Misterio en la casa deshabitada (6 page)

BOOK: Misterio en la casa deshabitada
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—¿Qué más compraste? —preguntó Larry.

—Poca cosa —refunfuñó Fatty—. Todo era mucho más caro de lo que suponía. ¡Sólo con esta peluca se me fue casi todo el dinero. Compré estos dientes, dos o tres pares de cejas diferentes, varios cosméticos para pintarse la tez pálida o colorada, y esta gorra de corte extranjero. Además, adquirí otra peluca más barata, que ya os enseñaré, de pelo lacio y pardo, como el de los ratones.

Luego, se puso la gorra muy ladeada. Nadie podría haberle reconocido.

—«Adieu!» —exclamó el chico, renqueando por la habitación—. «Adieu, mes enfants!»

—Eso significa: «¡Adiós, amigos míos!» —explicó Pip a Bets, que contemplaba, admirada, la figura de Fatty recorriendo el pasillo con su curiosa cojera en dirección a la escalera.

—¡Adiós, Napoleón! —gritó Bets.

Todos se rieron.

—Confío en que el viejo Ahuyentador no le descubra —suspiró Larry—. Fatty es extraordinariamente valiente y atrevido, además de muy listo para estas cosas; pero al viejo Ahuyentador no le gusta ni pizca que le gasten bromas.

—¿Habrá leído la carta invisible ya? —musitó Bets—. ¡Cómo se habrá puesto si ha conseguido hacerlo!

El Ahuyentador «estaba» realmente enojado. De hecho, casi parecía un basilisco. Había calentado una plancha, sabedor de que el calor era una de las cosas más eficaces para poner de manifiesto la mayoría de las escrituras invisibles, y habíala pasado por la hoja de papel.

¡Su sorpresa no tuvo límites al leer las tenues letras parduscas! Tragó saliva y con sus ojos de rana, saliéndosele materialmente de las órbitas, farfulló, como si tuviese a los chicos ante sí:

—¡Está bien! ¡Veremos qué dicen «a esto» vuestros padres! ¡Vuestros padres y el Inspector! Esto le abrirá los ojos. ¡Groseros, desvergonzados! ¿Eso es respetar a la ley? ¡Basta ya de granujas! ¡Ahora os he pescado! Creíais que no sería suficiente listo para leer vuestra estúpida carta invisible, ¿eh?

El señor Goon tenía varias cosas que hacer aquel día y, por ende, no pudo decidirse a ir a mostrar la carta a los padres de los chicos hasta primera hora de la tarde.

«¡No me sorprende que los muy tunos no se atreviesen a venir a entregarme la carta personalmente! —pensó el policía, recordando al extraño muchacho que se la había dado—. Supongo que el chaval era un amigo suyo invitado en una de sus casas.»

Primero optó por ir al domicilio de los Hilton. Constábale que el señor y la señora Hilton eran muy rectos con sus hijos, Pip y Bets.

«Esto les abrirá los ojos de una vez —se dijo el hombre, disponiéndose a salir—. ¡Vaya, ahí está otra vez ese francesito! ¡No estará de más que averigüe con seguridad dónde se hospeda!»

—¡Eh, chico! —gritó el señor Goon a Fatty, que merodeaba por la otra acera, en espera de que el policía le viese—. ¡Ven aquí un momento!

—¿Me llamaba usted? —exclamó Fatty, cortésmente, con la chillona voz extranjera adoptada para el caso.

—Tengo que formularte unas preguntas —declaró el Ahuyentador—. ¿Quién te dio esa grosera carta que me entregaste esta mañana?

—«¿Grosera?» «Ah, non, non, non!» —repuso Fatty, con extrañeza, meneando las manos como hacía su profesor de francés en el colegio—. ¡No puedo creer semejante cosa, señor policía!

—¡Mira esto! —gruñó el señor Goon—. Tal vez podrás aclararme de quién es esta letra, ¿la ves?

