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Authors: Jennifer L. Armentrout

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Mestiza (2 page)

BOOK: Mestiza
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No hubo tiempo ni de pensar la pregunta. Le quitaron de encima mío y mi cuerpo se desplomó hacia delante. Me encogí, en una bola sucia y sangrienta, sonando más como un animal herido que cualquier cosa remotamente humana. Era la primera vez que me marcaban, que era drenada por un daimon.

Por encima de los pequeños ruidos que yo hacía, oí un escalofriante crujido, y luego salvajes chillidos, pero el dolor pudo con mis sentidos. Empezó en los dedos, deslizándose hacia mi interior, donde aún ardía todo. Traté de respirar, pero mierda…

Unas manos amables me pusieron de espaldas, apartándome los dedos del hombro. Miré a Aiden.

—¿Estás bien? ¿Alexandria? Por favor, di algo.

—Álex —dije casi sin respiración—, todo el mundo me llama Álex.

Se rió aliviado.

—Está bien. Vale. Álex, ¿puedes ponerte de pie?

Creo que asentí. Cada pocos segundos una punzada rápida de calor me sacudía todo el cuerpo, pero el dolor había disminuido hasta ser una pequeña molestia.

—Eso… ha sido una auténtica basura.

Aiden logró pasar un brazo alrededor mío, poniéndome de pie. Me tambaleé un poco mientras él me apartaba el pelo y revisaba los daños.

—Dale unos minutos. El dolor desaparecerá.

Levanté la cabeza y miré alrededor. Kain y el otro Centinela estaban mirando dos montones casi idénticos de polvo azul. El pura sangre nos miró.

—Esto deberían ser todos.

Aiden asintió.

—Álex, tenemos que irnos. Ahora. De vuelta al Covenant.

¿Al Covenant? Sin tener todavía control total sobre mis emociones, me volví hacia Aiden. Iba completamente de negro, el uniforme de los Centinelas. Por un segundo, aquel enamoramiento de niña volvió a aforar después de tres años: Aiden estaba sublime, pero la furia echó abajo ese sentimiento absurdo.

¿El Covenant estaba metido en esto, en venir a mi rescate? ¿Dónde narices estaban cuando uno de los daimons se coló en nuestra casa?

Dio un paso adelante, pero no le vi a él, vi de nuevo el cuerpo sin vida de mi madre. Lo último que vio en este mundo fue el horrible rostro de un daimon, y lo último que sintió… me estremecí al recordar el desgarrador dolor de la marca del daimon.

Aiden dio otro paso hacia mí. Reaccioné con una respuesta nacida del dolor y la rabia. Me lancé hacia él con movimientos que no había practicado en años. Una cosa eran simples patadas y puñetazos, pero un ataque ofensivo era algo que apenas había aprendido.

Agarró mi mano, me dio la vuelta y me dejó mirando hacia el otro lado. En segundos tenía mis brazos sujetos, pero todo el dolor y la tristeza aforaron en mí, anulándome el sentido común. Me doblé, tratando de conseguir el espacio sufciente entre los dos para dar una violenta patada hacia atrás.

—No lo hagas —advirtió Aiden con voz falsamente suave—. No quiero hacerte daño.

Respiré con furia. Podía sentir la sangre caliente gotear por mi cuello, mezclada con sudor. Seguí peleando aunque la cabeza me daba vueltas, y el hecho de que Aiden me sujetase tan fácilmente sólo hacía que mi mundo se volviese rojo de rabia.

—¡Wow! —Kain gritó desde algún lado—. Álex, ¡nos conoces! ¿No me recuerdas? No vamos a hacerte daño.

—¡Cállate! —me liberé de Aiden, esquivando a Kain y a Míster Esteroides. Ninguno de ellos esperaba que fuera a escaparme, pero es lo que hice.

Llegué hasta la puerta de la fábrica, esquivé las tablas rotas y salí fuera. Mis pies me llevaron hacia el campo al otro lado de la calle. Estaba hecha un lío. ¿Por qué estaba corriendo? ¿Acaso no llevaba intentando volver al Covenant desde el ataque daimon en Miami?

