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Authors: José Javier Esparza

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Moros y cristianos: la gran aventura de la España medieval (77 page)

BOOK: Moros y cristianos: la gran aventura de la España medieval
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Alfonso y su gente estaban allí, sí. Pero los de Aragón no atacaron Granada, sino que tantearon distintos movimientos de aproximación. Primero acamparon en Diezma, a cuarenta kilómetros. Después se movieron en direcciones distintas, al compás de los movimientos, igualmente tentativos, del enemigo musulmán. Finalmente los del Batallador volvieron a acampar en Níbar, a unos catorce kilómetros. Pasaban los días y nadie parecía dispuesto a lanzar un golpe decisivo: ni los moros, que muy manifiestamente optaban por una batalla defensiva, ni los cristianos, que tampoco entraban al ataque. ¿Qué está ocurriendo?

Están ocurriendo dos cosas. Una, que el clima, pleno invierno, empieza a pasar factura: «Por la continuidad de las lluvias y el mucho hielo se inundaron los caminos y sufrieron las almas gran apretura», dice el cronista. Frío. Agua. Barro. Hielo. Cada movimiento de tropas significa multiplicar los riesgos, tanto para los atacantes como para los defensores. Pero los defensores musulmanes están en una ciudad bien abastecida, mientras que la logística de los atacantes cristianos es mucho más complicada; de hecho, son los mozárabes de la zona los que acuden a llevar al Batallador víveres y forrajes a su campamento.

Y la segunda cosa que está ocurriendo es todavía más preocupante: no hay ni rastro de los doce mil hombres prometidos por el jefe mozárabe de Granada en su carta al rey de Aragón. Recordemos lo que había dicho Ibn al-Qalas, que así se llamaba el cabecilla cristiano: «Aparecerá su número cuando tú llegues. Este número es bastante, y los puntos flacos del país son visibles.Y entre nosotros hay orden y disposición y saldremos a ti, desde ella, en la totalidad». Pero allí no aparecía nadie.

A medida que avanzaba enero, el clima se complicaba, el abastecimiento se hacía más penoso y las posibilidades de una victoria militar disminuían. Alfonso escribió al cabecilla mozárabe reprochándole que no hubiera cumplido lo prometido. Ibn al-Qalas, por su parte, devolvió al rey su reproche: la culpa era suya, del Batallador, porque había tardado demasiado en llegar, dando tiempo a que los almorávides concentraran un gran ejército. «Nos has hecho perecer y nos has colocado en la ruina con los musulmanes», clamaba Ibn al-Qalas. El Batallador se encontraba ahora a centenares de kilómetros de sus bases, con un ejército de miles de personas, muchos de ellos mozárabes que se habían enrolado buscando la libertad, y sin nadie alrededor que le prestara apoyo. El horizonte se ensombrecía.

El 23 de enero de 1126 Alfonso el Batallador decidió levantar el campo. No marchó contra Granada, sino que hizo algo realmente insólito: una incursión en el corazón de Andalucía. La crónica nos lo muestra marchando por Maracena, Pinos, Alcalá la Real, Baena, Écija… muy cerca de Sevilla.Aún hoy existe una carretera que sigue ese mismo itinerario. ¿Qué buscaba el rey de Aragón? Imposible saberlo. Llegado a Écija, dio la vuelta y volvió hacia el este, ahora hacia Cabra. En las montañas de Cabra permaneció algunos días. Mientras tanto, un ejército almorávide había estado siguiéndole los pasos: era Abu Bakr, el hijo del emir Alí, con tropas de Sevilla. Los almorávides acechaban a su presa.Tarde o temprano, ambos ejércitos se tenían que encontrar.Y el encuentro llegó.

