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Authors: Jennifer L. Armentrout

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Mestiza (11 page)

BOOK: Mestiza
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Los arbustos despeinados y las hierbas altas se mecían con la fresca brisa. Era extraño, ya que esa brisa había sido agradable sólo unos minutos antes. Di un paso adelante, observando el pantano. La oscuridad cubría la ciénaga, pero una sombra más densa destacaba entre las demás, volviéndose más sólida por segundos.

El viento llevaba un susurro. «
Lexie
…»

Tenía que estar oyendo cosas raras. Sólo mamá me llamaba Lexie, no podía haber nada ahí, pero el miedo seguía enroscado en mi estómago como un muelle.

Sin avisarme, unas manos fuertes me cogieron de los hombros y me tiraron hacia atrás. Mi corazón se paró y por un momento, no sabía quién me había agarrado por detrás. Me entró el instinto de comenzar a dar golpes, pero en ese momento capté el olor familiar a jabón y océano.

Aiden.

—¿Qué estás haciendo? —su voz tenía un punto de exigencia.

Me di la vuelta y me lo quedé mirando. Sus ojos eran fnas hendiduras. Verle me dejó sin habla un segundo.

—Yo… hay algo por ahí.

Las manos de Aiden me soltaron los hombros y se giró hacia donde le había in­dicado. Por supuesto, no había nada allí más que las sombras normales que la luna dejaba por el pantanal. Me miró.

—Ahí no hay nada. ¿Qué haces aquí fuera tú sola? No puedes salir de la isla sin vigilancia, Álex. Nunca.

Caray. Di un paso atrás, sin saber cómo responder.

Entonces él se inclinó, olfateando el aire.

—Has estado bebiendo.

—No he bebido.

Alzó las cejas y tensó los labios.

—¿Qué hacías fuera del Covenant?

Jugueteé con el borde de mi camiseta.

—Estaba… visitando unos amigos, y si recuerdo bien, se me dijo que no podía salir de la isla. Técnicamente sigo estando en Deity Island.

Movió la cabeza un poco a un lado, cruzando los brazos.

—Estoy bastante seguro de que se daba por supuesto que era quedarse en la isla controlada por el Covenant.

—Bueno, ya sabes lo que dicen sobre dar por supuestas las cosas.

—Álex —bajó la voz en advertencia.

—¿Qué haces tú aquí fuera, merodeando en la oscuridad como si fueses un… merodeador? —una vez que esa última palabra salió de mi boca, me dieron ganas de darme una torta.

Aiden rió incrédulo.

—No es que tengas que saberlo, pero estaba siguiendo a un grupo de idiotas que iban hacia Myrtle Beach.

Abrí la boca.

—¿Los estabas siguiendo?

—Sí, un montón de Centinelas los estábamos siguiendo —los labios de Aiden se curvaron en una sonrisa—. ¿Qué pasa? Pareces sorprendida. ¿De verdad piensas que íbamos a dejar que un montón de jóvenes salieran de la isla sin protección? Quizá no se den cuenta de que estamos siempre siguiéndolos, pero nadie sale de aquí sin que lo sepamos.

—Bueno… eso es fantástico —almacené bien esa información—. ¿Entonces por qué sigues aquí?

No respondió a la pregunta inmediatamente, ya que estaba ocupado arrastrándo­me por el puente.

—Vi que no te habías ido con ellos.

Tropecé.

—¿Qué… has visto exactamente?

Me miró, levantando una ceja.

—Sufciente.

Me puse roja de pies a cabeza, gruñí.

Aiden se rió en voz baja pero le oí.

—¿Por qué no te has ido con ellos?

Pensé si decirle lo que ya sabía, pero decidí que ya tenía sufcientes problemas.

—Supuse… que ya me había metido en sufcientes estupideces para toda la no­che.

Entonces se rió más alto. Fuerte y alto. Guay. Miré hacia él, esperando ver sus hoyuelos. No hubo suerte.

