Misterio en la casa deshabitada (9 page)

BOOK: Misterio en la casa deshabitada
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Era, en verdad, una cosa inusitada que el hombre transitase por allí aquella mañana, pues rara vez recorría la senda que llevaba a Milton House. Pero dábase el caso de que el agente tenía que ir a una distante granja a hablar con el granjero sobre unas vacas extraviadas, y, como el camino recto hallábase anegado por las lluvias, el señor Goon habíase visto obligado a dar un rodeo y a pasar por las inmediaciones de Milton House.

Mientras pedaleaba lentamente por allí cerca, recreábase pensando en lo bien que le sentaría una buena comida caliente. Tan abstraído estaba, que ni siquiera vio a «Buster», pacientemente sentado sobre el «pullover» de Fatty; pero «Buster» no sólo le vio y oyó, sino que, además, le olfateó. Lo malo fue que aquel olor no era, ni mucho menos, de su agrado.

El señor Goon era su enemigo. De hecho, el señor Goon era enemigo declarado de todos los perritos, aunque procuraba estar en buenas relaciones con los grandes. «Buster» no pudo menos de ladrar con aire de desafío cuando vio pasar al hombre pedaleando pesadamente en su bicicleta. Sus ladridos sobresaltaron al policía. El señor Goon trató de localizar de dónde procedía el barullo, y con gran estupefacción, vio a «Buster» sentado sobre un montón de lana, ladrando furiosamente.

—¡Vaya, vaya! —barbotó el señor Goon, apeándose al punto de su bicicleta—. ¿Eres el perro de aquel gordito? Eso quiere decir que «tu dueño» anda por ahí haciendo alguna diablura...

Y el hombre franqueó el portillo. «Buster» arreció en sus ladridos, pero no abandonó el «pullover» de Fatty. Su amo habíale encomendado aquella misión y, si era necesario, defendería aquella prenda con su vida.

El señor Goon mostróse muy complacido al ver que «Buster» no merodeaba alrededor de sus tobillos como de costumbre, pero, sintiendo curiosidad por saber qué era lo que había debajo del perrito, inclinóse a tirar del «pullover».

«Buster» se puso tan furioso que por poco arranca un dedo al señor Goon.

El policía apresuróse a retirar la mano.

—¡Qué fiera de perro! —exclamó el señor Goon severamente—. ¡Qué mal genio! ¡Mal rayo te parta! Lo que necesitas es una buena paliza. ¡De buena gana te la daría!

«Buster» replicó a estas palabras con otro raudal de ladridos. El policía pasó junto a él, protegiéndose con su bicicleta, y recorrió la calzada, convencido de que no tardaría en ver a Fatty.

Al doblar la esquina formada por la casa, llegó al espacioso jardín posterior y, aunque no vio a nadie, descubrió las numerosas huellas de pisadas visibles sobre el fango. Entonces, apoyando la bicicleta en el muro de la casa, el policía procedió a examinarlas con interés.

Mas he aquí que, mientras lo hacía, entrevió la copa de la boina roja de Bets tras el arbusto.

—¡Eh, tú! —gritó el hombre, enderezándose—. ¡Te «veo» perfectamente! ¡Sal de ahí, en seguida!

La pobre Bets obedeció, temblando.

—¡Ah! —exclamó el señor Goon, mirándola de pies a cabeza—. ¿Conque uno de los Hilton otra vez? ¿Es que no podéis vivir sin hacer travesuras? ¿Dónde están los demás? ¿Dónde está aquél gordito? ¿Anda también por aquí aquel chico francés? ¡Quiero hablar con él inmediatamente!... ¡Sin perder tiempo!

En cuanto la pobrecilla y temblorosa, Bets salió de su escondite, los otros la imitaron, comprendiendo que no podían consentir que la pequeña soportase sola las airadas reconvenciones del Ahuyentador. Excuso decir la sorpresa del policía al ver aparecer tantos chicos de detrás de los arbustos.

—¿Qué estáis haciendo ahora? —gruñó el hombre—. ¿Jugar al escondite en una finca particular? Me figuro que porque sois amigos del inspector Jenks os consideráis con derecho a hacer la que os dé la gana. Pero permitid que os diga que no es así. Yo soy el policía de este pueblo, ¿entendido? Y la primera diablura, que hagáis, iré directo a contárselo a vuestros padres.

—¡Oh, señor Goon! —exclamó Larry con voz inocente—. ¿Está prohibido jugar al escondite en el jardín de una casa deshabitada? Lo sentimos muchísimo. Nadie nos lo había advertido.

—Apuesto a que tramáis una nueva travesura —refunfuñó el señor Goon, lanzando uno de sus habituales resoplidos—. ¿Qué habéis venido a hacer aquí? Es preferible que me lo digáis, ¿oís? Tened en cuenta que si, ocurre algo, tarde o temprano lo sabré.

