Nocturna (51 page)

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Authors: Guillermo del Toro y Chuck Hogan

Tags: #Ciencia Ficción, Terror

BOOK: Nocturna
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—Adelante —dijo Eph.

E
ph subió las escaleras y se detuvo en el pasillo al ver a Setrakian y a Zack en la cocina. El anciano se sacó la cadena de plata que tenía en el cuello con la llave del sótano, la pasó por la cabeza de Zack, la dejó en su cuello y le dio una palmadita en el hombro.

—¿Por qué hiciste eso? —le preguntó Eph cuando estaban solos.

—Abajo hay cosas, cuadernos, escritos, que deben conservarse. Pueden serles útiles a las futuras generaciones.

—¿No piensas regresar?

—Simplemente estoy tomando todas las precauciones posibles. —Setrakian miró a su alrededor para asegurarse de que estaban solos—. Por favor, entiende; el Amo tiene una velocidad y un poder infinitamente superiores al de estos vampiros nuevos y torpes que estamos viendo. Es algo que está más allá de lo que podemos saber. Él ha vivido en este planeta durante varios siglos. Sin embargo…

—Es un vampiro.

—Y los vampiros pueden ser destruidos. Nuestra mayor esperanza es obligarlo a salir, herirlo y conducirlo hacia los rayos letales del sol. Debemos esperar hasta el amanecer.

—Quiero buscarlo ahora mismo.

—Lo sé. Pero eso es exactamente lo que él quiere.

—Tiene a mi esposa. Kelly está donde está por una sola razón: por mí.

—Sé bien que tienes algo personal en juego, Eph, y tienes razón en hacerlo. Pero también debes saber que si él la tiene a ella, tu esposa ya se ha transformado.

Eph negó con la cabeza.

—Ella no.

—No te lo digo para hacerte enojar…


¡Ella no!

Setrakian asintió después de un momento y esperó a que Eph se calmara.

—Alcohólicos Anónimos me han ayudado mucho, pero lo que nunca pude digerir es eso de tener la serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar —declaró Eph.

—Lo mismo me sucede a mí —replicó Setrakian—. Tal vez sea esta característica que tenemos en común lo que nos ha hecho emprender juntos esta misión. Nuestras metas están perfectamente alineadas.

—Casi —dijo Eph—. Porque sólo uno de los dos puede aniquilar a ese desgraciado. Y lo haré yo.

N
ora estaba ansiosa por hablar con Eph y lo abordó tan pronto se separó de Setrakian, conduciéndolo al baño del anciano.

—No —dijo ella.

—¿No qué?

—No me preguntes lo que vas a preguntarme —le imploró con sus penetrantes ojos color café—. Por favor, no.

—Pero necesito que tú… —replicó Eph.

—Estoy completamente asustada, pero me he ganado un lugar a tu lado. Tú
me necesitas.

—Así es. Necesito que cuides a Zack. Además, uno de los dos tiene que quedarse aquí. Para continuar en caso de… —Eph dejó la frase sin terminar—. Sé que es pedir mucho.

—Demasiado.

Eph no pudo dejar de mirarla a los ojos.

—Tengo que ir a por ella —le dijo.

—Lo sé.

—Sólo quiero que sepas…

—No hay nada que explicar —le interrumpió ella—. Pero me alegro de que quieras hacerlo.

Él la estrechó entre sus brazos y ella le acarició el pelo. Nora retrocedió para mirarlo y decirle algo, pero al final decidió besarlo. Fue un beso de despedida que insistía en su regreso.

Eph asintió para hacerle saber que lo había entendido.

Después vio a Zack mirándolos desde el corredor.

Eph no intentó explicarle nada. Dejar a ese niño bello y bueno y abandonar la seguridad aparente del mundo exterior para descender y enfrentarse a un demonio era el acto menos natural que podía hacer.

—Te quedarás con Nora, ¿de acuerdo? Hablaremos cuando regrese.

Zack tenía una mirada preadolescente y autoprotectora, pues las emociones del momento eran demasiado descarnadas y confusas para él.

—¿Cuando regreses de dónde?

Envolvió a su hijo entre sus brazos, como si el chico al que tanto amaba se fuera a quebrar en un millón de pedazos. Eph juró ganar esa batalla, pues tenía mucho que perder.

Escucharon gritos y bocinas afuera, y todos se apresuraron a mirar por la ventana que daba al oeste. La fila de autos detenidos se extendía cuatro calles abajo, y las personas salían a las calles y se enfrascaban en peleas. Un edificio estaba en llamas, pero no se veían camiones de bomberos.

—Es el comienzo del colapso —anunció Setrakian.

Morningside Heights

GUS ESTABA HUYENDO
desde la noche anterior. Las esposas dificultaban sus movimientos: la vieja camisa con la que se había cubierto los brazos como si los tuviera cruzados no habría engañado a casi nadie. Entró en una sala de cine por la puerta de salida. Pensó en un desguace de autos que conocía en West Side, pero cuando logró llegar después de mucho tiempo descubrió que no había nadie. El sitio no estaba cerrado; simplemente estaba vacío. Hurgó en las herramientas con la intención de cortar la cadena que unía sus muñecas. Encontró una sierra de vaivén, la sostuvo con fuerza, y casi se corta. No pudo hacer mayor cosa y se marchó disgustado.

