—Tengo una lista de todas las personas que se encontraban aquí esta noche —dijo Johnson-. Tal vez usted pueda decirme si está conforme.
Hizo una leve inclinación a Sugden y éste sacó la lista, leyéndola en voz alta. Este procedimiento pareció devolver a Alfred Lee la serenidad. Había recobrado el dominio de sí mismo, y cuando Sugden terminó movió afirmativamente la cabeza, declarando:
—Está conforme.
—¿Podría decirme algo más acerca de los invitados? —pidió el coronel-. Tengo entendido que míster George Lee y su esposa y míster David Lee y su mujer son parientes suyos.
—Son mis hermanos y sus esposas.
—¿Se encuentran aquí incidentalmente?
—Sí, han venido a pasar las Navidades.
—¿Míster Harry Lee es también hermano suyo?
—Sí.
—¿Y los otros dos? Me refiero a la señorita Estravados y a míster Farr.
—La señorita Estravados es sobrina mía. Míster Farr es el hijo de un antiguo socio de mi padre de África del Sur.
—Ya entiendo, un viejo amigo.
—No le habíamos visto nunca —intervino Lydia.
—Pero de todas formas le invitaron a pasar las Navidades con ustedes.
Después de una breve vacilación, Alfred volvióse hacia su mujer, y ésta, con toda claridad, dijo:
—Míster Farr presentóse ayer inesperadamente. Estaba cerca de aquí y vino a ver a mi suegro. Al enterarse de que era el hijo de un viejo amigo suyo, míster Lee insistió en que se quedara con nosotros.
—Bien, ya hemos acabado con los invitados —dijo el coronel-. En cuanto a los criados, ¿los considera usted, señora, dignos de confianza?
Lydia reflexionó un momento antes de responder. Por fin dijo:
—Sí, creo que todos son de fiar. La mayoría han estado muchos años a nuestro servicio. Tressilian, por ejemplo, trabaja en esta casa desde que mi esposo era un niño. Los únicos nuevos son Joan y el enfermero que atendía a mi suegro.
—¿Y qué sabe de ellos?
—Joan es una muchacha algo tonta. Eso es lo peor que puede decirse de ella. Sé muy poco acerca de Horbury. Trabaja aquí desde hace un año. Sabe hacer su trabajo y mi suegro estaba muy satisfecho de él.
—Pero usted no estaba tan satisfecha, ¿verdad, señora? —preguntó Poirot.
Lydia se encogió ligeramente de hombros.
—Eso no tenía nada que ver conmigo.
—Sin embargo, usted hacía aquí las veces de ama de casa. ¿No corrían a su cargo los criados?
—Sí, claro; pero Horbury estaba aquí tan sólo para cuidar a mi suegro y no entraba en mi jurisdicción.
—Ya entiendo.
—Pasemos ahora a los sucesos de esta noche —indicó el coronel-. Temo que esto sea muy doloroso para usted, míster Lee, pero me gustaría que me explicase lo que ha pasado.
—Desde luego —asintió Alfred en voz baja.
—¿Cuándo vio usted por última vez a su padre? —preguntó el coronel.
—Después del té. Estuvimos juntos un momento. Por fin le di las buenas noches y me separé de él a... creo que eran las cinco y cuarto.
—¿Y a esa hora le dio usted las buenas noches? —observó Poirot-. ¿Es que no esperaba volverle a ver durante la noche?
—No. A mi padre le subían siempre la cena a las siete. Después de cenar se acostaba o se quedaba sentado junto al fuego, pero en ninguno de los casos recibía a ninguno de sus familiares, a menos que él lo enviara a buscar.
—Bien, continúe, míster Lee.
—Nosotros cenamos a las ocho —siguió Alfred-. Cuando terminamos, mi esposa y las otras damas pasaron al salón. Nosotros nos quedamos sentados a la mesa. De pronto oímos arriba un gran estrépito. Sillas que caían, mesas que eran volcadas, porcelanas que se rompían... ¡Dios mío, aún parece oírse el grito de muerte de mi padre... !