Y, sacándose el sobre del bolsillo, tiró de la hoja de papel dispuesta en su interior, diciendo:

—Aquí tienes. Echa un vistazo a esto y dime si sabes quién escribió esta grosera carta.

Fatty la tomó y, en aquel preciso momento, sopló una oportunísima ráfaga de viento por la calle. Fatty soltó el papel y éste voló por el aire, inmediatamente, el chico corrió tras él, y, al inclinarse a recogerlo, resultóle muy fácil deslizárselo en el bolsillo y volver junto al Ahuyentador con la otra carta en la mano.

—¡Atiza! —profirió el señor Goon, arrebatándosela—. ¡Por poco se la lleva el viento! Lo mejor será no exponerla más a él y meterla en el sobre.

El hombre así lo hizo. Fatty sonrió para sí. ¡Había sido todo muy fácil, mucho, muchísimo más fácil de lo que esperaba! ¡Qué ráfaga más oportuna!

—¿Adonde se dirige usted, señor policía? —inquirió Fatty, cortésmente.

—Voy a casa de los señores Hilton —respondió el señor Goon, sin andar con rodeos.

—En ese caso, no vamos por el mismo camino —dijo Fatty—. «Adieu», querido señor policía.

Dicho esto, el chico desapareció por una esquina, seguido de la atenta mirada del señor Goon. Sin saber por qué, el policía sentíase desconcertado.

«Ese chaval francés es un poco raro, —se dijo intrigado el hombre.»

¡Y todavía lo habría considerado más raro de haber podido ver las manipulaciones de Fatty al otro lado de la esquina!

El chico despojóse de su peluca, dientes, gorra y también de una llamativa chalina que lucía a guisa de corbata, y lo escondió todo en un arbusto.

Luego, con su verdadera personalidad de Federico Algernon Trotteville, encaminóse presurosamente a la casa donde vivían Pip y Bets, a la cual el señor Goon habíase dirigido ya. Una vez dentro, el muchacho emitió su habitual silbido a Pip, aun cuando sabía perfectamente que el chico no se hallaba allí, sino en casa de Larry.

—¡Ah! —exclamó la señora Hilton, asomándose por la puerta del saloncito—. ¿Eres tú, Federico? Ven acá un momento, ¿quieres? Pip y Bets están fuera, y aquí está el señor Goon con una peregrina historia. Al parecer, os considera culpables de una incalificable grosería.

—¡Qué raro! —masculló Fatty, entrando en la sala.

Allí estaba también el señor Hilton atendiendo al señor Goon, el cual permanecía sentado en una silla, con las rodillas abiertas y sus enormes manazas extendidas sobre ellas.

—¡Hola! —profirió el policía, al ver a Fatty—. Aquí está uno de los autores de la carta invisible. Ahora, señora, voy a mostrársela para que la lea. ¡Dice que me chirría el seso por falta de engrase!

El señor Goon sacó la hoja de papel del sobre y depositóla sobre la mesa. Como la escritura no había sido sometida al calor, la hoja aparecía en blanco. El señor Goon la miró, enojado. ¡El texto era perfectamente visible la última vez que lo había examinado!

—Necesita la acción de otra plancha caliente —manifestó ante la sorpresa de la señora Hilton—. ¿Tendría usted la bondad de traerme una plancha caliente, señora?

En cuanto se la proporcionaron, el señor Goon pasóla por el papel.

—¡Aquí tienen ustedes! —exclamó, triunfante, al tiempo que la tenue escritura parda tornábase visible—. Lean ustedes esto, señora y caballero. ¿Les parece bien enviar una carta como ésa a un repre... representante de nuestra ley?

La señora Hilton leyóla en voz alta:

«Querido Ahuyentador:

Suponemos que se figurará usted que desentrañará el próximo misterio antes que nosotros. No dudamos que lo conseguirá, pues nos consta que tiene usted un gran talento. ¡Buena suerte! Le saludan atentamente sus cinco admiradores,

Los cinco Pesquisidores (y el Perro).»

Sobrevino un silencio. El señor Goon abrió unos ojos como naranjas. ¡Aquello no era lo que había leído antes! Mudo de asombro, arrebató la carta a la señora Hilton.

