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Authors: Jennifer L. Armentrout

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Mestiza (3 page)

BOOK: Mestiza
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A los daimons no les gustaba viajar por el agua. Cuando un puro se pasaba al lado oscuro, su magia elemental cambiaba y sólo podía usarla si estaba tocando suelo. No tener contacto los debilitaba. Eso hacía de la isla un escondite perfecto para los nuestros.

Era demasiado pronto para que hubiese nadie por las calles, y en cuestión de mi­nutos cruzamos el segundo puente. En esta parte de Deity Island, situada entre zonas pantanosas, playas y bosques prácticamente intactos, se encontraba el Covenant.

Elevándose entre el interminable mar y hectáreas de playas blancas, la extensa es­tructura de arenisca por la que pasamos era la escuela donde los puros y mestizos iban a clase. Con sus gruesas columnas de mármol y estatuas de los dioses estratégicamente colocadas, era un lugar intimidante, como de otro mundo. Los mortales pensaban que el Covenant era una escuela privada de élite donde ninguno de sus hijos tendría nunca el privilegio de entrar. Tenían razón. La gente tenía que tener algo súper especial en la sangre para llegar hasta aquí.

Tras el edifcio principal estaban las residencias que contaban también con más columnas y estatuas. Edifcios más pequeños y bungalows salpicaban el terreno, y los enormes gimnasios e instalaciones de entrenamiento estaban al lado del patio. Siem­pre me recordaba a los antiguos coliseos, excepto que los nuestros estaban bajo techo; los huracanes podían llegar a ser muy bestias aquí.

Todo era bonito, un lugar que amaba y odiaba al mismo tiempo. Ahora que lo veía, me daba cuenta de cuánto lo echaba de menos… y a mamá. Ella se quedaba en la isla principal mientras yo iba a clase, pero era una habitual en el campus, apareciendo para llevarme a comer después de las clases, convenciendo al antiguo Decano para que me dejase quedarme con ella los fines de semana. Dioses, sólo quería otra oportuni­dad, otro segundo para decirle…

Me contuve.

Control. Tenía que estar bajo control ahora mismo, y hundirme en mi pena per­petua no iba a ayudarme. Armándome de valor, salí del Hummer y seguí a Aiden hacia la residencia de las chicas. Éramos los únicos moviéndonos por los silenciosos pasillos. Siendo principios de verano, por allí solo habría unos pocos estudiantes.

—Aséate. Volveré a por ti en un rato —comenzó a darse la vuelta, pero paró—. Encontraré algo que ponerte y lo dejaré en la mesa.

Asentí, falta de palabras. Incluso a pesar de estar intentando calmar mis emo­ciones, algunas se colaban. Hace tres años mi futuro estaba perfectamente planeado. Todos los Instructores del Covenant habían alabado mis habilidades en las sesiones de entrenamiento. Incluso llegaron a decir que podría convertirme en Centinela. Los Centinelas eran los mejores, y yo era una de las mejores.

Tres años sin entrenamientos me habrían puesto por detrás de cualquier mestizo. Una vida entera de servidumbre era lo que posiblemente me esperaba —un futuro que no podía soportar. Ser súbdita de los deseos de los puros, sin tener voz ni voto sobre nada —la posibilidad me mataba de miedo.

Una posibilidad que empeoraba por mi necesidad apremiante de cazar daimons.

Luchar contra ellos estaba arraigado en mi sangre, pero después de ver lo que le había ocurrido a mamá, las ganas se dispararon. Sólo el Covenant podía darme los medios para conseguir mis metas, y mi ausente tío pura-sangre tenía ahora mi futuro en sus manos.

Mis pasos pesaban mientras me movía por las ya conocidas habitaciones. Estaban totalmente amuebladas y parecían más grandes de lo que recordaba. La habitación te­nía una sala de estar separada y un dormitorio decentemente grande. Y tenía su propio baño. El Covenant sólo ofrecía lo mejor a sus estudiantes.

Me di una ducha más larga de lo necesario, deleitándome en la sensación de estar limpia de nuevo. La gente daba por hecho cosas como una ducha. Yo también lo había hecho. Tras el ataque daimon, me encontré en la calle con poco dinero. Seguir con vida se había vuelto más importante que una ducha.

Cuando me aseguré de que me había quitado toda la porquería, encontré un cui­dado montón de ropa sobre la mesa pequeña frente al sofá. Cuando la cogí me di cuenta de que era la ropa de entrenamiento que daba el Covenant. Los pantalones me venían al menos dos tallas grandes, pero no iba a quejarme. Me los acerqué a la cara y respiré. Olían tan, tan limpios.

De vuelta en el baño, estiré el cuello. El daimon me había marcado justo donde el cuello bajaba hacia la clavícula. La marca tuvo tenido un color rojo furia durante todo el día siguiente, y luego fue perdiendo intensidad hasta ser una cicatriz pálida y brillante. El mordisco de un daimon nunca dejaba la piel intacta. Las filas de pequeñas dentadas prácticamente idénticas me marearon y me recordaron a una de mis antiguas Instructoras. Era una mujer mayor y hermosa que se había retirado a enseñar tácticas básicas de defensa tras un encontronazo con un daimon. Tenía los brazos cubiertos de marcas pálidas semicirculares, de un tono o dos más claras que su piel.

