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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Navidades trágicas (19 page)

BOOK: Navidades trágicas
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»Así llegamos al punto en que no sólo el comportamiento del criminal es extraordinario, sino que también lo es el de Simeon Lee.

»Yo me dije: "Todo está mal. ¿Por qué? Porque lo miramos desde un punto de vista falso. Lo miramos desde el punto que desea el criminal".

»Tenemos tres cosas que carecen de sentido común: la lucha, la llave hecha girar por fuera y el trozo de goma. Pero necesariamente ha de haber algún punto desde el cual esas tres cosas tendrían sentido. Y me estrujé el cerebro procurando olvidar las circunstancias del crimen y aceptar las cosas por su propio valor. Me dije: "¿Qué significa la lucha? Violencia, destrozo, ruido. ¿Por qué se cierra una puerta haciendo girar la llave desde fuera? ¿Para que nadie pueda entrar...? Pero la llave no impidió eso, puesto que la puerta fue echada abajo casi en seguida. ¿Para retener a alguien dentro? ¿Para impedir que alguien entrara?". Y llegué al recorte de esponja. Entonces me volví a decir: "Un trozo de esponja no es más que un trozo de esponja".

»Ustedes dirán que en todo eso no hay nada, pero de todas formas quedan tres impresiones: ruido, encierro y un problema sin solución.

»¿Concordaba todo ello con mis dos sospechosos? No. Tanto para Alfred como para Hilda, lo ideal hubiera sido un crimen silencioso. El haber perdido tiempo cerrando la puerta por fuera resulta absurdo, y el trozo de esponja y la chapa de madera siguen sin significar nada.

»A pesar de ello sigo convencido de que en este crimen no hay nada absurdo, y que, por el contrario, ha sido muy bien planeado y magistralmente ejecutado. Lo demuestra el hecho de que pudo ser cometido. Por tanto, todo cuanto sucedió estaba previsto.

»Después de repasar todos los hechos varias veces, empecé a ver un rayo de luz.

»Sangre... mucha sangre... sangre por doquier... Una insistencia en sangre fresca, húmeda, brillante... Tanta sangre..., resultaba demasiada sangre.

»Y eso me dio otra idea. Es un crimen de sangre... está en la sangre. Es la propia sangre de Simeon Lee que se levanta contra él.

Hércules Poirot se inclinó hacia delante.

—Las dos más valiosas claves de este misterio me fueron ofrecidas por las frases que pronunciaron inconscientemente dos personas distintas. La primera fue cuando Lydia Lee recitó un pasaje de Macbeth: «¿Quién hubiera creído que el viejo tuviese tanta sangre dentro de él?». La otra fue una frase pronunciada por Tressilian. Me contó lo desconcertado que se sentía por una serie de cosas que, al suceder, le hacían el efecto de que ya antes habían su—cedido. Lo que le hacía sentir eso era un suceso muy sencillo. Oyó llamar y fue a abrir a Harry Lee. Al día siguiente hizo lo mismo con Stephen Farr.

»Ahora bien: ¿Por qué tuvo esa impresión? Miren ustedes a Harry Lee y a Stephen Farr y lo comprenderán.. ¡Son asombrosamente parecidos! Por eso, el abrir la puerta a Stephen Farr era igual que abrir la puerta a Harry Lee. Era como si el mismo hombre estuviera allí. Y hoy mismo, Tressilian me decía que siempre se equivoca al dirigirse a unas personas u otras. No es extraño. Stephen Farr tiene la nariz aguileña, echa hacia atrás la cabeza al reír y se acaricia constantemente la barbilla. Miren bien el retrato de Simeon Lee, cuando era joven, y verán que no sólo Harry Lee sino también Stephen Farr se le parece.

