Entraron en una pequeña habitación que casi era un armario y en ella se veían amontonadas cajas de sorpresas, de frutas secas, de naranjas, dátiles.
—Mire, aquí están los globitos a punto de ser reventados —explicó Stephen.
—¿Puedo hacer estallar uno? —preguntó Pilar con los ojos brillantes-. Estoy segura de que Lydia no se enfadará. Me encantan los globitos.
—¡Qué chiquilla! Tenga. ¿Cuál quiere?
—Me gustaría uno rojo.
Hincharon un par de globos de goma y salieron al pasillo a jugar con ellos.
Cuando Poirot entró, los halló en el vestíbulo, tirándose los globos y riendo. Con una indulgente mirada, les preguntó:
—¿Juegan ustedes a jeux d'enfants? Es muy bonito. Pilar dijo casi sin aliento:
—Mi globo es el rojo. Es más grande que el de él. Mucho más grande. Si saliéramos al jardín lo haría subir hasta el cielo.
—Soltémoslos fuera y deseemos algo —propuso Stephen.
—¿Por qué?
Pilar corrió al jardín, seguida de Stephen y Poirot.
—Desearé mucho dinero, globito —anunció Pilar. Y dejó que el viento arrebatase el globito.
—No hay que decir el deseo —rió Stephen.
—¿Por qué?
—Pues porque entonces no se cumple. Ahora desearé yo.
Stephen soltó un globo, pero con menos suerte que Pilar. Flotó un momento en el aire y al fin fue a dar contra un arbusto, estallando.
La muchacha corrió hacia él.
—¡Se ha reventado! —exclamó trágicamente. Luego, mientras pisaba con la punta del pie los restos del globito, dijo-: Esto fue lo que recogí en la habitación del abuelo. También él tenía un globito.
Poirot lanzó una exclamación. Pilar volvióse hacia él; Poirot dijo:
—No ha sido nada. He tropezado —volvióse hacia la casa y murmuró-: ¡Tantas ventanas! Una casa tiene sus ojos y sus oídos. Es una lástima que los ingleses sean tan aficionados a tener las ventanas abiertas.
En aquel momento Lydia apareció en la terraza.
—El almuerzo está servido —anunció-. Pilar, todo ha sido arreglado satisfactoriamente. Luego Alfred te explicará, todos los detalles.
Los cuatro entraron en la casa. Poirot fue el último. En su rostro se reflejaba una grave expresión.
Cuando terminó el almuerzo, Alfred le dijo a Pilar:
—¿Quieres acompañarme a mi despacho? Quiero decirte algo.
La guió hasta su estudio, y cerró la puerta tras sí. Los demás se dirigieron al salón. Sólo Hércules Poirot permaneció en el vestíbulo, mirando pensativamente la puerta cerrada del estudio.
En aquel momento, Tressilian se acercó a él.
—Quisiera hablar con míster Lee —dijo el viejo mayordomo-. Pero no me atrevo a molestarle.
—¿Ha ocurrido algo? —inquirió el detective.
—Una cosa muy rara, señor. Una cosa que no tiene sentido.
—Cuéntemela.
—Pues... —el mayordomo vacilaba-. ¿Se ha fijado el señor en las balas de cañón que hay a los lados de la puerta principal, en la parte de fuera? Son dos grandes bolas de piedra... Pues... una de ellas ha desaparecido.
Poirot arqueó las cejas.
—¿Desde cuándo? —preguntó.
—Esta mañana estaban allí las dos. Yo lo juraría. El rostro de Poirot se ensombreció.
—¿Quién puede tener interés en robar una cosa así, señor?
—No me gusta nada de eso —musitó Poirot. Tressilian le observaba ansiosamente.
—¿Qué le ocurre a esta casa, señor? —preguntó al fin-. Desde que el señor murió no parece la misma. Me hace el efecto de que estoy soñando. Confundo las cosas y las personas. Soy demasiado viejo para mi trabajo.
—Ánimo, ánimo —le dijo Poirot, dándole unas palmadas en la espalda.
