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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Navidades trágicas (16 page)

BOOK: Navidades trágicas
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—No recuerdo. Pero no. Me parece que una de las señoras llegó antes.

—¿Qué señora?

—La señora de George o la de David.

—Me parece que dijo usted que no había oído el grito, ¿verdad?

—No estoy seguro. De todas formas oí un grito, pero debió de ser alguien que estaba abajo.

—¿Oyó un grito así? —preguntó Poirot echando hacia atrás la cabeza y soltando un estridente chillido.

Fue tan inesperado que Stephen se echó hacia atrás y estuvo a punto de caer. Enfadado, dijo:

—¿Es que quiere asustar a toda la casa? No, no oí nada que se pareciese a eso. Va a hacer saltar los nervios de todos los de la casa. Se creerán que se ha cometido otro crimen.

—Es verdad —dijo-. Ha sido una tontería.

Salió de la habitación a toda prisa. Lydia y Alfred se hallaban al pie de la escalera, mirando hacia arriba.

George se les reunió y Pilar entró en aquel momento con su pasaporte en la mano.

—No es nada —declaró Poirot-. No se alarmen. Ha sido un experimento. Nada más.

Alfred se mostró disgustado y George lleno de indignación. Poirot dejó que Stephen explicara a los demás lo ocurrido y dirigióse a toda prisa hacia el otro extremo de la casa. Al llegar a la habitación de Pilar vio salir de ella a Sugden.

—Eh bien? —preguntó Poirot.

—No se ha oído absolutamente nada —declaró el policía, mirando significativamente a Poirot.

Capítulo I

—¿Acepta usted, monsieur Poirot? —preguntó Alfred Lee.

Mientras hablaba se llevó nerviosamente la mano a la boca. En sus ojos había febril excitación. Al hablar tartamudeaba ligeramente. Lydia le miraba con cierta ansiedad.

—No sabe usted lo que eso significa para mí —siguió Alfred-. El asesino de mi padre debe ser descubierto.

—Puesto que me dice usted que ha reflexionado bien sobre ello, míster Lee, acepto su proposición —dijo Poirot-. Pero tenga en cuenta que no podrá volverse atrás. Yo no soy de esos perros a quienes se lanza sobre una pista y luego se les quiere hacer retroceder porque la caza que levantan no es del agrado del amo.

—Claro, claro. Todo está ya preparado. Su dormitorio... Estése aquí todo el tiempo que desee.

—No les molestaré mucho tiempo —aseguró gravemente el detective.

—¿Cómo?

—Digo que no tardaré mucho en descubrir la verdad. Este crimen se mueve en un círculo tan restringido que no puede pasar mucho tiempo sin que se descubra la verdad. Es más; creo que el fin está muy próximo.

—¡Imposible! —exclamó Alfred Lee.

—No lo crea. Todos los hechos señalan más o menos directamente en una dirección. Sólo falta por aclarar algún detalle insignificante. Cuando eso se haya logrado relucirá la verdad.

—¿Quiere decir que ya sabe...? —preguntó Alfred, incrédulamente.

—¡Oh, sí! —sonrió Poirot-. Ya sé.

—¡Mi padre... mi padre! —exclamó Alfred, volviéndose hacia la puerta.

—Tengo que pedirle dos cosas, míster Lee —dijo Poirot.

Con voz opaca, Alfred Lee replicó:

—Lo que usted quiera... lo que usted quiera.

—En primer lugar, quisiera que se colocase en la habitación que me ha sido destinada el retrato de Lee cuando era joven.

Alfred y Lydia miraron al detective.

—¿El retrato de mi padre? —preguntó Alfred-. ¿Para qué?

Con un leve encogimiento de hombros, Poirot replicó:

—Pues... para inspirarme.

—¿Es que pretende descubrir el crimen por medio del espiritismo? —preguntó Lydia.

—Digamos que no sólo pienso utilizar los ojos del cuerpo, sino también los del cerebro. Y ahora, míster Lee, me gustaría saber exactamente en qué circunstancia murió Juan Estravados, el marido de su hermana.