Se puso en pie, cubriéndose el rostro con las manos. Lydia le tocó en el brazo. El coronel Johnson dijo amablemente:
—Continúe.
—Creo que por varios segundos permanecimos todos desconcertados, sin saber qué hacer ni qué ocurría. Luego nos pusimos en pie y corrimos hacia la habitación de mi padre. No pudimos entrar. Cuando forzamos la puerta...
—No siga, los otros detalles no nos hacen falta —dijo el coronel, observando el trastorno de Alfred-. Volvamos un poco atrás. ¿Puede decirme quiénes estaban en el comedor cuando se oyó el grito?
—¿Quiénes estábamos allí? Pues todos... No, a ver... Estaba allí mi hermano Harry...
—¿Nadie más?
—No, nadie más.
—¿Dónde se encontraban los demás?
Alfred suspiró e hizo un esfuerzo por recordar.
—No sé... hace muy poco que ha ocurrido y, sin embargo, parece como si todo ello hubiera pasado hace siglos. George... Sí, él estaba telefoneando. Luego empezamos a hablar de asuntos de familia y míster Farr dijo algo acerca de que valía más que habláramos solos, y se fue. Se portó con mucho tacto.
—¿Y su hermano David?
—¿David? No sé. No me di cuenta de cuándo se marchaba.
—¿Dice usted que tenía que discutir acerca de asuntos familiares? —inquirió Poirot-. ¿Y sólo entre los miembros de la familia?
—Mi cuñado Harry ha permanecido muchos años en el extranjero —dijo Lydia-. Era natural que él y mi marido tuvieran cosas que decirse.
—Perfectamente —declaró Johnson-. ¿Se fijó en los que subían con usted hacia la habitación de su padre?
—No sé. No me fijé en nadie en particular. Estaba tan alarmado por aquel horrendo grito...
El coronel pasó a otro asunto.
—Tengo entendido, míster Lee, que su padre poseía cierta cantidad de diamantes.
—Sí, es verdad —contestó, sorprendido, Alfred.
—¿Dónde los guardaba?
—Pues en su cuarto, en la caja de caudales.
—¿Puede usted describirme esos diamantes?
—No, porque eran piedras sin tallar.
—¿Por qué las guardaba su padre?
—Eran un capricho suyo. Se trataba de piedras que trajo con él de África del Sur. Nunca quiso que se tallaran. Ya he dicho que eran su capricho.
—Ya entiendo —afirmó el coronel.
Pero por su tono se advertía claramente que no entendía nada.
—¿Eran de mucho valor? —siguió.
—Mi padre estimaba su valor en unas diez mil libras.
—Es curioso que las guardase en su caja de caudales.
—Mi suegro era un hombre un poco raro —declaró Lydia-. Sus ideas se apartaban de lo vulgar. En resumen, aquellas piedras le causaban placer.
—Tal vez le recordaban su pasado —comentó Poirot.
—Eso creo —asintió Lydia.
—¿Estaban aseguradas? —inquirió el coronel.
—No lo creo.
Johnson inclinóse hacia Alfred y preguntó:
—¿Sabía usted que esas piedras han sido robadas?
—¿Qué?
—¿No le dijo nada su padre acerca de su desaparición?
—Ni una palabra.
—¿Ignoraba que llamó al inspector Sugden y que le comunicó la pérdida de dichos diamantes?
—¡No tenía la menor idea de semejante cosa!
—¿Y usted, mistress Lee?
Lydia movió negativamente la cabeza.
—No me enteré de nada. ¿Fue por eso que le mataron?
—Tenemos que averiguarlo —declaró Johnson. Y siguió-: ¿Tiene alguna idea, señora, de quién pudo ser el ladrón?
—No. Estoy convencida de que los criados son todos decentes. Además les hubiera sido muy difícil llegar a la caja. Mi suegro estaba siempre en su habitación. Nunca bajaba.