—Muchas gracias, señor. Pero realmente soy ya demasiado viejo. Siempre estoy pensando en los tiempos pasados, en las viejas caras. Cuando pienso en miss Jennifer, en míster David y en míster Alfred, me los imagino como cuando eran jóvenes. Desde aquella noche en que míster Harry volvió...
—Sí, en eso estaba pensando —sonrió Poirot-. Dice usted que confunde las cosas desde que su amo fue asesinado. Pero la cosa empezó antes. Desde que míster Harry volvió a casa, ¿verdad?
—Tiene usted razón, señor. Fue entonces. El joven Harry siempre trajo el dolor y los disgustos a esta casa... Pero, ¿quién pudo haber robado la bala? Parece que la locura anda suelta por esta casa.
—No es locura, Tressilian, es juicio. Alguien está en peligro, Tressilian, en un grave peligro.
En aquel momento se abrió la puerta del estudio y salió Pilar con las mejillas encendidas. Tenía la cabeza erguida y brillantes los ojos.
Al acercarse a Poirot, exclamó golpeando el suelo con el pie.
—¡No lo aceptaré!
Poirot arqueó las cejas.
—¿Qué es lo que no aceptará, señorita? —preguntó.
—Alfred acaba de decirme que recibiré la parte de herencia que correspondía a mi madre.
—¿Y qué?
—Me dijo que la ley no me reconocía el derecho. Pero él, Lydia y los demás decidieron que debía recibir esa fortuna. Dicen que lo hacen por justicia.
—¿Y qué? —volvió a preguntar Poirot. Pilar golpeó nuevamente el suelo.
—¿No lo comprende? Me lo dan... me lo dan.
—¿Y eso hiere su orgullo? Desde el momento en que dicen que es de justicia, le corresponde...
—Es que usted no comprende, monsieur Poirot...
—Al contrario, lo comprendo muy bien.
—¿Eh?
Alguien llamó a la puerta. Poirot volvió la cabeza y a través de los cristales reconoció la silueta de Sugden.
—¿Adónde iba usted? —preguntó a Pilar.
—Al salón, a reunirme con los demás.
—Muy bien —replicó el detective-. Quédese con ellos. No se aparte de sus parientes y no deambule por la casa. Sobre todo, después de hacerse de noche. Vaya precavida. Corre usted un gran peligro, mademoiselle. Jamás ha estado tan en peligro como hoy.
Poirot se separó de Pilar y fue al encuentro de Sugden. Cuando el mayordomo se hubo alejado, el inspector tendió un papel a Poirot. Era un cablegrama.
—¡Ya lo tenemos! —exclamó-. Lea esto. Es de la policía sudafricana.
El cablegrama decía:
«El único hijo de Ebenezer Farr murió hace dos años.»
Pilar entró en el salón con la cabeza muy erguida y se dirigió hacia donde estaba Lydia, ocupada en hacer punto. —Lydia —dijo-. He venido a decirle que no aceptaré ese dinero. Me marcho ahora mismo...
Lydia la miró extrañada.
—Pero, hijita —dijo-. Alfred no se habrá sabido explicar. No se trata de ninguna limosna, si es eso lo que tú crees. No se trata de bondad por nuestra parte. No es más que cumplir con un deber. Si las cosas hubieran ido, como debían, tu madre habría heredado la suma, y de sus manos hubiera pasado a las tuyas. Es tu derecho de sangre. Por lo tanto, es un deber de justicia, no de caridad.
—Por eso no puedo aceptarlo —replicó Pilar-. Oyéndoles hablar así y viendo cómo se portan conmigo, no puedo aceptarlo. Cuando vine aquí, lo hice pensando correr una aventura divertida. Ahora lo han estropeado todo. Me marcho en seguida y no volveré a molestarles nunca más...
Los sollozos entrecortaron sus palabras. Volviéndose, salió del salón.
—Nunca creí que se lo tomara de esa forma —declaró Lydia, muy abatida.
