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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Navidades trágicas (5 page)

BOOK: Navidades trágicas
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—¡Cómo! ¿Popeye en el Parlamento? ¡Ésta sí que es buena!

Y echando hacia atrás la cabeza, Harry estalló en ruidosas carcajadas.

De pronto se interrumpió al oír un ligero ruido a su espalda. Volvióse, descubriendo a Alfred, que había entrado sin que nadie le oyera y estaba allí, mirando con extraña expresión a su hermano.

Harry permaneció silencioso unos instantes; luego una lenta sonrisa asomó a sus labios y dio un paso hacia delante.

—¡Pero si es Alfred! —exclamó.

—Hola, Harry —replicó su hermano.

Lydia, que les estaba observando, pensó: «¡Qué absurdo! Parecen dos perros a punto de embestirse».

Pilar desorbitó los ojos pensando:

«¡Qué tontos!, ¿por qué no se abrazan? Puede que los ingleses no tengan costumbre de hacer eso, pero al menos podrían decirse algo. ¿Por qué no hacen más que mirarse?»

—Bien —dijo al fin Harry-. Ya estoy otra vez en casa. —Sí, han pasado muchos años desde que te marchaste. Harry irguió la cabeza. Se pasó la mano por la barbilla, ademán habitual en él que expresaba belicosidad.

—Sí —dijo-. Me alegro de haber vuelto a... mi hogar.

Capítulo II

—Sí, creo que he sido un hombre muy malo —dijo Simeon Lee.

Pilar estaba sentada junto a él, observándole atentamente.

—Sí, he sido un hombre muy malo —repitió-. ¿Qué dices a eso, Pilar?

La muchacha no contestó a la pregunta y se encogió de hombros.

—Todos los hombres son malos —replicó-. Las monjas lo dicen. Por eso tenemos que rogar por ellos. —Pero yo he hecho más cosas malas que la mayoría de los hombres—rió Simeon-. Y no me arrepiento de nada. Me he divertido mucho... Dicen que cuando uno se vuelve viejo se arrepiente. Y te aseguro que he cometido todos los pecados que Dios castiga. He mentido, he robado, he hecho trampas... Y mujeres, siempre mujeres. No sé quién me habló el otro día de un jefe árabe que como guardia de corps tenía a cuarenta hijos suyos, casi todos de la misma edad. Pues bien, creo que si me preocupase de buscar los rebaños, seguramente doblarían esa cifra. ¿Qué te parece eso, Pilar? ¿Te asombra?

Pilar siguió mirando a su abuelo.

—¿Por qué me he de asombrar? Todos los hombres siempre desean a las mujeres. Mi padre también era así. Por eso las esposas son casi siempre desgraciadas y tienen que ir a la iglesia a rezar.

Simeon frunció el ceño.

—Hice muy desgraciada a Adelaide —dijo hablando casi para sí-. ¡Dios, qué mujer! Cuando me casé con ella era alegre, guapa como pocas y con un cutis que parecía hecho de pétalos de rosa. ¿Y luego? Siempre llorando y gimiendo. Cuando un hombre ve que su mujer se pasa el día llorando se convierte en un salvaje. Adelaide no supo estar a su nivel. Se creyó que al casarme con ella dejaría de ser como había sido hasta entonces y que me conformaría con vivir en el hogar, al cuidado de los hijos, olvidando todas las malas costumbres adquiridas.

Su voz se fue apagando. Su mirada se fijó en las llamas de la chimenea.

—¡Cuidara la familia...! ¡Dios santo, qué familia! —Simeon soltó una irritada carcajada-. Mírala, fíjate en ella. Entre todos no hay un solo hijo capaz de tener iniciativa propia. No sé qué les ha ocurrido. ¿Es que no tienen ni una sola gota de sangre mía en las venas? Por ejemplo Alfred. ¡Cuán harto estoy de él! Se pasa el tiempo mirándome con ojos de perro, siempre dispuesto a hacer lo que yo le ordene. ¡Qué idiota! En cambio, su mujer tiene espíritu. Me encanta. No me quiere nada. Nada en absoluto. Pero tiene que aguantarme por el bien de ese imbécil de Alfred. —Miró a la muchacha y añadió-: Recuerda Pilar, que no hay nada tan aburrido como la devoción.

