Misterio en la casa deshabitada (11 page)

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Afortunadamente, la señorita Crump pareció conformarse con aquella sencilla explicación.

—Bien —prosiguió la mujer—, no sé por qué os cuento todo esto. Sin duda, os estoy aburriendo con este tema, pero, al decirme que veníais de Peterswood, me acordé de Milton House. Naturalmente, ahora me alegro de no haber ido allí, porque, casi inmediatamente, encontré esta casa, que, dicho sea de paso, es «mucho» más bonita.

—¡Ya lo creo! —convino Fatty—. ¡Es preciosa! ¡Qué raro que aquel hombre quisiera vivir en Milton House por el mero hecho de haberse criado allí. ¿No le parece, señorita Crump? ¿Cómo ha dicho usted que se llamaba?

—Creo que no he citado ningún nombre —replicó la señorita Crump, sorprendida—. Es posible que le conozcáis. Supongo que ahora debe vivir en la casa. Tal vez, incluso, conocéis a los chicos.

Ninguno dijo que Milton House estaba deshabitada y que, por tanto, no vivía ningún niño allí. Lo mejor era la discreción en vista de las proporciones que iba adquiriendo aquel misterio.

—¿No se apellida Popps? —aventuró Fatty, diciendo el primer nombre que se le ocurrió para sonsacar a la señorita Crump.

—No, nada de esto —repuso la mujer—. Aguardad un momento... Creo que tengo una carta suya por ahí. Suelo guardar todas las cartas de negocios durante dos años; luego, las rompo. ¡Ah, aquí está! ¡Cielos! ¿Dónde están mis gafas?

Saltaba a la vista que la señorita Crump no podía leer nada sin gafas, y quedóse de pie, junto al escritorio, buscándolas con la mirada, en tanto conservaba la carta en la mano.

Entonces Pip demostró ser realmente listo y oportuno. Al ver las gafas sobre la mesa metidas en su estuche empujólas rápidamente hacia la silla donde se hallaba sentado y, levantándose, acercóse a la señorita Crump, diciendo:

—Permítame que la ayude. Yo leeré el nombre por usted.

—¿Pero dónde «están» mis gafas? —repitió la señorita Crump—. Tengo que encontrarlas.

Pero como, naturalmente, no las encontró, al final tuvo que dejar leer el nombre a Pip. Éste leyó en voz alta:

—John Henry Smith.

Pero, mientras el muchacho leía aquel hombre tan corriente, sus ojos fijáronse en las señas que figuraban a la cabeza de la carta. Lo cierto era que Pip estaba tan enojado consigo mismo por haber soltado lo de las tres mil libras, que quería rehabilitarse a los ojos de los demás, aguzando el ingenio.

—Sí, eso es —asintió la señorita Crump—. Es un nombre tan vulgar que lo había olvidado. ¿Conocéis a los chicos Smith?

—Pues... no, no los conocemos —tartamudeó Daisy—. No hemos tenido ocasión de trabar amistad con ellos. Bien, señorita Crump, muchísimas gracias por su amabilidad con nosotros y con «Buster». Ahora tenemos que marcharnos, es preferible que lleguemos a casa antes de que anochezca.

Todos se despidieron, y la señorita Crump insistió en que volvieran a verla otro día. A poco, los chicos partieron en sus bicicletas, pero, a penas doblaron la primera esquina, apeáronse para cambiar impresiones.

CAPÍTULO XII
LARRY HACE UNA GESTIÓN

—¡Caracoles! —exclamó Fatty—. ¡Parece ser que, por fin, hemos averiguado algo. ¿Te has fijado en las señas de John Henry Smith, Pip?

—Por supuesto —confirmó Pip, con aire importante—. ¿No reparasteis en que, si me ofrecí a leer el nombre, fue precisamente para echar un vistazo al domicilio?

—Yo te vi empujar el estuche de las gafas de la señorita Crump a tu silla —manifestó Daisy.

—Sí —asintió Pip—. Pero, antes de marcharme, volví a ponerlas encima de la mesa. Las señas son: Calle del Terraplén, n.° 6, Limmering, Y el número del teléfono, Limmering 021.

