—¿Le vio alguien allí?
—La taquillera me conoce. Y el portero también. Además... estuve con una señorita. Me había citado allí. —¿De veras? ¿Cómo se llama?
—Doris Buckle. Trabaja en las Lecherías Reunidas, Markham Road, veintitrés.
—Bien. Veremos. ¿Vino usted directamente a casa?
—Antes acompañé a casa a la señorita. Después vine directamente aquí. No tengo nada que ver con esto. Yo...
—Nadie le acusa de nada —dijo secamente el coronel.
—Ya lo sé, señor. Pero no es nada agradable que un crimen ocurra en la casa en que uno está...
—Nadie ha dicho que lo sea. ¿Cuánto hace que estaba al servicio de míster Lee?
—Un año, señor.
—¿Le gusta su empleo?
—Estaba satisfecho, señor. El sueldo es bueno. Claro que a veces míster Lee se ponía un poco difícil, pero ya estoy acostumbrado a tratar a inválidos.
»He trabajado en casa del comandante West, del honorable Jasper Finch...
—Después podrá dar esos detalles a Sugden —le interrumpió Johnson-. Lo que me interesa es cuándo vio usted por última vez a míster Lee.
—Hacia las siete y media. A las siete cenaba todas las noches, después le preparaba para que se acostase. Generalmente se quedaba junto al fuego hasta que le entraba sueño.
—¿Y a qué hora ocurría eso?
—Variaba, señor. A veces, cuando estaba cansado, se acostaba a las ocho. En otras ocasiones se quedaba levantado hasta las once o más tarde.
—¿Qué hacía cuando quería acostarse?
—Generalmente me llamaba por medio del timbre.
—¿Y usted le ayudaba a acostarse?
—Sí, señor.
—Pero esta noche era fiesta para usted, ¿no? ¿Tenía todos los viernes libres?
—Sí, señor. En esas ocasiones, Tressilian o Walter le ayudaban a acostarse.
—Pero ¿no podía moverse?
—Sí, señor, pero con bastante dificultad. Sufría artritis reumática. Unos días se encontraba peor que otros.
—¿No hizo llamar a nadie de su familia por medio de usted?
—No, señor. Antes de marcharme procuré que todo estuviera en orden, di las buenas noches a míster Lee y salí de la habitación.
—¿Arregló usted el fuego antes de marcharse? El enfermero vaciló.
—No era necesario, señor. La chimenea estaba ya bien cargada.
—¿La cargó míster Lee?
—No creo. Sin duda lo hizo míster Harry Lee.
—¿Estaba míster Harry con su padre cuando usted entró con la cena?
—Sí, señor. Entonces se marchó.
—¿De qué humor estaban?
—Míster Harry parecía de muy buen humor. Echó atrás la cabeza y rió mucho.
—¿Y míster Lee? —Estaba serio y pensativo.
—Bien, Horbury. Ahora quiero preguntarle una cosa más: ¿qué puede usted decirnos de los diamantes que míster Lee guardaba en la caja de caudales?
—¿Diamantes? Nunca vi ninguno.
—Míster Lee guardaba una gran cantidad de piedras sin tallar. Sin duda le vio usted alguna vez jugueteando con ellas.
—¿Aquellos guijarros? Sí, le vi sacarlos en varias ocasiones. Pero no sabía que fueran diamantes. Ayer o anteayer los estaba enseñando a la señorita extranjera.
—¡Esas piedras han sido robadas! —exclamó de pronto Johnson.
—Espero que no creerá que yo las haya robado.
—No le acuso de nada, Horbury. ¿Puede decirnos algo más de este asunto?
—¿De los diamantes o del crimen?
—De las dos cosas.
Horbury reflexionó. Humedecióse con la lengua los pálidos labios y, con una mirada algo furtiva, respondió:
—Creo que no.
—¿No ha escuchado, en el curso de sus trabajos, algo que nos pueda ser de utilidad? —preguntó Poirot.
Los ojos del enfermero parpadearon.
—No, señor —respondió-. Entre míster Lee y algunos de sus familiares parecía haber cierta desunión.
—¿Qué familiares?
—Creo que el regreso de míster Harry produjo cierto disgusto a míster Alfred. Entre él y su padre hubo una discusión, pero no se habló de piedras robadas. Estoy seguro de que míster Alfred no dirá eso de su hermano.
—La entrevista con míster Lee y su hijo Alfred fue después de haberse descubierto el robo de los diamantes, ¿verdad? —preguntó Poirot.
—Sí, señor.
Poirot inclinóse hacia el enfermero.
—Tenía entendido —empezó suavemente- que usted no se había enterado del robo de los diamantes hasta que nosotros se lo comunicamos hace un momento. ¿Cómo sabe, pues, que míster Lee había descubierto el robo antes de hablar con su hijo?
Horbury se puso rojo como un ladrillo.
—Es inútil mentir —dijo Sugden-. ¿Cuándo se enteró?
De mala gana, Horbury respondió:
—Le oí hablar de ello con alguien por teléfono.
—¿No estaba usted en la habitación?
