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Authors: Jennifer L. Armentrout

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Mestiza (7 page)

BOOK: Mestiza
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Pero tenía algo en común con mis anteriores Instructores. Desde el momento en que entré en el gimnasio, no paró un segundo. Por la forma en que me hizo empezar con varios ejercicios de calentamiento y mandándome desenrollar todas las esterillas, supe que me iba a doler todo al acabar el día.

—¿Cuánto recuerdas de tu entrenamiento anterior?

Miré alrededor, viendo cosas que no había visto en tres años, esterillas de en­trenamiento para amortiguar caídas, maniquíes con una piel que parecía real, y un kit de primeros auxilios en cada esquina. La gente solía sangrar en algún momento del entrenamiento. Pero la pared más lejana era la que más me interesaba. Estaba cubierta de cuchillos con mala pinta, con los que nunca llegué a practicar.

—Lo normal: cosas de los libros, entrenamiento ofensivo, técnicas de patadas y puñetazos —fui directa a la pared de las armas; era como una obligación.

—No mucho entonces.

Cogí una de las delgadas dagas de titanio que solían llevar los Centinelas, asentí.

—Todo lo bueno empezaba justo…

Aiden llegó hasta mí, quitándome la daga de las manos y volviéndola a poner en la pared. Sus dedos tocaron el filo con respeto.

—No te has ganado el derecho de tocar estas armas, especialmente esa.

Al principio pensé que estaba bromeando, pero al mirarle a la cara vi que no.

—¿Por qué?

No respondió.

Sentía que quería volver a tocarla, pero retiré la mano y me alejé de la pared.

—Se me daba bien todo lo que aprendí. Podía pegar y dar patadas fuertes. Podía correr más rápido que nadie en mi clase.

Volvió al centro de la sala y se puso las manos en sus estrechas caderas.

—No mucho, entonces —repitió.

Mis ojos le siguieron.

—Puede ser.

—Deberás acostumbrarte a esta sala. Pasaremos ocho horas al día aquí.

—¿Me tomas el pelo, verdad?

No parecía estar bromeando.

—Al otro lado del pasillo hay un gimnasio. Deberías visitarlo…
a menudo

.

Abrí la boca de par en par.

Me miró.

—Estás demasiado delgaducha. Tienes que ganar algo de peso y músculo —se me acercó y tocó mi esmirriado brazo—. Velocidad y fuerza, las tienes por naturaleza. Pero ahora mismo, un niño de diez años podría contigo.

Cerré la boca. Tenía algo de razón, esta mañana tuve que hacer dos nudos a los cordeles de los pantalones para que se quedasen arriba.

—Bueno, no es que tuviese tres comidas completas al día. Hablando de comida, tengo bastante hambre. ¿No hay desayuno?

La dureza de sus ojos se suavizó un poco, durante un momento le vi igual que cuando estuvo en mi habitación la noche anterior.

—Te he traído un batido de proteínas.

—Puaj —gruñí, pero cuando levantó el recipiente de plástico y me lo entregó, lo cogí.

—Bébetelo todo. Primero cubriremos algunas reglas básicas —Aiden se echó atrás—. Vamos, siéntate. Quiero que escuches.

Y ahí se acabó la mirada suave y amable. Puse los ojos en blanco, me senté y con cuidado me acerqué la botella a los labios. Olía a chocolate rancio y sabía a batido aguado. Asqueroso.

Se quedó de pie delante de mí con esos brazos imposiblemente cruzados sobre el pecho.

—Lo primero de todo: prohibido beber o fumar.

—Leches. Eso signifca que voy a tener que dejar el crack.

Miró hacia mí, claramente sin impresionarse.

—No podrás salir del Covenant sin permiso o… no me mires así.

—Jesús, ¿cuántos años tienes? —sabía bien cuántos años tenía, pero quería me­terme con él.

Aiden se crujió el cuello.

