vete.

Kain se alisó la camiseta mientras se iba. Cuando se volvió hacia mí, tenía bien abiertos los ojos de color del mar.

—Álex. Lo siento.

Moví una mano.

—No pasa nada.

Aiden se puso en frente de mí, haciendo irse a Kain sin dirigirle otra palabra.

—Déjame que le eche un ojo.

—Oh… está bien —me aparté de él. Me ardían los ojos, pero no por el dolor punzante. Quería sentarme y llorar. Me había dirigido directa a la patada. Ni un niño habría cometido ese fallo. Así de patético era.

Me puso una mano increíblemente amable en el hombro y me dio la vuelta. Por su cara, supe que entendía mi vergüenza.

—No pasa nada, Álex —como no me moví, dio un paso atrás—. Te has dañado la espalda. Tengo que asegurarme de que estás bien.

No veía la forma de salir de esta, así que seguí a Aiden hasta una de las pequeñas salas donde guardaban el material médico. Era una habitación fría y estéril, como el despacho de cualquier médico, excepto por el cuadro de Afrodita totalmente desnuda en todo su esplendor, que me pareció extraña y un poco inquietante.

—Súbete a la camilla.

No había nada que quisiese más que correr hasta mi habitación y enfurruñarme yo sola, pero hice lo que me dijo.

Aiden se acercó a mí, con la mirada fja sobre mi cabeza.

—¿Cómo llevas el estómago?

—Bien.

—¿Por qué te agarraste la espalda?

—Me duele —me froté las manos en las piernas—. Me siento estúpida.

—No eres estúpida.

—Lo soy. Tenía que estar prestando atención. He ido directa hacia la patada. No ha sido culpa de Kain. Pareció pensar en ello.

—Nunca te había visto tan distraída.

Durante el último mes habíamos estado entrenando ocho horas al día, y supongo que en todo ese tiempo ha visto muchas cosas mías. Pero nunca había estado tan des­concentrada.

—No puedes permitirte estar tan distraída —continuó amable—. Estás progre­sando muy bien, pero no tienes tiempo que perder. Es casi julio y eso nos deja dos meses por delante para ponerte al nivel. Tu tío me pide informes semanales. No creas que se ha olvidado de ti.

Llena de vergüenza y decepción, dejé caer los ojos sobre mis manos.

—Ya lo sé.

Aiden me puso los dedos en la barbilla, levantándome la cabeza.

—¿Por qué estás tan distraída, Álex? Te mueves como si no hubieses dormido y actúas como si tu mente estuviese a kilómetros de aquí. ¿Si no es la fiesta de anoche, es un chico el que te tiene distraída?

Me estremecí.

—Mira. Hay muchas cosas de las que no voy a hablar contigo. De tíos es una de ellas.

Aiden abrió los ojos.

—¿En serio? Si interfere en tu entrenamiento, entonces interfere también conmi­go.

—Dioses —me moví incómoda bajo su mirada intensa—. No hay ningún tío. No tengo a ningún tío.

Se quedó en silencio, mirándome curioso. Esos ojos tenían un efecto relajante, y aunque sabía que esto iba a ser idiota, estúpido, respiré profundamente.

—Anoche vi a la Abuela Piperi.

Parece que Aiden esperaba que hubiese dicho cualquier cosa menos eso. Mien­tras su cara seguía impasible como siempre, sus ojos parecieron hacerse un poco más grandes.

—¿Y?

—Y Lea tenía razón…

—Álex —me cortó—. No sigas por ahí. Tú no eres la responsable.

—Tenía razón y estaba equivocada al mismo tiempo —paré, suspirando ante la cara dudosa de Aiden—. La Abuela Piperi no me contó todo. De hecho, me contó un montón de cosas locas sobre el amor y la necesidad… y dioses besando. Da igual, la cosa es que me dijo que mataría a quien amo, ¿pero eso cómo es posible? Mamá ya está muerta.

Algo extraño recorrió su cara, pero desapareció antes de que pudiese descubrir de qué se trataba.

—Creía que habías dicho que no creías en estas cosas.

Por supuesto, tenía que recordar justo ese de entre los millones de comentarios que había hecho.

—No sé, pero no es que todos los días te digan que vas a matar a alguien a quien amas.

—¿Así que es eso lo que te ha estado preocupando todo el día?

Me apreté las piernas.

—Sí. No. Quiero decir, ¿crees que ha sido culpa mía?