Larry comprendió que el Ahuyentador sospechaba que su presencia allí obedecía a algún nuevo misterio en perspectiva. Contrariado ante la idea de que el policía hubiese ido a parar al propio escenario del citado misterio, el muchacho llegó a la conclusión de que lo mejor que podían hacer esa marcharse inmediatamente, a fin de inducir a creer al señor Goon que realmente estaban jugando al escondite, tal como el propio policía habíales sugerido.

—Vamos —dijo Larry a sus compañeros—. Será mejor que vayamos a jugar al escondite a otro sitio.

—¡Eso es, largaos de aquí! —ordenó el señor Goon, solemnemente, satisfecho de haber quedado encima de aquellos entrometidos chicos siquiera por una vez—. ¡He dicho que os larguéis! ¿Oís?

CAPÍTULO X
FATTY INVESTIGA

Los muchachos dirigiéronse al portillo y, tras ver al señor Goon alejarse en su bicicleta, encamináronse al sendero a aguardar a Fatty. «Buster» negóse a acompañarles. Fatty no le había relevado de su cargo y, por ende, el perrito no podía abandonar el «pullover».

—¿Cómo le habrá ido a Fatty? —murmuró Pip—. ¡Apuesto a que no traerá ninguna llave!

Fatty había regresado al pueblo para ir al despacho de la agencia de alquiler y venta de fincas más importante de las dos que había en el lugar. Al entrar vio a un hombre de edad madura sentado ante un escritorio.

—¿Qué deseas? —inquirió éste, impaciente.

—¿Dispone usted de una finca algo apartada de la carretera? —preguntó Fatty con grave y afable voz—. Mi tía desearía saber si hay alguna disponible. Quiere una casa grande con jardín, a ser posible en las afueras del pueblo.

—Bien —respondió el hombre, mirándole desconfiadamente por encima de sus grandes gafas—. Dile a tu tía que me escriba o telefonee. Si lo prefiere, dame sus señas y le escribiré.

Esto no era, ni mucho menos, lo que a Fatty le interesaba. ¿Qué sacaría con ello?

—La verdad es que mi tía me ha encargado que le facilitara algunos detalles hoy —insistió Fatty—. Por ejemplo... creo que le convendría una casa como la llamada Milton House.

—¿Cuánto quiere gastar? —preguntó el agente, mirando a Fatty con idéntica desconfianza.

De hecho, no le gustaban ni pizca los niños.

Fatty no sabía qué contestar. Tenía una cultura general bastante aceptable, pero el posible precio de las casas no era su fuerte. El chico titubeó.

—Pues... unas quinientas libras —masculló al fin audazmente, diciéndose que, a buen seguro, con semejante cantidad de dinero podía comprarse una casa como Milton House.

—¡Lárgate! —profirió el agente dando una risotada—. ¿Te has propuesto tomarme el pelo? ¿Dónde vas con quinientas libras? ¡Hoy día, con esa cantidad, apenas podrías comprar un cuchitril! ¡Ve a decirle a tu tía que es preferible que se gaste el dinero en una casa de muñecas! ¡Ah, y a propósito, dame las señas de tu tía!, ¿quieres?

Sin inmutarse, Fatty dio unas señas muy convincentes, que el agente anotó con expresión algo perpleja.

—¿Y si me dieras también su número de teléfono? —sugirió el hombre con la esperanza de sorprender en falta a Fatty.

—Con mucho gusto —accedió éste—. Es el núm. 0000.

Y antes de que el sorprendido agente pudiera aventurar ningún comentario acerca de aquel curioso número telefónico, Fatty murmuró un cortés «buenos días» y se fue por donde había venido.

«¡Uf! —pensó Fatty mientras recorría la carretera a toda prisa—. ¡Qué tipo más antipático y desconfiado! ¡Apenas he podido «sacarle» nada de Milton House! Será mejor que pruebe fortuna con el otro agente. ¡Y conste que esta vez mi querida tía tendrá que ofrecer cinco mil libras por una casa!»

Al llegar a la otra agencia vio con alivio que el encargado del escritorio era un muchacho pálido y granujiento, no mucho mayor que él. En otras circunstancias, Fatty habríale saludado diciendo: «¡Hola, don Barrillos!», pero en la presente ocasión prefirió no propasarse.

—Buenos días —saludó Fatty, adoptando el tono de voz más grave e importante de su repertorio.

—Muy buenos —respondió Barrillos—. ¿Qué deseas?

—Pues, en realidad, no soy yo el interesado, sino mi tía Alicia —replicó Fatty—. Desea... desea comprar una finca, una finca algo apartada, por valor de... de... unas cinco mil libras.

—¡Caramba, qué ricos y copetudos somos! —exclamó Barrillos—. ¿Quién es tu tía?

—La esposa de mi tío —contestó Fatty sonriendo.

Y, sacándose una bolsa de caramelos de menta, ofreció uno a su interlocutor. Éste aceptó, devolviéndole la sonrisa.

—No estamos acostumbrados a que vengan compradores dispuestos a gastarse cinco mil libras en una finca de estos alrededores —declaró Barrillos, esbozando otra sonrisa—. Pero disponemos de infinidad de casas deshabitadas, si tu tía desea escoger. Por ejemplo, la Casa de los Olmos, la Casa Soleada, la Casa del Cerezo, la Casa Burnham...