—Haré veintiuno en octubre.

—Aha —agité la botella—. Así que siempre has sido tan… ¿maduro?

Frunció el ceño.

—¿Maduro?

—Sí, suenas como un padre —puse la voz más grave e intenté parecer seria—. No me mires así o si no…

Aiden pestañeó despacio.

—Yo no sueno así, y no he dicho «o si no…».

—Pero si lo hubieses hecho, ¿qué habría sido ese «o si no…»? —escondí mi sonrisilla tras la botella.

Miró hacia el lado, con el ceño fruncido.

—¿Puedes no interrumpir?

—Como tú digas —di un trago—. Entonces, ¿por qué no puedo salir de la isla?

—Por tu seguridad y mi tranquilidad —Aiden volvió a su posición original, los brazos sobre el pecho, las piernas abiertas—. No saldrás de la isla sin ir acompañada por alguien.

—¿Mis amigos cuentan? —pregunté, sólo medio seria.

—No.

—Entonces ¿quién puede acompañarme?

Aiden cerró los ojos y suspiró.

—O yo o alguno de los otros Instructores.

Agité el líquido en la botella.

—Conozco las reglas, Aiden. No tienes que volver a repetirlas.

Pareció querer señalar el hecho de que me podría venir bien el refrescarlas, pero cedió. Después de acabarlo, cogió el batido y lo llevó hacia donde había unos cuantos sacos de boxeo apoyados contra la pared.

Me levanté y estiré.

—Entonces ¿qué voy a aprender hoy? Creo que deberíamos empezar con algo que no sea patearme el culo.

Sus labios se torcieron como si estuviese luchando por no mostrar una sonrisa.

—Lo básico.

—Lo básico —protesté—. Debe ser una broma. Ya sé lo básico.

—Sabes lo sufciente como para que no te maten en seguida —frunció el ceño cuando me puse a saltar de lado a lado—. ¿Qué haces?

Paré, encogiéndome de hombros.

—Me aburro.

Aiden puso los ojos en blanco.

—Entonces vamos a empezar. No estarás aburrida mucho más tiempo.

—Sí, señor.

Puso mala cara.

—No me llames eso. No soy tu señor. Sólo los dioses pueden ser llamados nues­tros señores.

—Sí… —hice una pausa al brillar sus ojos y tensar la mandíbula—, mi capitán.

Aiden se me quedó mirando un momento, y movió la cabeza.

—Está bien. Quiero ver qué tal sabes caer.

—Casi te doy una buena en la fábrica —sentí la necesidad de señalarlo.

Se volvió hacia mí, dirigiéndose hacia una de las esterillas.

—Casi no cuenta, Álex. Nunca cuenta —me moví y me paré en frente de él mien­tras me daba vueltas alrededor—. Los daimons no sólo usan su fuerza cuando atacan, sino también magia elemental.

—Sí. Sí.

Los daimons podían ser enormemente fuertes dependiendo de a cuántos puros o mestizos hubiesen drenado. Ser golpeado por uno que usara el elemento aire era equivalente a ser golpeado por un tren de mercancías. El único momento en que los daimons no eran peligrosos era cuando estaban drenando éter.

—La clave es no dejar nunca que te cojan en el suelo, pero ocurrirá, hasta a los mejores. Y cuando pasa, tienes que poder levantarte.

Sus ojos grises se fijaron en mí.

Esto era aburrido.

—Aiden, me acuerdo de mi entrenamiento. Sé cómo caer.

—¿De verdad?

—Caer bien es lo más fácil…

Mi espalda golpeó la esterilla. El dolor me recorrió entera. Me quedé ahí tumbada aturdida.

Aiden se me acercó.

—Ha sido sólo un golpe amoroso, y no has caído para nada correctamente.

—Au —no estaba segura de poder moverme.

—Deberías haber caído con la parte superior de la espalda. Duele menos y es más fácil maniobrar después —ofreció su mano—. Pensaba que sabías cómo caer.