Salió a buscar a algunos de sus cholos, pero no encontró a nadie. Sabía lo que estaba sucediendo. Y cuando el sol comenzó a ocultarse, comprendió que se le estaban acabando el tiempo y las opciones.

Ir a su casa era arriesgado, pero no había visto muchos policías ese día. Además, estaba preocupado por su madre. Entró en su edificio y subió las escaleras, tratando de disimular sus brazos con naturalidad. Subió los dieciséis pisos por las escaleras para evitar a los vecinos que estaban junto al ascensor, cruzó el corredor, y no vio a nadie. Escuchó detrás de la puerta. La televisión estaba encendida como siempre.

Sabía que el timbre no funcionaba y tocó la puerta. Esperó y tocó de nuevo. La golpeó con los pies, y la puerta y las paredes endebles se estremecieron.

—Crispín —dijo—. Oye, cabrón. Abre la maldita puerta.

Gus oyó que retiraban la cadena y el pasador. Esperó, pero la puerta seguía cerrada. Entonces se sacudió la camisa que le cubría las manos, se dio la vuelta y giró el pomo.

Crispín estaba de pie en un rincón, al lado izquierdo del sofá donde dormía cuando estaba en casa. Las persianas estaban cerradas y la puerta del refrigerador abierta.

—¿Dónde está mamá? —preguntó Gus.

Crispín no respondió.

—Crackero de mierda —le dijo Gus, cerrando el refrigerador. Se había derretido algo y un charco de agua se extendía por el piso—. ¿Está durmiendo?

Crispín permaneció en silencio y lo miró fijamente.

Gus cayó en la cuenta. Observó a Crispín, quien escasamente lo merecía, y le extrañó el contraste entre sus ojos negros y su rostro demacrado.

Se acercó a la ventana y corrió las persianas. Era de noche y una columna de humo subía por la escalera de incendios.

Se dio la vuelta, pero Crispín ya se había abalanzado sobre él. Gus levantó los brazos y le apretó la garganta con las esposas para impedirle que sacara su aguijón.

Lo agarró por detrás y lo derribó. Los ojos negros de su hermano vampiro se saltaban en su lucha por abrir la boca, pero la fuerte sujeción de Gus no se lo permitía. Quería asfixiarlo, y Crispín seguía pataleando pero no se desmayaba. Gus recordó que los vampiros no necesitan respirar y que es imposible darles muerte de ese modo.

Lo levantó del cuello y Crispín trató de impedírselo. Durante los últimos años, su hermano sólo había sido una carga para su madre y Gus no lo soportaba. Ahora que ya no era su hermano sino un vampiro, el cabrón que había sido permanecía intacto. Y para retribuirle en algo todas sus molestias, Gus lo golpeó contra el espejo decorativo de la sala, un óvalo antiguo de cristal grueso que alcanzó a romperse cuando cayó al suelo. Gus puso a Crispín de rodillas, lo lanzó boca abajo y agarró el vidrio más grande que vio. Acababa de arrodillarse cuando Gus le deslizó la punta del cristal por la parte posterior del cuello. Le cortó la columna y la piel hasta la nuca, pero sin cercenarle la cabeza. Utilizó el vidrio a manera de serrucho, decapitando prácticamente a su hermano, pero olvidó que era un objeto afilado y se cortó las manos. Sintió un fuerte dolor, pero sólo soltó el pedazo de vidrio cuando cabeza y cuerpo quedaron separados.

Retrocedió, mirándose las cortadas sangrientas de sus dos manos. Quería asegurarse de que ninguno de los gusanos que salían de la sangre blanca lo tocaran. Ya estaban en la alfombra y Gus se mantuvo a una distancia prudente. Miró el tronco decapitado y sintió asco por el vampiro, pero en cuanto a la pérdida de su hermano, Gus permaneció impasible. Hacía muchos años que Crispín había muerto para él.

Se lavó las manos en el fregadero. Las cortadas eran largas pero superficiales. Utilizó una toalla absorbente de la cocina para detener el sangrado antes de ir a inspeccionar el cuarto de su madre.

—¿Ama?

Rogó para no encontrarla allí. La cama estaba tendida y vacía. Se dio la vuelta para salir, lo pensó dos veces y se agachó para mirar debajo de la cama. Sólo vio algunas cajas de ropa y las pesas que ella había comprado hacía diez años. Estaba regresando a la cocina, escuchó un sonido en el armario y se detuvo para oír mejor. Fue a la puerta y la abrió. Todas las ropas de su madre estaban fuera de los ganchos, amontonadas en una pila grande sobre el piso.

La pila se movió. Gus sacó un vestido amarillo con hombreras y su madre lo miró de reojo; tenía los ojos ennegrecidos y la piel amarillenta.