—Bien, señor Goon —dijo el señor Hilton, interviniendo bruscamente en el asunto—. No comprendo qué motivos de queja le inspira eso. En mi opinión, es una carta muy amable, casi de cortesía. Yo no he oído nada referente a que su seso... su seso chirríe por falta de engrase. No comprendo de qué se lamenta usted.

El señor Goon releyó la carta precipitadamente, sin dar crédito a sus ojos.

—¡Ésta no es la carta! —espetó—. ¡No cabe duda que se trata de una indecorosa estratagema! ¿Escribiste tú esta carta, amigo Federico?

—Sí —afirmó Fatty—, y no me cabe en la cabeza que ponga usted reparos a nuestro deseo de expresar la admiración que sentimos por usted. ¿Acaso «no se considera usted» poseedor de un talento de primera categoría?

—Ya basta, Federico —reconvino la señora Hilton, ante la contrariedad del chico.

—¿Qué se ha hecho de la primera carta que recibí? —inquirió el señor Goon, cada vez más desconcertado—. Además, me interesa saber si volvéis a andar metidos en algún otro caso misterioso. Porque si así es, es preferible que me lo digáis, ¿oyes? Os advierto que, si andáis fisgando y metiendo las narices en cosas que no os importan, os exponéis a meteros en un berenjenal.

Fatty no pudo resistir la tentación de hacer creer al Ahuyentador que él y los demás muchachos intentaban desentrañar otro misterio. En consecuencia, declaró solemnemente:

—No puedo revelar secretos, señor Goon. No estaría bien, ¿verdad?

Esto indujo al señor Goon a pensar que, en efecto, «había» algún secreto, algún misterio por él desconocido, y se puso tan colorado que Fatty juzgó llegada la hora de tomar las de Villadiego.

—Tengo que marcharme —dijo el muchacho a la señora Hilton, con suma cortesía—. ¡Adiós!

Y antes de que al señor Goon se le ocurriera una buena excusa para retenerle, el chico se largó. En cuanto estuvo a prudente distancia de la casa, prorrumpió en sonoras carcajadas. Luego decidió ir a recoger su disfraz del arbusto donde lo había escondido, diciéndose que lo mejor que podía hacer era ponérselo de nuevo para ahorrarse la molestia de llevarlo en la mano. Después, regresaría a casa a buscar al fiel «Buster».

Así, pues, a los pocos minutos, Fatty encaminóse a su casa, presentando de nuevo el aspecto de aquel extraño muchacho de cabello rizado y dientes de conejo que el señor Goon había visto ya dos veces aquel día.

Y sucedió que el señor Goon sorprendióle en el momento en que el chico entraba en el portillo de su casa.

—¡Ah, vaya! —exclamó el señor Goon, satisfecho—. ¿Conque es ahí donde se hospeda ese granujilla, eh? ¡Con el tunante de Federico Trotteville! ¡Aseguraría que tiene algo que ver con la modificación de esa carta invisible! Lo que no comprendo es cómo se las arregló para hacerlo. Iré a hacer unas pocas indagaciones ahí y a meter en un puño después a ese francesito.

Así, pues, ante la estupefacción de la señora Trotteville, el señor Goon fue anunciado e introducido en el salón.

—Buenas tardes, señora —saludó el policía—. Vengo a formularle unas pocas preguntas respecto a ese chico extranjero que se aloja aquí.

—¿Qué chico? —farfulló la señora Trotteville, mirando al señor Goon como si éste se hubiera vuelto loco—. Aquí no se aloja ningún chico extranjero. El único muchacho que vive aquí es mi hijo, Federico.

El policía observó a la dama con incredulidad.

—Pues, apenas hace unos minutos, le he visto entrar por el portillo del jardín —repuso.

—¿«De veras»? —exclamó la señora Trotteville, asombrada—. Voy a ver si Federico está en casa para interpelarle.