Mi cuerpo no quería hacerlo, pero seguí corriendo a través de las altas hierbas y arbustos espinosos. Por detrás de mí sonaban unas pisadas fuertes, acercándose cada vez más. Comencé a ver un poco borroso, el corazón me resonaba en el pecho, estaba tan confusa, tan…

Un cuerpo duro chocó contra mí, dejándome sin aire en los pulmones. Caí en un lío de brazos y piernas. De alguna manera, Aiden se anticipó y se llevó todo el peso de la caída. Aterricé encima de él, y estuve ahí un momento hasta que me tumbó, sujetándome sobre la áspera hierba del suelo.

El miedo y la rabia estallaron en mi interior.

—¿Ahora? ¿Dónde estabais hace una semana? ¿Dónde estaba el Covenant cuando estaban asesinando a mi madre? ¿Dónde estabais?

Aiden se echó hacia atrás, con los ojos bien abiertos.

—Lo siento. Nosotros no…

Su disculpa sólo me enfadó aún más. Quería hacerle daño. Quería hacer que me deja­ra ir. Quería… Quería… No sabía qué narices quería, pero no podía evitar gritarle, clavarle las uñas y darle patadas. Sólo cuando Aiden apretó su cuerpo largo y esbelto contra el mío, pude parar. Su peso, la proximidad, me dejaron inmóvil.

No había ni un centímetro entre nosotros. Podía sentir las duras ondulaciones de sus abdominales contra mi estómago, podía sentir sus labios a tan sólo unos centíme­tros de los míos. De repente, me vino una idea loca. Me pregunté si sus labios sabían tan bien como parecían… porque a la vista eran increíbles.

No era una buena idea. Tenía que estar loca —era la única excusa plausible para lo que estaba pensando y haciendo. La forma en que le miraba los labios o el hecho de querer desesperadamente ser besada —estaba mal por un montón de razones. A parte del hecho de que acababa de intentar arrancarle la cabeza, estaba hecha un desastre. La suciedad me cubría la cara hasta dejarme irreconocible; no me había duchado en una semana y estaba segura de que apestaba. Así de asquerosa estaba.

Pero por el modo en que bajó la cabeza, realmente pensé que iba a besarme. Todo mi cuerpo se tensó con ilusión, como esperando a ser besada por primera vez, aunque desde luego ésta no era la primera vez que me besaban. Había besado a muchos chicos antes, pero no a él.

No a un
pura sangre
.

Aiden se movió, apretando más fuerte. Respiré hondo y mi mente ya volaba a mil kilómetros por segundo, pero sin arrojar nada de utilidad. Movió su mano derecha hacia mi frente. Se dispararon las alarmas.

Murmuró una compulsión, rápida y en voz baja, demasiado rápido como para que pudiese adivinar lo que decía.

Hijo de…

Repentinamente, la oscuridad me invadió, sin propósito ni sentido. No se podía luchar contra algo tan poderoso, y sin poder decir mucho más que una palabra en pro­testa, me hundí en sus oscuras profundidades.

Capítulo 2

DONDE TENÍA LA CABEZA APOYADA PARECÍA DURO, PERO EXTRAÑAMENTE CÓMODO. Me acurruqué un poco más, sintiéndome cálida y protegida, algo que no sentía desde que mamá sacó mi culo del Covenant hacía tres años. Saltan­do de sitio en sitio casi nunca conseguía esta comodidad. Algo estaba pasando.

Mis ojos se abrieron rápidamente.

Hijo de perra
.

Me separé tan rápidamente del hombro de Aiden que me golpeé la cabeza contra la ventana.

—¡Mierda!

Se volvió hacia mí, con sus oscuras cejas levantadas.

—¿Estás bien?