—Dioses —dije bruscamente— ¿no podías haberme avisado antes? —Ignoré su mano y me di cuenta de que me podía mover. Me levanté, clavándole la mirada.

Una sonrisa ladeada se formó en sus labios.

—Incluso sin avisar, tienes un segundo de tiempo antes de caer. Es tiempo más que sufciente para poner tu cuerpo correctamente.

Balancea las caderas y mantén la barbilla abajo.

Arrugué la frente mientras me frotaba la espalda.

—Sí, me acuerdo.

—Entonces muéstramelo —se paró, mirándome como si fuese algún tipo de es­pécimen raro—. Levanta los brazos; aquí. Así —me puso los brazos de tal forma que bloqueaban mi pecho—. Mantenlos fuertes. Nada de brazos espagueti.

—Vale.

Le hizo una mueca a mis facuchos brazos.

—Bueno, tenlos tan fuertes como puedas.

—Ja ja, qué risa.

Volvió a sonreír.

—Está bien.

Entonces golpeó mis brazos con el lado ancho de los suyos. En realidad, no me dio fuerte, pero aun así caí. Y lo hice mal. Rodé con un gesto de dolor.

—Álex, sabes qué hacer.

Rodé y gruñí.

—Bueno… aparentemente es algo que he olvidado.

—Levántate —ofreció su mano, pero seguí sin cogerla. Me puse de pie—. Levanta los brazos.

Lo hice y me preparé para el inevitable golpe. Caí al suelo, una y otra vez. Me pegué las siguientes horas de espaldas, y no bien. Llegó al punto en que Aiden explicó la mecánica del aterrizaje como si yo tuviese diez años.

Pero al fnal, de entre toda la mierda inútil que fotaba por mi cerebro, saqué la técnica que me habían enseñado hace años y lo clavé.

—Ya era hora —murmuró Aiden.

Hicimos un parón para comer, que consistió en que yo comía sola mientras Aiden se iba a hacer algo. Como quince minutos después, una pura-sangre con una bata blanca de laboratorio apareció frente a mí. Me tragué la comida que tenía en la boca.

—¿Hola?

—Por favor, sígueme —dijo.

Miré hacia mi sándwich a medias y suspiré. Tiré el plato y seguí a la pura hasta el edifcio médico, detrás de las instalaciones de entrenamiento.

—¿Me van a hacer un reconocimiento médico o algo?

No contestó.

Cualquier intento de conversación fue ignorado y me di por vencida en cuanto me senté sobre la mesa. La vi ir hacia el armario y rebuscar unos segundos. Se dio la vuelta, apretando el fnal de la jeringuilla.

Mi ojos se abrieron de par en par.

—Eh… ¿qué es eso?

—Por favor, levántate la manga de la camiseta.

Aunque mosqueada, hice lo que me dijeron.

—Pero qué me estás dando… ¡mierda! —me ardía la piel por donde me había pinchado, en la parte superior del brazo—.Eso duele de narices.

Sus labios se curvaron en una tenue sonrisa, pero sus palabras destilaban asco.

—Te lo recordaremos igualmente; en seis meses tienes que recibir otra dosis. Du­rante las próximas cuarenta y ocho horas, por favor intenta evitar el tener relaciones sexuales sin protección.

¿Intentar evitar? ¿Cómo si tuviese incontrolables urgencias animales y saltase so­bre todo mestizo que se cruzase?

—No soy una ninfómana loca por el sexo, señorita.

La pura se dio la vuelta, claramente invitándome a salir de allí. Salté de la cami­lla, bajándome la manga. No podía creer que hubiese olvidado el control de natalidad obligatorio para las mestizas. Después de todo, los descendientes de dos mestizos eran mortales e inútiles para los puros. Nunca me había preocupado, ya que dudaba que nunca llegase a desarrollar la necesidad de ser madre. Pero la pura podía haberme al menos avisado antes de pincharme.