—¿Quién limpiaba su cuarto?
—Horbury. Él hacía la cama y limpiaba el polvo. La segunda doncella entraba por las mañanas a encender el fuego. Lo demás lo hacía todo Horbury.
—O sea que Horbury es la persona que mayores oportunidades ha tenido, ¿no? —dijo Poirot.
—Sí.
—¿Cree usted que fue él quien robó los diamantes? —Es posible. Pero en realidad no sé qué pensar. —Su esposo, señora, nos ha contado cómo pasó la noche —dijo el coronel-. ¿Podría usted hacer lo mismo? ¿Cuándo vio por última vez a su suegro?
—Esta tarde, antes del té, subimos todos a su habitación. Fue entonces cuando le vi por última vez.
—¿Dónde estaba cuando ocurrió el crimen?
—En el salón.
—¿Escuchó el ruido de la lucha?
—Creo que oí caer algo muy pesado. Pero la habitación de mi suegro se encuentra sobre el comedor, no sobre el salón, por lo tanto no pude oír gran cosa.
—Pero oyó el grito, ¿verdad?
—Sí, fue algo horrible. Salí corriendo y seguí a mi marido y a Harry escaleras arriba.
—¿Quién más se encontraba en el salón en aquellos momentos?
—No recuerdo exactamente. David estaba en la estancia inmediata, interpretando unas piezas de Mendelssohn. Creó que Hilda había ido a reunirse con él.
—¿Y las otras dos señoras?
—Magdalene fue al teléfono. No recuerdo si habían vuelto o no. Tampoco sé dónde estaba Pilar.
—O sea que estaba usted sola en el salón, ¿no? —inquirió Poirot.
—Sí, creo que sí.
—En cuanto a los diamantes, debiéramos asegurarnos de lo que ha sido de ellos —dijo el coronel-. ¿Conoce usted, míster Lee, la combinación de la caja de caudales de su padre? Creo que es un poco anticuada.
—La encontrarían escrita en el cuaderno de notas que llevaba en el bolsillo de su bata.
—Bien. Iremos a comprobarlo en seguida. Pero quizá sea mejor interrogar antes a los demás invitados. Las damas desearán acostarse.
—¿Quiere que los haga venir a todos? —preguntó Lydia.
—Uno a uno será mejor, mistress Lee.
—Desde luego.
Lydia dirigióse hacia la puerta, seguida de su marido. Éste se volvió de pronto hacia los demás.
—¡Claro! —exclamó-. ¡Usted es Hércules Poirot! No sé dónde he tenido la cabeza. Debiera haberme dado cuenta de ello en seguida.
Con voz nerviosa añadió apresuradamente:
—¡Es una suerte que esté usted aquí! Debe averiguar la verdad, monsieur Poirot. No repare en gastos. Yo haré frente a todos. ¡Pero descubra quién es el asesino de mi pobre padre!
—Le aseguro, míster Lee, que vengo dispuesto a hacer todo lo posible por ayudar al coronel Johnson y al señor inspector —declaró Poirot.
—Quiero que trabaje usted para mí —insistió Alfred Lee-. ¡Mi padre debe ser vengado!
Empezó a temblar violentamente. Su mujer regresó junto a él, instándole:
—Vamos, Alfred, que tienen que entrar los demás. Su mirada tropezó con la de Poirot. Los ojos de Lydia eran de los que saben guardar un secreto. No parpadearon.
Luego, Lydia, al lado de su marido, salió bruscamente de la habitación.
George Lee se mostró solemne y correcto.
—Un suceso terrible —declaró, moviendo la cabeza-. Muy lamentable. Por fuerza tiene que ser obra de un loco. —¿Ésa es su creencia? —preguntó cortésmente el coronel.
—Sí, sí, desde luego. Un loco homicida. Tal vez se ha escapado de algún manicomio de los alrededores.