Ignoré la preocupación de su voz y me quedé mirándolo. No tenía ni idea de cuánto había estado fuera de mí. A juzgar por el azul del cielo que se veía a través del cristal tintado, supuse que fueron horas. Se suponía que los puros no debían usar la compulsión en los mestizos que no eran sirvientes; estaba considerado poco ético, ya que las obligaciones dejaban a la gente sin voluntad, elección ni nada.

Malditos Hematoi. Tampoco es que se hayan preocupado nunca por la ética.

Antes de que los semidioses originales muriesen con Hércules y Perseo, todos se juntaron entre sí como sólo los griegos sabían hacer. Estas uniones crearon a los pura-sangre —los Hematoi—, una raza muy, muy poderosa. Podían ejercer control sobre los cuatro elementos: aire, agua, tierra y fuego, y manipular todo ese poder en conjuros y compulsión. Los puros nunca usaban sus dones contra otro puro. Hacerlo signifcaba prisión —o incluso muerte en algunos casos.

Como yo era una mestiza, producto de un pura-sangre y un humano normal —como un chucho, por así decirlo— no podía controlar los elementos. Mi especie estaba dotada de la misma fuerza y velocidad que los puros, pero teníamos una habilidad especial extra que nos permitía ver a través de la magia elemental que usaban los daimons. Los puros no podían hacerlo.

Había muchos mestizos por ahí, seguramente más que pura-sangres. Dado que los puros se casaban para mejorar su estatus en nuestra sociedad en lugar de casarse por amor, solían tontear por ahí,
mucho
. Dado que no les afectaban las enfermedades que plagaban a los mortales, supongo que asumieron que no pasaba nada por olvi­darse de usar protección. Al fnal resultó que su descendencia mestiza era de valiosa utilidad en la sociedad de los pura-sangre.

—Álex —Aiden bajó las cejas al mirarme—. ¿Estás bien?

—Sí, estoy bien —arrugué la frente mientras asimilaba mi entorno.

Estábamos en algo grande —seguramente uno de los inmensos Hummers del Covenant— uno que podría pasar por encima de un pueblo entero. A los puros no les importaban cosas como el dinero o el gasto en gasolina. «Cuanto más grande, mejor» era su lema no ofcial.

El otro puro —el enorme— estaba al volante y Kain estaba en el asiento del copiloto, mirando en silencio por la ventana.

—¿Dónde estamos?

—Estamos en la costa, justo al fnal de Bald Head Island. Estamos casi en Deity Island —respondió Aiden.

Mi corazón dio un vuelco.

—¿Qué?

—Volvemos al Covenant, Álex.

El Covenant —el lugar en el que me entrené y llamaba hogar hasta hacía tres años. Suspiré y me froté por detrás de la cabeza—. ¿Os mandó el Covenant? ¿O fue… mi padrastro?

—El Covenant.

Respiré aliviada. Mi padrastro pura-sangre no estaría contento de verme.

—¿Ahora trabajas para el Covenant?

—No. Sólo soy un Centinela. Esto es algo temporal. Tu tío nos mandó a buscarte —Aiden hizo una pausa, y miró por la ventana—. Han cambiado muchas cosas desde que te fuiste.

Quise preguntar qué era lo que un Centinela tenía que hacer en la bien protegida Deity Island, pero supuse que no era de mi incumbencia.

—Bueno, tu tío es ahora el Decano del Covenant.

—¿Marcus? Espera. ¿Qué? ¿Qué le ha pasado al Decano Nasso?

—Murió hace unos dos años.

—Oh —no era ninguna sorpresa. Era más viejo que la peste. No dije nada más mientras meditaba sobre el hecho de que mi tío fuese ahora el Decano Andros. «Ufff». Hice una mueca. Casi no le conocía, pero lo último que recordaba es que estaba esca­lando en la política de los purasangre. No debía sorprenderme que lograse una posi­ción tan codiciada.

—Álex, perdona por la compulsión de antes —Aiden rompió el silencio que se había extendido entre nosotros—. No quería que te hicieses daño.

No respondí.