—Oh, Álex —movió la cabeza—. ¿Te acuerdas de cuando me preguntas que por qué me había ofrecido voluntario para entrenarte?

—Sí.

Se apartó de la camilla en la que estaba sentada.

—Bien, pues digamos que te mentí.

—Ya —me mordí el labio y miré hacia otra parte—. Ya lo suponía.

—¿En serio? —sonó sorprendido.

—Diste la cara por mí por lo que les pasó a tus padres —le miré de reojo. Estaba callado y me miraba—. Creo que te recordaba a ti mismo cuando ocurrió.

Aiden me miró durante un segundo eterno.

—Eres bastante más observadora de lo que pensaba.

—Gracias —no le dije que lo había imaginado hacía poco.

Su sonrisa ladeada volvió a aparecer.

—Tienes razón, si te hace sentir mejor. Recuerdo cómo fue después. Siempre te preguntas si había algo que podrías haber hecho diferente, aunque sea absurdo, pero te quedas clavado en el «y si…» —lentamente la sonrisa fue desapareciendo y apartó la cara—. Durante mucho tiempo pensé que si hubiese decidido antes ser un Centinela, podría haber parado al daimon.

—Pero no sabías que un daimon iba a atacar. Eras, eres, un pura-sangre. Tan po­cos de vosotros… eligen esta vida. Y tú eras sólo un niño. No puedes culparte por ello.

Aiden me miró, curioso.

—¿Entonces cómo puedes sentirte tú responsable por lo que le pasó a tu madre? Podías haberte dado cuenta de que había alguna posibilidad de que os encontrase un daimon, pero no lo sabías.

—Ya —odiaba cuando tenía razón.

—Aún sigues cargando con esa culpa. Tanto que estás haciendo una montaña de lo que dijo el oráculo. No puedes dejar que te afecte, Álex. Un oráculo sólo habla de posibilidades, no hechos.

—Creía que un oráculo hablaba con los dioses y las Parcas —dije secamente.

Pareció dudar.

—Un oráculo ve el pasado y la posibilidad en el futuro, no está escrito en ninguna parte. No hay algo así como un destino prefjado. Sólo tú controlas tu destino. No eres responsable de… lo que le pasó a tu madre. Necesitas olvidarte de ello.

—¿Por qué lo dices así? Nadie dice que murió. Es como que todo el mundo tiene miedo de decirlo. Eso no es
lo que pasó
; fue asesinada.

La sombra volvió a aparecer sobre su cara, pero se puso al otro lado de la camilla.

—Déjame que le eche un vistazo a tu espalda —antes de darme cuenta de lo que hacía, me levantó la camiseta por detrás y respiró fuerte.

—¿Qué pasa? Pregunté, pero no dijo nada. Me levantó más la camiseta.

—Hey; ¿qué haces? —le aparté las manos.

Rodeó la camilla, tenía los ojos gris oscuro.

—¿Qué crees que estoy haciendo? ¿Hace cuánto que llevas así la espalda?

Me encogí de hombros.

—Desde que… um… empezamos a entrenar los bloqueos.

—¿Por qué no dijiste algo sobre esto?

—No pasa nada. No duele, de verdad.

Aiden volvió a dar la vuelta.

—Malditos mestizos. Sé que tenéis una tolerancia al dolor mayor de lo normal, pero esto es absurdo. Esto tiene que dolerte.

Le miré a la espalda mientras rebuscaba por los armaritos.

—Estoy entrenando —forcé el que mi voz sonase todo lo madura que podía—. No debemos quejarnos y gruñir de dolor. Es parte del entrenamiento, parte de ser Centi­nela. Estas cosas pasan.

Aiden giró, con una expresión incrédula.

—Llevas sin entrenar tres años, Álex. Tu cuerpo, tu piel ya no está acostumbrada a ello. No puedes dejar pasar cosas así porque pienses que alguien vaya a tener una peor opinión sobre ti.

Parpadeé.

—No creo que la gente vaya a tener una mala opinión de mí. Sólo son… unos cuantos moratones de mierda. Algunos hasta se han ido ya. ¿Ves?

Puso un botecito a mi lado en la camilla.

—Y una mierda.

—Nunca habías dicho una palabrota —tuve la extraña necesidad de reír.

—No es sólo un moratón. Tienes toda la espalda negra y azul, Álex —Aiden hizo una pausa, apretando los puños—. ¿Tenías miedo de que cambiase de opinión sobre ti si me enseñabas esto?

Negué ligeramente con la cabeza.

—No.

Apretó los labios.