Stephen se agitó en su asiento, haciendo crujir la silla. —Recuerden las palabras de Simeon Lee contra su familia —siguió Poirot-. Declaró que estaba seguro de tener mejores hijos entre los ilegítimos. De nuevo volvemos al carácter de Simeon Lee, que tuvo un gran éxito con las mujeres y que destrozó el corazón de su esposa. Por ello llegué a la conclusión: en la casa no se hallaba—solamente la familia legal de Simeon Lee, sino también alguno de los hijos no reconocidos.

Stephen, de pronto, se puso en pie. Poirot, mirándolo dijo:

—Ése fue su verdadero motivo, ¿no? Nada de esa romántica historia de la muchacha del tren. Usted venía hacia aquí antes de encontrarla a ella. Venía a ver qué clase de hombre era su padre...

Stephen estaba pálido como un muerto. Con voz temblorosa murmuró:

—Sí... siempre tuve deseos de verle... Mi madre hablaba de él a veces. Se convirtió en una obsesión para mí. ¡Tenía que ver cómo era! Gané algún dinero y vine a Inglaterra. No pensaba decirle quién era yo. Mi intención era pasar por el hijo de Ebenezer Farr. Vine aquí con sólo un motivo: ver al hombre que era mí padre...

Sugden murmuró:

—¡Qué ciego he sido! Ahora lo comprendo. Por dos veces le tomé a usted por Harry Lee. Y, sin embargo, al notar mi error nunca sospeché la verdad.

Volvióse a Pilar y siguió:

—Esa persona a quien usted vio junto a la puerta era Stephen Farr, ¿no? Pero no quiso descubrirlo. Pretendió hacernos creer que era una mujer.

Oyóse un ruido e Hilda Lee se puso en pie.

—No —dijo-. Está usted en un error, inspector. Yo fui la persona a quien Pilar vio.

—¿Usted, señora? —preguntó Poirot.

—Nunca me hubiera creído tan cobarde —siguió Hilda-. ¡Callar por miedo! Estaba en la sala de música con David. Él estaba tocando. Le noté muy raro. Me asusté un poco y me di cuenta de mi responsabilidad, pues yo fui quien insistió en hacerle venir. David empezó a in—terpretar la Marcha Fúnebre. De pronto tomé una decisión. Por raro que pareciera teníamos que marcharnos en seguida, aquella misma noche. Decidí subir a ver a míster Lee y explicarle por qué nos íbamos. Llegué hasta la puerta de su cuarto y llamé. No recibí ninguna respuesta. Llamé con más fuerza. El mismo silencio. Intenté abrir la puerta, pero la puerta estaba cerrada con llave. Y, de pronto, mientras vacilaba, oí un ruido dentro del cuarto... Hilda se interrumpió, murmurando:

—Ya sé que no me creerán, pero es la verdad. Alguien estaba allí dentro, atacando a mi suegro. Oí caer mesas y sillas, romperse porcelanas y jarrones, y luego aquel terrible grito. Después reinó el más completo silencio.

»Me quedé paralizada. No podía moverme. De pronto llegó míster Farr, Magdalene y todos los demás. Míster Farr y Harry comenzaron a golpear la puerta hasta derribarla. Y cuando entramos en la habitación no había nadie dentro de ella. Sólo míster Lee, muerto, y la sangre.

Hilda había elevado la voz.

—¡No había nadie, nadie! ¿Me entiende? Y. sin embargo, nadie salió de aquella habitación...

Capítulo VII

El inspector lanzó un hondo suspiro.

—O yo me vuelvo loco, o lo están los demás —dijo-. Lo que usted nos cuenta es imposible, señora, completamente imposible.

—¿Y por qué ha callado durante todo este tiempo? —preguntó Poirot.

Hilda, muy pálida, pero con voz serena, contestó:

—Si les hubiera dicho la verdad, sólo hubieran sacado una conclusión: que yo era quien le había matado. Poirot movió la cabeza.

—No —dijo-. Usted no le mató. Le mató su hijo.

—¡Juro ante Dios que no le toqué! —exclamó Stephen.

—Usted no. Pero míster Lee tenía otros hijos.

—¿Qué quiere decir? —inquirió Harry.