—Parece muy trastornada —comentó Hilda.
—Ya dije yo que no debía hacerse —declaró George. Hércules Poirot y Sugden entraron en el salón. El inspector dirigió una mirada a su alrededor, preguntando:
—¿Dónde está míster Farr? Necesito hablar con él. Pero antes de que nadie pudiera responder, Poirot inquirió:
—¿Dónde está mademoiselle Estravados?
Con acento de maligna satisfacción, George Lee contestó:
—Ha dicho que se marchaba. Se ve que está ya harta de sus parientes ingleses.
Poirot dio media vuelta.
—Vamos —dijo a Sugden.
Cuando los dos hombres salían al vestíbulo oyóse un lejano estrépito y un grito.
—¡Pronto! ¡Vamos! —apremió Poirot.
Subieron de dos en dos los escalones de la escalera que conducía a la habitación de Pilar. La puerta estaba abierta. Un hombre se hallaba en el umbral. Al oírles llegar, volvió la cabeza. Era Stephen Farr.
—Está viva —dijo.
Pilar estaba pegada contra la pared de su cuarto, con la mirada fija en una gran bala de cañón que se hallaba en el suelo.
—Estaba encima de la puerta —explicó-. Me hubiera caído en la cabeza al entrar. Por suerte, se me enganchó la falda en un clavo y al abrir la puerta caí hacia atrás.
Poirot se arrodilló para examinar el clavo, en el que se veía un trozo de la falda de Pilar.
—Este clavo le ha salvado la vida, señorita —dijo.
—¿Qué significa esto? —preguntó el inspector.
—Pues que alguien ha intentado matarme —explicó Pilar.
—Una trampa muy sencilla, pero muy eficaz —comentó el policía-. Es el segundo crimen que se proyecta en esta casa. Pero esta vez ha fallado.
Pilar juntó las manos.
—¡Virgen Santísima! —exclamó-. ¿Por qué han querido matarme?
—En lugar de eso, debiera usted preguntarse qué es lo que sabe —dijo Poirot.
—Pero... si no sé nada.
—Está usted en un error. Dígame, mademoiselle Pilar, ¿dónde estaba usted en el momento del crimen? No se encontraba en esta habitación, ¿verdad?
—Sí, señor. Ya se lo dije.
Con ridícula suavidad, el inspector replicó:
—Pero al decir eso no dijo la verdad, señorita. Nos aseguró que había oído el grito de su abuelo, pero desde aquí no podía haberlo oído. Monsieur Poirot y yo hemos hecho la prueba.
—¡Oh! —exclamó Pilar.
—Estaba usted en algún lugar mucho más cercano a la habitación de su abuelo —dijo Poirot-. Y le diré dónde estaba. Se encontraba entre las dos estatuas del pasillo, junto a la puerta del cuarto de su abuelo.
Pilar se mostró sobresaltada.
—Pero..., ¿cómo lo ha sabido? —preguntó. Con una leve sonrisa, Poirot contestó:
—Míster Farr la vio allí.
—¡Mentira! —exclamó Stephen-. No la vi.
—Usted perdone, míster Farr, pero usted la vio —dijo Poirot-. Recuerde su impresión de que había tres estatuas en lugar de dos. Sólo una persona vestía aquella noche un traje blanco: mademoiselle Estravados. Ella fue la tercera figura que vio. ¿No es verdad, mademoiselle? Después de breve vacilación, Pilar respondió:
—Sí, es verdad.
—Ahora cuéntenos toda la verdad —pidió el detective-. ¿Por qué estaba usted allí?
—Después de cenar salí del salón y pensé en ir a ver a mi abuelo. Creí que eso le gustaría. Pero al desembocar en el pasillo vi que había alguien delante de la puerta. Como no quería que me vieran, pues mi abuelo había dicho que no quería ver a nadie, me metí entre las estatuas, por si acaso la persona aquella se volvía.