—Y… siento lo de tu madre. Os buscamos por todas partes, pero nunca estabais lo sufciente en un sitio. Llegamos demasiado tarde.

El corazón se me encogió en el pecho.

—Sí, llegasteis demasiado tarde.

Unos cuantos minutos de silencio llenaron el Hummer.

—¿Por qué se fue tu madre hace tres años?

Miré a través de mi pelo. Aiden me miraba esperando una respuesta a su pregun­ta tendenciosa.

—No lo sé.

Desde los siete años, había sido una mestiza en formación —una de los llamados mestizos «privilegiados». Sólo teníamos dos opciones en la vida —o ir a clase en el Covenant o trabajar. Los mestizos que tenían a un pura-sangre que respondiese por ellos y pudiesen costearse la educación entraban en el Covenant para entrenarse como Centinelas o Guardias. Los otros mestizos no tenían tanta suerte.

Eran convocados por los señores Maestros, un grupo de puros que destacaban en el arte de la obligación. Habían creado un elixir a partir de una mezcla especial de amapolas y té. El brebaje funcionaba de forma diferente en la sangre de un mestizo. En lugar de dejarles letárgicos y adormecidos, la amapola refnada los hacía sumisos y vacíos —dándoles un colocón que no se les pasaba. Los Maestros comenzaban a darles el elixir a los mestizos que contrataban con siete años —la edad de la razón— y conti­nuaban con dosis diarias. Sin educación. Sin libertad.

Eran los responsables últimos en tratar con el elixir y monitorizar el comporta­miento de los mestizos que servían. También eran los que les marcaban en la frente. Un círculo con una línea a través. El doloroso signo visible de la esclavitud.

Todos los mestizos temían ese futuro. Incluso si acabábamos aprendiendo en el Covenant, sólo hacía falta un paso en falso para que te diesen la bebida que te hacía suyo. Lo que hizo mi madre al sacarme del Covenant sin más explicación era todo un punto en mi contra.

También estaba segura de que haber cogido la mitad del dinero de su marido —mi padrastro— tampoco iba a ayudarme mucho.

Y luego estaban todas esas veces en que debería haber contactado con el Covenant y haber entregado a mi madre, hacer lo que se esperaba de mí. Una llamada —una estúpida llamada— le habría salvado la vida.

El Covenant también tendría eso en mi contra.

El recuerdo de despertarme y encontrarme con mi peor pesadilla resurgió. El día antes me pidió que limpiase el jardín de la terraza que yo misma pedí tener, pero me quedé dormida. Cuando me levanté y cogí la bolsa de herramientas de jardín, ya era por la tarde.

Supuse que mamá estaba ya trabajando en el jardín, así que salí al balcón, pero el jardín estaba vacío. Me quedé ahí un rato, mirando hacia el callejón al otro lado de la calle, jugueteando con una pequeña pala de jardinería. Entonces, de entre las sombras, salió un hombre. Un daimon.

Se quedó ahí a plena luz del día, mirando hacia mí. Estaba tan cerca que podría haberle tirado la pala y acertar. Con el corazón en la garganta, me aparté de la barandi­lla. Me apresuré dentro de casa, gritando a mi madre. No hubo respuesta. Las habita­ciones se volvieron borrosas mientras corría por el estrecho pasillo hacia su dormitorio y abría la puerta. Lo que vi me perseguiría siempre. Sangre, mucha sangre, y los ojos de mamá, abiertos y vacíos, mirando a la nada.

—Ya estamos —Kain se inclinó impaciente.

Mis pensamientos se desvanecieron cuando mi estómago, extrañamente, dio un vuelco. Me giré y miré por la ventana. Deity Island consistía en realidad en dos islas. Los puros vivían en sus fantásticas casas en la primera isla. Para el mundo exterior parecía una comunidad isleña normal. Pequeñas tiendas y restaurantes se alineaban en las calles. Había incluso tiendas regentadas por mortales y destinadas a ellos. Las prístinas playas eran para morirse.

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