Era ya el 10 de marzo. En ese momento las tropas de Alfonso llevaban en las espaldas seis meses de campaña. Los musulmanes se lanzaron al ataque.Y no era sólo Abu Bakr con sus sevillanos, sino también el propio Tamín, el gobernador de Granada, con sus huestes. Sin duda los moros consideraron que el contingente cristiano flaquearía. El lugar escogido fue Arnisol, en los alrededores de Lucena. Los almorávides cercaron a los de Aragón. Avanzaron lentamente, como una soga en el cuello del ahorcado. Durante la mañana de ese día, el cerco se fue estrechando. Los moros capturaron algunas tiendas del campamento cristiano. La soga se cerraba.Al mediodía, Alfonso echó mano de su escudo, se armó y organizó a sus gentes para el combate. Desplegó a su hueste en cuatro grandes grupos. A cada uno de ellos le confió una bandera. Todo o nada. Era la hora de la verdad.

Los ejércitos del Batallador se lanzaron contra el cerco musulmán. Las líneas almorávides se quebraron como cañas. El frente moro retrocedió. Al caer la tarde, la amenaza musulmana se había disipado. Ahora la iniciativa correspondía a Alfonso. El jefe almorávide de Granada, Tamín, ordenó trasladar el campamento desde la hondonada donde se hallaba a una colina, para controlar mejor el campo: se proponía mantener las líneas desde esta nueva posición. Pero sus tropas, confundidas, se desorganizaron. Algunos comenzaron a huir. Otros, a desvalijar su propio campamento.Así el ejército almorávide empezó a disgregarse ante la impotencia de sus jefes.

Cuando cayó la noche, todo indicaba que los musulmanes habían abandonado. Alfonso, prudente, dio orden de no moverse ni un metro: podía ser una trampa; nadie iría hasta las tiendas musulmanas hasta que volviera a salir el sol.Y nadie, en efecto, se movió: pasó toda la noche sin que cristiano alguno penetrara en el campamento moro. Pero al amanecer del día siguiente se verificó el prodigio: los moros habían huido; el campo de Arnisol, en Lucena, había sido testigo de la enésima victoria de Alfonso el Batallador.

Dice la crónica que Alfonso, victorioso, guió de nuevo sus pasos hacia el este. La hueste de guerreros y voluntarios mozárabes cruzó las Alpujarras. Pasó por los desfiladeros del río Motril. Impresionado el rey por sus hondas gargantas, dijo a uno de sus caballeros: «¡Qué sepulcro, si encontrásemos quien nos echase tierra desde arriba!». Puso rumbo al sur y llegó hasta el mar en Vélez Málaga. Allí ordenó recoger pescado a modo de signo de victoria: nunca habían soñado las banderas de Aragón llegar tan al sur. Acto seguido retornó a Granada.

Para entonces ya se había formado un nuevo ejército almorávide contra Alfonso: lo componían tropas de caballería venidas de Marruecos. Los almorávides persiguieron a los de Aragón paso a paso: en Granada, en la Alpujarra, en Guadix… Aquí lograron forzar la retirada de los aragoneses. El Batallador seguía su camino, ya de retorno hacia el norte.Y el enemigo, siempre detrás. La hueste aragonesa llegó a Caravaca, en Murcia. Después, rumbo nordeste, tomó el castillo de Játiva. Batalla tras batalla, castillo tras castillo, siempre con sus perseguidores musulmanes detrás. Hasta que en junio de 1126 volvió a tierras de la corona de Aragón. La campaña de liberación de los mozárabes había durado la friolera de nueve meses.

Dicen los textos árabes que los cristianos regresaron a su casa agotados y enfermos, con sus filas devastadas por la peste y las heridas. Es muy probable. Pero en el retorno del rey hay algo que todavía sobrecoge más, y es lo siguiente: ¿qué pasó con toda aquella gente que se le fue sumando por el camino, todos esos mozárabes que, viendo en el rey de Aragón a su libertador, engrosaron sus filas? Alfonso no había logrado tomar Granada. No podía dejarlos allí. ¿Qué hacer con ellos? Alfonso el Batallador hizo algo que sólo se le podía haber ocurrido a él: llevar a toda esa gente consigo, al norte. Así miles de mozárabes —catorce mil, dicen las crónicas, con sus esposas e hijos— llegaron a los llanos de Zaragoza para repoblar las tierras recién ganadas a los moros. En ese mismo mes de junio de 1126 se les otorgó un fuero específico. Así terminó la increíble y quijotesca aventura de Alfonso el Batallador con su caravana de mozárabes.