—¿No tenéis ninguna en la calle del Castaño? —preguntó Fatty, chupando su caramelo.

La Chestnut Lane, esto es, la calle del Castaño, era la senda donde se hallaba Milton House.

—Sí —asintió el muchacho, consultando un grueso libro, al tiempo que pasaba el caramelo de menta a su otra mejilla—Una casa llamada Fairwais.

—¿Y la Milton House? —aventuró Fatty—. También está vacía.

—Pero no está a la venta —repuso el muchacho.

—¿Por qué no? —inquirió Fatty, sorprendido.

—Porque alguien la ha comprado, so atontado —explicó Barrillos—. Estuvo a la venta cuatro años, hasta que, al fin, la adquirieron hace cosa de un año.

—¡Ah! —exclamó Fatty, desconcertado—. En este caso, ¿por qué no vive nadie en ella?

—¿Yo qué sé? —profirió Barrillos, cascando su caramelo de menta—. ¡Oye! ¿Dónde has comprado estos caramelos? ¡Son estupendos!

—Los compré en Londres el otro día —confesó Fatty—. ¿Quieres otro? ¿Sabes cuándo habitarán la casa los nuevos propietarios?

—No tengo idea —repuso Barrillos—. Una vez vendida una casa, mi jefe, el señor Richards, no vuelve a interesarse más en ella. ¡No me digas que tu tía Alicia se ha enamorado de ese viejo y solitario caserón!

—¿Y por qué no? A lo mejor es precisamente lo que busca. ¡Se me ocurre una idea! Tal vez las personas que la compraron se hayan arrepentido de su adquisición y quieran vendérsela a mi tía. ¿Sabes su nombre y señas?

—¡Demontre! —espetó Barrillos—. Pareces ansioso de que tu tía adquiera esa casa. Aguarda un momento. Es posible que dé con el nombre. Creo que está en este libro.

Fatty aguardó mientras Barrillos ojeaba la lista de nombres con su sucio pulgar. Ardía en deseos de saber el nombre y señas de la persona que había comprado la casa. Por otra parte, comprendía que era preciso esforzarse en averiguar algo, pues, de lo contrario, su prestigio ante los demás pesquisidores resentiríase mucho.

—Sí, aquí está —exclamó Barrillos al fin—. El apellido es Crump. Señorita Crump, Hillwais, Little Minton; está muy cerca de aquí. Total, que la señorita Crump la compró, pero no vive en la casa, ella sabrá por qué. Pagó tres mil libras por ella.

—¡Oh, muchísimas gracias! —agradeció Fatty—. Diré a mi tía que vaya a ver a la señorita Crump. A lo mejor, si ésta no quiere la Milton House, accederá a vendérsela a mi tía Alicia.

—¡Hasta la vista! —profirió el muchacho de la agencia al ver que Fatty se levantaba para marcharse—. Recuerdos a tía Alicia y dile que no me vendrían mal sus cinco mil libras.

Fatty alejóse, desconcertado. Aquella señorita Crump no se le antojaba en absoluto misteriosa. Casi podía imaginar su aspecto. A buen seguro era una viejecita relamida, con un moño en la coronilla, y vestida siempre con trajes de cuello alto y falda larga hasta el suelo. Probablemente, tenía uno o dos gatos.

Fatty emprendió el regreso a Milton House, pero, antes de llegar allí, encontró a los otros Pesquisidores muy cariacontecidos.

—Mirad, ahí viene Fatty! —exclamó Bets—. ¿Cómo te ha ido, Fatty? ¿Sabes qué ha pasado? El Ahuyentador nos pilló en Milton House y nos echó de allí con cajas destempladas.

—¡Cáscaras! —masculló Fatty con expresión preocupada—. ¿Eso hizo? ¡Qué mala suerte! No nos interesaba ni pizca que husmease nuestro misterio. Si de veras supone que hay algo, no nos perderá de vista ni a nosotros ni a la casa, y lo echará todo a perder. ¿Quién de vosotros fue el tonto que se dejó sorprender por el Ahuyentador?

—El culpable fue «Buster» —declaró Larry—. De hecho, no tuviste muy buena idea de apostarle de guardián junto al portillo, Fatty, porque en cuanto vio al Ahuyentador se puso a ladrar como un loco. Naturalmente, el Ahuyentador lo reconoció y entró a ver qué andabas haciendo por el jardín. Pero sorprendido nos encontró «a nosotros» en lugar de a ti.

—¡Sopla! —barbotó Fatty—. No se me ocurrió pensar que «Buster» despertaría las sospechas del Ahuyentador si a éste le daba por pasar por allí. Sólo creí que «os» avisaría. ¿Dónde está ahora?

—Sigue sentado sobre tu «pullover» y allí se quedará hasta mañana por la mañana si no vas a buscarlo — respondió Larry—. Ahora sólo tiene una idea en su perruna cabeza: vigilar tu «pullover».

—Voy a por él —decidió Fatty—. Vosotros caminad despacio y ya os alcanzaré.

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