—Como ve, George Lee pudo matar al viejo —siguió Sugden-. Su mujer también pudo matarle. También puede ser Pilar la asesina. Y también David Lee o su mujer, pero no los dos.
—Entonces, ¿no cree usted en la coartada? Sugden movió enfáticamente la cabeza.
—No puedo creer una declaración sostenida por un matrimonio que se adora. Es indudable que alguien se encontraba en la sala de música, haciendo sonar el piano, pero aunque es casi seguro que ese alguien era David, también podía ser su esposa, que estaba interpretando la Marcha Fúnebre mientras su marido subía a cometer el crimen. Es un caso completamente distinto del que tenemos en el comedor. Alfred y Harry son hermanos, pero se odian a muerte. Ninguno de ellos juraría en falso por salvar al otro.
—¿Y Stephen Farr?
—Es un posible sospechoso, ya que la coartada del gramófono es muy poco consistente. Por otra parte, pertenece a la clase de coartadas reales. Cuando es demasiado consistente. hay muchas probabilidades de que haya sido preparada de antemano.
Poirot inclinó la cabeza.
—Ya entiendo —dijo pensativo-. Es la coartada de un hombre que ignora que se hallaría en la necesidad de probarla.
—Eso mismo. Además no creo que en este crimen haya intervenido ninguna mano extraña.
—Estoy de acuerdo con usted —declaró Poirot-. Se trata de un asunto de familia. Hay mucho odio en él y va a ser difícil la solución. Míster Lee no era ningún santo.
—Cierto que no. Era de esos hombres que venderían su alma al diablo y se quedarían muy satisfechos con el negocio. Era orgulloso como Lucifer.
—¡Orgulloso como Lucifer! —repitió Poirot-. Eso me da una idea.
—No creerá que le asesinaron porque era orgulloso.
—No, quiero decir que hay mucho de cierto en la herencia del carácter. Simeon Lee pudo legar su orgullo a sus hijos...
Poirot se interrumpió. Hilda Lee había salido de la casa y estaba mirando a su alrededor.
—Deseaba hablar con usted, monsieur Poirot. Sugden se excusó, separándose de ellos. Viéndole alejarse, Hilda dijo:
—No sabía que estaba. Me pareció verle con Pilar. Parece un buen hombre, muy considerado.
—¿Decía usted que deseaba verme? —preguntó Poirot.
—Sí, creo que usted puede ayudarme.
—Tendré un gran placer en hacerlo.
—Usted es un hombre muy inteligente, monsieur Poirot. Lo noté ayer noche. Estoy segura de que descubrirá fácilmente ciertas cosas. Quisiera que comprendiese a mi marido.
—Usted dirá, señora.
—Al inspector Sugden no podría hablarle de eso. Él no me entendería, pero usted sí.
—Me hace usted mucho honor —declaró Poirot, inclinándose.
Hilda siguió serenamente:
—Desde que me casé con él, mi marido ha sido un desecho mental.
—¡Ah!
—Los dolores físicos pasan pronto, la carne se cicatriza y los huesos vuelven a unirse. De todo ello sólo queda algún dolorcillo, una pequeña cicatriz, pero nada más. En cambio, mi marido, monsieur Poirot, sufrió un golpe mortal en la edad peor. Adoraba a su madre y la vio morir. Consideraba a su padre culpable directo de aquella muerte. En realidad, nunca se ha recobrado de aquel golpe. Su resentimiento contra su padre nunca se debilitó. Fui yo quien logró persuadirlo de que viniera y se reconciliase con su padre. Lo hice para bien de él, para curar esa herida moral. Ahora me doy cuenta de que al venir aquí cometí un error. Simeon Lee se divirtió hurgando en aquella vieja herida. Y con ello hizo algo muy peligroso. —¿Me va usted a decir, señora, que su marido mató a su padre?
—No, pero sí le digo que pudo haberlo hecho... Y también le diré que... no lo hizo. Cuando Simeon Lee fue asesinado, mi marido estaba interpretando la Marcha Fúnebre. El ansia de matar estaba en su corazón. Se deslizó por sus dedos y murió en ondas sonoras. Ésta es la verdad.
Poirot permaneció callado durante unos instantes. Luego dijo:
—¿Y cuál es su veredicto, señora, en el pasado drama?
—¿Se refiere a la muerte de la madre de David?
—Sí.
—Conozco lo bastante la vida para saber que no puede juzgarse un caso por sus apariencias exteriores. Para casi todo el mundo Simeon Lee fue el culpable de los sufrimientos y de la muerte de su mujer, a quien dicen que trató de una manera abominable. Al mismo tiempo creo honradamente que cierta disposición al martirio y la debilidad despiertan en el hombre de determinada clase los peores instintos. Simeon Lee estaba irritado por la paciencia de su mujer y por sus lágrimas.
—Su marido dijo ayer que su madre nunca se quejaba. ¿Es verdad eso?
—Claro que no —declaró impacientemente Hilda-. Se pasaba el día quejándose a David. Sobre sus débiles hombros descargó todo el peso de su infelicidad. Y él era muy joven, demasiado joven, para soportar todo cuanto ella quería que llevase.