»De pronto empezaron a sonar ruidos terribles de mesas y sillas que se caían. No me moví, pues estaba terriblemente asustada. Luego sonó aquel terrible grito –Pilar se persignó-. El corazón me dejó de latir. Me dije: «Alguien ha muerto».
—¿Qué más?
—Empezó a llegar gente por el pasillo, y yo me mezclé.
—¿Por qué no nos dijo eso cuando la interrogamos por primera vez? —inquirió Sugden.
—A la policía vale más no decirle muchas cosas —repuso Pilar, moviendo la cabeza-. Si hubiera dicho que estuve tan cerca de la puerta habrían sospechado de mí. Por eso dije que no me moví de mi cuarto.
—Si continúa diciendo mentiras acabará por despertar sospechas, señorita —declaró Sugden.
—Pilar, ¿a quién vio junto a la puerta del cuarto de su abuelo? —pidió Stephen.
—No sé quién era —replicó Pilar, después de breve vacilación-. Lo que sí puedo decir es que era una mujer.
Sugden dirigió una mirada al círculo de caras. Con acento casi irritado, afirmó:
—Eso es ilegal, monsieur Poirot.
—Es una idea que se me ha ocurrido —replicó el detective-. Quiero compartir con todos los demás las cosas que he aprendido. Para empezar, creo que míster Farr tiene que darnos alguna explicación.
—Yo hubiera elegido un lugar menos concurrido —refunfuñó Sugden-. Sin embargo, no tengo nada que objetar —tendió el cablegrama a Stephen Farr-. Ahora, míster Farr, como usted dice que se llama, tal vez pueda explicarnos esto.
Stephen tomó el cablegrama y empezó a leerlo en voz alta, arqueando las cejas. Luego, con una profunda inclinación, lo. devolvió al inspector.
—Sí —reconoció-. Es muy condenador, ¿no?
—¿Eso es todo lo que tiene que decirnos? —gruñó
Sugden-. Debo advertirle que no tiene ninguna obligación de contestar esa pregunta.
—No hace falta que me prevenga —le interrumpió Farr-. Les daré en seguida una explicación. No es muy convincente, pero es la pura realidad. —Hizo una pausa y comenzó-: No soy el hijo de Ebenezer Farr, pero conocí perfectamente a los dos. Ahora pónganse ustedes en mi lugar. Y, a propósito, mi nombre es Stephen Grant. Llegué a este país por primera vez en mi vida. Mientras viajaba en el tren vi a una muchacha. No me andaré con rodeos y diré francamente que me enamoré de ella. Era la criatura más hermosa que he visto en el mundo. Al salir del compartimiento vi su equipaje y leí adónde iba. Conocía, por referencias, Gorston Hall y a su propietario. Era el antiguo socio de Ebenezer.
»Bien; se me ocurrió la idea de venir a Gorston Hall. Como dice el cable, el hijo de Eb murió hace dos años, pero el viejo Ebenezer me había dicho que hacía muchísimo tiempo que no tenía noticias de Simeon Lee y, por lo tanto, éste no podía saber nada de la muerte del hijo de su viejo socio. Por todo ello decidí que valía la pena hacerme pasar por el muerto y volver a ver a la joven del tren.
—Sin embargo, no lo decidió en seguida —dijo Sugden-. Pasó dos días en una posada de Addlesfield. —Vacilaba en hacerlo o no. Al fin me decidí y todo salió perfectamente. Ya sé que está mal, pero, señor inspector, recuerde cuando usted estuvo enamorado y verá cómo hubiera sido capaz de cometer muchas locuras semejantes. Como ya he dicho, me llamo Stephen Grant. Pueden pedir informes míos a África del Sur: verán cómo les contestan que soy un ciudadano respetable. No soy un estafador ni un ladrón de joyas.
—Nunca he creído que usted lo fuera —declaró Poirot. Sugden se acarició pensativamente la barbilla.
—Tendré que comprobar la veracidad de esa historia —dijo-. De todas formas, ¿por qué, después del crimen, no nos dijo usted la verdad en lugar de contarnos todo ese montón de mentiras?