Hizo todo lo posible para recordar la topografía básica del planeta, y la dibujó a mano alzada lo mejor que pudo, ahora que estaba aún fresca en su memoria. En todo caso, disponía de buenos mapas del lugar en el que se encontraba. El navío había cruzado un océano más grande que el Pacífico, y había aterrizado en la mitad occidental de un continente con una línea costera algo parecida a la de China, con un sistema fluvial tan enorme como el del Amazonas, circundado en todo su curso por montañas gigantescas al norte, al este y al sur. El último de los mapas se orientaba hacia el este a través del continente, y mostraba un paisaje impresionante de cordilleras superpuestas, como las del Tibet. La nave había aterrizado en una meseta, al este de la cuenca fluvial principal, en la zona donde el suelo comenzaba a elevarse hacia la compleja cadena montañosa del continente. La mayor parte de la cuenca fluvial y de las tierras costeras estaban cubiertas de bosques.
No tenía ninguna intención de quedarse en esta meseta miserable durante más tiempo. Decidió llamarla «Limbo» y olvidarse de ella.
A la nave de entrada le quedaba aún mucho combustible: suficiente para regresar a la nave principal, aunque en este momento eso fuera de interés erudito. Podía dar la vuelta al mundo por lo menos dos veces, y tal vez lo hiciera alguna vez; por el momento lo que iba a hacer era cambiar de paisaje. Examinó los mapas fotográficos de la gran cuenca fluvial del oeste, explorando claros entre los bosques y buscando algo de interés. A partir del reconocimiento inicial ya sabía que allí no existía ninguna prueba de civilización. No había carreteras, ciudades ni cultivos en parte alguna, y suponía que tampoco habrían habitantes conscientes, a no ser cazadores y recolectores primitivos. En este momento esa posibilidad no tenía gran importancia; buscaba un paisaje nuevo, igual que un turista que se pregunta cuál será la próxima etapa.
Un amigo inteligente le habría dicho que en realidad lo que deseaba era huir de la experiencia de las diez últimas semanas, huir del sufrimiento y de la muerte, de todo el drama del desastre, huir de las tumbas, de la llanura vacía, silenciosa y triste que para él había sido un escenario preparado para una tragedia especialmente triste y absurda. De cualquier modo, al fin tenía algo que hacer, y con sorpresa se dio cuenta de que ya habían pasado tres horas.
El cansancio reapareció. El solo hecho de estar sentado, bajo una gravedad de uno y un quinto, le causaba dolores y molestias, a no ser que cambiara constantemente de posición. Se acostó y quedó adormilado, soñando medio despierto. Era una sensación desagradable y, al levantarse, se sintió de nuevo hundido, preguntándose si valía la pena molestarse en cambiar de postura, y deseando que hubiera alguien con quien hablar. Se dio cuenta de que estaba hablando a solas.
Pasó a una de las seis ventanas de observación de la cabina de reunión circular, y desde allí miró las tumbas, que había marcado con paneles cuadrados de aislamiento, hundidos en el suelo en posición vertical como si fueran lápidas sepulcrales. Pensó que debiera escribir en ellos los nombres, y pidió al computador la localización de la pintura. La respuesta en la pantalla fue una señal negativa. Naturalmente. ¿Por qué suponía que habría pintura en la nave? Estudió el problema de cómo poner nombres en los paneles de aislamiento y tecleó de nuevo al computador, para que le indicara la localización de la cinta adhesiva. Sí que había una pequeña cantidad a bordo, para precintar frascos de muestras.
Cogió un rollo de cinta y unas tijeras quirúrgicas, y pasó a la esclusa de aire. Al entrar en ella sonó el timbre de alarma. La pantalla informativa del interior indicaba, con destellos: «COMPRUEBE SU TRAJE DE PROTECCIÓN». Echó una maldición, irritado. Se había olvidado de ponerse el traje espacial para salir al exterior, y el computador, que conectaba con todas las partes de la nave, sabía que no se había sacado ningún traje del armario antes de activar el portillo de salida. De repente sintió un gran alivio, y se rió por primera vez en muchas semanas. Aunque sólo era una máquina, el computador se ocupaba de él. Escribió su respuesta en el teclado:
—Muchas gracias, señor; muy amable.
Y luego, con la protección adecuada, salió de la nave y se dejó caer en el terreno carbonizado de la plataforma hidráulica.
Al dirigirse hacia las tumbas comenzó de nuevo a preocuparse. No podía recordar a ciencia cierta en qué tumba estaba cada uno. Intentó hurgar en su memoria las últimas semanas, aún confusas. Vassily había sido el primero en morir, aproximadamente una semana después de que Tansis le hubiera amputado la pierna sin ningún conocimiento de cirugía, excepto los consejos que le había dado el computador y las instrucciones que llevaban las medicinas. ¡ Pobre Vassily! Le hubiera debido dejar solo, y atiborrarlo con tranquilizantes. Vassily le había dado su bendición antes de morir, pero Tansis se sentía culpable al recordar cómo desenterró su pierna para volverla a enterrar con el cuerpo.