Una marca había sido sufcientemente horrible. No podía imaginar lo que de­bía haber sido para ella. Los daimons intentaron convertirla drenándole todo su éter. Cuando se trataba de convertir a un puro, no había intercambio de sangre.

Era un proceso terriblemente simple.

El daimon ponía sus labios sobre los del puro drenado, le pasaba algo de su éter y —¡voila!— lo último en daimons. Como sangre infectada, el éter contaminado que pasaba convertía a un puro, y no había nada que pudiese deshacer el cambio. El puro se había perdido para siempre. Por lo que sabíamos, era la única forma de crear un daimon, pero no es que quedáramos y charlásemos con ellos. Se les mataba nada más verlos.

Siempre pensé que era una norma absurda. Nadie —ni siquiera el Consejo— sa­bía qué pensaban los daimons conseguir matando. Si pilláramos a uno y lo interrogá­ramos, podríamos aprender mucho sobre ellos. ¿Cuáles eran sus planes —sus metas? ¿Tenían? ¿O era simplemente la necesidad de éter la que les obligaba a hacerlo? No lo sabíamos. Lo único que preocupaba a los Hematoi era pararles y asegurarse de que no convirtiesen a ningún puro.

Sea como fuere, los rumores decían que nuestra Instructora había esperado hasta el ultimísimo momento para atacar, frustrando así los planes del daimon. Recuerdo haberme quedado mirando esas marcas y pensar lo horrible que era que su cuerpo perfecto hubiese sido arruinado.

Mi refejo en el espejo empañado me miró. Esta marca sería difícil de esconder, pero podría haber sido peor. Podría haberme marcado en la cara, los daimons podían ser muy crueles.

Los mestizos no podíamos ser convertidos, por eso luchábamos tan bien contra los daimons. Morir era lo peor que podía pasarnos. ¿A quién le importaba que un mes­tizo cayera en batalla? Para los puros no valíamos nada.

Suspiré, me eché el pelo hacia atrás y me aparté del espejo justo cuando sonó un suave golpe en la puerta. Un segundo después, Aiden abrió la puerta de mi residencia. Sus casi dos metros se pararon de golpe en cuanto me vio. La sorpresa se refejó en su cara al ver la versión buena de mí.

¿Qué puedo decir? Me había aseado bien.

Sin toda la suciedad y asquerosidad general, me parecía a mi madre. El pelo largo y oscuro me caía por la espalda; tenía los pómulos marcados y labios carnosos que so­lían tener la mayoría de los puros. Yo tenía algo más de curvas que la fgura espigada de mi madre y no tenía sus increíbles ojos. Los míos eran marrones, marrones norma­les y poco atractivos.

Incliné la cabeza un poco hacia atrás, mirándole directamente a los ojos por pri­mera vez.

—¿Qué?

Se recuperó en un tiempo récord.

—Nada. ¿Estás lista?

—Supongo —le eché otro vistazo mientras le veía salir de mi habitación.

Los rizos oscuros de Aiden caían continuamente por su frente, juntándose con sus cejas igualmente oscuras. Las líneas de su cara eran casi perfectas, la curvatura de su mandíbula fuerte, y tenía los labios más expresivos que había visto en mi vida. Pero eran esos ojos de tormenta lo que encontraba más atractivo. Nadie tenía esos ojos.

Desde el breve momento que me sujetó en el campo, sentí que el resto de él era igualmente impresionante. Qué mal que fuese un pura-sangre. Los puros eran intoca­bles para mí y para cualquier mestiza. Supuestamente, los dioses habían prohibido las interacciones divertidas entre mestizos y puros hacía eones. Tenía algo que ver con que la pureza de un pura-sangre no se empañase, con el miedo a lo que un hijo de una pareja así pudiera ser… Fruncí el ceño tras Aiden.

Pudiera ser ¿Qué? ¿Un cíclope?

No sé qué podría suceder, pero sabía que se consideraba algo muy, muy malo. Los dioses se ofenderían, y no era nada bueno. Así que desde que éramos lo bastante mayores como para entender cómo se hacían bebés, a los mestizos nos enseñaban a no mirar los pura-sangre de otra forma que no fuese con respeto y admiración. A los puros les enseñaban a no ensuciar nunca su linaje por mezclarse con un mestizo, pero algunas veces mestizos y puros habían salido juntos. No acababa bien, y los mestizos solían llevarse el peso del castigo.

No era justo, pero la vida era así. Los puros estaban en la cima de la cadena ali­menticia. Ellos hacían las reglas, controlaban el Consejo e incluso dirigían el Covenant.

Aiden me miró por encima de su hombro.

—¿Cuántos daimons has matado?

—Sólo dos —subí el ritmo para poder igualarme al que él llevaba con sus largas piernas.

—¿Sólo dos? —su voz se notaba asombrada—. ¿Te das cuenta de lo increíble que es para un mestizo no entrenado completamente el matar a un daimon, y más aún dos?

