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Authors: Jennifer L. Armentrout

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Mestiza (19 page)

BOOK: Mestiza
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Movió la cabeza.

—Las cosas son distintas para ti, Alexandria.

—No. No lo son —mi voz sonaba áspera—. Soy una mestiza, mi deber es ma­tar daimons a toda costa. Esto no me afectará. Mi madre para mí está muerta.

Marcus se me quedó mirando.

—Alexandria…

—¿Va a obligarla a salir del Covenant, Patriarca? —preguntó Seth.

—Nosotros no la vamos a obligar a marcharse —dijo Marcus con sus ojos fjos en mí.

Lucian se puso junto a Marcus.

—Nos pusimos de acuerdo en esto, Marcus —su voz era tensa y grave—. Ne­cesita estar bajo mi protección.

Supe que estaba diciendo mucho más. Vi a Marcus pensar en lo que sea que no había dicho.

—Puede quedarse en el Covenant —Marcus dejó la mirada fija—. No hay nin­gún peligro si se queda aquí. Podremos seguir hablando de esto más adelante, ¿no crees?

Mis ojos se abrieron de par en par cuando vi al Patriarca acceder a lo que decía Marcus.

—Sí. Discutiremos esto con más detalle.

Marcus asintió antes de girarse hacia mí.

—La oferta original sigue estando en pie, Alexandria. Tendrás que probarme que estás lista para ir a las clases.

Dejé escapar el aire que estaba aguantando.

—¿Algo más?

—No —me di la vuelta para marcharme, pero Marcus me paró—. Alexandria… Siento lo que ha ocurrido. Tu madre… no se merecía esto. Ni tú tampoco.

Una disculpa sincera, pero no signifcaba nada para mí. No sentía nada, y lo que más quería era alejarme de todos ellos. Salí de la ofcina con la cabeza alta, sin ver a nadie. Incluso logré pasar a los Guardias, que posiblemente habrían oído todo.

—Álex, espera.

Luchando por controlar el huracán de emociones que tenía dentro, me di la vuelta. Aiden me había seguido fuera. Le advertí con la mano temblorosa.

—No.

Se echó atrás.

—Álex, déjame que te explique.

Por encima de su hombro, vi que no estábamos solos. Los Guardias estaban frente a las puertas cerradas del despacho de Marcus, y el Apollyon también. Nos estaba mirando con indiferencia.

Traté de hablar en voz baja.

—Lo has sabido todo este tiempo ¿verdad? Sabías lo que le había pasado real­mente a mi madre.

El músculo de su mandíbula se tensó.

—Sí, lo sabía.

El dolor explotó en mi pecho. Parte de mí esperaba que no lo hubiese sabido, que no me lo hubiese ocultado. Di un paso al frente.

—¿Hemos estado juntos todos los días y no se te pasó nunca por la cabeza decírmelo?

—Claro que pensé que tenías derecho a saberlo, pero no era lo mejor para ti. Y sigue sin serlo. ¿Cómo ibas a concentrarte en los entrenamientos, concentrarte en matar daimons, cuando supieses que tu madre era uno de ellos?

Abrí la boca, pero no me salió nada. ¿Cómo iba a poder concentrarme ahora?

—Siento que hayas tenido que descubrirlo así, pero no lamento habértelo ocultado. Podíamos haberla encontrado y hacernos cargo del problema sin que tú lo supieses. Ese era el plan.

—¿Ese era el plan? ¿Matarla antes de que yo descubriese que estaba viva? —a cada palabra subía más la voz—. ¿Y me decías que confiase en ti? ¿Cómo demonios puedo confiar ahora en ti?

Mis palabras dieron en el blanco. Dio un paso atrás, pasándose una mano por el pelo.

—¿Cómo te sientes al saber lo que es tu madre? ¿Qué piensas sobre ello?

Unas lágrimas cálidas comenzaron a arderme en la garganta. Estaba a punto de explotar aquí mismo, delante suyo. Empecé a apartarme. Por favor. Solamente déjame sola. Déjame sola. Esta vez, cuando me fui, nadie me paró.