—Buena faena, Pip —ensalzó Fatty, con admiración—. Metiste la pata hasta el fondo con lo de las tres mil libras, pero después te desquitaste por todo lo alto. Ni yo lo hubiera hecho tan bien.

—De eso no te quepa duda —intervino Bets, muy orgulloso de Pip—. ¿No os parece todo rarísimo? Si el señor Smith ansiaba tanto comprar la casa porque su madre vivió en ella y él se crió allí, ¿por qué amuebló sólo una habitación?

—Esa habitación tiene la ventana enrejada —murmuró Fatty, tras profunda reflexión—. A lo mejor era la ventana del cuarto de jugar en los días de su infancia, y tal vez la ha amueblado por ese motivo. Es posible que el señor Smith sea un hombre muy sentimental. Con todo, reconozco que esta explicación no resulta muy convincente. No obstante, los detectives deben considerar todas las explicaciones «posibles».

Pero nadie la dio por buena.

—Hemos de averiguar tres cosas —propuso Larry, pensativo—. Primero, si años atrás vivía allí una tal señora Smith. Segundo, si uno de sus hijos se llamaba John. Y tercero, si aquella habitación era el cuarto de jugar.

—Sí, me parece muy bien —convino Fatty—. Y también podríamos averiguar si John Henry sigue aún en Limmering.

—¡Limmering está «muy lejos»! —replicó Larry—. Nunca nos darán permiso para ir allí.

—Pero tenemos el número de teléfono, bobo —recordó Fatty—. Podemos telefonear.

Y, en vista de que estaba anocheciendo, montaron en sus bicicletas y apresuráronse a regresar.

—¿A quién le toca investigar ahora? —interrogó Daisy—. Yo ya he cumplido mi cometido. Creo que la próxima gestión corresponde a Larry o a Bets.

—¿Y cómo averiguaremos quién vivía antes en Milton House? —refunfuñó Larry—. ¡Nadie lo sabrá!

—¿Para qué té sirve la materia gris, so atontado? —espetó Fatty—. Hay infinidad de medios de averiguarlo. Podría indicarte muchos. Pero ya es hora de que te exprimas un poco el seso sin ayuda ajena. Un buen, detective no debe arredrarse nunca ante las dificultades. ¡Bah! ¡Pensar que yo podría averiguarlo en diez minutos!

—¡Claro, como eres tan listo! —gruñó Larry, enojado.

—No puedo evitarlo —admitió Fatty—. Desde mi más tierna infancia...

—¡Ea, basta ya! —protestaron Pip y Larry, que nunca daban ocasión a Fatty de referirles las hazañas de su maravillosa niñez.

Fatty pareció ofenderse.

—Bien —masculló, cuando se separaron en la esquina de la calle de Pip—, mañana nos veremos. Procura obtener la información que necesitamos, Larry, y presenta tu informe bien detallado.

Todo revestía un carácter muy importante y oficial.

—Qué divertido resultaba desentrañar un caso tan misterioso, ¿verdad? —suspiró Bets, alborozada.

—Sí, pero apenas hemos progresado nada todavía —murmuró Fatty, sonriendo a la niña—. Y si «Buster» no se hubiese peleado con aquel perrazo, dudo de que hubiéramos conseguido tirar tanto de la lengua a la señorita Crump.

—¡Pobrecillo «Buster»! —musitó Bets, contemplando al pequeño «scottie», sentado pacientemente en la cesta de la bicicleta de Fatty—. ¿Te duele la patita?

En realidad no le dolía, pero «Buster» no estaba dispuesto a renunciar a ninguna muestra de compasión que se le brindase. Y, en consecuencia, tendiendo la pata vendada, adoptó una expresión triste y dolorida.

—Eres un comediante, ¿verdad, «Buster»? —le dijo Fatty, acariciándolo—. Has disfrutado de lo lindo con aquella pelea y todo el jaleo consiguiente. Además, apuesto a que lograste darle dos o tres buenos mordiscos a aquel perrazo. Y, no obstante, ahora quieres que te mimen unos días, aprovechando que llevas esa pata vendada.