George miraba fijamente al detective. David se pasó una mano por los ojos. Alfred parpadeó un par de veces.

—La primera noche que estuve aquí —dijo Poirot- me refiero a la noche del crimen, vi un fantasma. Era el fantasma del muerto. Cuando por primera vez vi a Harry, me dije que ya le había visto en otra ocasión. Luego me fijé en sus facciones y me di cuenta de lo mucho que se parecía a su padre. Entonces creí que a eso se debía mi suposición.

»Pero ayer un hombre que estaba sentado frente a mí echó hacia atrás la cabeza y soltó una carcajada. Y entonces comprendí a quién me había recordado Harry Lee. Y de nuevo hallé en otro rostro las facciones del muerto.

»No es raro que el pobre Tressilian se sintiera confundido cuando abrió la puerta, no a (los hombres, sino a tres que se parecían enormemente. No tiene nada de extraño que se alterara la firmeza mental del mayordomo, puesto que en la casa había tres hombres casi iguales, y que a cierta distancia podían pasar el uno por el otro. La misma estatura, los mismos ademanes (el más característico de todos es el de acariciarse la barbilla), la misma manera de reír, echando hacia atrás la cabeza, la misma nariz aguileña. Y, sin embargo, la semejanza no era siempre fácil de notar, pues el tercero de esos hombres lleva bigote.

»Uno se olvida a veces de que los policías son también hombres, de que tienen mujer, hijos, hogar, madres y... —hizo una pausa- padres... Recuerden ustedes la fama de Simeon Lee: un hombre que destrozó el corazón de su mujer a causa de sus enredos con otras mujeres. Un hijo nacido ilegalmente puede heredar muchas cosas. Puede heredar las facciones de su padre e incluso sus gestos. Así como su orgullo, su paciencia y su vengativo espíritu.

La voz de Poirot se elevó.

—Durante toda su vida, Sugden, usted ha estado resentido por el daño que su padre le hizo. Estoy seguro de que hace mucho tiempo que decidió matarlo. Vino usted de la región vecina, donde su madre, sin duda con el dinero que Simeon Lee le regaló generosamente, encontró un marido que se hiciese cargo de la paternidad del niño que iba a nacer. Usted ingresó en la policía de Middleshire y aguardó su oportunidad. Un oficial de policía tiene mu—chas oportunidades de cometer un crimen y librarse de toda sospecha.

Sugden estaba blanco como el papel.

—Está usted loco —dijo-. Cuando le mataron yo estaba fuera de esta casa.

Poirot movió negativamente la cabeza.

—No, usted le mató antes de salir de aquí por primera vez... Después de su marcha nadie vio vivo a Simeon Lee, que estaba esperándole, pero no le llamó. Fue usted quien le dijo por teléfono que se había enterado de que intentaban robarle. Le dijo también que a las ocho de la noche le pasaría a visitar con la excusa de recaudar fondos para el Orfanato de la Policía. Simeon Lee no sospechaba nada. Ignoraba que usted fuera su hijo. Usted le contó un cuento acerca de unos diamantes robados. Para demostrarle que no era verdad, su padre abrió la caja de caudales y le enseñó las piedras. Y entonces, mientras él estaba vuelto de cara hacia el fuego, usted le atacó por la espalda y, tapándole la boca para que no pudiese gritar, le degolló... Para un hombre de su vigor la cosa fue sencillísima.

»Después de esto usted preparó el escenario. Guardó los diamantes, cerró la caja de caudales. Amontonó sillas, mesas, jarrones y a la base de todo esto ató una cuerdecita que traía arrollada a la cintura. También traía una botella de sangre animal, a la cual había añadido una pequeña cantidad de citrato de sosa. Con esa sangre regó los alrededores del cadáver y añadió un poco más de citrato de sosa a la sangre que manaba de la herida, a fin de que no se cuajara. Después añadió más combustible al fuego a fin de que el cadáver conservase su calor. Una vez hecho todo esto, pasó los dos cabos de la cuerda por la ranura de la ventana y cerró por fuera. Esto era muy importante, ya que nadie debía entrar allí después de su marcha.