¿Cuál era la primera tumba que había excavado? No recordaba bien si había enterrado al oficial de navegación a la izquierda de Vassily o a su derecha. Mc Intyre no había vuelto a recobrar el conocimiento después de los tres primeros días, y Tansis tampoco podía recordar demasiado bien las circunstancias. Se arrodilló en las cenizas negras que cubrían todo el suelo cerca de la nave, y sintió de nuevo cuán absurdo era todo. Si él iba a morir pronto, ¿quién podría ver las tumbas o a quién le podría importar quién se encontraba en ellas? Tal vez llegara otra expedición para averiguar lo que le había ocurrido a la primera, pero él ya no lo vería; de eso no cabía duda, pues la Tierra se encontraba a sesenta y cinco años de distancia. A pesar de todo, alguna expedición vería las tumbas, y eso era una razón suficiente para ponerles nombres.
Comenzó por la última tumba, cortando la cinta y pegándola en ella para formar cuatro letras con tiras. Resultaba enredoso utilizar tijeras con las manos enguantadas, y la cinta se pegaba a todo. Tomó la decisión de cuál había sido la primera tumba, puso en ella el nombre adecuado y luego continuó trabajando con las otras tres. Pensó en colocar algún epitafio. Fragmentos de poemas y de textos bíblicos cruzaron su mente. Finalmente escribió con la cinta la frase: «El camino de las estrellas está lleno de sufrimiento». Aquello resumía sus ideas, y le producía una satisfacción siniestra. El universo era un lugar absolutamente horrible, para quien abandona la cuna de la Tierra.
Eso era todo lo que podía hacer por sus cuatro amigos. Lo había hecho lo mejor posible. Y entonces otro pensamiento le atormentó: ¿Cómo podría encontrar esas tumbas otra expedición? Podría encontrar la nave de aterrizaje, porque podía programar que ésta transmitiera un mensaje en el momento de recibir alguna señal de radio significativa, incluso años después de que él hubiera muerto. Mientras la fuente de energía y las baterías duraran, y eso sería un siglo si se desconectaba todo lo demás, otra nave podría entrar en onda por retransmisión. Pero iba a llevar la nave a otro lugar. ¿O tal vez, por el contrario, debiera quedarse aquí? No, no; que a este lugar se lo trague la tierra. No podía vivir como una tumba; tenía que salir de aquí.
Cuando regresó al interior de la nave programó el computador para que retransmitiera un mapa del continente que mostrara la situación del legar de enterramiento con una cruz, y un informe de quiénes estaban sepultados allí. Esto debería retransmitirse en el momento en que se captara alguna señal significativa de alguna nave espacial. Con ello solucionó un problema, por un siglo por lo menos. Pero, ¿qué podría hacer ahora?
Comió, y luego vio una película. La tarde apenas había comenzado. Este planeta tenía días interminables. ¿Debería marcharse ya? Se entretuvo en la cabina, arreglando y limpiando cosas, dejando de lado el tomar una decisión. Suponía que no podía sencillamente decidirse y largarse; que debería hacer ciertos preparativos. De modo que arregló la cabina de control y los laboratorios, y luego, llevado por su trabajo y convencido de que aquel lugar necesitaba ser ordenado a fondo y debía quedar bien arreglado antes de que pudiera dirigirse a algún sitio, con la ayuda del computador se dedicó a repasar las reservas y luego todos los sistemas de la nave. La nave estaba realmente muy desastrada: había reservas abiertas y desparramadas por todas partes, allí donde la prisa y la impaciencia de las últimas semanas las había dejado. Mantuvo la música ambiental a todo volumen, y disfrutó del diálogo con el computador al ir verificando los distintos procesos.
Se fue a la cama con la sensación de un gran cansancio, pero bastante satisfecho de sí mismo, y se durmió con música de Sibelius embraveciéndose a su alrededor.
Al despertarse se sintió descansado e impaciente por ponerse en marcha. Aún era de noche. Le iba a costar mucho acostumbrarse a un ciclo de treinta y dos horas. No iba a viajar en la oscuridad, y al dirigirse hacia el oeste volvería de nuevo a la noche. Otra vez sus ánimos comenzaron a flaquearle: había mucho tiempo que llenar en este maldito planeta. Consultó los mapas de nuevo, y decidió aterrizar en las orillas del gran río, en el centro de su cuenca, eligiendo una zona de bosques dispersos y de claros.
Bajó al nivel inferior, para dirigirse a los laboratorios, y allí comenzó a analizar la atmósfera exterior. Todo lo que sabía sobre este planeta no podría llenar una cuartilla.