—Está bien escucharte decir eso.

Dejé caer los hombros.

—¿En cuánto lío me he metido?

Aiden pareció pensar en ello unos momentos.

—No voy a decírselo a Marcus, si es a lo que te referes.

Sorprendida, le sonreí.

—Gracias.

Miró hacia otro lado, moviendo la cabeza.

—No me des las gracias aún.

Recordé la primera vez que me dijo eso. Me pregunté cuándo se supone que po­dría darle las gracias.

—Pero no quiero volver a pillarte con una bebida en la mano.

Puse los ojos en blanco.

—Dioses, otra vez, pareces un padre. Tienes que empezar a actuar como alguien de veinte años.

Ignoró eso, saludando con la cabeza a los Guardias que pasamos al otro lado del puente.

—Ya es bastante malo que tenga que ir detrás de mi hermano. Por favor, no te sumes a mis problemas.

Le miré disimuladamente. Iba mirando al frente, se le marcaba un músculo en la mandíbula.

—Sí… parece que puede dar algunos.

—Algunos y más.

Recordé lo que dijo Deacon sobre Aiden asegurándose de que a partir de ahora me comportara debidamente.

—Lo… siento. No quiero que te sientas como… si me tuvieses que estar cuidando todo el tiempo.

Aiden me miró fjamente.

—Vaya… gracias.

Retorcí los dedos, quedándome sin palabras por alguna razón.

—Debe haber sido duro tener que criarlo prácticamente solo.

Resopló.

—No tienes ni idea.

Realmente no la tenía. Aiden era sólo un crío cuando sus padres fueron asesina­dos. ¿Y si yo hubiese tenido un hermano o hermana pequeños y fuese responsable de ellos? De ningún modo. No podía ni siquiera ponerme en su lugar.

Pasaron unos momentos antes de que le preguntase.

—¿Cómo… lo hiciste?

—¿Hacer qué, Álex?

Pasamos el puente y el Covenant se extendía ante nosotros. Bajé el paso.

—¿Cómo te hiciste cargo de Deacon después de que… ocurriese algo tan horrible?

En sus labios se formó una sonrisa forzada.

—No tenía otra opción. Me negué a que Deacon fuese entregado a otra familia. Creo que… mis padres hubiesen querido que fuese yo el que lo criase.

—Pero eso es mucha responsabilidad. ¿Cómo lo hiciste mientras ibas a clase? Qué demonios, ¿mientras entrenabas?

Graduarse en el Covenant no signifcaba el fn del entrenamiento de un Centinela. El primer año de trabajo era realmente duro. El tiempo se dividía entre seguir de cer­ca a Centinelas entrenados llamados Guardias y seguir entrenando en clases de artes marciales de alto rendimiento y pruebas de esfuerzo.

Metió las manos en los hondos bolsillos de su uniforme negro del Covenant.

—Había veces en que me planteé hacer lo que mi familia habría querido para mí. Ir a la universidad y volver, para entrar en la política de nuestro mundo. Sé que mis padres habrían querido que me hiciese cargo de Deacon, pero lo último que habrían querido para mí hubiese sido que fuese un Centinela. Nunca entendieron… este tipo de vida.

La mayoría de los puros no lo entendían, ni siquiera yo lo entendía del todo hasta que vi a mi madre siendo atacada. No hasta que sentí la necesidad de ser Centinela. Echando fuera todos los pensamientos negativos, intenté pensar en lo que recordaba sobre sus padres.

Parecían jóvenes, como la mayoría de los puros, y por lo que sabía, habían sido poderosos.

—Estaban en el Consejo, ¿verdad?

Asintió.

—Pero después de su muerte, lo que quise fue ser Centinela.

—Lo que necesitabas —corregí suavemente.

Bajó el paso y pareció sorprendido.