—No, señor. No pude oír gran cosa. Sólo un par de palabras.
—¿Qué fue exactamente lo que oyó? —inquirió Poirot.
—Oí las palabras «robo» y «diamantes». Luego le oí decir: «No sé de quién sospechar» y algo más acerca de esta noche a las ocho.
Sugden asintió con un movimiento de cabeza.
—Estaba hablando conmigo —dijo-. Fue a eso de las cinco y diez, ¿no?
—Sí, señor.
Cuando Horbury se hubo retirado, el coronel Johnson bostezó. Después de consultar su reloj, se puso en pie. —Bien, creo que ya podemos dar por terminada la noche, ¿no? Pero antes de marcharnos será mejor que echemos una mirada a la caja de caudales. También sería posible que durante todo este tiempo los diamantes hubieran estado allí.
Pero los diamantes no estaban en la caja de caudales. Encontraron las cifras de la combinación donde Alfred Lee les había indicado. En la caja hallaron un maletín vacío. Entre los documentos que contenía la caja sólo había uno de interés.
Era un testamento fechado quince años antes. Después de varios legados y donaciones, la base del testamento era muy simple. La mitad de la fortuna debía pasar a manos de Alfred Lee. La otra mitad tenía que repartirse en partes iguales entre los restantes hijos: Harry, George, David y Jennifer.
25 de diciembre
Bajo el brillante sol del mediodía de Navidad, Poirot entró en los jardines de Gorston Hall. La casa no tenía ninguna pretensión arquitectónica. En el extremo sur veíase una amplia terraza de piedra. En los intersticios de las losas crecían numerosas hierbas y plantas. Unos pequeños sumideros estaban dispuestos en jardines en miniatura.
Poirot los examinó aprobatoriamente, murmurando:
—C`est bien imaginé, ça!
A lo lejos descubrió dos figuras. Pilar era fácilmente reconocible; en cuanto a la otra, Poirot creyó, de momento, que era Stephen Farr, luego observó que el compañero de Pilar era Harry Lee. De cuando en cuando echaba hacia atrás la cabeza y soltaba una alegre carcajada.
—Ése sí que no está triste —se dijo Poirot.
Al notar un ruido a su espalda, Poirot se volvió. A su lado descubrió a Magdalene Lee. También ella miraba a Pilar y a Harry.
—¡Qué día más hermoso! —comentó, dirigiendo una deslumbrante mirada a Poirot-. Resulta difícil creer que son ciertos los horrores de ayer, ¿verdad, monsieur Poirot?
—Tiene usted razón, señora. Magdalene suspiró:
—Es la primera vez que me veo mezclada en una tragedia. Por cierto, que es muy rara la aparición de Pilar. Se presentó de repente.
—Tengo entendido que su suegro la envió a buscar. El consulado británico en Madrid le había tenido siempre al corriente de los movimientos de su hija Jennifer.
—Pues lo guardó muy secreto. Ni Alfred ni Lydia sabían nada.
—¡Ah!
Magdalene se acercó más.
—Hay algún misterio en relación con el marido de Jennifer. Murió al poco tiempo de casarse. Alfred y Lydia parece que saben la verdad. Debiéramos conocer mejor los antecedentes de la muchacha. Si su padre fue un criminal...
Magdalene hizo una pausa, pero Poirot no replicó nada. Parecía admirar la belleza de aquel día de invierno. La esposa de George continuó:
—No puedo dejar de pensar en que la muerte de mi suegro es muy significativa. No tiene nada de inglesa. Hércules Poirot volvióse lentamente hacia Magdalene, mirándola con afectada inocencia.
—¿Cree usted que se advierte la huella española?
—Los españoles son muy crueles, ¿no? Todo eso de las corridas de toros y otras cosas...
Amablemente, Poirot inquirió:
—¿Opina usted que mademoiselle Estravados degolló a su abuelo?
—¡Oh, no! —exclamó Magdalene-. Nunca he dicho semejante cosa.
—Puede que no.
—Pero, de todas formas, opino que resulta sospechosa. Por ejemplo, la forma tan furtiva que tuvo de recoger algo del suelo del cuarto, ayer noche, al descubrirse el crimen. La voz de Poirot sufrió una alteración.
—¿Dice usted que mademoiselle Estravados recogió algo del suelo al entrar en la habitación de míster Lee?
—Sí. Dirigió una rápida mirada a su alrededor, como si buscara algo, y luego lo recogió en seguida. Pero el inspector la vio e hizo que se lo diera.
—¿Sabe usted qué fue lo que recogió?
—No estaba lo bastante cerca para verlo —se excusó Magdalene-. Pero era algo pequeño.
Poirot frunció el ceño.
—Es muy interesante eso que me ha dicho.
—Sí, creí que convenía que usted lo supiera. Al fin y al cabo, nada sabemos de cómo se ha criado Pilar. Alfred es tan bueno y Lydia tiene tantas cosas que hacer... Tal vez sea mejor que vaya a ayudarla a escribir algunas cartas.
Se separó de él, con una sonrisa, y se alejó por la terraza, dejando a Poirot sumido en profundas meditaciones.