Pilar sonrió alegremente y Simeon Lee continuó, todavía más incisivo y animado por la presencia de la joven: —¿Y George? ¿Qué es George? Un palo, un bacalao disecado, un globo hinchado, sin cerebro ni inteligencia... y con un amor indignante al dinero. ¿David? David siempre fue un loco y un soñador. Fue el niño mimado de su madre. En lo único que demostró tener cabeza fue en lo de elegir mujer. —Golpeó fuertemente el brazo de su sillón-. ¡Harry es el mejor de todos! El pobre Harry, el incomprendido, por lo menos, tiene sangre en las venas. Pilar se mostró de acuerdo.

—Sí, es simpático. Sabe reír. Me es muy simpático. —¿De veras, Pilar? Harry siempre ha tenido un gran éxito con las mujeres. En eso ha salido a mí —empezó a reír-. He vivido bien la vida. He tenido mucho de todo. Me he apoderado de todo cuanto me ha apetecido. He vivido como me ha dado la gana.

—¿Y ha pagado el precio de ello?

Simeon dejó de reír y miró a la muchacha.

—¿Qué has dicho? —preguntó.

—Le he preguntado si había pagado el precio de todo eso.

—No ... sé —musitó Simeon Lee.

—No ... sé —tartamudeó Pilar.

De pronto descargó un puñetazo sobre el brazo del sillón y gritó furioso:

—¡A mí no me engañas! —dijo el viejo-. Si me has escuchado hasta ahora y tienes paciencia conmigo es por mi dinero.... ¡Por mi dinero! ¿O es que me vas a decir que quieres mucho a tu abuelo?

—No, no le quiero a usted —replicó Pilar-. Pero me es simpático. Eso debe usted creerlo, porque es verdad. Está usted más lleno de vida que los demás habitantes de esta casa. Además, tiene usted cosas muy interesantes que contar. Ha viajado, ha llevado vida de aventurero. Si yo fuese hombre, me gustaría ser como usted.

—Te creo, chiquilla —replicó Simeon-. Tenemos sangre gitana en las venas. En mis hijos no se ha revelado mucho. Sólo Harry demuestra que la tiene. En ti también está. Cuando es necesario sé ser paciente. Una vez esperé quince años para vengar una injuria que se me había inferido. No olvides que ésa es otra característica de los Lee. ¡No olvidan! Se vengan aunque les sea necesario esperar años enteros. Un hombre me estafó. Esperé quince años hasta que se me presentó la deseada oportunidad, y entonces pegué y le arruiné. Le dejé limpio y desnudo por completo.

—Rió suavemente.

—¿Fue en África del Sur? —preguntó Pilar.

—Sí, un gran país.

—¿Ha estado allí?

—Sí, cinco años después de casarme. Ésa fue la última vez.

—¿Y antes? ¿Estuvo mucho tiempo?

—Sí.

—Cuénteme algo.

El anciano comenzó a hablar. Pilar le escuchaba atentamente. De súbito, Simeon calló, y poniéndose en pie dijo:

—Espera, voy a enseñarte algo.

Dirigióse con paso lento hasta la caja de caudales, la abrió e hizo seña a Pilar de que se acercase.

—Míralas. Acarícialas. Deja que te resbalen por las manos. —Observando la expresión de extrañeza de la muchacha, se echó a reír-. ¿Sabes lo que son? ¡Diamantes, hija mía; diamantes!

Pilar abrió de par en par los ojos. Inclinándose hacia delante murmuró:

—¡Parecen guijarros! Simeon volvió a reír.

—Son diamantes sin tallar. Están tal como se encuentran.

—¿Y si estuviesen tallados serían brillantes de verdad?

—Desde luego.

—¿Y relucirían?

—Como los demás.