—Tienes razón. El ser Centinela era algo que necesitaba; aún lo necesito —hizo una pausa, mirando al infnito—. Ya lo debes saber. Es lo que necesitas.

—Sí.

—¿Cómo sobreviviste? —me pasó la pregunta a mí.

Un poco incómoda, me concentré en las aguas tranquilas del océano. De noche, bajo la luz de la luna, parecían tan oscuras y densas como el petróleo.

—No lo sé.

—No tenías otra opción, Álex.

Me encogí de hombros.

—Supongo.

—No te gusta hablar de ello ¿no?

—¿Tan obvio es?

Nos paramos donde el camino se bifurcaba hacia las residencias.

—¿No crees que sea una buena idea hablarlo? —su voz tenía un tono serio que lo hizo sonar mucho más mayor—. Casi no has tenido tiempo para lidiar con lo que le ocurrió a tu madre… lo que presenciaste y tuviste que hacer. Sentí cómo se me tensaba la mandíbula.

—Lo que tuve que hacer es lo que los Centinelas tienen que hacer. Me estoy entre­nando para matar daimons. Y no puedo hablar con nadie. Si Marcus llegase a sospe­char que tengo problemas con ello, me entregaría a Lucian.

Aiden paró y cuando me miró, en su cara había una cantidad infnita de pacien­cia. De nuevo, me encontré con lo que Deacon había dicho.

—Sólo tienes diecisiete años. La mayoría de los Centinelas no matan por primera vez hasta un año o dos después de graduarse.

Suspiré; ahora era un buen momento para cambiar de tema.

—¿Sabes lo que dijiste sobre que tus padres no querían que tuvieses esta vida?

Aiden asintió, con una expresión de curiosidad en la cara. Seguramente se pre­guntaba dónde narices quería ir a parar con esto.

—Creo que… no creo, sé que aun así estarían orgullosos de ti.

Levantó una ceja.

—¿Piensas eso porque me ofrecí para entrenarte?

—No. Pienso eso porque me acuerdo de ti.

Mis palabras parecieron pillarlo por sorpresa.

—¿Cómo? No coincidíamos en ninguna clase ni horario.

—Te vi unas cuantas veces. Siempre sabía cuándo andabas por aquí —le solté.

Los labios de Aiden se levantaron por los lados al mirarme.

—¿Qué?

Di un paso atrás, poniéndome roja.

—Quiero decir, tenías reputación de ser algo increíble. Incluso a pesar de estar todavía en la escuela, todo el mundo sabía que ibas a ser un Centinela increíble.

—Oh —rió de nuevo, relajándose un poco—. Supongo que tendría que estar ha­lagado.

Asentí enérgicamente.

—Deberías estarlo. Todos los mestizos te admiran. Bueno, los que quieren ser Centinelas. Justo el otro día me estuvieron contando cuántos has matado. Es legenda­rio. Especialmente para un puro… lo siento. No quería decir que matar a un montón de daimons sea necesariamente algo bueno o algo de lo que sentirse orgulloso, pero… tengo que callarme ya.

—No. Entiendo lo que dices. Matarlos es una necesidad que tiene nuestro mundo. Cada uno se lleva lo suyo, porque los daimons solían ser buenas personas. Alguien a quien podrías haber conocido. Nunca es fácil quitarle la vida a alguien, pero hacerlo a quien alguna vez consideraste un amigo es… mucho más difícil.

Hice una mueca.

—Yo no sé si podría hacerlo… —vi desaparecer la diversión de su cara. Esa no de­bía ser la respuesta correcta—. Quiero decir, cuando vemos al daimon, los mestizos po­demos verlos tal y como son ahora. Al menos al principio, y luego les vemos tal y como eran antes. La magia elemental los vuelve a cambiar para que se parezcan a cómo eran antes. Pero tú ya sabes eso, claro, aun cuando no puedes ver tras la magia negra como nosotros. Yo podría. Estoy segura de que podría matar a alguien a quien conocí.