—Pues conste qué lo «mimaré» —declaró Bets, besándole en la cabeza—. ¡Qué susto me llevé al verlo acorralado por aquel perrazo!

—¡Pobrecilla Bets! —suspiró Fatty—. No obstante, gracias a tus gritos y a los gruñidos de «Buster», conseguiremos meternos en casa de la señorita Crump y enterarnos de muchas más cosas de lo que esperábamos.

Tras despedirle, dirigiéronse todos a sus respectivas casas, adonde llegaron justamente a la hora del té, al tiempo que anochecía. Era una fría tarde de diciembre y, naturalmente, los Cinco Pesquisidores acogieron con singular agrado la idea de gozar de un buen fuego y de una merienda.

Larry y Daisy discutieron el mejor medio de averiguar los antecedentes de John Henry Smith y su madre. No tardaron en idear varios sistemas.

—Podríamos ir a preguntar a la casa vecina si la señora Smith residió allí hace unos años —propuso Daisy—. Entonces nos respondería que no, que donde vivía era en Milton House.

—O bien interpelar al tendero del pueblo —dijo Larry—. Como sirve a todo el mundo, es posible que recuerde a la señora Smith. Además, ha vivido aquí toda la vida.

—Incluso podríamos preguntárselo a mamá —cuchicheó Daisy.

—Es mejor que no lo hagamos —repuso Larry—. A buen seguro, le chocaría nuestra curiosidad.

—También podríamos preguntarlo en la estafeta de correos —masculló Daisy—. Allí conocen a todo el mundo, pues el cartero reparte las cartas.

—Ya está —exclamó Larry, complacido—. ¡Se lo preguntaremos al cartero! Lleva aquí muchos años y seguramente sabe quién vivía en Milton House.

—Sí, me parece muy buena idea —asintió Daisy—. Podemos interpelarle fácilmente. ¿Cómo lo haremos? No podemos preguntárselo abiertamente. Despertaríamos sus sospechas si le espetásemos de buenas a primeras: «¿Sabe usted si vivía un tal John Henry Smith con su madre en Milton House hace unos años?»

—Tienes razón —convino Larry—. Procuraré pensar algo esta noche, y mañana por la mañana, a eso de las once, esto es, cuando efectúa el segundo reparto del día, acecharé su paso.

Y, en efecto, a la mañana siguiente, poco antes de las once, Larry y Daisy, apostáronse en el portillo de su jardín, al acecho del viejo Sims, el cartero.

El hombre apareció a lo lejos, como de costumbre, entrando y saliendo sucesivamente de varias casas. Cuando se fue acercando, Larry le gritó:

—Hola, Sims. ¿Hay alguna carta para mí?

—No, señorito Larry —respondió Sims—. ¿Acaso es su cumpleaños o alguna fecha especial?

—¡Oh, no! —replicó Larry—. ¡Válgame Dios! ¡Qué cantidad de cartas tiene usted que repartir, Sims! ¿Son todas del segundo correo? ¿Y regresará usted a la estafeta con la valija completamente vacía?

—Claro está —asintió Sims—, a menos que alguien haya dirigido una carta a unas señas equivocadas. En tal caso, si no puedo averiguar donde vive el destinatario, tengo que volver a llevármela. Pero, en general, sé donde vive todo el mundo.

—Apuesto a que no se acuerda usted de los nombres de toda la gente que ha vivido en Peterswood desde que es usted cartero —insistió Larry hábilmente.

—¿Quién ha dicho que no? —protestó Sims, recostándose en el portillo—. ¡Me acuerdo «perfectísimamente»! Mi mujer dice que no he olvidado ni un solo nombre. Por ejemplo, sé quién vivió en «esta» casa antes que ustedes vinieran. Sí, era la señora Hampden, y por cierto que yo acudía aquí con miedo cada mañana, porque dicha señora tenía dos perros muy fieros. Y antes de ella, habitó la casa el capitán Lacy, un anciano caballero muy agradable. Y antes...