—¿Y cómo se explica que ese loco consiguiera entrar en la casa? —preguntó Sugden-. ¿Y cómo salió? —Eso debe averiguarlo la policía.
—En cuanto se descubrió el crimen registramos toda la casa —explicó Sugden-. Todas las ventanas estaban cerradas. La puerta del servicio y la principal estaban también cerradas. Por la cocina tampoco pudo huir nadie, pues allí se encontraban los criados.
—¡Eso es absurdo! —exclamó George Lee-. Acabarán diciendo que mi padre ni siquiera fue asesinado.
—De que fue asesinado no cabe duda alguna —declaró el inspector Sugden.
—¿Y dónde estaba usted en el momento en que se cometió el crimen? —preguntó el coronel.
—En el comedor. Acababa de cenar. Pero... no, creo que en realidad estaba en esta misma habitación. Acababa de telefonear.
—¿Estuvo usted telefoneando?
—Sí, llamé al agente electoral del Partido Conservador en Westeringham, mi circunscripción. Tenía que comunicarle algo urgente.
—¿Y fue después de eso que oyó usted el grito? —Sí, fue muy desagradable —replicó George Lee, estremeciéndose-. Acabó en una especie de gorgoteo. Con un pañuelo enjugóse la frente, perlada de sudor.
—Un suceso horrible —murmuró.
—¿Y luego corrió escaleras arriba?
—Sí.
—¿Vio usted a sus hermanos, a míster Alfred y a míster Harry?
—No. Debieron subir antes que yo.
—¿Cuándo vio por última vez a su padre?
—Esta tarde. Nos reunimos todos en su cuarto.
—¿Después no volvió a verle?
—No.
El jefe de policía hizo una pausa y luego preguntó:
—¿Estaba usted enterado de que su padre poseía una gran cantidad de valiosos diamantes?
George Lee movió afirmativamente la cabeza.
—Sí, los guardaba en su caja de caudales, cosa muy mal hecha. Muchas veces se lo dije. Se exponía a que le asesinasen por robárselos... Bueno... quiero decir...
—¿Está usted enterado de que esas piedras han desaparecido? —le interrumpió el coronel.
George le miró boquiabierto.
—Entonces... le asesinaron para robárselas.
—Unas horas antes de su muerte su padre echó de menos las piedras y avisó a la policía.
—Entonces..., no comprendo... Yo...
—Tampoco nosotros comprendemos —sonrió Poirot.
Harry Lee entró orgullosamente en la habitación. Por un momento, Poirot se le quedó mirando. Tenía la impresión de haber visto antes en algún sitio a aquel hombre. Observó sus facciones: la nariz pronunciadamente aguileña; la arrogante posición de la cabeza; el saliente mentón. Y notó también que, a pesar de que Harry era un hombretón y su padre había sido un hombre más bien bajo, existía un gran parecido entre ambos.
Observó también algo más. A pesar de sus orgullosos modales, era indudable que Harry Lee estaba nervioso. Trataba de exteriorizar una seguridad en sí mismo que no ocultaba lo que ocurría en su alma.
—Bien, señores —dijo-. ¿En qué puedo servirles?
—Le agradecemos toda la luz que pueda echar sobre los sucesos de esta tarde —dijo el coronel.
—No sé nada en absoluto —replicó Harry Lee, moviendo negativamente la cabeza-. Todo ha sido muy horrible e inesperado.
—Creo que hace poco que ha regresado usted del extranjero, míster Lee —dijo Poirot.
Harry se volvió hacia el detective.
—Sí —contestó-. Desembarqué en Inglaterra hace una semana.
—¿Ha estado fuera mucho tiempo? —preguntó Poirot.
Harry Lee echó hacia atrás la cabeza y soltó una carcajada.
—Más vale que se lo cuente yo mismo, pues de lo contrario alguien se lo dirá a ustedes. Soy el hijo pródigo, caballeros. Hacía casi veinte años que no pisaba el suelo de esta casa.