Poirot la miró pensativamente.
—Ya entiendo.
—¿Qué es lo que entiende? —preguntó Hilda.
—Comprendo que usted ha tenido que hacer las veces de madre de su marido, cuando su mayor deseo hubiera sido ser simplemente su esposa.
Hilda desvió la mirada. En aquel momento, David Lee salió de la casa y dirigióse hacia ellos. Con voz clara y alegre dijo:
—¡Qué día tan hermoso! Parece primavera en vez de invierno.
En su expresión y en sus ojos se notaba vibrar la alegría.
—Vayamos al lago, Hilda —siguió.
Mientras Poirot les veía alejarse, Hilda volvióse y le dirigió una rápida mirada. En sus ojos el detective leyó ansiedad... o acaso miedo.
Lentamente, Poirot se dirigió hacia el otro extremo de la terraza, murmurando para sí:
«Siempre he dicho que soy el padre confesor. Y puesto que las mujeres acuden a confesarse más que los hombres no me extrañaría que alguna más quisiera exponerme sus preocupaciones esta mañana.»
Al torcer hacia la izquierda descubrió a Lydia que avanzaba hacia él.
—Buenos días, monsieur Poirot —saludó Lydia-. Tressilian me dijo que le encontraría aquí con Harry. Prefiero haberle encontrado solo. Mi marido me ha estado hablando de usted. Sé que tiene muchas ganas de comunicarle algo.
—¿Sí? ¿Debo ir a verle ahora?
—No, aún no. Esta noche apenas ha dormido. Al fin tuve que hacerle tomar un somnífero. Aún sigue durmiendo y no quiero despertarle.
—Hace usted bien. Ya noté la noche pasada que la emoción le había trastornado mucho.
—A él le afectó más que a los otros, monsieur Poirot. Él amaba a su padre.
—Comprendo.
—¿Tiene alguna sospecha de quién puede ser el asesino?
—Tenemos algunas ideas acerca de quién no es, señora.
—¿Qué hay de Horbury? ¿Estaba en el cine, tal como dijo?
—Sí, señora. Se ha comprobado su declaración. Lydia inclinóse a arrancar una hierbecita.
—¡Eso es horrible! —exclamó-. Sólo queda... la familia.
—Exactamente.
—Monsieur Poirot, no puedo creerlo.
—Señora, usted puede creerlo y, además, lo cree. Pareció que Lydia iba a protestar. Pero se contuvo y, sonriendo, dijo:
—¡Qué hipócrita es una!
—Si usted quisiera ser franca conmigo, señora, reconocería que usted considera muy natural que uno de sus familiares asesinase a su suegro.
—Esa idea es completamente increíble, monsieur Poirot.
—Sí, pero su suegro era un hombre increíble, ¿no?
—Pobre hombre. Ahora siento pena por él. Pero cuando vivía me molestaba mucho, no puedo negárselo a usted.
Poirot se inclinó sobre uno de los pequeños sumideros de piedra.
—Son muy ingeniosos estos jardincitos. Muy bonitos...
—Me alegro de que le gusten. Es uno de mis caprichos... ¿Le gusta este paisaje ártico con los pingüinos y el hielo?
—Encantador. Y este otro, ¿qué figura?
—El mar Muerto o, por lo menos, quiere serlo. Aún no está terminado. No lo mire. Este otro quiere ser Piana,
26 de diciembre
E1 jefe de policía y el inspector Sugden miraron incrédulamente a Poirot. Éste colocó de nuevo un montoncito de guijarros dentro de una caja de cartón y la tendió a Sugden.
—Sí, son diamantes —declaró.
—¿Y dice que los encontró en el jardín?
—En uno de los jardincitos hechos por la señora de Alfred Lee.
—¿La esposa de Alfred Lee? —Sugden movió la cabeza-. No me parece lógico.
—¿Qué es lo que no le parece lógico? ¿Que Lydia Lee degollara a su suegro?
—Sabemos que no lo hizo —se apresuró a decir el inspector-. No es lógico que se apoderase de los diamantes.
—Realmente nadie la tomaría por una ladrona —dijo Poirot.
—Cualquiera pudo esconder los diamantes en aquel lugar.
—Desde luego. En el sitio donde los encontré había otros guijarros muy parecidos.
—No lo creo —declaró el coronel Johnson-. ¿Por qué tenía que robar esos diamantes?
—La respuesta es bastante fácil —dijo Poirot-. Pudo apoderarse de ellos para sugerir un motivo para el crimen. También podríamos decir que aunque no tomando parte activa en él sabía que el crimen iba a cometerse.
Johnson frunció el ceño:
—Todo eso es posible —dijo-. La considera usted cómplice de alguien. Pero, ¿de quién? Sólo puede serlo de su marido. Y sabemos positivamente que él no pudo ser el asesino, por lo tanto toda esa teoría se viene abajo.