El inspector Sugden se acercó al detective.
—Buenos días —saludó bastante sombrío-. No se presta mucho el momento para desearle unas alegres Navidades.
—Mon cher collégue, realmente no observo en usted la menor alegría. ¿No ha progresado nada?
—He comprobado la verdad de muchas de las declaraciones. La coartada de Horbury es perfecta. El portero del cine le vio entrar con la muchacha y aseguró que no salió durante la representación. La muchacha que iba con él también lo afirma. Eso nos devuelve a donde estábamos antes. El crimen tiene que haber sido cometido por alguno de los que estaban en la casa. Pero, ¿quién fue?
—¿No tiene nuevos datos o pistas?
—Sí, míster George Lee llamó por teléfono a Westeringham a las nueve menos dos minutos. La conferencia duró seis minutos.
—¡Ah!
—Y no hizo ninguna otra llamada a Westeringham ni a ningún otro sitio.
—Muy interesante —aprobó Poirot-. Míster George Lee afirma que estaba acabando de telefonear cuando oyó el ruido arriba, y ahora descubrimos que terminó diez minutos antes. ¿Dónde estuvo durante esos diez minutos? Su esposa afirma que fue a telefonear, pero ahora sabemos que no lo hizo. ¿Dónde estaba?
—Hace un momento estaba usted hablando con ella, ¿verdad, monsiem Poirot?
—Está en un error.
—¿Eh?
—No era yo quien hablaba con ella, sino al revés, ella conmigo.
—¡Oh! ¿Dice que ella hablaba con usted?
—En efecto. Acudió a mí con ese definitivo propósito. Deseaba poner de relieve ciertos puntos. El carácter extranjero del crimen; la posibilidad de indeseables antecedentes en la ascendencia de mademoiselle Estravados y el hecho de que la señorita española recogiera furtivamente algo del suelo en la habitación del crimen.
—¿Eso le dijo? —preguntó Sugden con visible interés.
—Sí. ¿Qué fue lo que recogió la señorita?
—Lo que en todas las novelas policíacas resuelve el misterio —suspiró Sugden-. Si saca usted en limpio algo de ello, me retiro del servicio.
—Enséñemelo.
Sugden sacó un sobre y vació su contenido en la palma de la mano. En su rostro se dibujaba una sonrisa.
—Aquí lo tiene. ¿Qué le parece?
En la amplia palma de la mano del inspector veíase un trocito triangular de goma roja y una chapita de madera.
—Este trozo de goma debe de haber sido cortado de una esponja —comentó Poirot.
—Sí. De una esponja del cuarto de baño de míster Lee. Ha sido cortado con unas tijeras muy afiladas. Tal vez lo hizo el mismo míster Lee, aunque no comprendo por qué lo haría. En cuanto a la chapita de madera es del mismo tamaño que una ficha de póker, pero ésas generalmente las hacen de marfil.
—Es realmente muy curioso —comentó Poirot.
—Guárdelo si quiere —indicó Sugden-. A mí no me hace ninguna falta.
—No deseo privarle de su hallazgo.
—¿No le indica nada?
—En absoluto.
—¡Magnífico! —exclamó con perceptible sarcasmo el policía-. No cabe duda de que vamos progresando.
—La señora de George Lee declara que mademoiselle Pilar Estravados recogió esos objetos de una manera furtiva. ¿Es cierto?
—No... no puede decirse, exactamente, que lo hiciera así. Lo único sospechoso es que lo recogió muy de prisa. Y estoy seguro de que no se dio cuenta de que yo la había visto. Cuando le pedí que me lo entregara se sobresaltó.
—Entonces es que había algún motivo. Pero ¿cuál? Ese trozo de goma no parece haberse utilizado para nada. Y sin embargo...
—Bien, puede usted seguir preocupándose por ello —dijo Sugden con cierta impaciencia-. Yo tengo otras cosas en qué pensar.
—¿Y qué opina usted de la situación del caso? Sugden sacó su cuaderno de notas.
—Aquí tengo hechas algunas notas que acaso le interesen. Primero he anotado los nombres de las personas que no pudieron cometer el crimen: Alfred y Harry Lee. Ambos tienen una magnífica coartada. También la señora de Alfred Lee, que fue vista por Tressilian un minuto antes de que se oyera el ruido de la lucha. Esos tres están limpios de culpa. En cuanto a los otros, aquí están sus nombres. Los he anotado así para mayor claridad.
Y Sugden tendió su cuaderno a Poirot.
EN EL MOMENTO DEL CRIMEN
George Lee.............. | ¿Dónde estaba? |
Su esposa............... | ¿Dónde estaba? |
David Lee............... | Estaba tocando el piano en la sala de música. (Su esposa confirma su declaración.) |
Su esposa............... | Estaba en la sala de música. (Su esposo confirma su declaración.) |
La señorita Estravados.. | Estaba en su dormitorio. (Nadie lo confirma.) |
Stephen Farr............ | Estaba en la sala de baile tocando el gramófono. (Lo confirman tres criados que estuvieron oyendo la música.) |