—Supongo —hice una pausa, sentía la furia burbujeando y amenazando con salir de mí. Cuando el daimon me vio en la puerta del dormitorio de mamá, se me lanzó… directamente sobre la pala que llevaba en la mano. Idiota. El otro daimon no había sido tan estúpido.

—Habría matado al otro en Miami… pero estaba —no sé. No podía pensar. Sé que tenía que haber ido a por él, pero me entró el miedo.

Aiden se paró y me miró.

—Álex, que hayas matado a un daimon sin entrenamiento es algo extraordinario. Fue valiente, pero también estúpido.

—Vaya, gracias.

—No estás entrenada. El daimon podía haberte matado fácilmente. ¿Y al que ma­taste en la fábrica? Otro acto intrépido, pero estúpido.

Se adelantó.

Luché para intentar mantener su ritmo.

—¿Por qué te iba a importar que me matasen? ¿Por qué le iba a importar a Marcus? Ni siquiera conozco a ese hombre y, de todas formas, si no me permite volver a entrenar valgo lo mismo viva que muerta.

—Sería una pena —me miró amablemente—. Tienes todo el potencial del mundo.

Entorné los ojos a su espalda. La repentina necesidad de empujarle era casi de­masiado grande como para ignorarla. No hablamos después de eso. Una vez fuera, la brisa jugó con mi pelo, aspiré el olor de la sal marina mientras el sol calentaba mi piel helada.

Aiden me llevó de vuelta al edifcio principal de la escuela, y subimos un absurdo número de escaleras que conducían hasta el despacho del Decano. Las formidables puertas dobles se acercaban, y tragué fuerte. Había pasado mucho tiempo en este des­pacho cuando el Decano Nasso dirigía el Covenant.

Cuando los Guardias nos abrieron la puerta, recordé la última vez que había es­tado en este despacho para que me diese un sermón. Tenía catorce años, y del aburri­miento, convencí a uno de los puros para inundar el ala de ciencias usando el elemento del agua. Por supuesto, el puro me delató.

A Nasso no le gustó nada.

El primer vistazo al despacho fue tal y como lo recordaba: perfecto y bien dise­ñado. Varias sillas de cuero se encontraban ante un gran escritorio de roble. Peces de colores brillantes iban y venían en un acuario situado en la pared tras el escritorio.

Mi tío entró en mi campo visual y dudé. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que le vi —años realmente. Olvidé cuánto se parecía a mamá. Tenían los mismos ojos —de color esmeralda, que cambiaban dependiendo del estado de ánimo. Los ojos eran lo único que compartían mi madre y mi tío.

Excepto la última vez que vi los ojos de mi madre; ya no brillaban. Una sensación horrible creció en mi interior, presionándome el pecho. Di un paso adelante, sintiendo la presión todo el tiempo.

—Alexandria —la voz grave y culta de Marcus me devolvió a la habitación—. Después de tantos años. ¿Volverte a ver? No tengo palabras.

Mi tío —y usaba esa palabra indirectamente— no me sonaba a miembro cercano de la familia. Su tono era frío y vacío. Cuando nuestros ojos se encontraron, supe que estaba condenada. No había nada en su mirada que lo ligase a mí —ni felicidad ni alivio al ver a su única sobrina viva y de una pieza. Como mucho, parecía bastante aburrido.

Alguien se aclaró la garganta, mandando mi atención hacia la esquina del despa­cho. No estábamos solos. Míster Esteroides estaba en la esquina, junto a una pura. Era alta y esbelta, con cascadas de pelo negro como un cuervo. La identifqué como una Instructora.

Sólo los puros que no tenían aspiraciones por los juegos políticos de su mundo, enseñaban en el Covenant o se convertían en Centinelas o puros como Aiden que tenían razones súper personales para hacerlo: como que a sus padres los asesinasen unos daimons delante suyo cuando era un niño. Eso fue lo que le pasó. Supuestamen­te, eso es por lo que Aiden eligió ser un Centinela. Seguramente quería algún tipo de venganza. Algo que ahora teníamos en común.

—Siéntate —Marcus se acercó a una silla—. Tenemos mucho de que hablar.

Aparté los ojos de los puros y fui hacia delante. La esperanza surgió con su pre­sencia. ¿Por qué iban a estar esos puros aquí si no fuese para hablar de mi falta de entrenamiento y formas de arreglarlo?

Marcus se movió tras su escritorio y se sentó. Juntó las manos y me miró por enci­ma. El malestar me hizo sentarme más recta, y mis pies colgaron sobre el suelo.

—En realidad no sé por dónde empezar… todo este lío que ha creado Rachelle.

No respondí porque no estaba segura de haberle escuchado bien.

—Para empezar, casi arruina a Lucian, dos veces —hablaba como si yo tuviese algo que ver—. El escándalo que originó cuando conoció a tu padre fue sufciente-mente grande. ¿Y cuando vació la cuenta del banco de Lucian y huyó contigo? Bueno, estoy seguro de que hasta tú puedes comprender las duraderas consecuencias de una decisión tan poco sabia.

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