Pero Larry que no sentía el menor interés en saber quiénes eran los antiguos inquilinos de su casa, interrumpió al viejo Sims, diciendo:

—«Tiene» usted una memoria prodigiosa, Sims. Es un caso extraordinario. Ahora voy a tratar de pillarle a usted en falta. ¿Quién vivía en Milton House hace unos años?

—¿En Milton House? —exclamó Sims, animándose—. Pues las tres señoritas Duncan. Las recuerdo perfectamente.

—¿Duncan? —repitió Larry, asombrado—. ¿Está usted seguro? Creí que vivían allí unos tal Smith.

—No, nunca vivió allí ningún Smith —repuso Sims, arrugando la frente—. Recuerdo que la casa fue construida por el coronel Duncan, para él y sus tres hijas. A propósito, ¿cómo se llamaban? ¡Ah, sí! Había la señorita Lucy, la señorita Hannah y la señorita Sarah. Eran todas simpatiquísimas y nunca se casaron.

—¿Vivieron muchos años allí? —inquirió Larry.

—¡Oh, sí! —respondió Sims—. Hasta hace seis años. Después de la muerte del anciano coronel, murieron dos de las señoritas, y la que quedaba se fue a vivir con una amiga porque se sentía muy sola.

—¿Había alguna habitación reservada a los niños en Milton House? —preguntó Larry, recordando la ventana enrejada—. ¿Vivían niños en la casa?

—No —replicó Sims—. Las señoritas tenían veintitantos años cuando vinieron, de modo que nunca hubo niños allí.

—¿Quién la habitó después de los Duncan? —interrogó Daisy, pensando que, tal vez los Smith habíanla ocupado entonces.

—Pues una tal señorita Kennedy, que la convirtió en una especie de casa de huéspedes —declaró Sims—. Pero su intento fracasó y, a los dos años, se fue todo a paseo. Desde entonces, la casa está deshabitada. Oí decir que alguien, la había comprado, pero aún no vive nadie en ella. Nunca llevo cartas allí.

—¿Así no ha vivido nunca en ella una familia apellidada Smith? insistió Daisy, desconcertada.

—¡Y dale con los Smith! —exclamó el viejo Sims, enderezándose para proseguir su camino—. Tal vez os referís al viejo general Smith. Pero éste vivía por entonces en Clinton House.

—Por lo visto, estamos confundidos —murmuró Larry, disimulando—. Bien, Sims, opino que tiene usted una memoria fantástica. Dígale usted a su esposa que hemos intentado pillarle en falta sin resultado.

Con la sonrisa, Sims reanudó su penosa ascensión de la colina. Larry y Daisy cambiaron una mirada.

—¿Qué opinas de «esto»? —gruñó Larry al fin—. ¡El señor John Henry Smith inventó un hatajo de mentiras para adquirir esa casa! ¿Quién es ese hombre y qué se propone?

CAPÍTULO XIII
¿QUIÉN ES JOHN HENRY SMITH?

Cuando Larry acudió a casa de Pip a reunirse con los demás, sus noticias causaron sensación.

—Tuviste una buena idea de interpelar al viejo Sims —elogió Fatty calurosamente—. Realmente, fue una idea digna de aquel gran detective llamado Sherlock Holmes.

La alabanza de Fatty era para satisfacer a cualquiera, pero Larry tuvo la honradez de reconocer que fue Daisy la que le había dado la idea.

—Con todo, la pusiste en práctica maravillosamente —insistió Fatty—. Pero la verdad es que las cosas se están poniendo cada vez más «curiosas», como decía Alicia, la del País de las Maravillas. Desde el principio, ese nombre de John Henry Smith me pareció «demasiado» vulgar, la clase de nombre que suele adoptar la gente cuando no quiere ser descubierta en nada.

—¡Qué raro! —musitó Bets—. Todo aquel cuento de que su madre vivió allí era pura invención. ¿Por qué tenía ese hombre tanto empeño en adquirir esa casa precisamente? ¿Creéis que «utiliza» aquella habitación misteriosa?

—No tengo idea —repuso Fatty—. Lo cierto es que hemos dado con un raro misterio. Tendremos, que averiguar quién es ese John Henry Smith.

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