***

Aturdida, me metí en la cama. Un sentimiento horrible se había adueñado de mí. Parte de mí quería creer que todo el mundo estaba equivocado y que mamá no era un daimon.

Se me revolvió el estómago y me hice un ovillo. Mamá estaba por ahí, en al­gún sitio, matando gente. Desde el momento en que se convirtió, la necesidad de alimentarse de éter la consumía. No le importaba nada más. Aunque me recordase no sería igual.

Salí de la cama a trompicones, llegando al baño justo a tiempo. Me puse de rodillas, agarré los lados del váter, y vomité hasta no poder más. Cuando acabé, no tuve fuerzas ni para levantarme.

Mis pensamientos giraban en un gran caos.
Mi madre es un daimon
. Había cen­tinelas por ahí, dándole caza. Pero no podía reemplazar su cálida sonrisa por la de un daimon. Era mi madre.

Me aparté del váter y apoyé la cabeza en las rodillas. En un momento dado, alguien llamó a la puerta, pero ignoré el sonido. No quería ver a nadie, no quería hablar con nadie. No sé cuánto tiempo estuve ahí. Podrían haber sido minutos, u horas. Quería no pensar, sólo respirar. La parte de respirar era fácil, pero la parte de no pensar era imposible. Al fnal, me levanté y miré mi refejo.

Mamá me estaba mirando todo menos los ojos, lo único que no compartía­mos. Pero ahora… ahora tendría esos dos agujeros vacíos y su boca estaría llena de dientes aserrados.

Y si me volvía a ver, no sonreiría o me abrazaría. No me echaría el pelo hacia atrás como solía hacer. No habría lágrimas ni felicidad. Igual ni sabría mi nombre.

Intentaría matarme.

Y yo intentaría matarla a ella.

Capítulo 12

EL DOMINGO POR LA TARDE NO PODíA ESCONDERME MÁS EN LA HA­BITACIóN. Asqueada de pensar, asqueada de estar sola y asqueada de mí misma. En algún momento del día anterior, me había vuelto el apetito y me moría de ham­bre.

Logré llegar hasta la cafetería antes de que cerrasen las puertas. Por suerte, es­taba vacía y pude comerme tranquilamente tres trozos de pizza. La comida se con­virtió en una bola densa en mi estómago, pero conseguí comerme un cuarto trozo.

Estaba envuelta en el silencio espeso de la cafetería. Al no estar haciendo nada, el parloteo incesante de mis pensamientos resurgió de nuevo. Mamá. Mamá. Mamá. Desde el viernes por la noche, ella era todo en lo que podía pensar.

¿Podía haber hecho algo diferente? ¿Podría haber prevenido que se convirtie­se en un monstruo? Si no me hubiese entrado el miedo después del ataque, igual podría haber ahuyentado al otro daimon. Podría haber salvado a mi madre de un destino tan horrible.

La culpabilidad me agrió la comida en el estómago. Me aparté de la mesa y me dirigí fuera justo cuando uno de los sirvientes entraba para cerrar durante la noche. Unos cuantos chavales se movieron por la sala, pero a ninguno lo conocía demasiado bien.

No sé por qué acabé en la sala de entrenamientos. Eran las ocho pasadas, pero nunca cerraban estas salas, aunque las armas se guardaban tras las sesiones de entrenamiento. Me paré frente a uno de los maniquíes que se usaban para las prácticas con cuchillo y como contrincante de boxeo.

Me picó la inquietud al ver la lograda figura. Pequeños cortes y surcos marca­ban el cuello, pecho y abdomen. Eran las áreas donde los mestizos se entrenaban a dar: el plexo solar, corazón, cuello y estómago.

Pasé los dedos por las hendiduras. Los filos del Covenant estaban escandalo­samente afiladas, diseñadas para cortar rápidamente a través de la piel del daimon y hacer el máximo daño.