Cuando volví a la sala de entrenamiento, Aiden me vio frotándome el brazo, pero no le expliqué nada. Allí, cambió a otra de mis favoritas: ser golpeada y levantarme de nuevo.

También se me daba fatal eso.

Al fnal de la práctica, me dolían todos los músculos de la espalda y los muslos me dolían como si alguien no hubiese dejado de golpearlos. Iba un poco lenta enrollando las esterillas. Tanto que en un momento dado Aiden se encargó de ello.

—Se hará más fácil —miró hacia arriba mientras yo iba cojeando hacia donde él estaba apilando las esterillas—. Tu cuerpo se volverá a acostumbrar.

—Eso espero.

—Deberías posponer el gimnasio unos días.

Podría haberle abrazado.

—Pero sí que deberías hacer los estiramientos de calentamiento por la noche. Te ayudarán a soltar los músculos. Así no te dolerá tanto.

Le seguí hasta la puerta. Parecía un buen consejo. Fuera de la sala de entrena­mientos, esperé mientras Aiden cerraba las puertas dobles.

—Mañana trabajaremos un poco más en el salto. Luego pasaremos a las técnicas de bloqueo.

Empecé a señalar que había aprendido muchas técnicas de bloqueo, pero recordé lo rápido que me había marcado el daimon en Georgia. Llevé la mano al hombro, to­cando la cicatriz ligeramente irregular.

—¿Estás bien?

Dejando caer la mano, asentí.

—Sí.

Como si pudiese leer la mente, dio un paso al frente y me frotó la gruesa coleta contra el hombro. El ligero toque me dio un escalofrío.

—No está mal. Se irá dentro de poco.

—Va a dejar cicatriz; de hecho ya está.

—Se podría decir que esas cicatrices son como medallas de honor.

—¿De verdad?

Aiden movió la cabeza.

—Sí. Muestran lo fuerte y valiente que fuiste. No son nada de lo que estar aver­gonzada.

—Claro —forcé una rápida y brillante sonrisa.

Sabía por su cara que no me había creído, pero no insistió. Me fui cojeando hacia mi habitación. Caleb estaba esperando en mi puerta con las manos llenas de bolsas y una expresión nerviosa.

—Caleb, no tenías que hacer todo esto. Y te van a echar de aquí.

—Entonces déjame entrar a la habitación antes de que me pillen. Y no te preocu­pes por las compras. Hice que unas tías increíbles se probasen la ropa. Créeme, ha sido un día beneficioso también para mí.

Resoplé mientras iba cojeando hasta el sofá y me acomodaba.

—Gracias, te debo una.

Caleb se lanzó a contarme todo lo que me había perdido durante la
ausencia
—así era como ahora me refería a ello— mientras yo iba sacando varios pantalones, vestidos y shorts que dudaba siguiesen el código de vestimenta del Covenant. Sacudí la cabeza. ¿Dónde narices se suponía que me iba a poner eso? ¿En alguna esquina?

Al parecer no había cambiado mucho. Todos seguían escapándose y liándose con todos. Lea había conseguido poner en contra a dos chicos que esperaban lograr meter­se entre sus piernas. Jackson parecía haber sido el ganador según vi ayer. Dos mestizos de un año más que nosotros, rosalie y Nathaniel, se habían graduado y eran ahora Centinelas, y yo estaba que me moría de envidia. Después de las prácticas de hoy, du­daba que Aiden siguiese creyendo que tenía algún potencial.

Luke, un mestizo que solía salir con nosotros, salió del armario el año pasado. No es que ser gay o bisexual fuese nada ni remotamente problemático aquí. El ser los hijos de un puñado de dioses cachondos que seguramente no discriminaban al elegir sus compañeros sexuales, hacía que no sorprendiese nada en cuanto a lo relacionado con actividades sexuales.

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