—¡No lo creo! —exclamó Pilar, infantilmente.

—Pues es la pura verdad.

—¿Y valen mucho dinero?

—Desde luego. Claro que no se puede decir nada antes de que hayan sido tallados. De todas formas, esto que hay aquí vale varios miles de libras.

—¿Varios... miles de... libras? —preguntó Pilar dejando un amplio espacio entre cada palabra.

—Nueve o diez mil, por lo menos. Son piedras muy grandes.

—¿Y por qué no las vende?

—Porque me gusta tenerlas en mi poder.

—Pero... valiendo tanto dinero...

—Me gusta verlas aquí, a mi alcance.

—Bueno, pero de todas formas podría hacerlas tallar y entonces serían más bonitas.

—Las prefiero así. —El rostro del viejo habíase ensombrecido. Volvióse y comenzó a hablar como para sí-. Me hacen recordar. Cuando las toco, cuando dejo que se deslicen por entre mis dedos... me siento retornando al sol, al olor del veldt, a los bueyes... al viejo Eb... a todos los muchachos... a aquellas noches...

Sonó una suave llamada a la puerta.

—¡Mételos en la caja y ciérrala! —ordenó el anciano. Luego, en voz alta dijo-: ¡Adelante!

Entró Horbury, avanzando con deferente suavidad.

—El té está servido —dijo.

Capítulo III

—¿Estás aquí, David? —dijo Hilda-. Te he estado buscando por toda la casa. Salgamos de esta habitación. Es terriblemente fría.

David permaneció callado varios minutos. Estaba de pie, con la mirada fija en un sillón de deslucida tapicería.

—Ése es su sillón —dijo-. Ahí era donde estaba siempre sentada... Está igual, exactamente igual. Un poco más viejo, nada más.

Hilda frunció el ceño.

—Está bien —dijo-. Pero salgamos de aquí, David. Hace mucho frío.

David no hizo caso. Mirando a su alrededor, murmuró:

—Casi siempre estaba sentada ahí. Y recuerdo que yo me sentaba en ese taburete mientras ella me leía Jack, el matador de gigantes. Entonces yo debía tener seis años. Hilda le cogió del brazo.

—Volvamos al salón. En este cuarto no hay calefacción.

David obedeció, pero su mujer notó que le recorría el cuerpo un ligero estremecimiento.

—Está igual —musitó David-. Está igual. Como si el tiempo se hubiera inmovilizado.

Hilda sintió cierta precaución. Con voz forzadamente alegre dijo:

—¿Dónde estarán los demás? Ya debe de ser casi la hora del té.

David se soltó de su mujer y fue a abrir una puerta. —Aquí había antes un piano... ¡Oh, sí, ahí está! Tal vez esté afinado.

Empezó a tocar. Dominaba bastante bien el piano y bajo los dedos fluía la melodía.

—¿Qué es eso? —preguntó Hilda-. Me parece recordarlo.

—Hacía años que no tocaba. Era una de las piezas favoritas de ella. Una de las «Canciones sin palabras», de Mendelssohn.

La dulce, demasiado dulce melodía, llenó la habitación.

—Toca algo de Mozart —pidió Hilda.

David movió negativamente la cabeza, iniciando otra pieza de Mendelssohn. De pronto golpeó furiosamente las teclas. Hilda se aproximó a él.

—¡David! ¡David! —exclamó.

—No es nada —repuso su marido.

Capítulo IV

El timbre sonó agresivamente. Tressilian se levantó de su asiento en la cocina y avanzó lentamente por el corredor. El timbre volvió a sonar. Tressilian frunció el ceño. A través del biselado cristal de la puerta se veía la silueta de un hombre con la cabeza cubierta por un viejísimo sombrero de fieltro. Era como si la escena se repitiera.

El mayordomo abrió la puerta. El que llamaba preguntó:

—¿Vive aquí mister Simeon Lee?

—Sí, señor.

—Quisiera verle.