Y, asomándose al vestíbulo, gritó:

—¡Federico! ¿Estás ahí? ¿Sí? ¡Pues, oye, ven acá un momento, ¿quieres?

—¡Hola, señor Goon! —profirió Fatty, entrando en la estancia—. Parece ser que se dedica usted a seguirme los pasos esta tarde, ¿verdad?

—No seas desvergonzado, chico —replicó el señor Goon presintiendo que no podría reprimir su ira por mucho tiempo más—. ¿Dónde está ese chaval de aspecto extranjero que acabo de ver entrar aquí hace un momento?

—¿Un chaval de aspecto extranjero? —masculló Fatty, arrugando la frente y mirando al señor Goon con expresión desconcertada—. No sé a quién se refiere usted. Oye, mamá, ¿tenemos algún chaval extranjero aquí?

—Naturalmente que no —impacientóse su madre—. No seas bobo, Federico. ¿No ha venido a verte ningún amigo tuyo?

—Aquí no hay nadie más que yo —manifestó el chico, sinceramente—. Es decir, ningún chico más que yo. Oiga, señor Goon, ¿no cree usted que necesita unas gafas? Primero, se figura usted leer una carta por otra, y ahora asegura haber visto chavales extranjeros.

El señor Goon se puso en pie, convencido de que estallaría si permanecía allí un minuto más hablando con Fatty. Y retiróse, prometiéndose que la próxima vez que viese a aquel chico francés lo llevaría de la oreja a la comisaría de policía.

CAPÍTULO VII
UNA HUIDA... Y UNA SORPRESA

Cuando los Cinco Pesquisidores reuniéronse de nuevo, se desternillaron de risa con la historia de Fatty. El gordito la expuso con tal lujo de detalles, que sus amigos hiciéronse perfecto cargo del desconcierto del pobre señor Goon.

—Y ahora cree a pies juntillas que estamos sobre la pista de algún misterio del cual él no está enterado todavía —concluyó Fatty—. ¡Pobre viejo Ahuyentador! ¡Cómo le hemos aturullado! Mamá me ha dicho que el infeliz ha estado indagando por todo el pueblo para averiguar dónde se hospeda el «chaval francés», pero, naturalmente, nadie ha podido darle razón.

—¡Cuánto me gustaría que «tuviésemos» un misterio por desentrañar en este momento! —suspiró Bets, acariciando a «Buster»—. Sabemos un sinfín de trucos «detectivescos», escribir con letra invisible, salir de una habitación cerrada con llave, disfrazarnos... Pero nos falta un buen caso que resolver.

—Tendremos que limitarnos a gastar unas bromas al Ahuyentador —decidió Fatty—. Así conservaremos el ingenio despejado. Oye, Pip, ¿«te gustaría» disfrazarte hoy para ir a exhibirte un poco ante el Ahuyentador?

—Sí —asintió Pip, que a la sazón, habíase probado ya todo el surtido de cejas, dientes y pelucas, y maquillado su cara con una curiosa colección de colores—. Me encantaría. Déjame poner la otra peluca, Fatty, la de pelo lacio, y los dientes, y aquellos enormes cejas negras. Son preciosas. Además, podría pintarme la cara colorada como la del Ahuyentador.

La cosa resultaba sumamente emocionante. Todos ayudaron a Pip a ponerse su disfraz.

—No comprendo por qué no compraste también unos bigotes —reconvino Pip, diciéndole que habría estado estupendamente bien con un bigote negro.

—No lo hice porque para llevar bigote se necesita tener voz de hombre —explicó Fatty—. Tenía intención de traer uno o dos bigotes, pero no habría sido un disfraz apropiado para nosotros. Sólo podemos disfrazarnos de chicos. ¡Sopla! ¡Estás realmente horroroso!

En efecto, Pip estaba feísimo, con una cara torva y colorada, unas cejas enormes, la horrible dentadura conejuna y la peluca de pelo lacio. Además, pidió prestado a Daisy una chalina encarnada y se puso el impermeable del revés, con lo cual sintióse suficientemente disfrazado para no ser conocido.

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