—¿Es eso necesario? —preguntó Lydia.

—Necesito conocer la verdad de todo.

—A causa de una pelea por una mujer, Juan Estravados mató a un hombre —dijo Alfred.

—¿Cómo lo mató?

Alfred dirigió una mirada suplicante a Lydia. Ésta replicó:

—Le apuñaló. Como la pelea fue provocada por la víctima, Juan Estravados fue condenado a dos años de cárcel y murió en ella.

—¿Sabe su hija la verdad?

—Creo que no.

—No, Jennifer nunca se lo dijo —afirmó Alfred.

—Muchas gracias.

—¿Cree usted que Pilar...? —preguntó Lydia-. ¡Es absurdo!

—Ahora, míster Lee, le agradecería que me dijera algo acerca de su hermano Harry.

—¿Qué desea usted saber?

—Creo que le consideran como una vergüenza para la familia, ¿no? ¿Por qué?

—Es un suceso ya muy viejo —dijo Lydia. Con el rostro enrojecido, Alfred contestó:

—Si quiere usted saberlo, monsieur Poirot, robó una gran cantidad de dinero falsificando la firma de mi padre en un cheque. Como es natural, mi padre no le llevó a los tribunales. Harry siempre ha sido así. Por todo el mundo se ha metido en líos. Siempre enviando cablegramas pidiendo dinero para salir de algún apuro. Ha salido de una cárcel para meterse en otra.

—Eso no lo sabes, Alfred —advirtió Lydia.

—¡Harry no es bueno! —exclamó Alfred-. ¡No lo ha sido nunca!

—Veo que no se quieren mucho —comentó Poirot.

—Mi padre fue una víctima suya —declaró Alfred. Lydia lanzó un impaciente suspiro. Poirot, al oírlo, volvió la cabeza hacia ella.

—Si al menos se encontrasen esos diamantes —dijo-. Estoy segura de que en ellos está la solución del problema.

—Ya han sido hallados, señora —anunció Poirot.

—¿Qué?

—Fueron encontrados en su jardín del Mar Muerto...

—¿En mi jardín? ¡Qué cosa tan extraordinaria!

—Sí que lo es, señora —asintió Poirot.

SEXTA PARTE

27 de diciembre

Capítulo I

Míster Carlton carraspeó y procedió a la lectura del testamento a todos los miembros de la familia reunidos a su alrededor. Leía con evidente placer, deteniéndose en los pasajes de más oscura fraseología y saboreando sus complicaciones técnicas.

Llegó al fin, se quitó los lentes y, después de limpiarlos con un pañuelo, dirigió una mirada a sus oyentes, como invitándoles a hacer las preguntas que creyeran pertinentes.

—Todas esas frases legales son difíciles de comprender —dijo Harry-. ¿No podría explicarnos su significado de una manera más sencilla?

—Sin embargo, es un testamento muy fácil —declaró míster Carlton.

—¡Dios mío! —exclamó Harry Lee-. Pues, ¿cómo serán los difíciles?

El notario le dirigió una fría mirada.

—El testamento es muy sencillo. La mitad de las propiedades de míster Lee, pasan a su hijo, míster Alfred. El resto debe dividirse entre los restantes hijos.

Harry soltó una desagradable carcajada.

—Como de costumbre, Alfred ha tenido suerte —dijo-. ¡La mitad de la fortuna de mi padre! No está mal.

Alfred enrojeció e Hilda se apresuró a intervenir.

—Alfred se portó como un hijo leal con su padre. Durante muchos años él ha llevado el peso de los negocios, y suya ha sido toda la responsabilidad.

—Sí, ya lo sé. Alfred siempre ha sido un buen muchacho.

—Puedes darte por dichoso —replicó Alfred-. Mi padre no debía de haberte dejado nada.

Harry soltó una carcajada, echando hacia atrás la cabeza.

—Te hubiera gustado mucho más, ¿no?