—Desde luego, existe la posibilidad de que mistress Lee se apoderase de los diamantes, aunque es una posibilidad un poco exagerada. En ese caso, habría preparado el jardincito aquél como lugar ideal para esconder las piedras. Mas también pudo ser elegido por el ladrón, en caso de que éste sea otra persona. Acaso le llamó la atención la similitud entre los guijarros que en él había y decidió depositar allí los diamantes hasta que se hubiera calmado un poco el revuelo originado por el crimen.
—Es muy posible —admitió Poirot.
—Sea cual sea la verdad acerca de los diamantes, estoy seguro de que míster Lee no tuvo nada que ver con el asesinato —declaró el coronel-. Recuerden que el mayordomo la vio en el salón.
—No lo he olvidado —aseguró Poirot.
El jefe de policía se volvió hacia su subordinado.
—¿Ha descubierto algo más en sus indagaciones, Sugden? —preguntó.
—Sí, señor. Ya sé por qué Horbury se asustó al oír mencionar la policía. Hace tiempo fue conducido ante los tribunales para responder de un cargo de obtener dinero por medio de amenazas. Una especie de chantaje. Le dejaron en libertad por falta de pruebas. Pero lo más probable es que fuese culpable.
—¡Hum! —gruñó el coronel-. ¿Y qué más?
—Hemos descubierto algo en la vida de la esposa de míster George Lee. Vivió con un tal comandante Jones. Pasaba por su hija, pero no era hija suya. Míster Simeon Lee, que conocía mucho a las mujeres, debió comprender la verdad y disparó al azar cuando dijo aquello. Y, por lo tanto, dio en el blanco.
—Esto hace entrar en escena otro motivo —comentó el coronel-. Tal vez Magdalene Lee temió que su suegro supiera algo de la verdad y lo descubriera a su hijo. Lo de la llamada telefónica me pareció muy burdo.
—¿Y por qué no llama al matrimonio y hace que ellos aclaren ese punto? —sugirió el inspector.
—Me parece una buena idea —replicó el coronel. Por medio del timbre llamó a Tressilian y le pidió:
—Diga a míster George Lee y a su esposa que hagan el favor de venir.
Cuando el viejo mayordomo se volvía, Poirot le dijo:
—¿No se ha cambiado la fecha del calendario de pared desde que se cometió el crimen?
—¿Qué calendario, señor? —preguntó Tressilian, volviendo la cabeza.
—El que está en la pared.
Los tres hombres se hallaban sentados en el pequeño despacho de Alfred Lee. El calendario en cuestión era muy grande, con un bloc de hojas en cada una de las cuales iba impreso el día.
Tressilian entornó los ojos y avanzó hasta quedar a medio metro del calendario.
—Usted perdone, señor —dijo-. El calendario está al día. Hoy es veintiséis.
—¡Oh! ¿Y quién habrá arrancado las hojas?
—Míster Lee lo hace todas las mañanas. Es un caballero muy metódico.
—Ya entiendo. Muchas gracias, Tressilian.
Cuando el mayordomo se hubo retirado, Sugden inquirió, extrañado:
—¿Hay algo en ese calendario, monsieur Poirot? Encogiéndose de hombros, Poirot contestó:
—El calendario no tiene ninguna importancia. Sólo quería hacer un pequeño experimento.
George Lee entró en la habitación acompañado de su esposa.
—Tengan la bondad de sentarse —invitó el coronel-. Deseo hacerles unas preguntas. Se trata de algo que no veo claro.
—Tendré un gran placer en presentarle toda la ayuda
I que me sea posible —aseguró George con vanidoso alarde.
—Claro, desde luego —dijo Magdalene, algo más débilmente.
El jefe de policía hizo una seña a Sugden, que prosiguió:
—Se trata de las llamadas telefónicas de la noche del crimen. Creo que usted llamó a Westeringham, ¿no, míster Lee?
—Sí —replicó fríamente George-. A mi agente electoral. Puedo hacer que él certifique...
Con un ademán, el inspector contuvo el torrente de palabras de George.
—Perfectamente, míster Lee. No se trata de eso. La llamada telefónica tuvo lugar, exactamente, a las nueve menos un minuto.
—No podría decir con toda exactitud la hora...
—Pero nosotros sí —replicó Sugden-. La policía siempre comprueba las declaraciones de los testigos. La llamada desde esta casa fue hecha a las nueve menos un minuto y terminó a las nueve y cuarto. Su padre, míster Lee, fue asesinado a las nueve y cuarto. Por ello ruego que vuelva a explicarnos detalladamente lo que hizo aquella noche.
—Ya lo he dicho. Estaba telefoneando.
—No, míster Lee, no telefoneaba usted.
—Puede que me haya equivocado. Creo recordar que después de haber llamado a Westeringham estuve pensando en la conveniencia de telefonear a otro sitio. Estaba dudando si valía la pena el gasto, cuando oí el ruido arriba.
—¿Y estuvo diez minutos debatiéndose en la duda? George enrojeció.
—¿Qué quiere usted decir? —estalló-. ¡Se necesita cinismo para decir lo que usted insinúa! ¿Es que duda de mi palabra? ¿Por... qué tengo que dar cuenta de todos mis movimientos?
—Es lo corriente —replicó Sugden sin inmutarse. George volvióse hacia el coronel.