»Al salir de la casa escondió las piedras preciosas en la reproducción del Mar Muerto. Si más pronto o más tarde eran descubiertas allí, eso no haría más que desviar las sospechas hacia donde usted quería: hacia los hijos legítimos de Simeon Lee. Un momento antes de las nueve y cuarto volvió usted y, dirigiéndose al pie de la ventana, tiró de los dos cabos de la cuerdecita. Así se vino abajo la pirámide de muebles con un estrépito terrible. Después tiró usted de uno de los cabos de la cuerdecita, y cuando la tuvo toda en su poder, la escondió como antes.

»Pero aún había hecho algo más. Poirot se volvió hacia los demás.

—¿Recuerdan que todos ustedes describieron de distinta manera el grito de muerte de Simeon Lee? El que más cerca anduvo de la verdad fue Harry Lee, que dijo que parecía el aullido de muerte de un cerdo.

»¿Conocen ustedes esos globitos de goma que venden en las ferias? Son alargados, pintados como si fueran unos cerditos y producen un sonido exactamente igual al grito de muerte de un cerdo. Ésta fue, Sugden, su última combinación. La boca de la trompetilla estaba tapada con un pequeño corcho. Al tirar de la cuerda hizo que el tapón saltara, y el globo, al desinflarse, produjera aquel inhumano alarido. Y eso fue lo que todos oyeron.

Poirot se volvió hacia los demás.

—Ya saben qué fue lo que Pilar recogió del suelo. Sugden tenía la esperanza de llegar a tiempo de recoger aquella vejiga de goma antes de que nadie se fijara en ella. No pudo hacerlo, pero sí consiguió quitársela a Pilar sin que nadie sospechara nada. Pero se olvidó de mencionar ese incidente, cosa por sí sola bastante sospechosa. Magdalene Lee me lo explicó y entonces inquirí a Sugden si era verdad. Estaba preparado para esa contingencia y me entregó una madera y un trozo de esponja, cosas bastante parecidas a las que Magdalene podía haber visto. Yo fui muy tonto, pues en lugar de decirme: «Esto no tiene ningún significado y, por lo tanto, el inspector está mintiendo», traté de hallar una explicación a aquellos objetos. Pero hasta que mademoiselle Estravados pisó los restos de un globito reventado y declaró que, sin duda aquello había sido lo que encontró en la habitación de su abuelo, no vi la verdad.

»¿Se dan cuenta de lo bien que todo encaja? La lucha que era necesario fingir para establecer una falsa hora del crimen; la puerta cerrada, para que nadie pudiese entrar y descubrir demasiado pronto el cadáver; el alarido del muerto. Por fin, el crimen resulta razonable y lógico.

»Pero desde el momento en que Pilar anunció en voz alta su descubrimiento acerca del globito, me di cuenta de que estaba en peligro de muerte, pues el asesino haría todo lo posible para hacerla callar, pues no era la primera vez que le hacía pasar un mal rato. Ya una vez, al hablar de míster Simeon Lee, dijo que de joven debía de haber sido muy semejante al inspector. No tiene nada de extraño que Sugden se pusiera colorado. Después de eso, trató de que las sospechas recayeran sobre ella, pero era muy difícil, ya que la nieta sin herencia no podía tener ningún interés en la muerte de su abuelo. Más tarde, al oír desde una de las ventanas cómo Pilar anunciaba en voz alta su descubrimiento acerca del globito, dispuso una trampa para matarla. Fue un verdadero milagro que no consiguiese sus propósitos.

—¿Cuándo tuvo usted la seguridad? —inquirió Sugden.

—Cuando coloqué sobre el retrato de Simeon Lee un bigote postizo que compré para ello. Entonces, la cara que vi allí fue la suya.

Sugden lanzó un hondo suspiro y declaró:

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