—No esperaba que tu cuerpo fuese a adaptarse rápidamente y, sinceramente, debí haberlo sabido.

—Aiden… en serio, no duele tanto —ya me había acostumbrado a este dolor sor­do e interminable, así que en realidad no estaba mintiendo.

Cogió el botecito y dio la vuelta a la mesa.

—Esto debería ayudar, y la próxima vez, cuéntame cuando te pase algo.

—Vale —decidí no tentar a la suerte. No parecía que fuese a apreciar ninguna respuesta sarcástica en este momento—. Por cierto, ¿qué es eso?

Quitó la tapa.

—Es una mezcla de árnica y menta. La for de árnica actúa como un antiinfama­torio y reduce el dolor. Debería ayudarte.

Esperé que fuese a darme el bote, pero en vez de eso metió los dedos dentro.

—¿Qué estás…?

—Sujétate la camiseta. No quiero echártelo todo por encima. Suele dejar mancha en la ropa.

Estaba fipando, y me vi levantándome el borde de la camiseta. De nuevo, tomó aire profundamente al verme la espalda otra vez.

—Álex, no puedes dejar algo así sin tratar —esta vez su voz ya no sonaba enfada­da—. Si estás herida, tienes que decírmelo. No habría…

¿Sido tan duro conmigo? ¿Dejado que entrenase con Kain y que derrotase de for­ma humillante? Eso no era lo que yo quería.

—Nunca sientas que no puedes decirme cuando algo vaya mal. Tienes que confiar en que me importa si estás herida.

—No es tu culpa. Podría haber dicho…

Puso sus dedos en mi piel y casi salto de la camilla. No porque el ungüento estu­viese frío —que lo estaba— sino por
sus
dedos moviéndose por mi espalda. Un puro nunca tocaba a un mestizo así. O igual ahora sí. No lo sé, pero no podía imaginarme a los otros puros que conocía intentando calmar el dolor a un mestizo. No solían preocu­parse tanto.

Aiden, en silencio, fue extendiendo el espeso ungüento por mi piel e iba subiendo.

En un momento dado sus dedos rozaron el borde de mi sujetador deportivo. Sentí la piel extrañamente caliente, raro ya que esa cosa estaba muy fría. Me concentré en la pared de delante. Estaba ese cuadro de Afrodita colocada sobre una roca. Tenía una expresión lujuriosa en la cara y tenía los pechos fuera para que todos los viesen.

Eso no estaba ayudando nada.

Aiden continuó tranquilamente. De vez en cuando mi cuerpo se estremecía solo, y entonces sentía calor, mucho calor.

—¿Conociste a tu padre biológico? —su voz tranquila irrumpió en mis pensa­mientos.

Moví la cabeza.

—No. Murió antes de que naciera.

Sus dedos hábiles se deslizaron al lado de mi estómago.

—¿Sabes algo de él?

—No. Mamá nunca habló de él, pero creo que solían pasar algo de tiempo en Gatlinburg. Nosotras pasábamos allí el Solsticio de Invierno cuando ella podía… des­hacerse de Lucian. Creo que… estar en esas cabañas le hacía sentirse cerca de él.

—¿Le amaba?

Asentí con la cabeza.

—Eso creo.

Trabajó la parte inferior de mi espalda, moviendo el bálsamo en suaves círculos, y de vez cuando me llegaba el olor fresco de la menta.

—¿Qué habrías hecho si los daimons no hubiesen aparecido? Tendrías algo que hacer ¿no?

Tragué saliva. Era una pregunta fácil, pero me costaba concentrarme en otra cosa que no fuesen sus dedos.

—Um… quería hacer muchas cosas.

Sus dedos pararon y rió suavemente.

—¿Cómo qué?

—No… no sé.

—¿Pensaste alguna vez en volver al Covenant?

—Sí y no —tragué más fuerte—. Antes del ataque, nunca pensé que volvería a ver el Covenant. Después de que ocurriera, estaba intentando llegar al de Nashville, pero los daimons… seguían interponiéndose en mi camino.

—¿Entonces qué habrías hecho si los daimons no te hubiesen encontrado? —sabía que no debía centrarse en aquella semana horrible después del ataque. Sabía que no iba a hablar sobre ello.

—Cuando… era muy pequeña, mi madre y unos cuantos Centinelas más nos lle­varon a unos cuantos niños al zoo. Me encantó, me gustaban
mucho
los animales. Me pasé todo el verano diciéndole a mamá que yo tenía que estar ahí.

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