Por los sondeos iniciales que realizó la nave principal antes de que hiciera aquella última y desastrosa maniobra, sabía que este planeta blanco tenía una atmósfera semejante a la de la Tierra, con 55 % de oxígeno, 44 % de nitrógeno y 1 % de dióxido de carbono. La presión atmosférica era la mitad de la terrestre. Ocho décimas partes del planeta estaban cubiertas de océanos profundos, y la capa de nubes era compacta y permanente, habiendo pruebas de la existencia de pótenles corrientes de convección que partían de los trópicos. La inclinación axial era de 37 grados; los casquetes polares eran masivos. El año duraba 979 días terrestres y el planeta tenía una órbita doble primaria de una distancia media de 400 millones de kilómetros. El clima debía conllevar grandes desniveles estacionales.
El computador de la nave no conocía ninguno de los datos anteriores, porque la preparación de esta nave de entrada para realizar la exploración inicial acababa de iniciarse cuando sobrevino el desastre. Toda la información detallada estaba en el computador de la nave principal que ahora se dirigía rumbo al olvido. Lo que él necesitaba saber era si el aire estaba lleno de microorganismos o de polvo, y si podría salir al exterior sin protección.
Encontró que el nivel de polvo era muy bajo, lo cual no era comprensible, pues esta meseta debía estar a una altura de dos mil quinientos metros, por lo menos. No podía calcular las altitudes con precisión, porque la presión del aire era diferente a la de la Tierra y no disponía de ningún altímetro calibrado para este lugar. Tampoco lo tendría nunca, a no ser que él mismo se lo fabricase. En el aire no había metales pesados ni ningún otro elemento tóxico, pero detectó la presencia de microorganismos, en especial de virus y de moléculas orgánicas grandes y complejas. Esas moléculas podrían ser el perfume de una vegetación omnipresente, en forma de cintas, y se preguntó qué olor podría tener. Esas moléculas eran alcaloides, pero no eran las mismas que se conocían en la Tierra; al menos, el computador no podía clasificarlas. Él sólo tenía una preparación científica general de ayudante, trabajo que ejercía cuando no estaba pilotando, pero el computador estaba especialmente diseñado para este tipo de trabajo. Tenía la certeza de que si el computador no podía relacionar una estructura molecular con ninguna otra de su banco de memoria, eso quería decir que la estructura era desconocida en la Tierra.
Después de estos experimentos, procedió a analizar los diversos microorganismos y virus de las muestras de aire. Los aparatos y las técnicas del laboratorio podrían hacerlo bien, pero carecía de la experiencia necesaria para dirigirlo. Primero tuvo que clasificar en grupos los organismos antes de poder efectuar pruebas en cultivos de tejidos humanos y analizar los resultados obtenidos, para ver si la reacción era nociva. La verdad es que no dominaba esa técnica. Los conocimientos de un ayudante eran claramente insuficientes para alguien cuya vida dependía de los resultados. Esa investigación, además, hubiera agotado a todo un equipo de bioquímicos y de microbiólogos, porque todo era terreno desconocido.
Abandonó la tarea con tristeza, sin haber tomado aún la decisión de iniciar un estudio profundo de bioquímica y materias relacionadas utilizando al computador como profesor. Pero había mucho que explorar y no le quedaba mucho tiempo —tal vez sólo un año— antes de que los suministros de la nave se agotaran.
¿Por qué preocuparse en convertirse de nuevo en un estudiante? En el fondo de sus cavilaciones se encontraba su muerte, una muerte de libre elección cuando las cosas se complicaran demasiado. ¿Por qué había de molestarse en solucionar todos los problemas uno a uno? Mejor sería recorrer el planeta en la nave, viendo todo lo posible y aprendiendo lo que pudiera sobre la marcha, poniéndose siempre el traje espacial de protección para salir al exterior.
Ya era de día, o, en todo caso, estaba a punto de acabar ese largo amanecer de este planeta. La combinación de una rotación larga, un cielo cubierto de nubes y una latitud alta daban como consecuencia que la aurora y el ocaso duraran dos horas, de graduación imperceptible en la luminosidad del cielo, desde un brillo dorado cerca del horizonte, a una luz intensa, blanca, que lo rodeaba todo.
Éste era el momento de partir. Tansis ocupó el asiento del piloto, realizó una comprobación rápida de funcionamiento, indicó al computador el curso a seguir, y despegó. En este trabajo él era un experto, y no estaría mal que aprovechara al máximo esa habilidad durante su último año.
Ascendió a una altura de cinco mil metros, a juzgar por el eco radárico, y allí el cielo permanecía aún de un color blanco radiante, aunque el brillo de Capella, mucho más intenso, era visible a algunos grados sobre el horizonte. El suelo quedaba oculto por la niebla. La atmósfera de este mundo era neblinosa y húmeda, porque la red hidrográfica del planeta era muy potente, según aparecía de modo evidente desde el espacio exterior. La combinación de un planeta primario, cálido y brillante, mucho más brillante que el Sol, con el reparto de tierras y mares (ocho décimas partes cubiertas por el agua), indicaba unos enormes recursos de circulación del agua y la formación de nubes que se elevaban hasta una altura de por lo menos seis mil metros.