En Tressilian se despertó un viejo recuerdo. El acento con que hablaba aquel hombre le hizo volver a muchos años atrás, cuando míster Lee acababa de llegar a Inglaterra.

—Míster Lee está inválido —replicó, moviendo dubitativamente la cabeza-. No recibe casi a nadie. Si usted... El desconocido le interrumpió con un ademán, luego sacó un sobre y lo tendió al criado.

—Haga el favor de entregar esto a míster Lee.

—Perfectamente, señor.

Capítulo V

Simeon Lee tomó el sobre. De su interior extrajo la única hoja de papel que contenía. Sus cejas se arquearon, pero a pesar de ello sonrió.

—¡Todo esto es maravilloso! —exclamó. Luego, dirigiéndose al mayordomo, indicó: —Tressilian, haga subir a mister Farr.

—Bien, señor.

Al quedarse solo, Simeon murmuró:

—Hace un momento pensaba en el viejo Ebenezer Farr. Allá en Kimberley fue socio mío. Y ahora viene por aquí su hijo.

Tressilian anunció:

—Míster Farr.

Stephen Farr entró con cierta nerviosidad. Para disimularla remarcó más su acento sudafricano al preguntar:

—¿Míster Lee?

—Encantado de verle, muchacho. ¿Conque tú eres el hijo de Eb?

Stephen Farr sonrió.

—Es mi primera visita a Inglaterra —dijo-. Mi padre siempre me encargaba de que si venía no dejase de visitarle a usted.

—Muy bien hecho. Y ahora te presentaré a mi nieta, miss Pilar Estravados.

Stephen Farr pensó con profunda admiración: «Es todo un carácter. Al verme se llevó una profunda sorpresa, pero apenas lo ha demostrado».

—Tengo un verdadero placer en conocerla, señorita —dijo.

—Encantada de conocerle —murmuró Pilar.

—Siéntate y cuéntame qué ha sido de tu vida —invitó el viejo-. ¿Piensas estar mucho tiempo en Inglaterra?

—No pienso darme mucha prisa en marchar —replicó Stephen, echando hacia atrás la cabeza.

—Muy bien. Entonces te quedarás algún tiempo con nosotros —dijo Simeon.

—No quiero entrometerme en su casa. Faltan sólo dos días para Navidad.

—Puedes pasarla con nosotros, a menos que tengas otro compromiso.

—No tengo ninguno, pero no me gusta...

—Está resuelto —le interrumpió Simeon Lee. Y volviendo a su nieta, ordenó-: Pilar, ve a decir a Lydia que tendremos otro invitado. Dile que suba.

Pilar salió de la habitación. Stephen la siguió con la mirada. Simeon observó, divertido, el hecho.

—¿Has venido directamente de África del Sur? —preguntó.

—Casi directamente. Empezaron a hablar del país. Lydia entró un momento después.

—Te presento a Stephen Farr, hijo de mi viejo amigo y socio Ebenezer Farr —dijo-. Pasará la Navidad con nosotros si te es posible encontrarle una habitación libre.

—Desde luego —sonrió Lydia. Su mirada estudió al forastero.

—Es mi hija política —exclamó Simeon.

—Me sabe mal venir a estorbarles en una fiesta así —se excusó Stephen.

—Tú eres de la familia, muchacho —declaró Simeon-. No lo olvides.

—Es usted muy amable.

Pilar regresó a la habitación. Sentóse junto al fuego, con la mirada baja y perdida en un punto indefinido.

TERCERA PARTE

24 de diciembre

Capítulo I

De veras quieres que me quede, papá? —preguntó Harry echando hacia atrás la cabeza-. Mi presencia no parece serle grata a todo el mundo.

—George es un imbécil —afirmó Simeon.

—Me refiero a Alfred, al buen hermano Alfred. No le ha hecho ninguna gracia verme llegar.

—¡Me importa un comino lo que él piense! —dijo Simeon-. Soy el dueño de esta casa.

—De todas formas, creo que Alfred te es muy útil. No quiero despertar malos humores...

—Haz lo que yo te diga —replicó el padre. Harry bostezó.

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