Observando las zonas de golpe marcadas de rojo —lugares donde golpear o pegar si me metía en una pelea a manos descubiertas con un daimon— me recogí el pelo en una especie de moño descolocado. Aiden me había dejado practicar con los maniquíes unas cuantas veces, quizá porque se cansó de que le pegase patadas a él.

El primer puñetazo que le lancé echó al muñeco atrás un centímetro y poco, quizá dos. Bah. El segundo y tercer puñetazo lo movieron unos cuantos centíme­tros más, pero seguía sin ser nada para mí. Un torbellino borroso de emociones me presionaba, pidiéndome que cediese.
Date por vencida. Acepta la oferta de Lucian. No te arriesgues a enfrentarte a mamá. Que lo haga otro.

Di un paso atrás, con las manos en los muslos.

Mi madre era un daimon. Como mestiza, tenía la obligación de matarla. Como su hija tenía la obligación de… ¿qué? Esa pregunta la llevaba evitando todo el fn de semana. ¿Qué se supone que tenía que hacer?

Matarla. Huir de ella. Salvarla de alguna forma.

Un grito de frustración se me escapó al levantar la pierna y darle al maniquí justo en el centro. Se balanceó treinta centímetros o medio metro, y cuando vino hacia mí, ataqué con puñetazos y patadas. Mi enfado e incredulidad crecían con cada estallido.

No era justo. Nada de esto lo era.

El sudor empezó a caer, empapando mi camiseta hasta que se me pegó al cuerpo y algunos pelos sueltos al cuello. No podía parar. La violencia salía de mí, convirtiéndose en algo físico. Podía sentir el enfado en mi garganta espeso como la bilis y pesado. Conecté con él. Me convertí en él.

La rabia fuyó a través de mí y mis movimientos, hasta que mis patadas y pu­ñetazos fueron tan precisos que, si el maniquí hubiese sido una persona de verdad, estaría muerto. Sólo me eché atrás cuando estuve satisfecha, me pasé la mano por la frente y me di la vuelta.

Aiden estaba en la puerta.

Dio un paso al frente, parándose en el centro de la sala y en la misma posición en la que solía estar durante nuestras sesiones de entrenamiento. Llevaba vaque­ros, algo con lo que no solía verlo.

Aiden no dijo nada mientras me miraba. No sé en qué estaba pensando o por qué estaba ahí. Me daba igual. La rabia me seguía hirviendo por dentro. Me imagi­né cómo sería el ser un daimon, como si una especie de fuerza invisible controlase todos mis movimientos.

Fuera de control, estaba fuera de control. Sin decir una palabra, atravesé la distancia que nos separaba. En sus ojos vi una mirada precavida. No había ninguna intención en ello, sólo una rabia insoportable y puro dolor. Eché el brazo atrás y le pegué un puñetazo justo a un lado de la mandíbula. Un dolor enorme me recorrió los nudillos.

—¡Mierda! —me doblé sobre mí misma, doblando la mano hacia el pecho. No pensaba que fuese a doler tanto. Peor aún fue que a él casi ni le hizo nada.

Se volvió hacia mí como si no acabase de darle un puñetazo en la cara y arrugó la frente.

—¿Te hace sentir mejor? ¿Ha cambiado algo?

Me enderecé.

—¡No! Pero me gustaría volver a hacerlo.

—¿Quieres pelear? —se hizo a un lado, inclinando la cabeza un poco hacia mí—. Entonces pelea conmigo.

No tuvo que pedírmelo dos veces. Me lancé hacia él. Bloqueó mi primer pu­ñetazo, pero mi enfado me hizo más rápida de lo que él pensaba. La parte ancha de mi brazo atravesó sus bloqueos, golpeándole directamente en el pecho. No le desconcerté nada, ni un poco. Pero el placer se encendió en mi interior, propul­sándome hacia delante. Ardiendo de rabia y algún otro sentimiento salvaje, luché más fuerte y mejor que nunca. Nos rodeábamos el uno al otro, intercambiando golpes. Aiden no me atacaba con todas sus fuerzas, y eso sólo me cabreaba. Ataqué más fuerte, haciéndole retroceder en las colchonetas. Sus ojos tenían un peligroso color plateado cuando agarró mi puño a pocos centímetros de dar con su nariz. Mal sitio donde apuntar por encima del pecho, pero bueno.