Fueron años muy duros. Las crónicas hablan de grandes hambrunas en el Aragón de ese tiempo. Los campos de Zaragoza eran bastante más ásperos que los de Levante y Andalucía. Por otro lado, fue brutal la represión subsiguiente de los almorávides contra los mozárabes que permanecieron en Granada: decenas de miles de cristianos andalusíes fueron deportados por la fuerza al norte de África. Tan severa fue la represión que los mozárabes como sector social prácticamente desaparecen de Al-Ándalus a partir de ese momento. Pero al norte, en Aragón, permanecerá la huella mozárabe: la que dejaron los refugiados de la caravana de Alfonso el Batallador. ¡Qué aventura!

Y la reina Urraca se murió y Alfonso Raimúndez reinó

La reina Urraca se murió el 8 de marzo de 1126, mientras su ex marido Alfonso se batía el cobre en tierras de Granada. Urraca tenía cuarenta y nueve años y murió de parto; para la época, era una edad avanzadísima en una parturienta. Urraca había llegado a Saldaña a punto de dar a luz. El padre de la criatura era Pedro González de Lara, su veterano amante, que ya le había hecho antes dos hijos. Urraca no resistió el parto. Murió en pleno alumbramiento. También murió el niño.

Terminaban así diecisiete años de convulso reinado. Aquí los hemos visto en detalle, con su complejísima madeja de intrigas y desdichas.Aho ra, al final, Urraca ya no pintaba prácticamente nada. Su hijo Alfonso, apoyado por el arzobispo Gelmírez, había ido acaparando poco a poco todos los resortes del poder. No hubo ningún obstáculo para la sucesión, que la propia reina había auspiciado. Alfonso Raimúndez,Alfonso VII, el hijo del borgoñón, fue proclamado rey. El cuerpo sin vida de Urraca fue sepultado en el monasterio de San Isidoro, en León, como ella deseaba. Después será trasladado a la catedral de Palencia, donde hoy se encuentra la tumba de esta reina singular.

¿Qué pensar de Urraca? Para algunos fue una mujer atrapada por una herencia que le superaba: el testamento político de Alfonso VI, con aquel proyecto de unificar León y Aragón que forzó la boda de Urraca con el Batallador. Para otros, fue víctima del machismo de su tiempo, que no podía aceptar a una mujer como soberana. Otros, en fin, subrayan sus defectos personales: sus excesos pasionales, su precipitación, su poca inteligencia para jugar en el complejo equilibrio de la estructura feudal… Probablemente lo más correcto sea tomar en cuenta todas estas opiniones a la vez. En todo caso, nadie podrá decir que fue una buena época para las coronas de León y Castilla, ni para la cristiandad española en general.

¿Cómo estaba el mapa en 1126, cuando muere Urraca? Resumamos. En Galicia prosiguen los enfrentamientos endémicos entre diferentes facciones de la nobleza. Esos enfrentamientos tienen ahora un detonante muy concreto: la cuestión portuguesa. La condesa viuda Teresa y su hijo, otro Alfonso (Alfonso Enríquez), han entrado en conflicto. En Aragón, mientras tanto, el Batallador ha vuelto de su campaña mozárabe y ahora ha de hacer frente a dos problemas serios: una hambruna terrible y una cadena de ataques almorávides.Y en Barcelona, el conde Ramón Berenguer III trata de no perder pie en sus anchos dominios de la Provenza francesa, tarea que sin embargo iba a restarle fuerzas para prolongar la expansión hacia el sur. De momento, Ramón Berenguer y el Batallador se ponen de acuerdo sobre sus respectivos límites territoriales. El primer fruto de ese acuerdo es la repoblación de Tarragona, cuya dirección se encomienda a un caballero normando: Robert Bordet, también llamado Robert d'Aguiló, un cruzado que había servido a las órdenes del Batallador en Tudela y Zaragoza. Pero había más problemas pendientes.