Míster Carlton carraspeó. Estaba ya muy habituado a aquellas desagradables escenas que seguían a la lectura de los testamentos. Deseaba marcharse antes de que la pelea familiar llegara a su punto culminante.

—Creo que esto es todo —dijo levantándose-. Me...

—¿Y qué hay de Pilar? —preguntó Harry.

Míster Carlton volvió a carraspear.

—Su nombre no figura en el testamento —dijo.

—Pero, ¿no le corresponde la parte de su madre? —Si la señora Estravados hubiera vivido, habría compartido con los demás hermanos la fortuna —explicó el notario-. Mas habiendo muerto, su parte pasa a engrosar la de los otros.

—Entonces..., ¿no me toca nada? —preguntó Pilar.

—Nosotros cuidaremos de ti, querida —se apresuró a decir Lydia.

George Lee intervino.

—Podrás vivir aquí, con Alfred, ¿no, Alfred? Eres nuestra sobrina... y es nuestra obligación cuidar de ti. —Nosotros tendremos un gran placer en que Pilar viva con nosotros —dijo Hilda.

—Debiera recibir su parte —dijo Harry.

—Bueno... yo... tengo que marcharme —dijo el notario-. Si necesitan consultarme...

Y se alejó apresuradamente. Su experiencia le anunciaba que allí estaban dispuestos todos los ingredientes para una buena pelea familiar.

Al cerrarse tras él la puerta, Lydia dijo con voz clara.

—Estoy de acuerdo con Harry. Creo que Pilar merece la parte de su madre. El testamento fue redactado muchos años antes de la muerte de Jennifer.

—Tonterías —gruñó George-. Ésa es una manera de pensar muy ilegal, Lydia. La ley es la ley. Debemos atenernos a ella.

—Es pura mala suerte —intervino Magdalene-. Todos lamentamos lo que le ha ocurrido a Pilar, pero George tiene razón. La ley es ley.

Lydia se puso en pie y tomó la mano a Pilar.

—Todo esto debe de ser muy desagradable para ti. Sal un momento, mientras arreglamos esto. Y no te preocupes. Yo cuidaré de que todo se resuelva bien.

Entretanto, la discusión entre Harry y George se había agriado hasta llegar al insulto personal.

—¿Es que no podemos discutir con menos gritos? —preguntó Hilda, levantando ligeramente la voz.

Lydia le dirigió una mirada de agradecimiento.

—¿Por qué hablar de cosas tan desagradables como el dinero? —se lamentó David.

—Nos estamos portando como chiquillos —insistió Hilda-. Alfred, tú eres el cabeza de familia...

Alfred pareció despertar de un sueño.

—Tanto grito me confunde las ideas —dijo. Lydia intervino:

—Alfred debe hablar primero, puesto que es el mayor de todos. ¿Qué crees que se debe hacer con Pilar?

—Desde luego debe quedarse aquí —declaró Alfred-. Y debemos hacerle un legado. Claro que no tiene ningún derecho al dinero que correspondía a su madre. Debemos recordar que no es una Lee, que es española. —Puede que legalmente no pueda reclamar nada —dijo Lydia-. Pero moralmente le corresponde una parte de la fortuna. Según el testamento, Harry, David, George y Jennifer debían recibir cada uno una parte igual de la fortuna. Jennifer murió el año pasado. Estoy segura de que cuando nuestro padre llamó a míster Carlton lo hizo con intención de incluir a Pilar en el testamento. Incluso es muy posible que hubiera hecho mucho más por ella. Debemos recordar que es la única nieta. Y lo menos que podemos hacer es reparar la injusticia que nuestro padre iba a borrar.

—Muy bien, Lydia —declaró Alfred-. Estaba equivocado. Creo, como tú, que Pilar debe recibir la parte de Jennifer.

—¿Y tú qué dices? —preguntó Lydia a Harry. —También estoy de acuerdo, Lydia; has expuesto muy bien el caso.

—¿Y tú, George? —siguió preguntando Lydia.