—Ya es suficiente —Aiden me empujó hacia atrás.

Pero no era suficiente. Nunca sería
suficiente
. Fui a usar uno de los movimien­tos ofensivos que me había enseñado días atrás. Aiden se movió y me cogió en pleno vuelo, tirándome al suelo. Una vez que me tuvo en el suelo se dio la vuelta.

—Sé que estás enfadada —ni siquiera le faltaba el aliento. Yo, por otra parte, casi no podía respirar—. Sé que estás confundida y dolida. No puedo ni imaginar lo que sientes.

Mi pecho se movía rápidamente. Empecé a levantarme, pero me volvió a em­pujar al suelo con una mano.

—¡Sí, estoy enfadada!

—Estás en todo tu derecho.

—¡Tenías que habérmelo dicho! —el ardor en mis ojos comenzó a aumentar—. ¡Alguien tenía que habérmelo dicho! Si no era Marcus, entonces tú.

Apartó la mirada.

—Tienes razón.

Sus suaves palabras no me confortaron. Aún podía oírle diciendo que no se arrepentía de no habérmelo dicho, que era lo mejor. Se puso las manos sobre las piernas tras un rato.

Mal movimiento.

Salí disparada, directa a su pelo sedoso. Un movimiento totalmente de chica, pero en algún punto del camino me había dejado llevar por la furia.

—¡Para! —me cogió fácilmente de las muñecas. De hecho era vergonzoso lo rápido que me había logrado contener. Esta vez me dejó clavada a la colchoneta—. Álex, para ya —dijo de nuevo, en voz más baja.

Eché la cabeza hacia atrás, lista para estampar mi pie en algún lugar, cuando nuestras miradas se encontraron. Entonces paré, con su cara a pocos centímetros de la mía. La atmósfera cambió mientras una de las emociones salvajes que se arre­molinaban en mi interior logró escapar y asomar la cabeza.

Su torso inclinado hacia mí y sus piernas presionando las mías, me hacían pensar en otras cosas. Cosas que no eran pelear o matar, pero en las que sí se sudaba, mucho. Se me hizo difícil respirar mientras seguíamos mirándonos. Sus ondas oscuras le habían caído sobre los ojos. No se movía, y yo no podía aunque quisiera. Y no quería. Oh, dioses, no quería volver a moverme nunca más. Pude ver el momento en que él observó el cambio en mí. Algo cambió en sus ojos y sus labios se abrieron.

Era un amor platónico estúpido e inocente. Incluso mientras levantaba la cabeza, dejando mis labios a unos pocos centímetros de los suyos, seguía repitién­domelo. No me gustaba. No tanto, no más que cualquier otra cosa que hubiese querido en mi vida.

Le besé.

Al principio no fue realmente un beso. Mis labios sólo rozaron los suyos, y al no apartarse, volví con más ganas. Aiden parecía estar demasiado atontado como para hacer nada durante unos segundos. Pero luego me soltó las muñecas y sus manos se deslizaron por mis brazos.

El beso se hizo más profundo, lleno de pasión e ira. Y frustración, mucha frus­tración. Entonces Aiden fue el que presionó, no era yo la que estaba besándole. Sus labios se movían contra los míos, sus dedos apretaban mi piel. Después de tan sólo unos segundos, interrumpió el beso y saltó lejos de mí.

A varios metros de mí, Aiden se puso en cuclillas. Su pesada respiración lle­naba el espacio entre los dos. Tenía los ojos bien abiertos y tan dilatados que casi se veían negros.

Yo me levanté y rápidamente me eché atrás. Lo que acababa de hacer logró penetrar a través de la espesa niebla que cubría mis pensamientos. No sólo le había pegado un puñetazo en la cara a un pura-sangre, sino que lo había besado. Oh…
oh, tío
. Mis mejillas se sonrojaron; todo mi cuerpo se sonrojó.

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