Desaparecida la reina, el nuevo rey, Alfonso Raimúndez, ya Alfonso VII, se va a plantear una prioridad: marcar bien los límites con su ex padrastro, el Batallador, el rey de Aragón y Navarra. El Batallador no había renunciado ni al título imperial que le otorgó su matrimonio con Urraca ni a sus derechos sobre Castilla. Mientras esa reivindicación siguiera vigente, la guerra sería posible en cualquier momento. En 1124, Urraca y su hijo habían lanzado tropas contra Segovia,Toledo y Sigüenza. Ahora, muerta la reina, su hijo Alfonso mantenía la misma política en solitario y asediaba el castillo de Burgos.

Era abril de 1127. La ofensiva del joven rey leonés era más de lo que el Batallador podía soportar. Así que el de Aragón reunió a su ejército y marchó contra su rival. Le salió al paso en el valle de Támara, en Palencia, al lado de Frómista. Era junio de 1127. La cristiandad española estaba, una vez más, a un paso de la guerra civil.

No hubo guerra, sin embargo. En realidad, ninguno de los dos contendientes se lo podía permitir. Alfonso de León, porque el mapa se le incendiaba en Portugal; Alfonso de Aragón y Navarra, porque los almorávides buscaban venganza por la campaña mozárabe del año anterior y era preciso atender ese frente. Así las cosas, era mucho más sensato tratar de buscar un acuerdo pacífico.Y eso fue lo que se hizo.

El acuerdo pasará a la historia como las Paces de Támara. Lo firmaron en Támara de Campos, en lo que iba a ser el campo de batalla y no lo fue, los dos Alfonsos: el de León, veintidós años, recién llegado al trono, y el de Aragón, pasados ya ampliamente los cincuenta, curtido en mil batallas que no habían disminuido su temperamento cruzado. Actuaron como mediadores dos cruzados que ya han salido en nuestra historia: Gastón de Bearn y Céntulo de Bigorra, ambos del séquito habitual del Batallador.Y el pacto en cuestión consistió en algo muy importante: delimitar con precisión los respectivos territorios, de manera que en el futuro no hubiera más guerras entre cristianos. Las habrá, pero la intención de Támara era buena y, además, el pacto funcionará bien durante muchos años.

¿Cómo quedaban ahora los territorios? La clave de la discordia estaba en los territorios castellanos orientales, siempre en disputa desde el testamento de Sancho el Mayor, que ya hemos visto aquí.Ahora los dos monarcas iban a tomar como referencia los acuerdos de 1054, cuando la batalla de Atapuerca. El Batallador exhibió los derechos que le correspondían como rey de Navarra. Se reconoció su soberanía sobre Vizcaya, Álava, Guipúzcoa, Belorado, La Bureba y La Rioja. La sierra de la De manda y el río Bayas actuaban como frontera natural. Además, entraban en el lote las plazas sorianas y riojanas que él mismo había repoblado: Soria, San Esteban de Gormaz, Calahorra, Ágreda, Almazán, Monreal de Ariza, y hasta Molina de Aragón, en lo que hoy es Guadalajara. Por su parte, Alfonso VII de León obtuvo las plazas que le correspondían por derecho hereditario: en el norte, Frías, Pancorbo, Briviesca y Villafranca de Montes de Oca; en el interior de Castilla, Burgos y Santiuste; al suroeste, Sigüenza y Medinaceli.

Para entender bien este reparto hay que subrayar que no estamos hablando de fronteras nacionales, sino patrimoniales: los reyes organizan los territorios en función de lo que a cada cual le toca por herencia patrimonial de sus respectivas coronas. Marcar con claridad estos límites era muy importante porque la cuestión navarra seguía abierta: la corona de Pamplona estaba ahora en las sienes del Batallador, pero éste, soltero y sin descendientes, moriría algún día, y entonces el problema de los territorios navarros podría avivarse de nuevo. Después de las Paces de Támara, sin embargo, el paisaje se aclaraba: las tierras navarras en lo que hoy es Álava y Burgos se definían con nitidez. El Batallador, a su vez, renunciaba a cualquier pretensión imperial: ésta volvía a la corona de León.

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