—¡De ninguna manera! Que se le disponga un hogar y se le pase una pensión decente para vestirse. Creo que ya es bastante.

—¿Te niegas a cooperar? —preguntó Alfred.

—Sí.

—Y haces muy bien —intervino Magdalene-. Ya es una vergüenza que su padre no le dejara una mayor cantidad, puesto que es el único de todos que ocupa un lugar importante en el mundo.

—¿Y tú, David? —inquirió Lydia.

—Creo que tienes razón —contestó David-. Es una lástima que por una cosa así se entable una discusión tan desagradable.

—Bien, de toda la familia sólo George se niega a ayudar —dijo Harry-. Está en minoría.

—No se trata de mayorías ni menorías —dijo George-. Mi parte de la herencia es absolutamente mía. De ella no cederé ni un penique.

—Si quieres librarte de hacer una buena obra, nadie te obligará —dijo Lydia-. Los demás cubriremos tu parte. Al salir de la habitación, Hilda y Lydia quedaron rezagadas. Cuando salieron al vestíbulo descubrieron a Magdalene junto a la mesita, con un paquete entre las ma—nos.

—Debe de ser algo que monsieur Poirot compró en el pueblo —dijo mirando a sus cuñadas-. Me gustaría saber qué hay dentro.

Miró a derecha e izquierda, y luego, riendo, abrió un poco el paquete.

—Echaré sólo un vistazo —dijo.

De pronto Lydia e Hilda, que se iban a retirar, se detuvieron, asombradas ante lo que Magdalene sostenía con los dedos.

—Es un bigote postizo —dijo Magdalene-. Pero... ¿Por qué...?

—¿Un disfraz? Pero... —empezó Hilda. Lydia terminó la sentencia:

—Pero monsieur Poirot posee un magnífico bigote natural.

Magdalene rehízo el paquetito.

—No lo entiendo —declaró-. ¿Por qué habrá comprado monsieur Poirot un bigote postizo?

Capítulo II

Cuando Pilar salió del salón encontró a Stephen Farr.

—¿Ya ha terminado el cónclave familiar? —preguntó éste-. ¿Se ha leído el testamento?

—No me han dejado nada —explicó Pilar-. El testamento fue redactado hace años. Mi abuelo dejaba dinero a mi madre, pero como ella está muerta, el dinero vuelve a la familia. Claro que si él hubiese vivido hubiera hecho un nuevo testamento y me hubiera dejado mucho dinero. Tal vez, incluso, me lo hubiese dejado todo.

—Lo cual no hubiera estado bien, ¿verdad? —sonrió Stephen.

—¿Y por qué no?

—Es usted una buscadora de oro, una vampiresa.

—El mundo es muy cruel con las mujeres —afirmó Pilar-. Tenemos que cuidar de nosotras mismas mientras somos jóvenes. Cuando somos viejas y feas no le importamos nada a nadie.

—Bueno, no se preocupe, Pilar. Seguramente los Lee cuidarán de usted.

—Lo cual no será nada agradable —declaró la muchacha.

—No, ciertamente. No puedo imaginármela viviendo aquí, Pilar. ¿No le gustaría ir a África del Sur? Allí hay mucho sol y mucha tierra. También hay mucho trabajo. ¿Le gusta trabajar?

—No sé.

—¿Preferiría sentarse en un balcón, sin hacer nada en todo el día, y engordar hasta no caber en el sillón, y tener una triple papada?

Pilar se echó a reír.

—Me alegro de haberla hecho reír—dijo Stephen.

—Creí que en estas Navidades me divertiría mucho. En los libros que he leído acerca de las Navidades inglesas se dice que son muy alegres, que se come plum pudding envuelto en llamas y muchas cosas buenas por el estilo. —Para eso le hubiera hecho falta una Navidad que no estuviera complicada con ningún crimen. Entremos un momento en la despensa, donde se guardan todas las cosas que están destinadas a esta Navidad. Ayer me la enseñó Lydia.

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