Gus cerró la puerta. No la cerró con fuerza ni corrió: simplemente la cerró y permaneció allí. Sintió deseos de llorar pero no le salieron lágrimas: sólo un suspiro, un gemido suave; se dio la vuelta y miró el cuarto de su madre en busca de un arma para cortarle la cabeza…

… entonces se sintió horrorizado por la forma en que el mundo se había transformado. Se recostó, inclinando la frente contra la puerta cerrada.

—Lo siento, ama —susurró—. Debería haber estado aquí. Debería haber estado aquí con
usté…

Caminó confundido hacia su cuarto. No podía cambiarse siquiera la camisa debido a las esposas. Empacó algunas prendas de ropa en una bolsa de papel para cuando pudiera cambiarse y se la metió bajo el brazo.

Se acordó del anciano y de su casa de empeños en la calle 118. El anciano le ayudaría a él, y también a combatir esa plaga.

Salió del apartamento y llegó al pasillo. Unas personas estaban afuera del ascensor. Gus bajó la cabeza y caminó hacia allí. No quería que lo reconocieran, ni entenderse con ningún vecino.

Iba casi a medio camino del largo corredor cuando advirtió que aquellas personas no hablaban ni se movían. Miró con atención: eran tres, y lo estaban observando. Se detuvo al ver que también tenían los ojos hundidos y oscuros. Eran vampiros bloqueando la salida.

Caminaron hacia él, y lo próximo que supo fue que los estaba golpeando con sus manos esposadas, lanzándolos contra las paredes y aplastándoles las caras contra el piso. Les molió a puntapiés pero no pensaba quedarse allí más tiempo del necesario; no les dio la oportunidad de sacar sus aguijones, fracturó algunos cráneos con el tacón de sus botas mientras corría hacia el ascensor, y las puertas de éste se cerraron en las narices de sus perseguidores.

Permaneció en el ascensor, respirando profundamente y contando los pisos. Había perdido su bolsa durante el enfrentamiento y sus ropas habían quedado esparcidas por el pasillo.

Llegó al primer piso, las puertas se abrieron y Gus se preparó para pelear.

El vestíbulo estaba vacío. Sin embargo, afuera de la puerta ondulaba una luz de un naranja difuso, y oyó gritos y aullidos; salió a la calle, vio el incendio en la otra calle y las llamas propagándose por los edificios vecinos. La gente corría hacia el incendio con tablas y otras armas improvisadas.

Miró hacia el otro lado y vio un grupo de seis personas desarmadas que iban caminando sin prisa. Un hombre corriendo se cruzó con Gus y dijo:

—¡Los hijos de puta están por todos los sitios! —Y acto seguido, los seis integrantes del grupo lo atacaron. Cualquier espectador desprevenido diría que se trataba del típico asalto callejero, pero la luz anaranjada de las llamas le permitió a Gus ver un aguijón saliendo de una boca. Los vampiros estaban contagiando y transformando a las personas en las calles.

Mientras contemplaba la escena, una camioneta negra con potentes lámparas de halógeno apareció rápidamente entre la humareda. Eran policías. Gus se dio la vuelta, pisó su propia sombra proyectada por las luces de los postes y tropezó con el grupo de seis, quienes lo acecharon con sus rostros pálidos y sus ojos negros iluminados por los faros de la camioneta. Gus escuchó el tropel de botas que saltaban al pavimento, y quedó atrapado entre las dos amenazas. Atacó a los vampiros, golpeándolos con sus manos esposadas y dándoles cabezazos en el pecho. No quería darles la menor oportunidad de que abrieran la boca, pero uno de ellos metió su brazo entre las esposas y lo derribó al suelo. En un segundo, la horda estaba sobre él, forcejeando entre sí para beber la sangre de su cuello.

Entonces se oyó un sonido apagado y el chillido de un vampiro. Luego se escuchó un
splat
, y la cabeza de otro voló por el aire.

El vampiro que estaba sobre él recibió varios golpes en un costado y cayó al suelo. Gus logró levantarse en medio de la trifulca.

Realmente no eran policías. Los atacantes llevaban capuchas negras, los rostros cubiertos con pasamontañas, pantalones negros de combate y botas militares del mismo color. Disparaban ballestas pequeñas y grandes con culatas de rifle. Gus vio que un tipo le clavaba una saeta a un vampiro, y antes de que alcanzara a llevarse las manos a la garganta, la saeta explotó, desintegrándole el cuello y decapitándolo.

Las saetas estaban rellenas con cargas de impacto y tenían puntas de plata.

Eran cazadores de vampiros, y Gus los miró sorprendido. Otros vampiros salían de las puertas de los edificios, pero los francotiradores tenían una puntería infalible con sus ballestas, y las saetas se clavaban en el blanco a veinte o veinticinco metros de distancia.

Uno de ellos se acercó rápidamente a Gus como si lo hubiera confundido con un vampiro, y, antes de que pudiera hablar, el cazador le puso la bota en los brazos, aprisionándolos contra el pavimento. Recargó la ballesta y le apuntó a la unión de las esposas. Una saeta traspasó el acero y quedó clavada en el asfalto. Gus hizo una mueca, pero la saeta no explotó. Sus manos quedaron libres, aunque con los brazaletes metálicos, y el cazador lo levantó de un tirón con una fuerza sorprendente.

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