Los labios de Aiden se tensaron y miró hacia otro lado.

—Es duro cuando es alguien a quien conocías.

—¿Alguna vez has luchado contra alguien que conocías antes de volverse al lado oscuro?

—Sí.

Tragué saliva.

—¿Y lo…?

—Sí. No fue fácil —me miró a la cara—. Se está haciendo tarde, tu toque de queda ha pasado hace rato, y no te vas a librar por lo de esta noche. Espero verte en el gim­nasio mañana a las ocho.

—¿Cómo? —había asumido que tendría el fn de semana libre.

Simplemente levantó las cejas.

—¿Tengo que hacerte una lista de todas las reglas que has incumplido?

Quise señalar que yo no era la única que había incumplido las normas esta noche —y que algunas personas que no eran yo seguían incumpliéndolas— pero logré man­tener la boca cerrada. Hasta yo sabía que mi castigo podría haber sido mucho peor. Asentí y me giré hacia mi residencia.

—¿Álex?

Me di la vuelta imaginándome que había cambiado de idea y me iba a mandar ir a ver a Marcus por la mañana a confesarle mi mal comportamiento.

—¿Sí?

Se apartó un mechón de pelo oscuro de la frente y me mostró esa sonrisilla ladea­da.

—Me acuerdo de ti.

Me extrañé.

—¿Qué?

La sonrisilla aumentó a una enorme sonrisa. Y… oh, amigo. Tenía hoyuelos. Me quedé sin aire.

—Yo también me acuerdo de ti.

Capítulo 8

ESTABA CASTIGADA.

Parece que la parte de la conversación de anoche acerca de no poder salir de la isla controlada por el Covenant no era una suposición. Vale, yo ya lo sabía, pero since­ramente, ¿era para tanto?

Para Aiden sí que lo era.

Arrastró mi culo hasta el gimnasio a primera hora de la mañana y nos pasamos gran parte del día allí. Me enseñó algunos ejercicios que quería que hiciese, unas cuan­tas repeticiones con peso, y luego toda una tanda de cardio. Odiaba el cardio.

Mientras corría de una máquina a otra, Aiden se sentaba, estiraba esas piernas tan largas que tenía y abría un libro que seguramente pesaba tanto como yo.

Miré hacia la máquina de levantar peso con las piernas.

—¿Qué lees?

No levantó la vista.

—Si puedes hablar mientras te ejercitas es que no estás haciendo sufciente.

Le hice una mueca mientras él mantenía la cabeza agachada y me subí a la má­quina. Tras hacer las repeticiones, me di cuenta de que no había una manera elegante de salir de esa cosa. Consciente de que iba a parecer una idiota, le eché un ojo rápido a Aiden antes de salir rodando de la máquina.

Había unas cuantas máquinas más con las que quería que trabajase y estuve calla­da durante los siguientes cinco minutos o así.

—¿Quién lee libros tan grandes por diversión?

Aiden levantó la cabeza, atravesándome con su mirada aburrida.

—¿Quién habla para que nadie le escuche?

Abrí los ojos.

—Hoy estás de un humor adorable.

Con el libro enormemente grande en equilibro sobre una rodilla, pasó una página.

—Tienes que trabajar en la fuerza de la parte superior de tu cuerpo, Álex. No en tus habilidades del habla.

Miré a la pesa y me la imaginé volando por la habitación, hacia su cara. Pero era una cara bonita, y no me gustaría estropearla. Las horas siguieron así. Él leía el libro; yo le molestaba; él me gritaba, y entonces yo cambiaba de máquina.

A pesar de lo triste que era, me estaba divirtiendo molestándole y creo que él tam­bién. De vez en cuando, una pequeña —y digo
realmente
pequeña— sonrisa aparecía en sus labios cada vez que le hacía una pregunta irritante. Ni si quiera estaba segura de que le estuviese prestando atención al libro de…

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